Alejandro Aura

Palabras vivas, palabras muertas: la radio creativaAlejandro Aura
(México)

Somos lo que hablamos. Sólo lo que podemos decir existe en nuestra experiencia y tenemos muchos y distintos apartados para el uso del idioma como tenemos muchas formas de vernos y de pensarnos.

Una de estas formas, la más acabada y perfecta, es la que englobamos en los términos de creación artística. La forma más acabada de utilización del lenguaje es la literatura, sin embargo «escribir —decía Goethe— es un abuso de la palabra. El habla es esencia; la letra, contingencia». Intentaré, abusando de la cita, hacer una exposición de la idea de utilizar la radio como un espacio creativo de la lengua hablada.

Uno de los acontecimientos más relevantes que han ocurrido en los últimos años en la radio de México ha sido la recuperación de la palabra. Cuando había perdido toda importancia ante la versatilidad y riqueza de la televisión, ante el magnetismo con que la televisión mantiene cautivos a sus prosélitos, renació el interés y gusto de los oyentes gracias a la palabra.

Aunque similares en muchas cosas, la radio y la televisión tienen también diferencias fundamentales que podrían coincidir, en un plano general, con las que hay entre la literatura y el cine. La radio entra exclusivamente por el sentido del oído —como la literatura lo hace por el de la vista—, y se atiene, de forma inmediata, a nuestros sistemas de comprensión por ese medio, y, por supuesto, a la cantidad y calidad de atención y, sobre todo, de imaginación, que podamos agregarle.

Si no tenemos cómo acomodarlo en nuestra experiencia, lo oído (o leído) se vuelve inútil y ajeno, como si estuviéramos oyendo hablar en otro idioma. Y no sólo la comprensión de las palabras importa, importa también que estemos dispuestos a escucharlas, que tengamos ganas de oírlas. Y es aquí, en el capítulo de la voluntad, en donde se invierten horas y horas cocinando en las agencias publicitarias y en las direcciones de los complejos radiofónicos, en busca de lo que el público quiere oír. Horas y horas de discusiones que por lo general no toman en cuenta la necesidad de atender con más detenimiento a los creadores verbales. No sólo el qué y el cómo hacerlo, sino quién lo hace.

Numerosas emisoras basan su programación actual en emisiones habladas que abarcan muy diversos temas: noticiarios, análisis políticos, económicos o de la convivencia entre el conjunto de seres que conforman la sociedad: programas de cocina, de deportes, de medicina, de automóviles, de ofertas de compra y venta; programas de sexualidad, de conflictos generacionales; historias de terror, de esoterismo, de medicina alternativa, de espectáculos y de los pormenores de la extrovertida existencia de sus protagonistas, y tanto más.

Durante muchos, muchos años, los de la vida de la inmensa mayoría de los radioyentes actuales, prácticamente todas las emisoras funcionaban como sinfonolas, y la gente, que usaba la radio sólo para oír música, tenía una relativamente gran gama de posibilidades de escoger de acuerdo con su particular predilección; poco a poco, sin embargo, parecía que el radio marchaba hacia su virtual decadencia por el abuso del género y las dificultades para renovarlo y mantenerlo vivo en el interés de los destinatarios ante el acoso, cada vez más tirante y feroz, de los comerciantes de la música.

En no pocas ocasiones estos mercaderes han llegado a ejercer verdaderas tiranías sobre las emisoras. La voz humana en radio se concretaba a identificar las frecuencias en el dial, a anunciar productos comerciales, a dar los pormenores de la programación y a informar los nombres de las piezas musicales, de sus autores y de sus intérpretes. Palabras en las que las capacidades encomiables de la locución acababan  sobrando prácticamente.

Aunque merecen un capítulo aparte las modalidades de programación de las emisoras culturales, como Radio UNAM v Radio Educación, en la capital del país y muchas otras estaciones de similar signo en otras ciudades —no las tocaré en aras de un mayor acercamiento a los fenómenos de la palabra hablada en la radio comercial—, pero en una exploración más profunda no resultarían nada desdeñables los esfuerzos de estas estaciones para crear una radio de creación viva y actuante.

De unos años para acá, la palabra ha vuelto a ocupar un lugar preponderante en buen número de espacios hertzianos.

Se dice hasta el cansancio, hasta volverlo algo incuestionable de tanto repetirlo, que la radio es un vehículo, un medio, (pertenece al grupo privilegiado de los medios de comunicación, los mass media) y todos nos quedamos en la permanente discusión de sus características, de sus leyes, de sus posibilidades para ser útil a la sociedad, para ser eficaz impulsor y difusor de hábitos de comportamiento o de consumo, para ser buen conductor de ideas políticas o instigador de votos.

