Si tuviera que definir mi lugar aquí, diría que he sido invitada en calidad de «híbrido posmoderno», con un pie en el campo de las Letras y otro en los sistemas de investigación científica y tecnológica, especialista en todo y en nada, para estar a la altura de los tiempos.
Como hispanohablante argentina (y más precisamente porteña), las postulaciones y opiniones de este trabajo se apoyan exclusivamente en mi visión del contexto latinoamericano urbano y letrado y de las complejas relaciones entre un «nosotros» al sur del Río Grande —al que tomo como conjunto soslayando diferencias que sé insoslayables en otros niveles de análisis— y el mundo anglófono del norte desarrollado, también tomado como un todo con las mismas salvedades que el conjunto anterior.
Esos son el bagaje, la experiencia y el sesgo desde donde hablo. Datos que no me pareció irrelevante adelantar en un Congreso Internacional de la Lengua Española.
En este trabajo, me propongo plantear algunas cuestiones vinculadas con la situación del español en la ciencia y la tecnología en relación con la lingua franca, el prestigio cultural, el poderío económico y el dominio tecnológico, con el fin de circunscribir ciertos aspectos del problema y adelantar algunas propuestas.
Jergas ha habido siempre en la ciencia y la tecnología: se trata, por definición, de un mundo iniciático regido por determinados paradigmas de investigación y desarrollo, con producción sólo evaluable por los pares, y fuertemente ligado al poder de la corporación. Dado el concepto de acumulación alrededor del cual se organiza, tampoco es una novedad que científicos y tecnólogos de distintas nacionalidades hayan siempre recurrido para comunicarse e intercambiar sus hallazgos a una lingua franca, que fue variando a lo largo de los tiempos en función de la hegemonía de las naciones que esa lengua expresaba.
La situación del español en la ciencia y la tecnología nunca hubiera sido una preocupación central en un Congreso Internacional de la Lengua Española de no haberse producido un cambio sustancial en la superficie de contacto entre ciertos productores de sentido científico-técnico y una importante mayoría de extraños a él. Mientras nuestros lógicos, matemáticos o físicos hablaban entre ellos (bien o mal, con mucha o poca contaminación lingüística, de acuerdo o no con la norma y el uso de la lengua), por ejemplo, sobre las expresiones del álgebra de Boole, a muy pocos incomodaba: nada nuevo desde Pitágoras, Euclides o Aristóteles en el discurso científico de Occidente.
La cuestión cobró dimensiones de problema acuciante cuando sofisticaciones científicas —como el álgebra de Boole— desembocaron en desarrollos tecnológicos patentables y en productos de una industria punta que por su intrusión masiva y creciente en la cotidianeidad se convirtió en un hecho de cultura revolucionario.
Nadie ignora que los avances actuales en el campo de la investigación científica y los desarrollos tecnológicos ligados a los sectores más dinámicos de la economía tienen en el inglés su lengua vehicular. Verdadera lingua franca del fin de este milenio, su imperio —por el momento avasallador— deriva de problemáticas conocidas para los sociolingüistas: el grado de vitalidad, cohesión, expansión, difusión y penetración de una lengua depende del prestigio que, para propios y ajenos, tenga la cultura de la cual es portadora; como es sabido, en el imaginario colectivo de Occidente, la cuestión del prestigio, además de los símbolos visibles de refinamiento y sofisticación —entre ellos, el buen uso del idioma, desde la época de Isabel la Católica—, estuvo siempre determinada por dos factores subyacentes: el poderío económico y el dominio tecnológico.
Como corresponde al estado actual de las relaciones de poder, la consecuencia lógica es que el lenguaje de las nuevas tecnologías tenga en el inglés su lengua hegemónica: en ese idioma se piensan y configuran los sistemas operativos, se entablan los diálogos con la máquina, se establecen los protocolos y se estructuran los mensajes, se escriben los materiales instruccionales y, voluntaria o involuntariamente, esa forma particular de ver, segmentar, pensar y decir la realidad que constituye la lengua inglesa impregna y controla —de manera creciente dada su extensión hacia públicos cada vez más amplios— los sistemas de comunicación.
Si el lenguaje y la tecnología son actualmente dos vehículos interactuantes de comunicación, como tales, se hallan impregnados de ideología en tanto sistema organizador de la cultura. Sin entrar aquí en la complejidad del debate semiótico sobre la ideología, el lenguaje y la cultura, diré que utilizo el término ideología en el sentido que le da Umberto Eco (1974) en un trabajo en el que parte del conocido modelo de Hjemslev, que organiza el lenguaje en «forma y sustancia de la expresión» y «forma y sustancia del contenido», para trasladar sus alcances al análisis semiótico de la cultura, a la que Eco sitúa en el campo de las formas del contenido: «Cuando se habla de 'ideología', en sus variadas acepciones, se entiende una visión del mundo compartida por muchos hablantes y, en el extremo, por toda una sociedad»; esas visiones del mundo se integran en distintos sistemas semánticos —y estos en un Sistema Semántico Global— que constituyen «modos posibles de dar forma al mundo». Cada sistema semántico, en consecuencia, da cuenta de una visión parcial del mundo y, como tal, «puede ser revisado teóricamente cada vez que nuevos mensajes, al reestructurar semánticamente el código, introduzcan nuevas cadenas connotativas y, por lo tanto, nuevas cadenas de valor».
