Cuando el oficio de uno consiste en lanzar palabras al aire, practicar el vuelo de las palabras, la libertad se convierte en el bien más preciado y en el territorio necesario para desempeñar nuestro quehacer.
Porque, ¿cómo poner en vuelo a las palabras, si éstas no tienen asegurado un campo de libertad que les sea propio, «un campo propio» podríamos decir, a la manera de Virginia Woolf?
La libertad que requiere el productor de palabras, que es el comunicador que labora en la radio o en la televisión, tal vez no sea la misma que todos necesitamos; es la libertad de expresión que nos permita comunicar ideas, aceptar aquellas que son diferentes, convivir con pensamientos de otros, sí, pero también la libertad de exposición para dar a conocer los hechos y las informaciones, por boca propia y ajena, como mejor marco para la capacidad de comunicación de cada quien, y hasta la libertad idiomática que le dé cabida a giros que todavía no avalan los académicos, pero que cuentan con el respaldo del entendimiento general.
Y es que la libertad per se, como el simple fin de la opresión, podría no ser suficiente, de acuerdo con una proposición deslumbrante de Octavio Paz, como todas las de su singular inteligencia. Él sostiene que la tríada de palabras que más prestigio democrático posee es: libertad, igualdad, fraternidad, de la cual ésta ultima es la más significativa.
«La libertad —plantea nuestro máximo poeta— puede existir sin igualdad y la igualdad sin libertad. La primera, aislada, ahonda las desigualdades y provoca las tiranías; la segunda oprime a la libertad y termina por aniquilarla. La fraternidad es el nexo que las comunica, la virtud que las humaniza y las armoniza. Su otro nombre es solidaridad, herencia viva del cristianismo, versión moderna de la antigua caridad».
Pero es sintomático de un fenómeno propio de las palabras, su desgaste, que mientras fraternidad conserva toda su vigorosa significación mutualista, amistosa, solidaridad en cambio, luego de la fugaz popularidad de que gozó, no sólo en el ámbito nacional sino también en el internacional, ya no goza de las preferencias de los hombres sensatos que abundan en los campos de la política y de la cultura. La otra, caridad, como virtud teologal que es, se invoca en el campo específico de la religión, en su connotación piadosa de la misericordia.
Tal vez por eso convendría apoyar otra proposición lúcida de nuestro Nobel de Literatura: recuperar un término perdido, compatía, como expresión del «fruto último del amor, cuando se ha vencido a la costumbre, al tedio y a esa tentación insidiosa que nos hace odiar todo aquello que hemos amado». Y no porque se hable del amor, de la relación de pareja, se crea que nos apartamos del tema social, ya que hay más relación de la que se cree entre la alcoba y la plaza, como el propio Paz establece: «si nuestro mundo ha de recobrar la salud, la cura debe ser dual: la regeneración política incluye la resurrección del amor. Ambos, amor y política, dependen del renacimiento de la noción que ha sido el eje de nuestra civilización: la persona».
Regresemos a la triada de la democracia: «Dadas las diferencias naturales entre los hombres —ilumina el camino el poeta— la igualdad es una aspiración ética que no puede realizarse sin incurrir al despotismo o a la acción de la fraternidad. Asimismo, mi libertad se enfrenta fatalmente a la libertad del otro y procura anularla. El único puente que puede reconciliar a estas dos hermanas enemigas —un puente hecho de brazos enlazados— es la fraternidad. Sobre esta humilde y simple evidencia podría fundarse, en los días que vienen, una nueva filosofía política».
Así que en esta nueva idea de la libertad en concordia, que como su nombre lo indica se pondría en práctica con el corazón, podría hallar acomodo el esfuerzo de los medios por contribuir a la generalización de la democracia, haciéndola libre, igualitaria y fraternal para todos, incluso para aquellos iletrados, carentes de la mínima gracia de la cultura que es la alfabetización.