Se hacen constantes evaluaciones de los contenidos de los programas: que si la gente quiere más información, que si quiere más análisis, que si quiere variedad de asuntos, que si quiere abundancia de elementos para formar su propio juicio; unas emisoras están atentas a lo que otras hacen para modificar constantemente sus criterios en cuestión de palabras, de mensajes y de formas de utilizar el medio para lograr una mayor penetración.

Pero ¿qué cosa nos impide dejar de considerar a la radio como un medio y pensarla como un fin? O, en forma menos subversiva y tomando en cuenta que para quienes manejan las emisoras radiofónicas una propuesta en estos términos es descabellada —no pretendo presentar ideas para lograr una programación más exitosa o más competitiva; las inquietudes que aquí expongo no están relacionadas con el rating, al menos no en forma directa, de causa y efecto—, diré mejor que por qué no pensar en una programación determinada que cumpla, en la medida de lo posible, la condición de crear piezas completas, pensadas como unidades de lenguaje y de sentido más que como mensajes que requieren necesariamente de palabras para ser emitidos, sean las palabras que sean y se usen como se usen. ¿Por qué no pensar en crear profesionales de la palabra radiofónica que hagan obras de radio que puedan permanecer a pesar de haber cumplido con sus compromisos inmediatos, de haber satisfecho en primera instancia su objetivo en la estructura de la programación?

Creer que una determinada persona que usa de determinada manera el lenguaje y logra determinados efectos en quienes lo escuchan no tiene nada que ver con el radio es, sin duda, un error. La producción de palabras de una manera determinada como característica de un emisor verbal es el punto de partida de una idea de lenguaje vivo. Lo mismo en el radio que en la cátedra o en el foro. Lo mismo en la conversación que en el discurso. Un buen conversador es aquel que hace de la palabra un ejercicio de humanización de cada experiencia real o imaginaria.

Esto no quiere decir que todo buen conversador sea, por necesidad, un buen creador de programas radiofónicos. De la misma manera que un buen rotulista no deviene por fuerza en gran pintor. Y estamos hablando de 1a necesidad de creadores de lenguaje de la altura del arte.

Por el contrario, un ejemplo de uso de lo que llamaríamos palabras muertas es la deificación de las notas informativas de las agencias. La nota viene pensada y escrita por los redactores de la agencia y los locutores la repiten con toda su fealdad e inexactitud, sin poner en tela de juicio su redacción, su forma, ya no digamos sus contenidos. Ocurre que aunque el locutor desconozca un término, lo repite hasta hacerlo valer en todos sus radioyentes con el valor que el redactor le ha dado.

Oigo horrorizado que al fenómeno que ocurre cuando ya los automóviles no pueden circular porque se estorban unos a otros, se le llama asentamiento vehicular, y cosas por el estilo. Sin hablar de los vicios en la lectura de notas, sobre todo informativas, aunque de este mal no están exentos los dispersadores de retórica política: el volver sobreesdrújulas palabras que no lo son (la cápacitación, el réconocimiento, el ámaneramiento y la etcéterización del caso), el énfasis ajeno al valor de los contenidos lingüísticos que se pone en, por ejemplo, el alargamiento innecesario de las vocales al final de la frase (el Procurador de Justicia ya hizo declaracioneeeeees; Luis Miguel fue visto con Salma Hayeeeeeeek; volvemos en unos minutoooooooos), o el ultrapurismo de pronunciar la /b/ labial diferenciada de la labiodental, como si un supuesto deber ser anacrónico fuera más importante que el legítimo ser del uso colectivo de las letras: el falsamente elegante modo de pronunciar la /r/ final de los infinitivos de los verbos convirtiéndola en una especie de /sh/ (tomash, llevash, comprash, locutish), o el recurso, más musical que discursivo, de subir uno o dos tonos en la penúltima sílaba de la oración, antes del punto, y otros vicios y amaneramientos que vacían de sentido a las palabras al quitarles todo contenido emocional y aun racional, de quien las usa en aras de una supuesta pureza conceptual.

Ya se entiende: el propósito aparente es neutralizar, despersonalizar los dichos para, en teoría, volverlos universales, aunque el resultado, más bien, sea el contrario: identificar al locutor por sus vicios estilísticos y quedarse en ayunas del alimento verbal, ya no digamos de su disfrute.