En ese marco, «la ideología es un mensaje» que la sociedad va adquiriendo gradualmente «como elemento de código» (126); dado que «la estructura sintáctica del código precede a la individuación de los elementos pertinentes de significado, el sistema semántico no genera la estructura sintáctica del código, sino que ocurre lo contrario, y somos obligados a ver la estructura del mundo en términos impuestos por el sistema de reglas generativas del código. En ese caso, no es la cultura la que determina el lenguaje, sino el lenguaje el que determina la cultura» (131).
En otro nivel y con otro alcance, estas conclusiones resultan útiles para ilustrar el problema que nos ocupa; digámoslo así: la cultura hispánica, en tanto sistema configurado por una determinada visión ideológica del mundo organizada en el sistema semántico del español, se genera a partir de la estructura sintáctica del código de la lengua española; de ahí que, la amenaza concreta sobre el sistema de reglas generativas de ese código que supone actualmente el avance del sistema de reglas generativas del código de la lengua inglesa en los grandes sistemas de comunicación y en las diversas interfases con las máquinas, apunta, en última instancia, a los basamentos de la cultura que porta la lengua española.
En esa línea de análisis, es interesante recordar que cada modelo hegemónico —a través del sistema semántico de su lengua también hegemónica— crea su propia ideología modeladora de la vida cotidiana de la sociedad: el capitalismo de la Revolución industrial, por ejemplo, se construyó alrededor de conceptos como el trabajo y la libertad (à la limite, la libertad de contratos).
El capitalismo de la globalización se constituye sobre un concepto des-concertante en tanto oxímoron estructurado sobre la idea de unidad de un mundo fragmentario: un gran mercado concentrado para una aldea planetaria de entidad virtual y existencia viable por y en las tecnologías de la comunicación, naturalmente hegemonizadas por la anglofonía.
En ese mundo cada vez más competitivo y oligocrático, la cercanía informativa como ilusión totalizante y democratizadora cumple la función de avecinar las piezas del mosaico global que la lingua franca reunifica, traduce, vuelve inteligible y hasta amigable en la apariencia.
Al borde del nuevo milenio parece haber surgido entonces un nuevo «darwinismo social», que coloca la clave de la supervivencia no ya en ciertas aptitudes sino en la capacidad de acceder a las nuevas tecnologías. En estos momentos, «conectarse», aunque sea precariamente, con la estructura de pensamiento que plantea la máquina, es decir con el código de la lengua dominante en el mundo de las comunicaciones y las tecnologías de la palabra, significa poseer una contraseña, algo así como lo que Jacques Derrida (1986), refiriéndose a la forma de pronunciar determinada sílaba en los tiempos bíblicos de Efraín, define en el interior de una lengua como un schibboleth: «toda marca insignificante, arbitraria» que no tiene ningún sentido en sí misma, pero que se convierte en un rasgo distintivo «para pasar una frontera», «acceder al derecho de asilo» o «ser habitante legítimo de una lengua».
Para que sea efectivo como salvoconducto, como contraseña, no solo es necesario conocer el schibboleth; es necesario conocer la diferencia, controlarla, participar de ella. «Esta inscripción de la diferencia en el cuerpo (por ejemplo, la capacidad fonética de pronunciar de un modo u otro o de acceder a las nuevas tecnologías de la palabra, se podría agregar) no es siempre natural, ni tiene que ver con una facultad orgánica innata. Su origen supone, en sí mismo, la pertenencia a una comunidad cultural y lingüística, a un ambiente de aprendizaje, en suma, a una alianza» (cfr. Sztrum, 5).
Extrapolando estos conceptos de Derrida, podría decirse que en la sociedad actual de la información y la comunicación, la no posesión del schibboleth, la no pertenencia a la comunidad cultural y lingüística que tiene acceso a las nuevas tecnologías, comienzan a actuar como factores estigmatizadores que generan fracturas entre las generaciones, las clases sociales, los territorios, los hablantes de distintas lenguas, los lugares y niveles de acceso; al mismo tiempo que lo supranacional, lo urbano, los servicios, las lenguas codificadas, el cambio volátil y lo descartable van adquiriendo prioridad social cada vez más excluyente (cfr. Bulot y Delamotte Legrand 1995).
En el marco de esta descripción crítica del modelo, el problema central que subyace a la defensa del idioma es el de la democratización del acceso a la cultura tecnológica: no son ciertamente las clases dominantes, ni los intelectuales, ni los miembros de la cultura empresarial o corporativa los que carecen de las llaves de ingreso ni los que eventualmente perderán el castellano frente a los avances del inglés; tampoco los científicos y tecnólogos cuyas relaciones con las cuestiones de la lengua siempre han sido muy peculiares.
