La presentación del área temática «Las nuevas tecnologías» debería, quizá, estar precedida de una presentación de su coordinador, que es quien les habla. Les ahorraré el trámite.
Sólo voy a señalar, porque hace al caso, que mi formación y la manera como me gano la vida no guardan ninguna relación con la lingüística, o la filología, o la literatura, aunque sí con la tecnología. Esto no violenta el espíritu del congreso, ya que siempre se pensó en un foro donde especialistas de diversas disciplinas expusieran, desde cada óptica particular, su visión sobre la lengua española y su futuro.
Sin embargo, impone un poco, no siendo del gremio, dirigirse a un auditorio tan selecto que, además, ayer tuvo la ocasión de escuchar —¡nada menos!— a tres premios Nobel. Pero haremos un esfuerzo para superar la turbación, ya que soy un convencido de que el idioma que hablamos nos interesa al común de las personas tanto como a los filólogos. La lengua en la que modelamos nuestros pensamientos y con la que damos forma en la mente a lo que, verbalmente o a través de un texto, los demás nos comunican, me parece fascinante, deslumbrante, perturbadora... y así seguiría, agotando los sinónimos que proporciona el diccionario incluido en el procesador de textos de mi computadora: espléndida, maravillosa, atrayente, seductora, sugestiva, hechicera, mágica, alucinante.
Parafraseando a Cabrera Infante cuando decía que el (idioma) español era algo demasiado importante como para dejárselo a los españoles, podemos añadir que la lengua es demasiado importante como para dejársela a los lingüistas. La lengua es de todos; todos tenemos derecho a quererla tanto como los afortunados —supongo— que viven en relación profesional con ella.
Sirva este preámbulo sensiblero para dulcificar un poco lo que sigue, más prosaico y tecnológico. Entremos, pues, en materia.
Lo que generalmente se conoce como sociedad de la información, esto es, la existencia conjunta de redes de comunicaciones de alcance mundial y recursos informáticos potentes, capaces de captar y generar información, y de almacenarla, procesarla, transmitirla o difundirla en tiempo real, ha llegado en el último cuarto de este siglo a niveles desconocidos en la historia de la humanidad, y está modificando enormemente los comportamientos económicos, sociales y culturales de los países y los ciudadanos.
Esta sociedad de la información, a la que también podemos referirnos usando el término globalización —por más que, en parte, sea mezclar causa con consecuencia— no es una evolución, sino una revolución de parecida importancia a las quiebras que en otras épocas determinaron discontinuidades en el modo de vida de todas las personas, aun de las que en principio parecían quedar fuera de estos movimientos.
Globalizaciones, en un sentido amplio, ha habido muchas a lo largo de la historia; lo que pasa es que se las denominaba de diferente manera. Ya en el siglo xvi, con el comienzo de la era de los descubrimientos, se creó el primer teatro de operaciones de dimensión planetario, lo que afectó dramáticamente a países y civilizaciones que, en unos casos —Inglaterra, Holanda— iniciaron su despegue económico y, en otros, como muchos pueblos que habitaban América, África y parte de Asia, fueron desmantelados por la conquista y la esclavitud. Era un modelo de globalización que hoy conocemos como Colonialismo.
En el siglo xix, los adelantos en las comunicaciones y la Revolución Industrial dieron otra capa más de uniformidad a la cultura y economía mundiales. Hegel, en La filosofía del derecho, había intuido la necesidad que tenía la sociedad liberal de expandirse más allá de sí misma, y Marx, en el Manifiesto comunista, redondea la idea y registra el fenómeno: compete a todas las naciones, bajo pena de extinguirse, adoptar el modo burgués de producción, introducir lo que se suele llamar civilización; es decir, volverse ellas mismas burguesas. En una palabra, crear un mundo a su propia imagen.
Y llegamos a las vísperas del siglo xxi. A una velocidad infinitamente mayor, la actual globalización también está creando un mundo a imagen y semejanza suya. Hace mucho que nos empezaron a hablar de la aldea global, pero es ahora cuando realmente nos damos cuenta de que estamos viviendo en ella.1 Desde cualquier lugar del planeta se puede acceder, con los medios que la informática y las telecomunicaciones ponen a nuestra disposición, a cualquier lugar donde esté la información que requerimos. No hay tiempo ni distancia: sólo hay o no hay información.