De la misma manera en que se elabora un cuento o un poema, una página escrita, atendiendo cuidadosamente a las reglas de la gramática y buscando que impere la belleza, entendiéndose por esto lo que cada creador suponga y admita que es bello, se puede elaborar una pieza radiofónica cuyo fin no sea comunicar algo sino sólo hacer esa pieza auditiva que comienza y termina en un espacio determinado de tiempo y en los límites marcados por la frecuencia radial que ocupa en el dial, y cuya principal característica sea precisamente eso: el ser una pieza terminada en sí misma, con sus leyes internas, su cuerpo legal implícito, como ocurre en cualquier texto literario o en cualquier composición musical, y no un medio para informar algo, para comunicar algo. O no exclusivamente como un medio para informar o comunicar, sino con otros propósitos. Diría que el discurso dotado de una naturaleza, o más bien, de una segunda naturaleza, una vida propia agregada.

Ciertamente, cuando se habla es para decir algo, pero a veces se habla sólo para hablar, aunque se diga algo; a veces, a pesar de lo que se tiene que decir, los contenidos verbales no siempre son lo más importante del habla; muchas veces al hablar queremos decir otra cosa distinta de lo que las palabras escogidas parecen enunciar, tal el lenguaje de los enamorados, por ejemplo, o el de la ira, o tal como entendemos el lenguaje de la poesía.

Me refiero a un lenguaje vivo, que está latiendo en el momento de ser utilizado, que está conduciendo fluidos afectivos, impulsos espirituales, evocaciones sensoriales; así como entendemos que el lenguaje de un texto literario es un lenguaje vivo, que se modifica cada vez que es leído, que actúa sobre los lectores, que mantiene relaciones personalizadas con cada uno de los sujetos que se acercan y en no pocas ocasiones, como es el caso de los grandes poemas o de los grandes textos literarios, es distinto aun para el mismo sujeto cada vez que este lo utiliza.

No otra cosa ocurre con el lenguaje vivo cuando se habla, y en este caso particular cuando se habla por radio: que una emisión radiofónica hablada no sea necesariamente un mensaje o un conjunto de mensajes u orientaciones sino otra cosa, un hecho creativo que modifique a quienes lo escuchan, independientemente de la materia que trate. Que modifique, asombre, entusiasme, galvanice, aterre, enternezca, seduzca, atempere, desconcierte, embelese, asuste, cure, renueve a quien lo escuche.

Pensemos en la oratoria como género creativo, en las leyes y los propósitos que animan a Luciano de Samosata para hablar de las características de los selenitas o de los conflictos que los dioses padecen ante la constatación de que los humanos han dejado de cumplir con sus obligaciones rituales: él no está informando de nada, no porque no haya datos en su locución sino porque lo que importa de ella no son los datos, su pieza oratoria tiene como primer objeto el ser emitida por él, seguramente con ricos matices y modulaciones, y ser escuchada por otros.

Para que otros lo escuchen debe, antes que nada, ser convincente, debe tener una propuesta que su auditorio esté dispuesto a escuchar, a creer, aun a sabiendas de que no es comprobable. Por supuesto que no es comprobable la fisonomía de los habitantes de la luna ni se podrá comprobar que los dioses del Olimpo, tan dados a debilidades humanas, tengan amargas quejas en contra del menosprecio de que son víctimas por parte de los humanos.

No se puede comprobar, pero si está bien dicho, bien tejido el discurso, y más todavía, si es bello, todo mundo estará dispuesto a creerlo, a creerlo con esa parte de la credibilidad que tenemos reservada para lo que sabemos de antemano que no es posible que exista y que sin embargo comienza a existir a partir de que alguien es capaz de hacernos creer que bien podría existir en el inacabable mundo de lo imaginario. ¿No pertenecen también a este mundo muchas de las noticias de política mundial que escuchamos por la radio y, más todavía, por la televisión? ¿No pertenecen a lo puramente imaginario los más de los discursos de los gobernantes? Sin embargo, su pretensión de verdad pura, de verdad ajena a la fantasía, los desnaturaliza y pervierte.

¿Valdrá la pena recordar, como ejemplos de palabra viva, la proverbial emisión de radio fantástica de Orson Wells acerca de la invasión de marcianos que conmovió en carne y hueso a quienes lo escucharon en tal grado que se echaron a las calles aterrados, o la insólita crónica que el Mago Septién hizo de un partido de beisbol inexistente?

Que se aplicara el uso del lenguaje pasado por la creatividad de quien lo emplea incluso para las materias más comunes y frecuentes del radio: los noticiarios, los programas deportivos, las informaciones del clima o de la contaminación ambiental, y hasta los reportajes del tráfico de vehículos y sus percances.