Para Gianni Vattimo (1986), existe una relación casi causal entre la presencia omnímoda de las comunicaciones y lo que ha dado en llamarse posmodernidad (y también sociedad posindustrial): «Se puede convenir que la modernidad se caracteriza por el 'primado del conocimiento científico' (…), pero hay que precisar que hoy esta primacía se manifiesta sobre todo como la primacía de la técnica, y no en un sentido genérico (cada vez más máquinas para facilitar la relación del hombre con la naturaleza) sino en el sentido específico de las tecnologías de la información. (…) Precisamente aquí es probable que esté la diferencia entre lo «moderno» y lo «posmoderno» (17-18).
Más allá de la especificidad del vedetismo técnico posmoderno del que habla Vattimo, lo cierto es que ciencia y tecnología son dos caras interactuantes de un mismo quehacer.
En ese marco, para comprender mejor el estatuto actual de la lengua española en los circuitos internacionales de investigación en ciencia y tecnología, me parece interesante retomar algunos aspectos vinculados con el discurso científico y los mitos de su objetividad y ahistoricidad.
Si se piensa en la distinción entre «discurso explicativo» y «discurso argumentativo», pocos dudarán en incluir al discurso científico en el primero y al ensayo de opinión en el segundo. Sin embargo, como señala Herman Parret (1995), «los textos científicos contienen estrategias explícitas de persuación y manipulación. El hombre de ciencia emplea técnicas canónicas que manifiestan un saber-hacer. Estas estrategias y técnicas traicionan —en el sentido de denunciar, dejar ver— una estructura de poder (por ejemplo, la asimetría académica entre el profesor y el estudiante, el establishment científico).
La 'voz' del hombre de ciencia o del filósofo funciona como un actante al que se oponen anti-sujetos (proyectados por el propio actante) y co-sujetos (por ejemplo, ciertas corrientes o tradiciones científicas generalmente citadas a menudo por el actante)». Como en el más puro discurso doxológico, en el paper científico «el anti-actante es un oponente imaginario y su presencia en el texto da la posibilidad de una discusión interna o de un diálogo implícito o escondido» (66).
Entre estas postulaciones de Parret me interesa rescatar las siguientes: el concepto de «saber-hacer», la cuestión del «poder científico» y la dialéctica entre «anti-sujetos» y «co-sujetos» del discurso, para tratar de mostrar a través de ellos las relaciones actuales entre el español y la lingua franca.
Como es sabido, la investigación y el desarrollo son posibles gracias a tres factores interactuantes: decisión política de promoverlos, financiación para llevarlos a cabo y masa crítica de recursos humanos. Basado en escamoteos ideológicos de corte deontológico sobre los cuales se construye, el «saber-hacer» del discurso científico se vincula, entre otras cosas, con la habilidad para plantear líneas de investigación financiables, como si fueran objetivamente necesarias para el progreso de la ciencia en el marco de las necesidades de crecimiento de la propia sociedad.
En este aspecto, tanto los anti-sujetos como los co-sujetos elegidos por el actante para configurar el dicurso científico patentizan (a través de la cadena de citas, contactos académicos, referencias a centros de investigación, etc.) las relaciones de poder en tanto marcas de pertenencia o exclusión del establishment científico nacional e internacional.
Es obvio recordar que el prestigio, traducido en la mayor o menor apropiación por otros del discurso científico, es directamente proporcional a su cercanía a los centros y laboratorios líderes en cada rama del conocimiento que, al ser los que generan y arriesgan las investigaciones y los desarrollos punteros, encaminan naturalmente hacia las líneas de su interés el grueso de la financiación (propia y ajena a través de convenios de intercambio, proyectos conjuntos, joint-ventures, etc.); más obvio aún es recordar que estos centros y laboratorios se hallan localizados en su flagrante mayoría en países no hispánicos del norte desarrollado, y que si la lengua vehicular del mundo científico y tecnológico es desde hace años el inglés, no se trata de una lineal injusticia imperialista sino del propio peso de las investigaciones y desarrollos que se piensan, producen y comunican en esa lengua (cfr. Martín Mayorga 1995).
En ese sentido, este breve texto producido por un grupo de investigación argentino me parece paradigmático: «La presente solicitud de participación del Profesor… está basada en la gestión avanzada de un programma de cooperación técnica con la JICA (Japan International Cooperation Agency) para la creación del Animal Science and Meat Research Center, en el Departamento de Zootecnia de la Facultad»; la facultad de la que se habla pertenece a la Universidad de Buenos Aires, los redactores del proyecto son investigadores de habla hispana y los pares encargados de su evaluación también, pero la actividad para la que se solicita financiación está localizada en un centro argentino cuyo nombre oficial está en inglés, sin que medie en el texto ninguna de las marcas habituales (comillas, bastardilla, subrayado) que muestre en sus autores la necesidad de indicar que saben, al menos, que se trata de palabras en una lengua extranjera.
