El siglo se despide hablando de radio, de televisión, de Internet y de futuro. En los dominios de la técnica, la era analógica toca a su fin —aunque todavía dispone de muchas horas de vuelo— y cede sitio al mundo digital.
La comunicación ampliada mediante la multiplicación de las vías de distribución de señales desde el espacio quizá sea el hecho tecnológico más relevante de los últimos tiempos. Tanto es así que, gracias a esas técnicas, el mundo de la producción de noticias y programas de radio y televisión se enfrenta a un horizonte sin apenas otra frontera que las limitaciones económicas o creativas.
Técnicamente hablando, nunca antes fueron tantas ni tan versátiles las posibilidades para transmitir con tanta fidelidad imágenes o palabras o una combinación de ambas. Los ingenieros han hecho su trabajo y lo han hecho bien. No siempre, por desgracia, puede decirse lo mismo de los programadores, los periodistas, los productores y demás responsables de los contenidos de los espacios que animan las parrillas de programas de las emisoras de radio o las cadenas de televisión.
La técnica va por delante y se nota. Hace tiempo que las matemáticas, la electrónica y la informática aplicadas a los procedimientos de transmisión están en el siglo xxi, mientras que los programadores no siempre disponen —no disponemos— de presupuestos y talentos suficientes como para crear contenidos capaces de interesar, informar, formar o entretener a las cada vez más heterogéneas y multitudinarias audiencias.
Unas veces porque el presupuesto es insuficiente; otras porque lo que falta a los profesionales que dirigen o producen los programas es formación, cultura. Por no hablar de aquellas otras ocasiones, por desgracia, nada infrecuentes, en las que falta de todo: presupuesto y cultura. Por unas u otras causas, lo cierto es que una parte de los programas que se emiten por la radio y muchos de los que se ven por la televisión, son de mala calidad.
La parte técnica no suele fallar, lo que fallan son los contenidos. Conviene que subrayemos este aspecto porque no debemos olvidar que también en la «era digital», lo importante no son los medios —los satélites, las plataformas de múltiples canales— lo importante, tanto en el siglo xxi como lo fue antes, desde tiempos de Cadmo a los de Gutenberg, son los fines, en este caso los programas, los contenidos: que hacemos con la palabra en la radio o con la imagen y la voz en la televisión.
En esta comunicación, me voy a referir con preferencia a la radio, pero la mayor parte de las reflexiones pueden ser válidas, también, para la televisión.
Empezaré por decir que a los efectos de la jerga tecnolingüística de la que tanto se abusa en nuestros días, la radio no es lo que hoy se entiende por un medio de comunicación multimedia, dado que, y por seguir con dicha jerga, únicamente distribuye señales de radio.
Lo cual no es poco, claro está, porque me apresuro a decir que la radio es, nada menos que un medio de comunicación universal y por lo mismo un instrumento poderoso, incitador, inquietante incluso: un meido capaz de informar, formar o educar, y también, porque no decirlo, de deformar la realidad y sus casi siempre plurales verdades.
Para aquellos que han situado la televisión en la cima del Olimpo quiere todo esto decir que cuando hablamos de radio, no estamos hablando del hijo de un dios menor. No. La radio es la palabra, el verbo y con ella se anudan todavía algunos de los misterios y señas escenciales de la condición humana: la expresión de sus más íntimos latidos.
Aunque dado su predominio pueda parecer que hoy en día la imagen ya lo es todo, la verdad es que no es así. Si me permiten, diré más: no pocas veces, la imagen es la impostura de la realidad, su mentira gráfica. Frente a ella la palabra, o lo que es lo mismo, la radio, se eleva como el instrumento capaz de expresar los matices y viajar hasta la raíz del porqué de las cosas.
Por todo lo expuesto reitero que la radio es un medio de comunicación universal y poderoso cuyos días de porvenir no están contados. Todo en la radio es futuro. Por eso, como medio, recibe con esperanza cuanta novedad aportan las modernas tecnologías aplicadas a la información y a la comunicación.
Por principio la radio evoluciona al ritmo que lo hacen las sociedades de las que nace y en las que desarrolla sus cometidos. En cuestiones técnicas suele casi siempre incorporarse a la vanguardia.
En ese sentido puede decirse que a corto plazo la evolución técnica de la radio orienta sus esfuerzos hacia la mejora de la calidad del sonido. La digitalización y comprensión de las señales o el empleo de técnica de banda lateral única permitan ya, de hecho, un incremento en el número de canales disponibes.
