Consideremos tres características determinantes de la civilización contemporánea, de la que forman parte los países hispánicos:
a) la comunicación y los dispositivos que la facilitan (prensa e imprenta, radio, televisión, computadoras, satélites, redes de transmisión de datos); b) el comercio, mundialmente facilitado por convenios como la OMC, el TLC, el Mercosur, etc.; y c) la difusión planetaria del conocimiento científico y de los adelantos tecnológicos. Cada una de ellas depende del fenómeno más intrínsecamente humano que existe: la lengua.
Se podría pensar que las computadoras, los satélites y las redes de información son instrumentos electrónicos independientes de la lengua, lo cierto es que los lenguajes con que se los pone en funcionamiento son verdaderos derivados de la capacidad humana del lenguaje; no habría lenguajes de alto nivel, llámense Turbo C, Unix, Pascal o Prolog si no hubiera un conocimiento lingüístico previo de las características de una sintaxis y una terminología, y si no hubiera traductores formales guiados por las lenguas reales, de los lenguajes de máquina a los de alto nivel, a los «entornos amigables» y a todos los medios de que disponen los grandes creadores de software para facilitar el manejo verbal y simbólico de esos instrumentos. Igualmente, no hay tráfico comercial ni de ideas ni de conocimientos que no dependa de manera definitoria de las lenguas que se utilizan en su negociación, comunicación y difusión.
Para decirlo brevemente: no hay comunicación ni «globalización» sin que las lenguas reales, que se utilizan en todos los confines del mundo, intervengan para que haya entendimiento.
Pero además, esas tres características de la civilización contemporánea se dan como efecto de muchos hechos históricos —particularmente, del resultado de la segunda guerra mundial— que les imponen sus características simbólicas, ideológicas y lingüísticas. Para sólo recordarlas, porque las han tratado suficientemente historiadores y sociólogos, mencionemos: a) el predominio de los Estados Unidos de América en la producción y el comercio mundiales, sólo igualado —y superado— en los últimos 25 años por Europa occidental y Japón; b) la concentración de la investigación científica y la producción tecnológica en las dos cabezas de la «guerra fría»: los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y c) la industrialización de las diversiones, el deporte y el espectáculo sobre la base de la difusión publicitaria puesta a punto por el poderío comercial de nuestros vecinos del norte.
La «Pax americana», extendida desde 1946 hasta ahora y varios de los años futuros, caracteriza nuestra época. No exagero si digo que, aún más poderosos que su capacidad bélica, son la lengua y los símbolos ideológicos de los Estados Unidos de América para imponer una ideología y una manera de ser a la ciencia, la tecnología, la producción, el comercio y el consumo mundiales.
Porque los países hispánicos no fueron determinantes de la historia contemporánea, sino espectadores, hoy se ven confrontados con ella y a menudo amenazados por ella; los dispositivos de comunicación no son creación nuestra y, con poquísimas excepciones, tampoco propiedad nuestra, a la que podamos imponer nuestras condiciones; el comercio mundial no opera bajo nuestro control, sino que nos vemos sometidos a él, siempre esforzándonos por participar de alguna forma que no nos esclavice demasiado; la ciencia y la tecnología nunca han sido resultado de nuestros propios intereses de conocimiento y bienestar, sino que se orientan por la racionalización posmoderna, ésa que cantó hace una decena de años Francis Fukuyama, que los subordina a los intereses de los complejos de la industria militar, de la industria ideológica (cine, televisión, espectáculo, deporte), de la industria farmacéutica y de la industria alimenticia.
A pesar de todo, no hay una relación causal entre civilización contemporánea y lengua: ni el predominio mundial de los Estados Unidos de América requiere como condición necesaria la lengua inglesa (aunque la circunstancia histórica nos la impone), ni han sido las características internas de la lengua inglesa (su fonética, su morfología, su sintaxis, su léxico, su significado) las que determinaron el papel de los Estados Unidos de América en la historia contemporánea.
Una prueba de ello es la capacidad creciente del Japón para intervenir en esa civilización con su propia lengua; francés, alemán y ruso, entre otras lenguas más, también han contribuido a su construcción. Aceptar el inglés como lengua única de la civilización contemporánea, y considerar al resto de las lenguas del mundo —entre ellas el español— como obstáculos para esa eficacia, es aceptar una situación perjudicial para todo el resto de nosotros.