Esto nos lleva a otras comprobaciones de interés ligadas a la llamada «conciencia lingüística», es decir, a cómo un hablante, según Bulot y Delamotte Legrand (1995), «percibe su propia práctica lingüística y la de su entorno, cómo la nombra y cómo define las relaciones de su habla con las hablas que lo rodean» (125): sin duda, el cuidado de la lengua materna como instrumento precioso de comunicación y las complejas relaciones entre lenguaje, cultura, ideología e identidad no entran en las preocupaciones de la mayoría de los científicos y tecnólogos, sean o no hispanohablantes (y tampoco —cabría agregar— en la de los empresarios ligados a la innovación tecnológica, en cuyas manos están, entre otras, las decisiones concernientes a las formas de transmisión y difusión de las nuevas tecnologías entre interesados y usuarios).
Esta no incumbencia, este «estar en otro lado» de los científicos y tecnólogos con respecto a la lengua tiene antiguas raíces en la vieja dicotomía entre «lo bello y lo útil», «la poesía y la técnica», «las ciencias del espíritu» y «las ciencias de la naturaleza», acentuada por la taxonomía científica del positivismo.
Esta suerte de divorcio histórico entre lo que a comienzos de la década de 1960 se sintetizó en conceptos como «cultura de los intelectuales literarios» y «cultura de los científicos básicos» se refleja, además de en su posición divergente frente al valor agregado de la lengua, en la paradoja de que la cultura científico-técnica —por definición elitista y críptica para la mayoría de los mortales— asimila «cultura letrada» con «cultura erudita», a la que rechaza por su discurso enclaustrado y reaccionario. Por otra parte, el hecho de que el cuidado y el control del idioma se asocie con instituciones prototípicas de la cultura erudita como las Academias de la lengua, alejó aún más a la comunidad científica y tecnológica de una visión menos sesgada del problema.
Además de la legítima preocupación por el buen manejo del idioma en personas que poseen los más altos niveles de educación formal —no se trata de una cuestión de estilo sino de claridad de pensamiento—, otro aspecto inherente a la comunidad científica y tecnológica que suele preocupar a los interesados en cuestiones de la lengua es el de la terminología.
La globalización de la economía trajo, en el plano lingüístico, un efecto colateral, especialmente ligado a instituciones académicas de vigilancia y control de la lengua y a empresas editoriales afines: la producción en inglés-español de varios y diversos glosarios, repertorios y diccionarios de términos científicos y tecnológicos, flagrantemente sesgados hacia las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, como no podía ser de otra forma. A estos materiales en inglés-español, en Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, debido a los intercambios producidos en el marco del Mercado Común del Sur o MERCOSUR, se agregan repertorios terminológicos en portugués-castellano y castellano-portugués, que ponen en relación términos ligados a la necesidad concreta de comunicarse entre productores y consumidores en el español de la Cuenca del Plata y en el portugués del Brasil, de la manera más afinada posible.
En cuanto a la producción de glosarios, repertorios o diccionarios en inglés-español, me interesa apuntar aquí dos inquietudes relacionadas con la materia que abordan y con la amplitud geográfica hispanohablante.
Por una parte, la uniformidad en la comprensión del léxico, en inglés, de la alta tecnología es casi universal: on line, software, chip, modem, format, server o e-mail quieren decir lo mismo para cualquier no anglófono que entienda operativamente lo que quieren decir, aunque desconozca el término equivalente en su lengua. Por la otra, la existencia en el español de variantes significativas de uso —especialmente visibles en el vocabulario— según de qué comunidad lingüística se trate: si bien la lengua española es una en el inmenso y diverso espacio en que se la habla, ¿se puede consignar en un diccionario que en toda América Latina se dice «afiliado a un servicio telefónico»? ¿o se dice abonado? ¿computador o computadora? ¿ordenador? ¿contestador automático o secretaria electrónica? ¿fax o telefax? Si se quiere ser serio desde el punto de vista lexicográfico, habrá que atribuir cada variante a el o los países correspondientes. Pero, diferencias como éstas, ¿constituyen variantes significativas para la comprensión? ¿es útil y necesario consignarlas en un dicionario de estas características?
Estas y otras preguntas semejantes sobre la función y el alcance de este tipo de glosarios, repertorios y diccionarios conducen a una problemática central: ¿a quiénes se destinan estas publicaciones?, ¿para qué se las utiliza?, ¿quiénes serán sus usuarios principales? Por tratarse de terminologías en gran parte ligadas a máquinas personales accionadas por inexpertos, es evidente que la cuestión de los repertorios tecnológicos actuales se vincula, en última instancia, a otra de suma importancia en un negocio dominado por las compañías anglófonas: la traducción de los materiales instruccionales o procedurales.
La palabra «traducción», en este caso, adquiere una carga semántica doble: el objetivo de un buen material instruccional debería ser, por una parte, traducir el lenguaje tecnológico a los códigos culturales habituales del usuario común, no especializado y generalmente cauteloso frente a las novedades; por la otra, traducir la lengua original de redacción de las instrucciones a un español estándar, correcto y adecuado.