A medio plazo el futuro se anuncia en forma de satélites de órbita baja que nos van a permitir la realización de programas de radio cuyo sonido será de gran calidad. Estos sistemas Digital Audio Broadcasting (DAB) permiten llegar hasta el oyente esté donde esté; no será obstáculo ni el lugar de la Tierra en que se encuentre ni, tampoco, cuál sea su situación: por ejemplo si se desplaza a bordo de un automóvil.
Por todo lo expuesto creo que desde un punto de vista técnico la radio es un medio llamado a perdurar; eso sí, siempre en progresiva y compleja armonía en el uso y reparto de canales de satélite con la marea de tendencias anegantes que va camino de ser la televisión
No tengo duda: la radio doblará con éxito el cabo del siglo xx y en los años venideros sus problemas y desafios serán similares a los del resto de los medios de comunicación.
Hay razones para ser optimista, pero conviene tener los ojos abiertos. La radio tiene futuro, pero se verá afectada por diversos problemas entre los cuales voy a señalar los que, a mi juicio, van a enmarcar el proceso de los próximos años.
La radio tendrá problemas de crecimiento y problemas de financiación. Si es de capital privado, porque la publicidad no es una fuente inagotable y, encima, hay que disputársela a la televisión; y si es pública, porque este modelo cada vez tropieza con más reparos en las sociedades regidas por criterios inspirados en la economía de mercado.
También tendrá problemas derivados de la implantación de nuevos sistemas de organización y por la implantación de nuevas técnicas para la transmisión a distancia de sus programas. Ganará en calidad de sonido y también en los contenidos de sus espacios informativos y en los programas de contenido más heterogéneo. (Los llamados generalistas, en la que, a mi juicio, es una innecesaria adaptación terminológica del inglés).
Todo en la radio suena a futuro y todo en ella es posible con una condición: saber hacia dónde vamos, que sepamos hacia dónde nos lleva. Para hacer frente a esa cuestión es imprescindible, claro está, saber de dónde venimos; y para lo uno y lo otro resulta esencial el conocimiento de nuestro idioma: la lengua española, lengua que, a este fin, es nuestra primera seña de identidad y que, por lo mismo, dadas nuestras raíces históricas y culturales, deviene poco menos que ideología.
Nuestra lengua española es nuestro mejor patrimonio; la puesta en común de nuestro mejor activo para enfrentarnos a las incertidumbres del siglo que viene en el espacio de los medios de comunicación. Por eso, al hablar de idioma y de radio, me parece que puede ser útil llamar la atención acerca de algunos peligros que ahora nos acechan.
El mayor, por su importancia, es la contaminación lingüística. Los préstamos indeseados e innecesarios que procedentes de otras lenguas arraigan con fuerza en todas las manifestaciones del idioma. La enfermedad es grave, por ejemplo, en el campo de las jergas especializadas. Uno de las más contaminados es, precisamente este mundo nuestro de la tecnología y la informática aplicadas a la información y a la comunicación.
Un segundo grupo o bloque de problemas estarían relacionados con aspectos concretos del proceso de conformación de los contenidos radiófonicos —noticias y programas— cuya actual dependencia de los sistemas informáticos presentes ya en casi todas las redacciones, hacen muy difícil corregir ciertos errores de concepto o suplir ciertas lagunas en la formación cultural de los redactores, circunstancias éstas a las que luego me referiré.
En este horizonte referido al siglo xxi, el tercer problema o conjunto de los que se ciernen sobre el desarrollo de la radio estaría relacionado con la financiación de los nuevos y nunca baratos sistemas tecnólogicos aplicados a la distribución de señales de voz (audio).
Esbozaré, también, cierta preocupación por la tendencia cada vez más generalizada en los mercados de la industria audiovisual a la configuración de monopolios multimedia, con todo lo que eso significa de exclusión o, cuando menos, de dificultad añadida para lo modesto, lo minoritario, lo diferente, en suma.
En relación con este aspecto del presente —que sin duda continuará durante los próximos años— confío en que el sentido afortunadamente ascendente de las conquistas democráticas y la superioridad moral del estado de derecho limiten los posibles excesos en este capítulo de los monopolio multimedia.
Dicho lo cual, volveré a referirme a los problemas que plantea por una parte la contaminación lingüística y por otra la sistematización de los procedimientos informáticos en las redacciones de las emisoras de radio.