Porque en última instancia, ese brazo fraterno que puede ser la democracia, por medio de la radio podría extenderse a los condenados de la tierra que no tienen el beneficio del conocimiento de la palabra escrita y que incluso muy deficientemente utilizan el lenguaje, tal vez con tantas limitaciones como algunos nos suponen a los comunicadores.
No me estoy curando en salud, ni hablo en nombre del gremio, pero creo que quienes nos vemos forzados a improvisar al aire, a construir frases sin la reflexión y el cuidado que la sindéresis demanda y en ocasiones sin la riqueza del lenguaje que la palabra escrita nos permite, somos vistos en ocasiones como enemigos embozados de una lengua que se quisiera preservar inmaculada y que nosotros contribuimos a corromper con neologismos, barbarismos, localismos y hasta microfonismos que vamos soltando según la Santa Logorrea que nos da a entender.
Sé que no fuimos invitados a este congreso para ser juzgados, tal vez porque aún no anuncian las trompetas el Día del Juicio Final, pero también percibo que hay un especie de Tribunal Internacional de Justicia Poética, paralelo, que parece demandar nuestra cabeza, como mínima ofrenda a la Salomé de la Gramática, por andar irreverentes en medio de esta danza de las palabras.
Hace unos días un periódico publicó una encuesta entre académicos y escritores españoles, bajo un encabezado que podría haber sido dictado por Herodías: «el español entre enemigos y promotores». Y adivinen quienes resultaron esbozados como enemigos del idioma. Correcto: locutores o comunicadores de la radio y la televisión, y los periodistas de la prensa escrita. En ese orden.
Claro que no hubo acusaciones directas pero tampoco exaltaciones vivaces. Nadie nos puso, por ejemplo, del lado de los promotores, aunque, eso sí, algunos de los entrevistados justificaron, por la premura y la improvisación, las fallas que cometemos quienes frente al micrófono no podemos compartir la idea de Carlyle, para quien si grande es la palabra, más grande es el silencio. Más bien, los que en la radiodifusión sabemos que lo peor que puede ocurrir en una transmisión es el vacío del sonido, el bache que se dice en la jerga, nos afiliamos a la concepción heideggeriana del habla permanente. «Hablamos siempre —decía el filósofo de Friburgo— incluso cuando no proferimos palabra».
En la radio, el silencio ni es elocuente ni meritorio, sino una falla de transmisión, que al angustiar al radioyente puede orillarlo a cambiar de emisora y como ese es un fracaso que no podemos permitirnos, los comunicadores hablamos y hablamos, llenamos el éter de palabras y no en pocas ocasiones lo inundamos de gazapos.
Tenemos un importante mérito en nuestro haber, que por fortuna lo toman en cuenta los académicos: entramos en relación directa con el habla viva y popular. Don Ángel González mencionó en la encuesta referida entre los enemigos de la lengua española, «algunos vicios en el uso del castellano muy comunes entre los locutores de televisión y de radio, más que entre los profesionales de la palabra escrita, y eso conlleva un mayor peligro, porque la palabra que se oye, sobre todo en hogares donde se lee poco, puede hacer que se consoliden una serie de vicios, a mi modo de ver en este momento, feos, pero que con el tiempo, si se consolidan, serán absolutamente normales, formarán parte de la norma hablada y hasta podrían estar en el diccionario».
Absolución parecida nos concedió el poeta Luis Antonio de Villena. Luego de aceptar que «en la radio y en la televisión en general, como es un lenguaje hablado, el lenguaje cae un poco más, aunque también dan un uso muy normal», frente a la crítica a los locutores por no ceñirse a las normas académicas, puntualizó: «lo que no es académico está mal, de acuerdo, pero si no hubiera ocurrido hablaríamos todos como hablan en la calle en la época de Cervantes y no hubiera cambiado nada».