Todo lo contrario, hay que tomar en cuenta los efectos que está teniendo esa aceptación para insistir en que el mundo contemporáneo debe ser multilingüe y, en particular, que la comunidad de lengua española debe defender su derecho a seguirse usando internacionalmente. Propongo tres argumentos para convencernos de ello:
1.º El uso del inglés como lingua franca de congresos, convenciones, tratados y revistas científicas dificulta la participación de empresarios, políticos y científicos en la comunicación internacional y sesga sus resultados hacia el predominio conceptual y fáctico de las ideologías políticas y científicas sustentadas desde las metrópolis anglohablantes. Así lo demuestra, por ejemplo, el estudio«L’interprétation simultanée dans les congrès internationaux»,1 de los lingüistas franceses Michel y Jeanne Guillemat, en el que se prueba que el uso del inglés como única lengua de la comunicación internacional impide que científicos, empresarios, etc. de otras lenguas diferentes al inglés participen activamente en los congresos, hasta el punto de que sólo el 26 por ciento de los asistentes participa con éxito en ellos; el 40 por ciento sólo es capaz de seguir una comunicación de manera aproximativa y pasiva, y el resto, o se retira de ellos o espera que le ofrezcan una interpretación simultánea.
El científico o el empresario que participa en la comunicación internacional y no tiene el inglés como lengua materna se ve, por lo tanto, limitado en su capacidad de comunicación y en desventaja cuando se trata de sostener sus conocimientos o de negociar alguna cosa. Es una falacia, por lo tanto, afirmar que el monolingüismo inglés es la manera más fácil y eficaz de participar en el mundo contemporáneo. Todo lo contrario: utilizar la propia lengua materna abre a cada individuo un horizonte riquísimo de precisión, eficacia y poder de convencimiento; no hacerlo, es aceptar una posición subordinada y desventajosa frente al predominio del mundo anglohablante.
2.º El comercio internacional actual, caracterizado por la búsqueda de libertad en las transacciones y la eliminación de barreras al tráfico entre países, tiende a imponer el inglés como lingua franca. Ya hay señales ominosas de lo que pueden ser sus efectos. Comencemos por recordar el caso de una compañía fabricante de teclados de computadoras, que pretendió eludir la norma española por la cual todo teclado que se venda en España debe tener la letra eñe; el argumento fue la competencia desleal de las otras compañías que sí la ofrecían.
Tal argumento ha comenzado a repetirse en la Comunidad Europea, cuando uno de los estados miembros obliga a los fabricantes de diversos artículos comerciales, a dar la información de sus productos en su propia lengua, como corresponde al derecho humano de hablar la lengua materna en su propia comunidad. Los fabricantes o comerciantes que piensan que atender a la comunidad en la que venden sus productos es costoso o complicado, alegan la imposición de «barreras no arancelarias al libre comercio», como lo resalta el lingüista quebequense Jacques Maurais en su artículo «Lengua de mayoría regional, planificación del lenguaje y derechos lingüísticos».2
Ha habido al menos dos casos en los que la Comisión Europea acepta esa clase de argumentos en contra de una de las lenguas de la Comunidad. No puede uno menos de señalar la extrema perversión mercantilista que pretende imponer una supuesta racionalidad comercial sobre los derechos lingüísticos de los consumidores de mercancías. Basta pensar en la venta de insecticidas, herbicidas, medicinas, productos químicos, etc., y los graves daños que pueden ocurrir si sus compradores no entienden la lengua de las instrucciones de uso y de la composición de los productos. Es un derecho de los consumidores y del bienestar de las sociedades recibir información clara, en su propia lengua, acerca de los productos que adquieren.
3.º Las revistas científicas y tecnológicas en lengua inglesa monopolizan las comunicaciones, tanto por la calidad de algunas de ellas, como porque las agencias de administración de la ciencia y la tecnología han aceptado, mecánicamente, los índices de citas basados en esas revistas para calificar la calidad de los científicos y los técnicos. La pertinencia y la importancia de una investigación o de un invento han dejado de depender del fenómeno que tratan o del bienestar que quieren producir para una sociedad determinada, para someterse a criterios centralizados de la comunidad científica anglohablante.
