Cuando a principios de la década de los ochenta yo esgrimía los componentes canónicos —y los por canonizar— del acto de comunicación, auguraba que se trataba de un ademán postrero.
El inminente concurso de los diversos actores del drama que aceptamos llamar recuento, la industria, el sector público, las instituciones de educación superior y una sociedad civil mexicana en imparable ascenso, anunciaban una nueva edad hertziana. Nueva edad acicateada no sólo por contenidos inteligentes y, por supuesto, amenos, sino por formatos genuinos: una televisión televisiva y una radio radiofónica. Esto independientemente de la identidad de la fuente emisora: la iniciativa privada, el Estado, las universidades... mass-media; pero, salvo las excepciones de las que se nutre toda regla, mi vaticinio falló estrepitosamente.
En vez de un florecimiento de la radiodifusión nacional, nos arrastró sin chistar la corriente solipsista, aislante: el nintendo, el CD-ROM, Internet, la realidad virtual» (o espacio artificial en el que se nos invita a vivir una experiencia, no sólo por la imaginación, como lo han hecho los seres humanos desde hace mucho tiempo, sino concretamente en el nivel de la percepción, pero sin que estén presentes, sin embargo, los objetos percibidos).1 Parejamente, deplorablemente, nunca como en estos últimos años radio y televisión han abjurado de sus formidables posibilidades expresivas innatas.
Desde luego registro con gusto, antes de proseguir, las contadas excepciones radiofónicas, vengan de los medios concesionados o permisionados, al cuadro antedicho: noticiarios, programas de opinión, teléfono abierto, etcétera. Formatos, no obstante, los de menor complejidad compositiva (rúbricas de entrada y salida; puentes; ocasionales efectos de calles, patrullas, ambulancias).
Oído lo anterior, justificado está que torne al punto: el lenguaje de los medios electrónicos, y en particular el lenguaje2 de la radio.
La pasada década —y aún antes— predicaba yo a mis oyentes, alumnos y lectores, que del acto de comunicación aceptábanse normalmente los siguientes componentes:
—Emisión (E)
—Mensaje (M)
—Medio (ME)
—Recepción (R)
—Efecto (EF)
Dicho esto, matizaba que del quinteto se tendían a privilegiar los números 1, 4 y 5: (E), (R) y (EF). Así como que, tratárase del quinteto o del terceto, algunos estudiosos —y el sentido común— anejaron pronto un ingrediente nuevo: el fin, el propósito, la teleología del mensaje emitido y recibido a través de un determinado medio. No sólo eso; en seguida agregaba que preocupación personalísima mía, aunque dictada también por el sentido común, era la de involucrar —con todas sus consecuencias— otro componente: el séptimo. No sólo quién a quién, en qué canal, con qué resultados y para qué; sino además cómo y con qué signos.
Me autocíto: «La forma de esa máquina electrónica de transmisión de señales y significación que es la radiofonía inalámbrica o radio».3
De ahí que, a la postre, el acto de comunicación conste no de tres ni de cinco ni de seis sino de siete ingredientes:
Emisión / Mensaje / Medio / Recepción / Efecto / Fin (F) / Forma (FOR).
Sostenía —sostengo— que, en principio, dos son las cuestiones medulares de la Forma radiofónica. De un lado, la especificidad del habla radial; de otro, la composición del texto inalámbrico. Lo primero compete a una ciencia: la audiología; lo segundo a una retórica: el arte radiofónico.
Tenemos un signo, el signo sonoro, que define la agenda de la audiología:
a) La definición del sonido, fenómeno vibrátil que se expande por diversos medios y es captado por los dos oídos, el natural y el artificial (o micrófono).
b) La intensidad, el tono, el timbre, la direccionalidad, la absorbencia del sonido.
c) Etcétera.
Especie del signo sonoro, el radiofónico no se agota en la audiología. Objeto de una construcción con fines a la par comunicativos y metacomunicativos, reclama su lugar en la estética. Advirtiendo desde ahora que este estatuto no se agota en la voz; fundamental, sí, pero no exclusivo material del texto que emana intangible de su aparato de radio sintonizando en amplitud modulada, frecuencia modulada u onda corta.
La aclaración anterior no peca de inocente. Hasta un sabio de la malicia —y la milicia cultural— como Alfonso Reyes, cae en la trampa de constreñir la expresividad de la radio a la voz (destacando, claro está, su índole artística, dotada de forma y materia). Aunque tendamos a olvidarlo, Reyes fue de los primeros en ocuparse de lo que él llamó con tino «nuevas artes» (cine, radio). Cito:
Si deseamos hacer entrar estas nuevas artes en los cuadros de los géneros clásicos, fácil no será acercar el cine a la función literaria episódica (teatro-novela), y aun darle el crédito de que está llamado a ser la forma por excelencia para la épica de mañana; que ésta ya se resiste mucho a caminar sobre la sola expresión verbal, y en cambio se desliza muy a sabor sobre los complementos visuales que aportan la fotografía o el dibujo en movimiento.4
Irreprochable incisión, a fe mía. El 21 de enero de 1945, en las páginas de la revista Todo, Reyes adivina de esta forma buena parte del cine épico de los noventa. Pero ¿y la radio, a la sazón dueña exclusiva del «éter», medio todavía no pertubado por una televisión a punto de salir de los pañales? Escuchemos a D. Alfonso, imaginando su preclara dicción:
Y, en cuanto a la radio —que en muchas de sus fases será sólo un refuerzo de la difusión literaria y la musical—, en una de sus aplicaciones más características vendrá precisamente a substituir a la antigua oratoria.5
Al cine, la épica; a la radio, la oratoria. Aunque, aclaro de inmediato en descargo del autor de Ifigenia cruel, no cualquier oratoria, no. Cito:
Entendemos por oratoria todo aquel sistema sustentado en la retórica en que Sócrates fundaba las bases del humanismo político y que Quintiliano organizó un verdadero programa de educación liberal.