El discurso instruccional —en apariencia tan simple y obvio como para no haber merecido hasta ahora especial atención en el ámbito empresarial iberoamericano y tampoco en el universitario no especializado— constituye un caso particular dentro del conjunto más amplio de los enunciados directivos, con recursos gramaticales específicos (el modo imperativo en el español, por ejemplo) destinados a reflejar relaciones cognitivas y de interlocución asimétricas entre el emisor y el receptor (un experto autorizado a dar instrucciones explícitas sobre el procedimiento y un receptor que desconoce el procedimiento y quiere aprenderlo: algo así como el modelo discursivo de la transmisión oral del maestro artesano de la Edad Media a su discípulo aprendiz).
Si bien el modelo de instrucción de los manuales y folletos actuales sigue siendo básicamente el mismo, dada la complejidad de la cadena de mediaciones entre el experto y el usuario, la instrucción se caracteriza por ser siempre diferida, lo que dificulta la transmisión secuencial del procedimiento y refuerza la necesidad de ajustar las estrategias del lenguaje a una comunicación no presencial, a distancia y mediatizada por la escritura.
«Como acto de habla, la instrucción se encuentra orientada hacia la acción extraverbal. Requiere, por lo tanto, formas discursivas que vinculen habla y actividad». Para Peter Dixon, es precisamente esta característica de «discurso orientado a la ejecución práctica de acciones» la que otorga al discurso instruccional autonomía comunicativa y funcional. Sin entrar en la discusión del problema, solo apunto aquí que para otros lingüistas como Greimas o Jean Michel Adam la instrucción sería una subclase de la narración (Greimas) o de la descripción (Adam). (Cfr. Silvestri 1995, 11-18.)
Dada la condición de hecho cultural invasor y revolucionario que han adquirido las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, todo indicaría que la problemática de su traducción a lenguajes comprensibles para el mayor usuario actual (individual, doméstico, solitario ante la máquina) no se vincula con la siempre iniciática y sofisticada terminología científico-técnica de manejo exclusivo de los especialistas, sino con la producción de un discurso procedural que actúe como interfase calificada entre el tecnólogo y el usuario; es decir, con la producción de materiales instruccionales cada vez más claros y amigables, centrados en el receptor y no en el emisor, escritos en buen castellano y con un manejo adecuado tanto del vocabulario tecnológico como de las secuencias del procedimiento.
Esta escena, tan familiar en la América Ibérica, que describe el escritor argentino Juan Martini (1996), es inimaginable en el mundo desarrollado:
Hace pocos días, en un diario de Buenos Aires, los proveedores argentinos de Internet denunciaban que el 90 por ciento de las consultas que reciben se deben a la ignorancia de los usuarios. El problema es que los proveedores prometen más de lo que cumplen: conexiones instantáneas, comunicaciones on line, velocidad de vértigo, sonido como en el cine, acceso a foros o newsgroups. El problema es que los proveedores no configuran bien los programas que cada usuario necesita. El problema es que los soportes técnicos están compuestos por dos o tres jóvenes que no dan abasto para sostener tanta demanda insastifecha… Hay, como siempre, una alternativa.
Es la siguiente pesadilla: usted insiste y su proveedor le manda un técnico a su casa —servicio que hay que pagar aparte, es claro— y así llega a su casa un joven que no habla, no escucha, mastica chicle, se sienta cinco minutos frente a su máquina, teclea con indiferencia, hace una brevísima demostración, dice, OK, man. Usted firma y él se va. La pesadilla se hace realidad cuando usted intenta reproducir algo de lo que el joven técnico le demostró que se podía hacer… Es un momento, ese, difícil. Usted está solo, sin ayuda, acusado en los diarios de ignorante, inválido frente al futuro que se le escapa de las manos.
Cuando digo que esta escena es inimaginable en el mundo desarrollado, no es porque crea que los ususarios no atraviesan allí por angustias semejantes en sus relaciones con la máquina, sino porque: 1º) el proveedor lo visitará tantas veces como sea necesario hasta que su programa funcione; 2º) una vez instalado y en funcionamiento, la mayoría de los usuarios no podrá contratar los servicios pagos de jóvenes soportes técnicos; 3º) el usuario contará para solucionar sus problemas con materiales instruccionales que utilizan su propia lengua, su sistema de pensamiento, el abanico de sus conocimientos; es decir, que están escritos para él: minimizados al máximo los obstáculos, solo le restan las dificultades propias de todo nuevo aprendizaje.
Esto, en cuanto a la pragmática del discurso instruccional de las nuevas tecnologías y a sus peculiaridades léxicas. Otro aspecto totalmente diverso del problema es el vocabulario científico: aunque específico, más acotado y de difícil acceso para los que no pertenecen al campo disciplinario es, como el léxico general de la lengua, un repertorio abierto, indeterminado y finito de morfemas libres, palabras compuestas y locuciones. Por tratarse de un discurso novedoso cuyo objetivo es encontrar modos de consignar el desplazamiento de las fronteras del conocimiento, las relaciones léxico-semánticas del discurso científico se basan tanto en terminologías disciplinarias consolidadas como en la creación frecuente de neologismos —de procedencia casi inevitable de la lingua franca de la especialidad— que, lo mismo que en la lengua general, constituyen un signo de vitalidad del idioma (y de la disciplina).