La relación entre información y lenguaje es, por otra parte, directa. Así que se puede afirmar que el idioma crece —en uso, en importancia— cuando la información lo hace. Y en lo que ésta influye o condiciona el desarrollo social y económico, el idioma, subsidiaramente, también lo hace. El aumento exponencial de la información circulante no se ha dado por igual en todos los soportes —idiomas—, sino en uno, el inglés, muy por encima de los demás. Por eso, aunque el crecimiento ha sido tan fuerte que todas las lenguas se han beneficiado en términos absolutos, cuando se analiza relativamente, se observa una creciente desigualdad en las cuotas de influencia que cada idioma ocupa.
En esta Área Temática nos hemos propuesto como objetivo analizar la situación de la lengua española frente a las nuevas condiciones creadas por la sociedad de la información. Habitualmente mantenemos con el idioma una relación sentimental, porque está unido a nuestra más profunda identidad. Pero la lengua también es una industria, un bien económico, y de este modo es como aquí vamos a considerarla. Con esta premisa, a lo largo de las siguientes sesiones vamos a entrar en el detalle. Permítanme que ahora les adelante no ya la letra, tampoco el espíritu, pero sí las líneas maestras que en su momento dibujamos para fijar los contenidos de las ponencias, de manera que el área temática mantuviera una coherencia de fondo y forma.
Conviene, sin embargo, comenzar advirtiendo que se ha huido deliberadamente de la tentación de desarrollar aquí un catálogo de las denominadas industrias de la lengua. El propósito de nuestra área temática es menos descriptivo, más amplio, pues tiene que ver con el entendimiento de las relaciones entre nuestro idioma español y la sociedad de la información; y ya hay y habrá otros foros más adecuados para el tratamiento concreto de aquellas industrias.
Con esta salvedad, las líneas maestras que anteriormente anunciábamos son:
—la actual penetración del inglés en el lenguaje cotidiano, con la tecnología y los medios de comunicación como caballo de Troya, y la importancia de este efecto en el uso del español. Es la ponencia de Lucila Pagliai, filóloga e investigadora de la Universidad de Buenos Aires.
—la adecuación de la lengua española para su uso en los nuevos servicios de comunicaciones y las redes globales, como Internet. A esto se referirá principalmente José Antonio Millán, madrileño, filólogo especializado en la edición multimedia.
—la situación presente y futura del sector mundial de las telecomunicaciones y entretenimiento; y, específicamente, el papel que las empresas y grupos económicos de los países hispanohablantes están dispuestos a jugar en él. Es la ponencia de José Luis Martín de Bustamante, ingeniero español, con una larga experiencia internacional en telecomunicaciones.
Además, Horacio Reggini, argentino, historiador de las comunicaciones, abundará en la relación entre la técnica y las humanidades, y Luis Fernando Lara, prestigioso filólogo mexicano, disertará sobre redes de terminología.
Con estos mimbres, y algunos más que corren por su cuenta, los ponentes van a trenzar una descripción de la situación y una propuesta de sugerencias. Se trata de que, ante la realidad de esta sociedad de la información, nuestro idioma salga lo mejor parado posible, minimizando los inconvenientes y aprovechando al máximo las ventajas.
Y subrayaremos las sugerencias, porque creemos que es imprescindible una actitud activa. La tecnología y los servicios, como han demostrado sobradamente, evolucionan a mucha más velocidad de la que somos capaces de asimilar. Y es la lengua la que tiene que salir al paso de la tecnología; no al revés. Es la lengua la que debe conocer y seleccionar los recursos que el actual desarrollo tecnológico ofrece.
Pero, a primer golpe de vista, uno diría que estos recursos se están utilizando con extraordinaria timidez. Y quizá, por ridículo que parezca, ello se deba a prejuicios que —¡todavía!— existen entre algunos círculos del humanismo fundamentalista: de cuando en cuando, se pueden oír o leer comentarios apocalípticos sobre los peligros de la insidiosa tecnología, entre los que estalla, antes que ninguno, la inminente desaparición de los libros, inmolados en el ara del progreso por la mano de la multimedia. Como contrapartida, dicho sea de paso, están los que ven el progreso técnico con demasiados buenos ojos, y creen que con tener enchufadas las máquinas el trabajo se hace solo.