En nuestra defensa, entonces, podemos abonar, no sólo que utilizamos a la vista o a los oídos del público, un material absolutamente incandescente y mutable, como es la palabra, que hoy está y mañana ya no, o a la inversa: que ayer no figuraba y ahora tiene todos los derechos; que nos servimos de él de una manera silvestre, sin el procesamiento que a veces significa plasmar nuestros pensamientos en el papel o en la pantalla del ordenador, como se dice en España o de la computadora como la denominamos en México; que trabajamos a la intemperie sin la sombrilla o red protectora que el tiempo representa, en esto de ordenar los pensamientos y sin la ventaja de poder ver lo que pensamos al ponerlo por escrito, como aseguraba Foster que a él le ocurría; y finalmente que estamos sirviéndonos de una de las primeras formas de comunicación humana: el habla directa, el dicho, la oralidad.
Según el profesor argentino Julio Como, citado por mi maestro, el gran cervantista Eulalio Ferrer, después del grito, el llanto, la risa, la mirada, los gestos, el silencio, el canto, vino la palabra pronunciada.
Somos rústicos los comunicadores elementales, entonces, porque el habla la acompañamos de todos los anteriores intentos del lenguaje: así como en la vida real pujamos, reímos, gritamos, susurramos, ante nuestro interlocutor y ganamos fama de buenos conversadores, porque animamos la plática, en la radio hacemos todo lo que la teatralidad nos aconseja para no perder la atención del radioyente y recuperar así un título que antes hacía justicia a quienes avivan los programas: los animadores.
Tal vez por eso Daniel Prieto Castillo, teórico de la comunicación, asegura que «la palabra como tono y expresión cobra mayor valor en el medio radio que en el teatro» y censura este comunicólogo que al dirigirnos al radioescucha apelamos más a la emoción que a la razón, aunque por otra parte acepta que la expresividad alcanzada en la radio es digna de estudiarse por su eficacia comunicativa.
No habría de extrañarle si recordara lo que Aristóteles ya había dicho hace siglos y que debería de servir para terminar con la absurda dicotomía que se insiste en establece: entendimiento versus sentimiento: «nada hay en el entendimiento que primero no haya estado en los sentidos».
Tal vez la penetración innegable de la radio llama la atención, porque en este fin de milenio, en el verdadero siglo de la ilustración o de lo visual, el retorno a la palabra hablada parecía imposible ante el dominio de las imágenes.
Pero ya Roland Barthes, el semiólogo francés, el que advirtió que el grano de la voz era la materialidad del cuerpo, había señalado en la década de los sesenta, mucho antes del auge de la computación, pero en la etapa inflorescente de la televisión, que la nuestra «es una civilización de la palabra, y esto a pesar de la invasión de las imágenes».
El mismo descifrador de significados fue quien nos dio la clave anticipada de por qué la palabra hablada adquiriría la fuerza que ha hecho de la radio uno de los medios más competitivos aún frente a la todopoderosa televisión: la voz es un órgano de lo imaginario, por lo que en consecuencia para él la frase no era la misma con la voz que con la escritura.
Claro que lo imaginario de hoy, lo creativo de la voz, poco tienen que ver con los formatos rígidos que en los inicios de la radio adoptó la locución y que llevó a Maese Novo a hacer siniestras predicciones casi en el nacimiento de este medio de comunicación.
«Porque la radio es una máquina nueva y peculiar —escribió en Meditaciones— deberá desarrollar una nueva y peculiar técnica que en la palabra ceda cada vez más su puesto al sonido puro, y en que en todas aquellas veces en que sea imprescindible, recuerde que va a ser oída y no vista, ni leída. Por su esencia misma, residente del aire, la palabra dicha en la radio, no puede aspirar a eternizarse —aspiración literaria. Debe cumplir su objeto— impresionar discretamente, por la amable puerta de los oídos del señor que le permite entrar hasta la intimidad de su alcoba, su espíritu y retirarse para no volver más en la misma forma».