En ese contexto, no es en las incorporaciones léxicas ni en el purismo de la lengua española donde deben buscarse los ejes del problema del uso de la español en la ciencia y la tecnología (y los eventuales caminos de salida), sino en la calidad de la producción en ese campo, verificable en la relaciones de marginalidad-centralidad de los hispanohablantes con respecto a la producción científica y a las nuevas tecnologías, especialmente de la información y de la comunicación; cuestiones todas de gran actualidad, estrechamente vinculadas con la importancia estratégica que tanto el sector público como el sector privado otorguen al desarrollo científico y tecnológico como motor del crecimiento de un país (cfr. Fernández Cirelli 1996 y Sanz 1996).
Contrariamente a lo que haría suponer el triunfo actual del mercado y las privatizaciones, el grueso de la financiación de la investigación y el desarrollo continúa —al menos en América Latina— a cargo de los Estados; es recientemente a partir de las patentes y de su posibilidad de convertirse en productos de reproducción e impacto masivo —hecho escaso en América Latina, dada su radialidad con los centros de poder científico— cuando la relación se invierte, y son las empresas (farmacéuticas, químicas, informáticas, de telecomunicaciones, de software, etc.) las que pasan a invertir en investigación y desarrollo creando sus propios departamentos de innovación tecnológica o estableciendo convenios con las universidades (raramente también en los países de América Latina, dado que son pocas las empresas de envergadura con matriz en estos países).
Con respecto a las controvertidas relaciones actuales entre el Estado nacional y las empresas multinacionales, Jacob Gorender (1996) realiza algunas consideraciones de gran interés en el marco de este trabajo: «Las empresas multinacionales no se desgarran de los Estados nacionales en los que se originan sino que sufren las contingencias de las economías nacionales de esos Estados. No se trata solamente de una cuestión de organicidad histórica, sino del hecho concreto, palpable y a veces brutal, de que las empresas multinacionales necesitan de su Estado nacional para legitimarse y para contar con amparo político y salvaguardas jurídicas tanto para su actividad en el mercado interno como en el mercado mundial… Cuando la matriz se sitúa en un país de amplio mercado interno, la empresa multinacional encuentra en éste su soporte fundamental, el punto de apoyo para la expansión globalizante.
Éste es el caso de las empresas multinacionales más numerosas y fuertes, las de los Estados Unidos, Japón y Alemania, tríada dominante en la economía mundial. Las actividades de investigación y desarrollo de las empresas multinacionales tienen también sus centros más importantes en los Estados nacionales de origen, dado que, por regla general, es en ellos donde disponen de los mejores recursos en materia de cuadros científicos y de infraestructura. Por último, son competencia exclusiva de la matriz las decisiones estratégicas —particularmente aquellas que conllevan fuertes inversiones—, las líneas de investigación que implican costes considerables y las innovaciones significativas de proceso y de producto» (13-14).
De estas apreciaciones de Gorender podría inferirse que no es la ausencia del Estado lo que caracterizaría a esta época de economías globalizadas, sino la presencia de otro Estado que se retira de sus funciones habituales y reaparece con fuerza para defender ciertos intereses en nombre de la Nación.
En el marco de las relaciones actuales entre Estado nacional y empresas multinacionales, cabe preguntarse entonces, a quiénes preocupan las cuestiones de glotopolítica (uso este término con el alcance de «acción del lenguaje sobre la sociedad» que le da la Escuela de Rouen), dónde se está definiendo la política lingüística (es decir, «la acción de la sociedad sobre el lenguaje») y, de plantearse una política explícita de la lengua, si este Estado —cada vez más alejado de la responsabilidad social— continuará siendo el agente privilegiado para impulsarla (por ejemplo, promover la enseñanza de determinadas lenguas extranjeras, reglamentar el uso del idioma en los medios de comunicación y en la comercialización de los productos, reformar o reforzar la ortografía frente a las tecnologías actuales de circulación de las comunicaciones, etc.).
Dado que la lengua es la representante simbólica de la Nación —«La ortografía también es gente», escribió Fernando Pessoa—, por lo general, la necesidad de establecer políticas lingüísticas y leyes del idioma surge, lo mismo que la cuestión de la identidad, en la confrontación con un otro portador de otra lengua y otra cultura, vividas como amenaza. Es curioso que recientemente en 1992 tanto Francia —especialmente problematizada por sus relaciones con el Magreb— como Estados Unidos —en constante debate interno frente a la inmigración masiva de latinos y orientales— necesitaran afirmar en sus Constituciones al francés y al inglés, respectivamente, como lengua nacional de sus Estados.
En la América Hispánica, hacia fines del siglo xix, el aluvión inmigratorio europeo y el bilingüismo aborigen, unidos a la necesidad de consolidar la idea de nación para organizar el país y disciplinar su fuerza de trabajo, produjeron algunos modelos de políticas lingüísticas y educativas triunfantes: entre otros, como ejemplos extremos, la institucionalización en el Paraguay del bilingüismo español-guaraní, y la ley de enseñanza gratuita, universal y obligatoria impartida en castellano en la Argentina babélica.