En nuestra opinión, la lengua española tiene mucho que ganar si utiliza adecuadamente los recursos que la tecnología pone a su alcance. Pero, importa insistir, es el idioma el que ha de saber atraer hacia sí y moldear de acuerdo a sus propias necesidades las herramientas que el desarrollo tecnológico produce. La tecnología tiene ya «muchos novios» y mira displicentemente lo poco que pueden ofrecerle los magros presupuestos educativos y culturales.
A donde, en definitiva, nos gustaría ir a parar, es a colaborar desde esta área temática en la redacción, real o virtual, del Manifiesto de Zacatecas, que debería ser el borrador o la base de un plan estratégico para la promoción y defensa del idioma español, a varios años vista, recogiendo las principales sugerencias que con motivo de este Congreso surjan.
Hablamos de plan estratégico, aun a sabiendas de que ello puede parecer excesivamente frío a determinados paladares, acostumbrados a una relación más cálida con el idioma. Pero nos queremos mantener en nuestro propósito de tratar a la lengua como bien económico. Y sentimos, nos parece, que nuestro idioma, en este aspecto, está totalmente exento de planificación. Y es mucho más difícil llegar a un fin confiando en el azar que intentando anticiparse, definiendo claramente unos objetivos y programando en función de estos las acciones estratégicas y los proyectos y trabajos que se precisen.
Todo ello ha de hacerse partiendo del conocimiento preciso del entorno en el que nos movemos y de las tendencias mundiales que nos influyen. Pues bien, ayudar a entender este entorno es otra manera de definir el objetivo de nuestra área temática.
Déjenme poner un ejemplo: una herramienta clásica del análisis estratégico es el conocido método de resaltar las fortalezas, debilidades, oportunidades y amenazas. Para quienes no estén familiarizados con este tipo de sistematizaciones, tan caras a esos modernos templos del saber que son las escuelas de negocios, aclaremos que no se pierden mucho: se trata simplemente de una versión más elaborada, pretenciosa y, desde luego, menos literaria de aquella lista de males y bienes que elaboró Robinsón Crusoe para animarse un poco cuando comprobó que estaba solo en la isla.
En el caso que nos ocupa, nuestra lengua, en este entorno globalizado, tiene las siguientes fortalezas que la benefician comparativamente frente a otros idiomas:
—es la cuarta lengua más hablada del mundo estamos viviendo en ella,2 pero en la práctica ocupa el segundo lugar en importancia como instrumento de comunicación, tras el inglés,
—es un idioma uniforme, a pesar del alto número de países en que se habla,
—carece de un centro hegemónico y tiene gran continuidad geográfica,
—la lengua española está fuertemente introducida en dos de los principales focos políticos y económicos mundiales: la Unión Europea y Estados Unidos,3
—el idioma español es el sustento de una cultura prestigiosa y una literatura que está entre las más reconocidas en cualquier periodo histórico,
—los países en que se utiliza la lengua española comparten parecidos valores sociales y culturales,
—algunas empresas de telecomunicaciones y medios de comunicación de países hispanohablantes están entre los más importantes del mundo. Por ejemplo, Televisa, Telefónica, Grupo Clarín, etc. Igualmente, el sector dispone de excelentes profesionales, si bien desigualmente repartidos en la amplia geografía de los países hispanohablantes.
Del mismo modo, la lengua española se habla en países que —salvo excepciones— presentan las siguientes debilidades:
—poco peso en el concierto mundial de la informática, las telecomunicaciones y el sector de los contenidos, con fuerte dependencia del exterior,
—escaso nivel de acceso a los servicios e infraestructuras de telecomunicaciones e información, que además tienen tarifas elevadas,4
—falta de recursos económicos para aplicar a la planificación y al crecimiento,
—desigual nivel educativo, y con las humanidades en retroceso,5
—ausencia de cultura técnica en gran parte de la población,
—desequilibrios territoriales, bajo nivel de desarrollo social y problemas de desempleo, especialmente entre jóvenes,
—escaso desarrollo de materiales lingüísticos básicos (diccionarios, gramáticas, corpus lexicográficos, etc.),
—ausencia de coordinación en las políticas de estandarización y normalización, así como en las estrategias de desarrollo del sector,
—y escasa conciencia de la relevancia económica del idioma.