Prosigue Reyes:
Entendemos por oratoria la educación de la sociedad por el hombre que ora o habla, a través de los recursos de la persuasión, servidos por el encanto artístico.6
«La radio —concluye D. Alfonso— es instrumento de primer orden en esta educación que nos espera más allá de los años pueriles y juveniles, más allá de las escuelas, en el aire mismo de la vida, y que acompaña sin remedio toda nuestra existencia y la va modelando a lo largo de nuestros días».7
En suma: arte nueva, la radio substituye al ágora, se alza como nueva oratoria, sirve a la pedagogía civil, no sólo escolar.
Me apena no poder compartir del todo lo apuntado por Reyes. Y no aludo, por supuesto, a la inconstancia cuando no ausencia de la palabra radiofónica inteligente arropada por la gracia artística. No. Creo, como él, que la radio —al igual que la televisión— informa un sistema educativo, al margen del empleo que se la dé (o se le permita). En lo que discrepo es en las funciones asignadas al medio hertziano. Primariamente: oratoria. Secundariamente: difusión literaria y divulgación musical. Reyes, que tan bien advirtió la imperativa visualidad cinética, no lleva, en cambio, a extremos últimos, la sonoridad radial. Parlante y musical, sin lugar a dudas; pero más, mucho más que sólo parlante y sólo musical. Por el contrario, lo que nosotros debemos conservar de las propuestas de Reyes, atañe, sobre todo ahora, a la exaltación artística de la radio. Lo que quizá él mismo llamaría: plena «ejecución sonora».
Nuestra reflexión —no es ocioso enfatizarlo— sobrepuja la naturaleza física del sonido radial (intensidad, dirección, refración) para incursionar en su dimensión estética. Y al igual que en los ochenta —y aún antes—, llamo la atención sobre dos elementos compositivos:
a) Aquel que reúne las unidades mínimas —atómicas— del sonido radiofónico.
b) Aquel que contiene la estructura de la comunicación artística radial.
El primer elemento descubre posibilidades acústicas casi o del todo novedosas. El segundo, recupera, recobra, rehace una práctica olvidada. En el primer caso hablo de radiosemas; en el segundo, simplemente, del guión. Su conjunción insufla el lenguaje de la radio, tema de mi conferencia.
Con el convencimiento moral de que no me autoplagio sino que me reciclo, sumarizo la manera con la que yo zambullía a oyentes y radioyentes en el lenguaje radiofónico.
Solía comenzar con una cita de Rudolf Arnheim que de inmediato sometía a desmenuzamiento. Cita: «La radio no ha de considerarse como un simple aparato transmisor, sino como un medio para crear, según sus propias leyes, un mundo acústico de la realidad».8 Desmenuzamiento: a) medio creador; b) leyes propias; c) mundo acústico; d) realidad. El examen particular pero concatenante de estos cuatro incisos comprenden la totalidad del fenómeno radiofónico.
Hablamos de un medio caracterizado por una vocación innovadora, en lo técnico y en lo artístico. Hablamos de un medio cuya escencia es la sonoridad. Hablamos de un medio capaz de crear y recrear la realidad toda: material y psicológica, tangible y subliminal. Hablamos, en suma, de un sistema de significación parejo al de la literatura, la pintura, el teatro, la música o el cine.
Concluyo mi intervención con el recuento de los dos elementos en que afirmo se descompone el lenguaje radiofónico: radiosemas y estructura. Operación que cancela de entrada la tradicional división tripartita de las emisiones radiales: musicales, habladas y mixtas. Puesto a componer un texto radiofónico, el autor9 cuenta por lo menos con seis radiosemas, a saber: palabra, música, efectos especiales, ruidos, silencio, sonido puro. Palabra múltiple; música ya compuesta o por componer; efectos mínimos o complejos; ruidos del hombre o de natura; silencios elocuentes; sonidos geométricos.
Pero, ¿sujetos a qué ars combinatoria? La del guión con mayúscula. Pues aquí me ocupo del guión no como script sino como estructura. En efecto, en tanto el script alivia lo relativo a la fonografía o diagramación de los sonidos en el papel, la estructura resuelve la cabal realización radial. Cinco son sus convenciones: dramáticas o del relato, de continuidad, de perspectiva, técnicas y del libreto. Literatura y dramaturgia; respiración; espacio; técnica al servicio del arte; escritura radiofónica. Como se escucha, el de la radio es un idioma que va más allá de la palabra.
Palabra, no obstante, dado el estado mayoritario del cuadrante mexicano, bastaría. Siempre y cuando, por supuesto, esa palabra supiera escuchar las voces de la diversidad.