Entre el laissezferismo y la promulgación de leyes del idioma, los distintos países de la América Hispánica han venido transitando su propio camino en relación con las políticas de la lengua; tránsito que, en el caso de los países plurilingües, se ha asociado a debates de importancia crucial sobre la identidad de sus pueblos y el estatuto de la nación. En lo quese refiere específicamente a la protección del castellano en tanto que lengua oficial del Estado, a grandes rasgos, México, Colombia y Cuba han propuesto medidas con el consenso necesario; en la Argentina reciente, la llamada Ley Asís —inspirada en la célebre Ley Toubon de Francia que antes de su modificación atacaba hasta los extranjerismos del lenguaje científico— intentó prohibir el uso de términos extranjeros en la vía pública y en la televisión y acabó con la borrascosa renuncia de su autor, el ministro de cultura.
Lo cierto es que en la América Ibérica, con o sin políticas explícitas de protección de la lengua nacional, aunque con diferencias de grado según los países, se impone una verdad de Perogrullo: la penetración léxica del inglés es notable, extendida y creciente. Sin embargo —como ya se ha dicho al hablar de la terminología científico-técnica—, en lo que hace al destino de una lengua, no son los neologismos ni la incorporación directa de términos extranjeros lo que debe preocupar, sino la valoración, propia y ajena, de la cultura de la cual es portadora.
Esta valoración de la lengua y su cultura se vincula con lo que Teixeira Coelho (1996) llama capacidad de régimen, meta final de toda política cultural y, por lo tanto, lingüística; es decir, «la habilidad de las instituciones políticas de un país, o de una comunidad, para lidiar con los problemas que la atromentan». «Algunos países, como Francia, se plantean la cuestión con nitidez y tienden a mantener esa capacidad; en ese país prevalece la voluntad de que la cultura sea un componente básico, primero de una cierta identidad francesa, e inmediatamente, europea». Para Coleho, la única forma de que una cultura en situación de conflicto interno recupere su capacidad de régimen —es decir, su dinamismo, su posibilidad de liderazgo, el prestigio de su lengua, el orgullo de la pertenencia en el marco de su comunidad—, es desarrollando políticas que traten de «mantener en equilibrio la tensión entre lo local y lo universal, la diferencia y la redundancia, la variación y la repetición» (26-28).
Si en el mundo actual de la alta tecnología, lengua, ciencia, tecnología y cultura son componentes solidarios de un mismo sistema, las políticas lingüísticas, culturales, científicas y tecnológicas —en tanto que factores que operan sobre esos campos— también deberán ser pensadas como conjuntos solidarios e interactuantes, si se las quiere eficaces.
Como señalan Narvaja de Arnoux y Bein (1995), la cuestión actual de la lengua desenmascaró el problema central, que es quién conduce el mundo y hacia dónde, y si esa dirección nos gusta, y si queremos participar y cómo en esa «comunidad de destino» que plantea la globalización.
En tanto que emergentes de esa cuestión central, los lenguajes codificados, las traducciones literales, los discursos directivos, los vocabularios específicos, los términos extranjeros, las cuestiones ideológicas, de política lingüística y de glotopolítica están —como hemos visto— a la orden del día y no es poco el ruido que obstaculiza y deteriora la comunicación para la acción.
En este nuevo panorama, ¿qué papel le cabe entonces a la lengua española en el proceso de democratización del acceso a la cultura tecnológica? ¿cuál su estrategia de conservación y desarrollo en el sistema científico y técnico frente a la nueva lingua franca? ¿qué tipo de acciones resultarían eficaces? ¿desde dónde producirlas?
Lo primero que salta a la vista es que no es desde el campo de los que encarnan la hegemonía glotopolítica actual de donde provendrán las políticas salvadoras ni las soluciones creativas: rompiendo tanto con el hábito del paternalismo como de la queja retórica, hay que asumir que los protagonistas de la cuestión de la lengua española en la nueva sociedad de la información y la comunicación somos nosotros, los hispanohablantes.
Lo segundo, es que los hispanohablantes somos legión (e incluyo en esta legión a la comunidad que habita en los Estados Unidos); y si se refuerzan los lazos de solidaridad iberoamericana —cuidando de no caer en un nuevo dominio glotopolítico sino esforzándose por anudar los lazos comunes—, los que hablamos español más los que hablan portugués constituyen, sumados, un número altamente significativo en términos de consumidores potenciales de tecnología informática y comunicacional.