Un cambio tan importante como el que está ocurriendo comporta grandes oportunidades para la promoción del idioma español, pero también fuertes riesgos. Estas amenazas son:
—incertidumbre económica y falta de recursos para el desarrollo en los países hispanohablantes,6
—el poco peso en investigación y desarrollo y la gran dependencia tecnológica de estos países,
—la imposición de nuevas tecnologías, que no siempre son las más adecuadas, por quienes las desarrollan (normalmente, el origen es anglosajón),
—el desarrollo y la puesta en marcha de nuevos servicios es, muchas veces, más rápida que su normalización técnica y adecuación al ordenamiento legal,
—la dualización de la sociedad, con el mantenimiento de grandes bolsas de la población con poco acceso a los recursos tecnológicos,
—de los contenidos, y la dudosa participación en los grandes consorcios que se formen de capitales de países de nuestro ámbito,7
—escaso nivel de cooperación entre las instituciones de nuestros países interesadas en el idioma.
Sin embargo, la situación ofrece oportunidades :
—crecimiento económico de la región, por encima de la media internacional,8
—y desarrollo social en aumento: extensión a los hogares de los beneficios de la tecnología.
—incremento constante del peso de la lengua española en el mundo y, en concreto, en muchos de los países más importantes.9
—el actual desarrollo de los mercados mundiales de la información, que permite crecientes facilidades para acceder a ella.10
Hasta aquí, un primer borrador de este análisis de situación, que presentamos como modesta contribución al debate. A última hora del jueves, una vez hayan desfilado ponentes, comunicantes y demás asistentes y participantes al congreso, estaremos en disposición de ampliar o reducir estas listas de fortalezas, debilidades, amenazas y oportunidades; y enmendar o confirmar las hasta aquí señaladas.
Voy a terminar, y siempre queda bien hacerlo con una cita de Ortega y Gasset, mucho más políticamente correcta, como ahora se dice, que alguna de las anteriores. Viene a cuento de la gran diferencia que observamos cuando comparamos nuestra actitud frente a la lengua —o al negocio de la lengua, que tanto da— con la de los dos principales países anglófonos. Cualquiera que maneje diccionarios se da cuenta de que la variedad, calidad y abundancia de los ingleses no tiene correlato en los españoles. Si de métodos de enseñanza hablamos, qué decir sin sonrojarnos: los cursos de inglés que se venden en todo el mundo son producidos y distribuidos desde Inglaterra o Estados Unidos, mientras que se estudia español con manuales de dudosa calidad editados frecuentemente en el propio país de venta. ¿Cuántos cursos de inglés —buenos— están disponibles en Internet ? Docenas. ¿Y de español ? Yo, al menos no conozco ninguno... y he encontrado hasta de latín, ¡pero preparados por universidades norteamericanas!
Esto es lo que cualquier profano puede ver. Me temo que especialistas como los presentes en este congreso prolongarían hasta el infinito la lista de agravios. Y eso que Ortega, en el prólogo del diccionario enciclopédico abreviado de Espasa-Calpe Argentina, ya nos había avisado: la Enciclopedia nació cuando un editor propuso a Diderot traducir y completar un diccionario enciclopédico inglés. Difícil será que a toda grande obra continental no se le encuentre un precedente inglés.
Es un fenómeno que, no sé por qué, no ha sido antes subrayado, siendo como es tan palmario lo que he llamado la «precedencia normal de las Islas Británicas sobre el continente». Los ingleses han llegado antes que los continentales a casi todas las cosas. Lo han hecho sin brillantez, porque el inglés evita lo brillante, lo mismo que otros lo buscan; pero el caso es que son siempre los primeros en palpar lo por venir.