Respecto de la contaminación lingüística diré que el peligro no es otro que aquel precede de la omnipresencia del idioma inglés en todo lo concerniente a las novedades en materia de tecnología aplicada a los sistemas de información y comunicación. Como hablantes de español no debería dejarnos indiferentes la envidiable posición de lengua franca adquirida por este idioma.
Es una realidad que debemos aceptar y aceptamos —sería obtuso negar los aspectos funcionales de su uso urbi et orbe—, pero a mi juicio no tenemos porque aceptarlo de manera resignada, como algo ineluctable. No.
El idioma español es nuestro idioma, es la lengua común de tantos pueblos que juntos, somos ya cerca de 400 millones de seres humanos que podemos entendernos hablando el mismo idioma. En su historia de tantos años, en su vitalidad y para la superación de los probelmas de desarrollo que nos aquejan, siempre encontraremos en el idioma —y en todas las puertas que abre— un instrumento capaz de ayudarnos.
Para tan nobles fines, debo decir que también está la radio. Una radio que en su expresión hispanoamericana, a mi juicio, deberá cuidar, mimar, extremar incluso, las preocupaciones para preservar nuestro idioma y mantener su unidad. Para frenar el avance de un español plagado de anglicismos y otros extranjerismos o de signos híbridos o falseados y poner en su lugar un español común, fundado en una autentica universalidad y con predominio de un léxico de mayor prestigio.
Llegado a este punto me van a permitir que ponga un ejemplo de tal empeño. Se trata de Un idioma sin fronteras, programa que Radio Exterior de España produce y emite en colaboración con el Instituto Cervantes. Es como digo —y le invito a escucharlo todos los días— una aquilatada muestra de ese esfuerzo al que me refería cuando hablaba de defender lo nuestro, afirmar nuestras raíces culturales, crecer en armonía con nuestra historía y nuestras maneras de ver y entender la vida.
Como procedimiento para almacenar datos e informaciones, procesarlos y comunicarlos a distancia, los sitemas de ordenador no tienen rival; son únicos, innovadores, un poco milagrosos, incluso. Constituyen la imagen misma del progreso, realidad que en su manisfestación más actual resume una sola palabra: Internet, la red. Una novedad que va camino de cambiar al mundo de las comunicaciones y de paso las vidas de no pocas personas para las que «estar conectadas a la red» —una, dos, tres, cuatro o incluso más horas al día— se ha convertido poco menos que en una necesidad o una obsesión.
De ese exceso quizá acaben naciendo futuras idolatrías, pero no es ésta la ocasión para ocuparnos de ese peligro. Si me referiré, en cambio, a otros por estar directamente relacionados con el mundo de la comunicación.
Como red mundial de ordenadores que a su vez está compuesta de otras miles de redes regionales y locales, Internet anticipa el futuro en el mundo de la distribución de información. Este sistema es ya el embrión de algo —otro procedimiento— todavía impreciso en cuanto a su morfología final pero cuyo concepto esta a nuestro alcance. Se trata de un sistema total y tal vez único, capaz de intregar la televisión, la radio, los periódicos y el teléfono: todo en uno, el sistema integral del siglo xxi. Una aventura que se iniciaba apenas hace veintiocho años, en 1969, va camino de convertirse en edificio. Otro milagro frente al que, humildemente, pero con la fuerza que da el sentido común sólo cabría advetir acerca de algunos riesgos. Entre ellos el fundamental: que la aplastante envergadura del sistema nos lleve a olvidar que el fin primordial de la comunicación no es el medio, el fin son los programas, los contenidos, la palabra.
El hecho de que los ususarios puedan acceder cada vez a nuevos y más sofisticados servicios, simpre, claro está en un registro de pantalla, tiende a conformar toda una forma de ver las cosas en que la realidad se confunde con su aparencia virtual.
Imágenes, voces, periódicos o libros sin cuerpo ni tacto posible desfilan por las pantallas configurando todo un universo en el que el navegante que no modera el uso de este sistema corre el riesgo de encerrarse, de convivir consigo mismo y su pantalla de cristal animado. En el exceso veo el peligro: romper como quien dice con lo escencial de nuestra civilización: siglos y siglos de palabra compartida con nuestros semejantes, de trato social, en suma.
Exagero estos perfiles para llamar la atención acerca de los riesgos de una entrega desordenada al sistema sin analizar algunas de sus posibles contraindicaciones. Frente a ellas recomiendo lo que Ulises nos dejó dicho, segun el barco se aproximaba a la altura de la costa donde moraban las sirenas: escuchar, pero tomando precauciones.