Podría emplearse, en lugar del lenguaje habitual lleno de lugares comunes, de imprecisiones y muletillas, un lenguaje vivo comprometido con la individualidad de los expositores de los radioyentes, un lenguaje que al exponer los movimientos espirituales de quien lo emite se haga atender como una conversación cercana, como una confesión, como algo personal ante quien lo oye. Su contrario sería, como lenguaje muerto, aquel fosilizado, rígido, que se utiliza para transmitir algo que no le importa a quien lo dice y que, además, carece de la pretensión de la belleza.

El lápiz y el papel son un medio, pero la humanidad estaría perdida si estos elementos, y sus sucedáneos, sólo hubieran sido usados a lo largo de la historia como eso, como medio y no como fin. Con el fin de escribir Don Quijote se escribió Don Quijote, con el de escribir Cien años de soledad se escribió Cien años de soledad y en ninguno de los dos casos se podía pensar que tales libros se escribieron para comunicar a los demás la necesidad de la cordura, la fatalidad a la que estamos sujetos los humanos, o cualquier otra barrabasada por el estilo.

Quizás lo que más éxito tiene actualmente en la radio son los programas informativos, los noticiarios. Cada estación quiere tener profesionales del ramo que den dos o tres veces al día los pormenores de los acontecimientos políticos, sociales, deportivos y de espectáculos más relevantes del país y del mundo. Materia difícil de impartir, ya lo intuimos.

Asunto que presupone que lo más importante es esto y no aquello, que para la mayoría (si es que se le pregunta, pero más seguramente para el total de radioyentes como una masa indiscriminado de receptores) lo importante es lo que han hecho o dicho el presidente de la república y los miembros de su gabinete; últimamente, los grandes casos de corrupción, tráfico de drogas y crímenes políticos: de esto se sigue lo que hacen o dicen quienes manejan grandes fortunas y definen por ello aspectos importantes de las relaciones de los miembros de la sociedad.

Lo que sigue en importancia, aunque a veces antecede a los asuntos económicos, es el mundo del deporte, con la característica de que lo que se resalta principalmente del deporte es el lugar que ocupan los jugadores en la escala comercial de cada una de las ramas, correspondiente con su importancia comercial y, por ende, de las bolsas para los ganadores, del valor de los contratos, de las ganancias para los triunfadores.

Cosas por el estilo que inducen a pensar en el deporte como una manera de triunfar en la vida mercantil de esas profesiones, antes que en la realización humana que suponga el emprender una acción gratuita de forma colectiva o el placer personal que puede proporcionar el ejercicio de un juego o un deporte, de una actividad al aire libre para hacer ejercicio, distraer la mente y divertirse, cosas éstas que no son importantes para el lenguaje de los intereses pecuniarios que representan generalmente las emisoras de radio, junto con todo el entramado de sus anunciantes y las agencias publicitarias que enlazan los intereses de productores, prestadores de servicios y consumidores.

Diría que con una cierta falta de compromiso vital suelen ser transmitidos por los profesionales de la información. Falta de compromiso vital en él sentido de que a cualquier propósito ético, lúdico, altruístico o moral se antepone el interés de la eficacia comercial. Por supuesto que hay excepciones y que en toda generalización teórica se prevé que a quien no le venga el saco, por favor, no se lo ponga.

Así pues, la reocupación del espacio radiofónico por parte de la palabra, de que antes hablábamos, no garantiza que la palabra esté viva, es decir, que palpite en cada programa con la inquietud de quienes la escuchan, que surta de vitalidad a sus destinatarios y los provea de una nueva riqueza (y belleza) para apropiarse del mundo que los rodea.

Acudamos al triple valor que da Alfonso Reyes al lenguaje:

1. De sintaxis en la construcción, y de sentido en los vocablos: gramática.

2. De ritmo en las frases y periodos, y de sonido en las sílabas: fonética.

3. De emoción, de humedad espiritual que la lógica no logra absorber: estilística.

Y aunque Reyes señala estos valores como propios de la literatura, no hay en su enunciado nada que impida hacerlo propio del uso verbal del lenguaje: hablar con una construcción sólida que abarque la convención más generalizada del idioma para hacerlo accesible a todos sus hablantes, respetar y enriquecer la fonética de la lengua valorando los contenidos emocionales y sensoriales de las distintas entonaciones regionales del idioma; y, por último, aplicar la pasión propia del que habla, su humedad espiritual, para hacer partícipes a quienes escuchan de las emociones y cadencias anímicas del radioemisor. No necesariamente todos los radiooyentes entenderán lo mismo, de igual manera que ocurre en la literatura, pero todos tendrán alguna forma de acercamiento con el programa.