Hoy se tiene una idea diferente. Se entiende que la palabra radiofónica puede eternizarse por la vía de la grabación y que no tiene que renunciar a las aspiraciones literarias, como lo prueban los numerosos literatos que participan, escriben y conducen programas de radio. Y es que se acepta que la voz no necesariamente es una intrusa en la alcoba, sino que puede ser una compañera de la soledad y hasta una interlocutora de dudas y conflictos.
La voz como grano de lo imaginario, siembra en el oyente una serie de posibilidades que germina con el tiempo y dan como resultado que el radioyente encuentre una manera de integrarse al nosotros que le propone el locutor (quien antes postulaba el tú), con toda la carga social que representa el habla pública.
Vuelvo a mi maestro Ferrer, para repasar con él lo que describe Alberto Dauzat al relacionar las distintas disciplinas que intervienen en el ejercicio de la palabra hablada: «la física, en función del análisis de los sonidos; la anatomía y la fisiología, en función de la estructura y el funcionamiento de los órganos de la palabra; la psicología, en función del juego de las imágenes auditivas y motrices, así como por las leyes de asociación de ideas; la sociología, en función de los caracteres sociales del lenguaje y las condiciones que rigen su desarrollo; la geografía y la historia, en virtud de las relaciones que unen los hechos lingüísticos con la configuración del suelo y con los acontecimientos del pasado».
De esa manera el habla pierde su carácter privado y se inserta en lo social, para ser un gran nosotros que no pasa por alto a nadie. La radio, asegura la lingüista Josefina Vilar, «es habla pública, en ésta caben todos los géneros de la Literatura (los poéticos, los periodísticos, los académicos, etc.) así como en todos los actos de habla (preguntar, convencer, mentir, imprecar, etc.) la sustancia expresiva en que se produce esos géneros es la que existe en los tres componentes del significante radiofónico: las lenguas habladas, la música y los efectos sonoros».
Y es que finalmente todo lo que somos y hemos sido se encuentra en nuestra forma de hablar. Este invento del hombre que es la palabra, según, don Eulalio Ferrer, nos transparenta, nos descubre a los ojos de los demás, que al oírnos hablar puede averiguar de dónde venimos, cómo somos, qué comemos, cómo actuamos, qué tememos, qué admiramos. Somos lo que hablamos. Así, la radio por esencia, es democrática.
Más allá de la fonética, que une a los norteños y los separa de los sureños y los costeños, más allá de nuestro modo de hablar, de nuestro acento, que nos revela chilangos (de la Ciudad de México) o madrileños, argentinos, cubanos o venezolanos, hay también una recurrencia a ciertas palabras o una manera inequívoca de construir las frases, que lingüistas como Juan Miguel Lope Blanch han estudiado detenidamente para descubrirnos que decimos las cosas como nadie o casi nadie las dice.
Adverbializamos, asegura Lope Blanch, al hablar en mexicano, español pero mexicano. Y nos entendemos, eso que ni qué, o sobreentendemos: si oímos que alguien cae gordo, es porque resulta insoportable; si alguien canta rete suave es porque lo hace bien; si otro iba muy recio es porque llevaba prisa; ahora que si en su automóvil venía muy rápido es porque viajaba a gran velocidad.
Más que una forma de hablar cantando que al parecer nos identifica en el extranjero, Lope Blanch en sus estudios sobre el español de México considera que más nos caracteriza en el habla popular la abolición del futuro compuesto de indicativo en favor del pretérito absoluto, con el auxilio del adverbio ya: «me lo prestas ahora y antes de la noche ya te lo regresé» (habré devuelto) o bien: «¿Qué te apuestas que a las dos de la tarde ya va a estar nublado?» (se habrá nublado).