Y hablando de tomar precauciones, me referiré, por último, a otro de los problemas que genera la implantación de los sistemas informáticos en las redacciones de los medios de comunicación. Todo en ellos está pensado para dar la noticia al minuto, antes que cualquier medio de la competencia es donde se inicia el problema, porque la celeridad en la distribución de las noticias, en ocasiones, impide su correcta transcripción y la imprescindible reflexión previa a su transmisión por la radio o la televisión. Un ejemplo muy reciente me ahorrará palabras.
A primeros de este año, en la ciudad de Atenas, en el transcurso de unas obras para construir un aparcamiento fueron desenterrados algunos restos murados del Liceo de Aristóteles. La noticia del hallazgo dio la vuelta la mundo en pocas horas y un titular erróneo: «Descubiertos en Atenas los restos de la Academia de Aristóteles», hizo fortuna. Mala fortuna en este caso, porque durante toda una mañana numerosas emisoras de radio y de televisión —en España y en otros países— repitieron de manera irreflexiva una noticia que servida tal cual, como ustedes habrán podido apreciar, falseaba la realidad histórica confundiendo el Liceo en el que enseñaba el filósofo de Estagira con la Academia de Platón, su maestro.
Un error; un error que no es fruto exclusivo de la mala memoria o de la falta de cultura de los redactores de la agencia implicados inicialmente en la redacción de la noticia del halllazgo y su distribución; también quedaron implicados las decenas de periodistas que en los diferentes medios a lo largo de toda una mañana no fueron capaces de advertir el error y fueron, a su vez, repitiéndolo hasta que alguien se percato de la pifia.
¿Dónde estuvo el fallo? Para cualquiera de cuantos trabajamos en este mundo de la comunicación tiranizado por el reloj, es fácil señalarlo. El problema reside en el tiempo. Todo el proceso informativo en los medios de comunicación modernos es una carrera enloquecida contra el tiempo. Todo está sometido a este condicionamiento básico: hay que inoformar con rapidez y hay que hacerlo antes que los medios de la competencia. Para eso disponemos —y casi habría que añadir que padecemos— de las nueva s tecnologías de transmisión rápida.
La informatización de las redacciones, las impresoras acopladas a los ordenadores, el uso constante de los enlaces de microondas, las transmisiones por satélite y los teléfonos móviles son los útiles de trabajo que conforman la panoplia de los periodistas de nuestros días en los medios audiovisuales. Seres agobiados por la dictadura del tiempo y la tensión que impone el mundo cibernético que si bien por una parte está a sus disposición —es el llota de la cuestión— por otra les presiona y agobia exigiéndoles una rapidez y unos reflejos que por otra parte cosntantemente pone a prueba la prepotente superioridad de la memoria artificial de la máquina.
En suma, no disculpo el error cometido al situar a Aristóteles de nuevo en la Academia, como en sus años mozos, pero si comprendo porque cosas así pueden pasar y repetirse por varias emisoras. En este caso el culpable también sería el sistema informático utilizado en unas redacciones en las que la diaria e inacabable tarea de contar lo que pasa en lo que el argot se denomina tiempo real, al instante, al servicio de la nueva cultura informativa del tiempo instántaneo, describe un mundo en el que no anida el sosiego y del que, por lo mismo, caben esperar este tipo de errores y aun riesgos mayores que tratamos de evitar como podemos: bien distanciándonos del proceso central para desde la periferia poder reflexionar acerca de lo que estamos contando, o bien, por qué no decirlo echando mano de redactores—jefes formados a la antigua: con cultura y temple capaz de resistir el bombardeo informativo.
Terminaré formulando un deseo: que la preparación para el futuro en la radio y, también en la televisión, perfeccionen las máquinas informáticas que tanto nos ayudan en nuestro trabajo con el fin de que sean menos esclavizantes. Y una última idea: que en este futuro en el que van a predominar las nuevas tecnologías aplicadas a la información y a la comunicación vaya acompañado de preparación lingüística específica con el fin de que la misma lengua española que nos ha permitido conocer los estados del alma en San Juan de la Cruz o en César Vallejo, o las pasiones del hombre sobre la Tierra en las obras de Rulfo, Cela, Paz o García Márquez, nos permita también expresar cuanta novedad entrañan las nuevas tecnologías sin quebrar por ello las nomas lingüísticas, sin someter a riesgos de infarto a nuestra querida lengua española.