¿Cuánta investigación valiosa para México y los países hispanoamericanos en epidemiología, en aprovechamiento de ciertas plantas, en ingeniería de suelos, etc., deja de hacerse por no corresponder a los paradigmas de las revistas internacionales escritas en inglés? Una comunidad científico-tecnológica sana implica una relación funcional con la sociedad y la cultura en la que se desarrolla; por el contrario, las comunidades científicas orientadas al control anglohablante se vuelven esquizofrénicas y están destinadas a no producir conocimiento de calidad.
La solución es, entonces, por una parte, fomentar la traducción y la interpretación simultánea entre las lenguas del mundo, con el objeto de que todos los participantes en la comunicación estén en igualdad de circunstancias; incluso la solución encontrada particularmente en los congresos de lingüistas, que consiste en hablar cada quien su lengua materna y aceptar las otras lenguas como oyente, es mucho mejor que ceder al monolingüismo inglés; por otra parte, emprender urgentemente una campaña de impulso a la comunicación en español, desde los países hispanohablantes hacia los demás.
Ha sido urgente desde hace muchos años, pero cada día que pasa lo es más. Los estudios sociolingüísticos han demostrado que la supervivencia de una lengua depende del conjunto de funciones comunicativas que tenga para su comunidad. Tomemos un ejemplo del pasado mexicano: la lengua náhuatl, lengua dominante en Mesoamérica a la llegada de los conquistadores españoles, una vez sometida por la hispanización de su territorio, se fragmentó en varios dialectos casi incomunicados entre sí; perdió sus funciones intelectuales y quedó reducida a una lengua aldeana, útil para la comunicación familiar, pero cada vez más incapaz de ocupar los espacios públicos a los que tienen derecho sus hablantes.
Si la comunidad hispanohablante permite que el inglés ocupe las funciones intelectuales del conocimiento y del comercio, más temprano que tarde pasará a un plano inferior de valor para sus hablantes, y tenderá a ser una lengua de comunicación oral, popular y familiar, imposibilitada para la manifestación del conocimiento, la técnica y la comunicación internacional. Por eso los gobiernos de los países hispánicos, sus agentes lingüísticos, como el Instituto Cervantes, las Academias de la lengua y los consorcios de radio y televisión; las agencias de ciencia y tecnología, la industria editorial de cada país y sus hablantes deben emprender una campaña de impulso de la lengua española y de protección frente a los tratados internacionales de comercio.
En esos ámbitos de la función intelectual de la lengua lo que predomina es la necesidad de denominar objetos, mercancías, procesos, normas. Es decir, el uso de la lengua en el comercio internacional y en la comunicación científico-tecnológica es esencialmente denominador. Productos químicos, electrónicos o mecánicos; productos biológicos o farmacéuticos; mercancías manufacturadas; procesos de fabricación o de control; tratados internacionales de uso de aguas o de protección del ambiente; convenios sobre desechos tóxicos o nucleares; tratados comerciales y juicios de arbitraje; identificación y tratamiento de enfermedades, etc., requieren de terminologías especializadas, que se caracterizan por fijar el significado de los vocablos que utilizan, para que su interpretación varíe lo menos posible y no dé lugar a equivocaciones.
La necesidad de establecer listas de términos fijas, con un significado bien estipulado, es tan antigua como el desarrollo de las ciencias y las técnicas modernas. Los textiles y las plantas en el siglo xviii, así como la navegación y la marinería dieron lugar a las primeras fijaciones terminológicas, que hemos heredado desde entonces, como es el caso de la clasificación biológica de Linneo, que ha permitido la comunicación de zoólogos y botánicos en el mundo entero.
Hoy en día la ingeniería petrolera, la investigación del genoma humano, los tratados de eliminación de armas atómicas o biológicas, la fabricación de aparatos de televisión, etc., necesitan terminologías bien estipuladas, tanto para el control de sus inventarios como para la comunicación de procesos y resultados. Es la existencia de una terminología bien establecida y bien definida la que permite la comunicación precisa y eficaz.