Y aún más distintivo con nuestro lenguaje pronunciado, según parece, es el abandono del modo imperativo, dado nuestro trato cortés y comedido, que en vez de la orden directa prefiere el circunloquio: «¿vienes un ratito?» y no «¡ven!», «¿me podías traer unos cigarros?», en vez del terminante «¡tráeme unos cigarros!», «¿por qué no te vas tú solo?» en lugar de «vete tú solo». Y por último, para no abundar en algo que ustedes conocen mejor que yo, cabe señalar que Lope Blanch apunta también como propio del habla del mexicano el uso de sintagmas como «ya no quiero más nada» o del pronombre nosotros en vez del posesivo nuestro: «puedes usar el coche de nosotros», en lugar de «nuestro».
Ése es, entonces, el español de nosotros, nuestro español, pues, que nos hermanan, que nos con-funde, y nos hace muchos en uno. No en vano don Miguel de Unamuno aseguraba que «el hombre es hombre por la palabra». Así hablamos, así somos y así es el hombre de la calle y de la radio, el que nos aguarda del otro lado del receptor y que las más de las veces espera que seamos su cómplice y su aliado, antes que su crítico o preceptor.
Con frecuencia los comunicadores (¿cuándo fue que dejamos de ser locutores quienes estamos frente al micrófono?, ¿habrá sido cuando la carrera se profesionalizó? Culpas son del tiempo, no de la radio), con frecuencia —decía— los comunicadores nos enfrentamos a un dilema: ¿usar la palabra en el uso corriente, pero equivocado; o en su uso correcto, pero desconocido? En estos tiempos en que se nos demanda por tantos medios y por tantos motivos que elijamos, ¿con quién nos quedamos?, ¿a quién somos fieles: al público o a la academia, a la masa o a la élite? Pero además, ¿hasta qué punto podemos confiar que ese amor a la palabra exacta nos será correspondido?
Cuántos pugnamos, durante años, porque no se usara sofisticado, como expresión de elegancia o de complejidad, ya que en español sólo significaba falto de naturalidad, afectadamente refinado, tal como podíamos comprobar con sólo acudir al diccionario, que no aceptaba otra acepción, por lo menos en su edición de 1984. Hasta ahí, todo marchaba bien, de ninguna manera nos podíamos sentir mal queridos por la academia. Contábamos con ella para demostrar que sólo en inglés sophisticated tenía esa acepción de mundano, falto de simplicidad, avezado a las cosas del mundo, que en español se le quería dar. Y hasta recomendábamos a las mujeres, que se mostraran ofendidas si alguien las calificaba de sofisticadas, pues las estarían tildando de falsas y adulteradas.
Pero héte ahí que en su edición de los 500 años, del encuentro de las dos culturas, nos encontramos que una tercera la del spanglish entró al Lexicón y le dio carta de naturaleza a sofisticado, que en su tercera acepción, lo aceptó como elegante, refinado y en su cuarta lo definió como complicado. «Dícese de aparatos, técnicas o mecanismos». ¿Con qué cara nos vamos a acercar a las mujeres para decirles —ahora sí— que tienen un porte sofisticado, porque ya le quitamos la maldición a la palabreja?
La verdad es que, como dicen en mi barrio: Tepito, «pa’ vergüenzas no gana uno» si es que uno le va al campeón, en este caso El Diccionario, hasta que pierda. Porque pierde de todas, todas: las tercas palabras no se dejan inmovilizar, representan a la insurrección permanente y terminan por desbaratar lo que ya teníamos tan hechecito (giro que desde luego tampoco acepta la academia, pero que en nuestro español de México tiene plena validez).
Otro caso vigente y actual en que vemos cómo avanza el neologismo hasta ocupar su lugar es el de la palabra reclamo, como sinónimo de reclamación, tan usado en la vía a la democracia, no sé si por influencia del inglés, que tiene su reclaim, o simplemente por analogía o paronomasia que dicen los entendidos. Lo cierto es que reclamo es otra cosa: «ave amaestrada —nos dice el diccionario— que se lleva a la caza para que con su canto atraiga a otras de su especie». Su segunda acepción nos habla de algo semejante: «voz con que una ave llama a otra de su especie». La tercera: «instrumento para llamar a las aves en la caza imitando su voz». Y la cuarta y la quinta son igual de cinegéticas y otras tres más descubren otros significados. Y hasta la novena acepción tiene algo que ver con la reclamación, pero se le toma como propia del lenguaje forense o del Derecho. Así que uno puede con ufanía sostener que es erróneo el uso que se le da a reclamo como sinónimo de reclamación.