Esta referencia a los consumidores se basa en que no parece que en esta era del avance —por el momento, incontenible— de la reingeniería globalizada, el achicamiento del Estado, las privatizaciones, la ley de los mercados, la recesión y la desocupación, sean los gobiernos de los países de América Latina los que estén en condiciones de liderar inversiones estratégicas para el cuidado de la lengua española. Parecería en cambio que sí cabría apoyar este tipo de proyectos a las empresas más dinámicas con su matriz en países de habla hispana (especialmente las de comunicaciones, electrónica, informática, desarrollo o provisión de software), dado que —para decirlo en el lenguaje mercante de actualidad y retomando los conceptos de Gorender—, los hispanohablantes constituimos un «mercado interno virtual» de más de trescientos millones de habitantes: plataforma de lanzamiento nada desdeñable hacia la globalización para las empresas vernáculas, y espacio privilegiado para profundizar las relaciones entre nuestras universidades y el sector socioeconómico, a través de convenios de vinculación científica y tecnológica que potencien la transferencia en español de saberes y haceres mutuos (cfr. Desarrollo… 1997).
Antes de avanzar en esta línea, quiero decir que no se me escapa que esta apelación al mundo de las compañías es un gesto de realpolitik: si bien muchos de nosotros creemos que esta institucionalización global de la injusticia no debe prosperar —y para ello hay que dar la batalla, dura e inédita, en otros campos—, mientras no se tenga la fuerza colectiva para sustituirla, una ideololgía sólo puede ser enfrentada con cierto éxito desde su interior, es decir, utilizando las mismas cadenas connotativas (y por lo tanto, las mismas cadenas de valor) de la cultura que la expresa: como magníficamente enseña la literatura, para acordar el retiro de Quijote hubo que disfrazarse de Caballero de la Blanca Luna.
En lo que se refiere al discurso científico y tecnológico, cabe hacer una distinción: una cosa son los abstractos de los papers, que necesariamente deberán ser escritos en la lingua franca dada su necesidad de difusión y comprensión lo más inmediata posible entre los científicos de distintas lenguas (al menos mientras la cuestión de las patentes no apunte con más virulencia al corazón «explicativo» del paradigma actual); y otra es la correspondencia y los documentos institucionales de los organismos promotores de ciencia y técnica como las universidades y los consejos de investigación, que siempre deberían ser escritos en castellano: por tratarse de los estamentos más altos de educación en todos los países, esto marca una política lingüística, fija una actitud frente al idioma y la cultura y, en lo que hace a las relaciones internacionales, establece con las instituciones iguales el necesario marco de paridad y respeto multicultural y plurilingüe.
Volviendo al ámbito empresarial vinculado con las tecnologías de la información y de la comunicación, todo indica que su participación en la promoción de la lengua española podría comenzar a concretarse a través de, por lo menos, dos líneas de acción paralelas: una —más modesta e inmediata— relacionada con los usuarios de las máquinas y la transmisión de know how; la otra —más ambiciosa y estratégica— con la investigación y el desarrollo de alta tecnología.
En la primera línea de acción, cabría a los directivos de las empresas y a sus tecnólogos concienciarse de la importancia estratégica del discurso instruccional en tanto que nuevo valor agregado y otra «marca de calidad» del producto para el ususario hispanohablante, con el fin de implantar en las empresas su utilización hábil y correcta en la redacción o traducción de manuales, folletos, procedimientos, instructivos en soporte papel, informático, digital, etc.
No se trata solo de comprar computadoras, módems, lectores de CD-Rom, instalar correos electrónicos o acceder a Internet, sino de saber usarlos: cuantos más hispanohablantes manejen adecuadamente las nuevas tecnologías —por esa característica de iceberg que tiene la cultura sofisticada—, mayor y más calificada será la información en español que circule por las autopistas, mayor el interés por su lengua y más amplio el espectro de difusión de su cultura en el espacio cibernético; visto el problema desde esta perspectiva, no cabe duda de que los materiales instruccionales en tanto que instrumentos de capacitación, presencial o a distancia, constituyen la clave inicial para democratizar el acceso a la cultura tecnológica en el mundo de habla hispana, y un punto de partida interesante para el acercamiento fructífero entre lingüistas y tecnólogos.
En la segunda línea de acción, cabría a las empresas realizar fuertes inversiones en investigación y desarrollo que permitan a la comunidad científica ibérica y a su vehículo de expresión, la lengua española, tomar posiciones en el campo de las tecnologías punta: como lo prueba la historia, no existe una «mentalidad científica sajona» y una «mentalidad artística latina»: son ideologemas con los que es posible romper si se tiene la voluntad política de asignar los recursos necesarios.
Para concluir, me parece importante insistir en que en este nuevo orden globalizado, la preocupación por el control idiomático de las comunicaciones añade a la legítima batalla por el idioma como rasgo distintivo de un pueblo y de su cohesión identitaria nuevos componentes: desde una perspectiva más abarcadora de las complejas relaciones actuales entre lenguaje, cultura, poderío económico y dominio tecnológico, el lugar que ocupe en las nuevas tecnologías una lengua y su cultura mostrará, quizás más afinadamente que los indicadores económicos clásicos, el dinamismo social de sus comunidades y la importancia relativa de sus naciones; ahora más que nunca podría decirse que, como hacia fines del siglo xix postuló Ernest Renan para la nación, la lengua «es un plebiscito de todos los días».