La complejidad terminológica de las ciencias, las técnicas y el comercio contemporáneos se ha vuelto tan grande que sus propios especialistas ya no son capaces de controlarla, ni tienen los instrumentos lingüísticos necesarios para adaptarla a cada lengua particular, o para crear los términos que hagan falta. La división del trabajo se ha vuelto tan específica que ha hecho necesaria la existencia de individuos capacitados especialmente en el estudio, tratamiento y formulación de terminologías especializadas. Éstos son los terminólogos, una profesión nacida de la lexicografía, pero subordinada a las necesidades terminológicas de cada rama del conocimiento y de la comunicación.
En el mundo de hoy se producen nuevos términos prácticamente cada día. Pensemos en las innovaciones tecnológicas de la industria de la computación electrónica o en la biotecnología. Pensemos también en la física de altas energías o de superconductores; pensemos en las normas del comercio mundial de productos de acero o de alimentos perecederos.
En todos estos casos, hay siempre nuevos términos que deben tener sus equivalentes en otras lenguas y, aun dentro de la misma lengua, deben estandarizarse, como es el caso de la lengua española, dividida en casi 22 centros de irradiación, correspondientes a los 22 países que forman la comunidad hispanohablante. La adaptación y la creación de términos no puede, ni quedar fragmentada e incomunicada entre los especialistas que los utilizan, ni depender de agencias lingüísticas centralizadas, como las academias de la lengua, que por naturaleza tardan varios años en difundir un término, y siempre que éste ya se haya generalizado lo suficiente como para considerarlo patrimonio de toda la comunidad hispanohablante.
Por el contrario, la terminología contemporánea requiere una enorme rapidez de comunicación y una disponibilidad casi inmediata entre los especialistas de cada campo. La creación de un término nuevo supone siempre un razonamiento que haga comprensible su necesidad y su adecuación al objeto que denomina; ese razonamiento suele comunicarse en artículos científicos, muchos de los cuales se vuelven disponibles inmediatamente, gracias a la red de Internet. El terminólogo es quien produce la interfaz entre el creador o propulsor de un término y sus colegas de la misma o de otras lenguas.
La necesidad de elaborar terminologías técnicas con métodos lingüísticos precisos es posterior a 1950. Previamente, y todavía ahora en muchos campos, el establecimiento de terminologías fijas y estandarizadas era trabajo de los propios especialistas o de los encargados de la redacción de revistas especializadas. Ya implicaba una concepción metódica de la terminología el establecimiento de nomenclaturas geográficas y políticas en las grandes casas editoras de atlas y de enciclopedias; pero no sería sino después de la enorme difusión que tuvo la lingüística en la década de los sesenta cuando la necesidad de la disciplina terminológica se hizo patente. Uno de sus grandes impulsos provino de la Organización de las Naciones Unidas y del nacimiento de la Comunidad Europea.
Obligados ambos organismos a producir sus textos en varias lenguas, crearon los primeros departamentos de terminología conocidos. En el mundo hispánico, la Real Academia de Ciencias de España en 1962, e Hispanoterm en 1977, fueron los primeros organismos interesados por la terminología en lengua española.3 Desde entonces, el trabajo terminológico ha crecido notablemente en Francia y Canadá (particularmente en Quebec), así como en Cataluña y Austria, en donde se encuentran hoy en día las instituciones terminológicas más avanzadas. El interés terminológico en Hispanamérica tiene también sus principales representantes en Venezuela, en Argentina, en Cuba y en México. Brasil es hoy en día un polo importante de la terminología del Mercosur.
Pero a diferencia del tratamiento centralizado de las terminologías técnicas, lo que hace falta hoy en día es la formación de bancos de datos terminológicos ligados entre sí gracias a los instrumentos que nos depara la teleinformática actual. Ninguna lengua del mundo que pretenda seguir teniendo viabilidad en el futuro puede aislarse del contacto con las otras, así como ningún país del mundo puede aislarse del contacto con los demás. Por lo que, si bien es condición necesaria que cada país o cada estado cuente con su propio banco terminológico, es urgente también que esos bancos se relacionen en redes de terminología, mediante las cuales todos puedan consultar, al instante, equivalencias entre términos de una lengua a la otra, o de una comunidad nacional a otra.