Pero ¡cuidado!, que este suelo del idioma es jabonoso y el que no cae resbala. Porque ya se nota que la estrategia a largo plazo de este terminajo es ocupar con todas las de la ley un sitio en el Lexicón, pues si bien en la edición de 1992 del Diccionario de la Real Academia su novena acepción tiene que ver con la reclamación, aunque sea forense, del 84 al 92 avanzó un pasito, ya que en la anterior edición, la vigésima de 1984, se le enviaba hasta el décimo lugar, por lo que es probable que en el año 2000 o antes aparezca mejor ranqueada (y de paso ya hasta figure ranking como clasificación).
Lo cierto es que mientras son peras o manzanas reclamo ya existe y es un grito por la democracia, antes que llamado de pajaritos inquietos.
Porque si algo o alguien emite un sonido, es porque se mueve, piensa o cambia, afirma Rudolf Annheim en su Estética radiofónica.
Así, en los anhelos democráticos y gracias al sentido que posee el habla humana se abre un mundo inmenso para la radio. Y ética y estética se hermanan. Fondo y forma. Forma y fondo.
Entendemos así que el habla es lo que realmente hace caminar y volar a la lengua. Porque la lengua es fundamentalmente: sonidos; común en el interior del cerebro o del corazón y en la lectura silenciosa de las ideas que propugnan el cambio y anticipan los años que vendrán.
De ahí, la importancia inmensa de la radio; su responsabilidad gigantesca y el porqué, de los medios de comunicación masiva es el más parecido a la literatura; el más emparentado con la democracia; y el más comprometido con la libertad.
La radio trabaja, todos los días con fuego y hielo; con sangre y semen; con sudor y perfumes; trabaja con la lengua que es entidad viva y cambiante.
La radio testimonia permanentemente la evolución del hombre y de su lengua; propone y cataliza; refleja y acompaña; pero no determina necesariamente, por lo menos no sola; por lo menos no más que la realidad misma.
En este sentido para la radio no hay masas uniformes, sino suma de grupos y voluntades. Adiciones de minorías que hacen las mayorías.
Así, quienes trabajamos en los medios (la radio particularmente) hemos de usar las palabras y construcciones gramaticales que entienden las mayorías. Buscamos audiencias (ratings) para soportar los costos de producción y transmisión y buscar (no es pecado) utilidades. Por lo menos en la radio comercial.
En este medio, la necesidad de impacto es crítica. A diferencia de la prensa donde la frase puede ser vuelta a leer y a la televisión donde la imagen soporta y hasta desplaza al verbo, en la radio sólo podemos trabajar con las palabras, la música y los sonidos.
Que son universo, ya lo sé, pero también limitado (no lo digo yo, lo dicen los científicos).
Porque además —y aquí está el desafío— hemos de atender (si queremos ser realmente democráticos) a todas a aquellas minorías que, según decíamos hacen la suma de las mayorías: los homosexuales, los enfermos de sida, los gordos, los desesperados, los suicidas, los neuróticos, los insomnes, los que sueñan todavía, los feos (en Guadalajara tenemos una emisora El club de los feos que es un trancazo) en fin; minorías que no lo son tanto.
Por eso, la radio democrática, puede; puede y no necesariamente debe… puede adquirir otras intenciones, más allá del entretenimiento y la información; baste citar el título del libro de Julian Hale: La radio como arma política, donde dice, cuidado: «la radio es el único medio de comunicación masiva imposible de detener».