Consideremos el caso de la gran comunidad hispanohablante: 22 países independientes, sometidos a influencias terminológicas diversas (por ejemplo, Puerto Rico, México y Venezuela al inglés estadounidense; Argentina al inglés británico y al francés; España al francés; Cuba al ruso, a pesar de la desmembración del mundo comunista), con variedades nacionales de la lengua española, que ya no admiten imposiciones de la antigua metrópoli colonial; con comunidades científico-técnicas activas y en relaciones comerciales intensas con países de otras lenguas, requieren organizarse en amplias redes de bancos terminológicos, por las cuales dispongan de información sobre versiones nacionales o de escuela de cierta terminología; mediante las cuales logren negociar terminologías estandarizadas, que adquieran valor legal en transacciones comerciales o en normas de producción y de calidad. Una red así es urgente y perfectamente factible hoy en día.
En Quebec se da el caso de que ciertas grandes empresas, por ejemplo de ferrocarriles o de explotación maderera, tienen sus propios departamentos de terminología, conectados a los bancos estatales de terminología. En ese caso, los bancos son verdaderos depósitos de información que dan servicio a todos los interesados en Quebec y en Canadá.
Quizás en el mundo hispánico lleguemos algún día a tener tal organización terminológica. Por lo pronto, lo que hace falta es organizar los bancos nacionales de terminología, que no solamente reciban aportaciones de grupos de especialistas, sino que emprendan la elaboración de varias terminologías científicas, técnicas y comerciales.
Un banco de terminología es una pequeña organización de especialistas, dotada de una biblioteca, computadoras y acceso a las redes teleinformáticas. Lo más conveniente es que el trabajo de esos bancos se defina de acuerdo con necesidades inmediatas, ya del comercio internacional, ya de grupos de científicos y técnicos que lo requieran, pues es evidente que no todas las terminologías tienen el mismo grado de desarrollo, ni sus especialistas el mismo tipo de necesidades.
Así por ejemplo, la química, cuya terminología se forma principalmente a partir de las raíces correspondientes a la tabla de elementos, requiere probablemente menos atención que la electrónica; la medicina, en ciertas áreas, conserva su patrimonio terminológico greco-latino, en tanto que en otras, ligadas a la investigación biomédica, puede requerir un tratamiento especializado; en México, el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos de América y Canadá ya requirió la elaboración de un Diccionario del TLC4 y seguramente impondrá una gran cantidad de requerimientos terminológicos conforme se organice y se ordene el intercambio comercial. Lo mismo se puede decir del Mercosur, en donde la terminología está recibiendo gran atención por parte del Brasil.
Con el patrocinio de la organización internacional Unión Latina se han establecido ya dos redes terminológicas: la Red iberoamericana de terminología (RITerm) y la Red panlatina de terminología (Realiter); en la primera pueden participar todos los países del ámbito iberoamericano, es decir, no solamente los hispanohablantes, sino también los lusohablantes, así como las regiones catalanas y gallegas, y supongo que también vascas y amerindias, cuando se dé el caso. RITerm permitirá tanto la realización de trabajos terminológicos comunes entre todos los participantes, orientados a la información, como la elaboración de convenios de terminologías estandarizadas, que tanto urgen al mundo hispánico. Realiter, en una notable actividad, ya ha preparado catálogos de formantes de las lenguas romance, orientados a la adaptación y a la creación de términos en cada lengua.
Redes terminológicas como éstas conformarán en breve plazo uno más de los aspectos de la civilización contemporánea. No está lejano el día en que especialistas, traductores e intérpretes cuenten con amplias posibilidades de consultar bancos terminológicos para lograr exposiciones y discursos precisos y unívocos en la comunicación nacional e internacional. En vez de vernos forzados a hablar una sola lengua que no sea la nuestra, la comunicación en lengua materna se beneficiará de traductores e intérpretes capaces de producir traducciones precisas, que habrán de mejorar la comprensión y la negociación internacionales.
Urge, entonces, que las agencias gubernamentales correspondientes asuman la formación y el sostenimiento de bancos de terminología en cada país o en cada región, ligados a los gremios especializados, a los ministerios de comercio, ciencia, tecnología y educación. Urge que se establezcan criterios generales de negociación entre términos técnicos concurrentes, que faciliten el discurso unívoco y la asequibilidad de productos comerciales a cada sociedad. Urge también crear la profesión de terminólogo en nuestras universidades. Hagamos del mundo contemporáneo nuestro mundo, en igualdad de condiciones con el resto de las lenguas del mundo.