La radio es, pues, un arma en la insurrección, un garrote en la represión y una mesa en el diálogo.
Habría que recordar, por si hiciera falta, que el primer elemento de fuerza de la radio es su natural independencia como receptor por su tamaño escindible y su potencia multiplicada al paso del tiempo.
También hay que recordar que la radio es muy difícil de silenciar. La interferencia de una señal de radio, no es la mejor alternativa para acallar sus mensajes. Cuesta cinco veces más interferir un programa que emitirlo.
Por ello, estoy convencido de que la radio protagonizará el reto democrático del siglo xxi.
Y cuando hablo de democracia, no me limito por supuesto a gobiernos y partidos políticos; hablo sobre todo de una sociedad civil, cada vez más participativa y demandante, con toda razón, una sociedad que —en el caso de México— ya planteó gritos y demandas en las calles: Lo mismo en 1968, que en 1985, y que desde el primer minuto del primer día de 1994 hace oír su voz, reclamando (otra vez, no le hace) justicia, lo mismo en los procesos electorales, que en la aclaración de asesinatos políticos, en los que todos nos morimos un poco.
Ciertamente, las radios clandestinas rebeldes de las décadas recientes, deberían ser sustituidas por espacios y plurales en las radios comerciales realmente inteligentes.
Sólo donde no hay democracia, y donde la radio esté sometida al poder autoritario o la dictadura abierta o embozada, las radios clandestinas seguirán justificando su existencia, como ha ocurrido en el pasado.
— «Aquí, Radio España Independiente; estación pirenaica; la única emisora española sin censura de Franco, transmitiendo por la onda».
— «Aquí, La Voz de Argelia».
— «Aquí, Centroamérica, Radio Venceremos».
O los últimos instantes de la vida de Radio Alice en Italia, no muy lejos, la primavera de 1977.
Les comunicamos que los policías están intentando entrar… traen chalecos antibalas y sus pistolas en la mano… ya los vemos subir… han gritado que derribarán la puerta… pedimos por favor a los camaradas que conozcan a nuestros abogados que les avise… si todavía hay tiempo… no… ya entran… ya están adentro… seguimos transmitiendo… ¿el micrófono?… tenemos las manos en alto… ¡el micrófono!… los disparos… luego… el silencio…
No hay ningún otro medio con tan arrebatado poder de convocatoria. Con el dolor para cada quien. Con la alegría para cada quien. Con la imaginación para cada quien.
Qué pensarían los ingleses de Londres, qué imágenes verían los ingleses de Londres, en la víspera de los bombardeos, cuando Winston Churchill dijo a través de la radio:
—Compatriotas… solo puedo ofreceros, sangre, sudor y lágrimas.
En esta América Latina nuestra de todos los días, agobiada por las crisis económicas recurrentes, y por sentidos y doloridos atrasos, la palabra surge con un significado especial: libertad.
Lo mismo en las batallas, que en la paz, la voz de la radio ha sido la voz de la democracia, la de las minorías que hacen mayorías.
Queriendo o no, la radio no ha rehuido, ni debe rehuir su enorme responsabilidad en el perfeccionamiento de los procesos democráticos.
Por última vez: la radio del siglo xxi será, fundamentalmente, transmisora de ideas expresadas en palabras. De ideas y palabras tan libres, que podrán encontrar o no, eco en sus audiencias, que bien pueden aceptarlas o rechazarlas, porque la libertad de la radio, comienza en la libertad de sus audiencias: cambiar de estación.
Ahora bien, ¿hay reglas?, ¿podría haberlas? No lo creo; reglas no, pero sí principios. He aquí algunas propuestas, tomadas de los libros y de la experiencia:
Hay que buscar, propender y propiciar: ya no sólo la radio que transmite, sino la radio que escucha, la radio que promueve la cultura democrática. Una radio de puertas abiertas, de micrófonos abiertos y de oídos atentos.
Una radio donde, finalmente, la palabra es libertad.