Un romance o un corrido tienen la posibilidad —tal es el estímulo de su creación— de informar a quienes los oyen de ciertos acontecimientos que pueden ser de interés general, como noticias o sucedidos —lo que le pasó al rey don Rodrigo, lo que hizo don Julián con La Cava, lo que le sucedió a Rosita Alvírez por no querer bailar con Hipólito o a Simón Blanco por confiar en los amigos y compadres—, pero son, antes que nada, romances y corridos que se atienen a su forma artística, que propone, primero que otra cosa, entretenimiento y disfrute; y que pueden, por esto, volver a ser escuchados muchas veces, ser aprendidos de memoria repetidos en fiestas paseos, desprovistos de su información que con la repetición pierde vigencia, convertidos en mera riqueza musical o poética.

A nadie se le ocurriría ahora la peregrina idea de aprenderse un noticiario de memoria y recitarlo en el próximo día de campo en torno a la fogata, pero sí es muy posible que alguien, en semejante circunstancia, repita escenas completas del programa humorístico La tremenda corte.

La épica de los pueblos antiguos tenía entre sus propósitos el de conservar y transmitir una cierta dosis de información relativa a los orígenes y fundamentos de un modo de ser colectivo, pero no por eso descuidaba el primordial de ser armónico, enriquecedor del lenguaje, amplificador de los puntos de vista subjetivos de sus destinatarios y ejercitador prominente del músculo de la memoria. Me remito a la lectura de un párrafo de Alfonso Reyes al respecto: «Los dos discípulos de Valmiki recitaban de coro los cuarenta mil versos del Ramayana.

Los niños de la Grecia clásica aprendían, en el gimnasio, los poemas de Homero. El rawia o rapsoda árabe Hammad recitó ante Al-Walid, sin un tropiezo, hasta mil novecientas casidas del tiempo del paganismo anteislámico. ltelio, nuevo rico de la antigua Roma, incapaz de entretener a sus huéspedes con su propia conversación, tenía doscientos esclavos memoristas para amenizar sus banquetes. Cada uno se sabía un libro entero. ltelio los iba turnando, según la ocasión y la conveniencia. Cierto día, de sobremesa, se ofreció esclarecer algún pasaje de la Ilíada. «A las pruebas me remito», dijo Itelio, e hizo una seña a su mayordomo. «Señor —contestó éste, abrumado—, es imposible: la Ilíada no puede presentarse, porque está con dolor de estómago».

Por supuesto que un lenguaje compuesto de palabras vivas, al modo de esta propuesta, tiene que ser necesariamente libre, no puede estar atenido a convenciones impuestas desde fuera, ni de conveniencia, ni de moralidades mal entendidas ni, mucho menos, de intereses políticos o financieros. Digamos que el lenguaje completo, en su estado más pleno, debe estar al servicio de la creación, como lo está en la literatura.

En el entendido, por supuesto, de que la radio tiene, además de la palabra, muchos otros recursos auditivos que conforman el lenguaje total de que se vale que estos otros recursos deben tener la misma libertad que las palabras. Una libertad cuyos únicos límites sean los del género: el espacio radiofónico, el uso de los sonidos, la voz entre ellos como recurso preponderante, el talento y la imaginación del creador y, sumamente importante, el destinatario. A quiénes va dirigida la emisión.

No me estoy refiriendo a las clasificaciones de audiencia por razón de edad, clase o posición social, nivel educativo, u otras que hacen las compañías de publicidad, sino al fenómeno de direccionalidad que un creador de lenguaje, un poeta, por ejemplo, imprime a sus creaciones. Un poeta nunca se antepone la imagen de su lector por consideraciones como las enumeradas anteriormente sino que supone en cualquier lector potencial (o aun en quien sin leerlo pueda escuchar el poema) una capacidad emotiva suficiente para que la obra desate los vínculos comunes a los hablantes de una lengua que permitan reproducir la experiencia estética que el poema pretende.

Hay ciertas producciones que se valen, por ejemplo, de efectos electrónicos para distorsionar la voz y demás sonidos con objeto de crear ambientes imaginativos e inéditos, y que bien podrían pertenecer a la categoría de los romances y corridos, es decir: que una vez que cumplen la encomienda de informar siguen conservando el atractivo de la forma que permite volver a disfrutarlas como cosa de entretenimiento, podríamos decir que otro tanto ocurre de vez en cuándo con anuncios comerciales, tan bien logrados que trascienden su mensaje y hacen que su forma se conserve como forma de entretenimiento sin hablar de algunos géneros radiofónicos, por desgracia casi todos en desuso, como la radionovela o los programas unitarios de imaginación, de humor, de aventuras, de dramas de la vida común que no necesariamente tienen que ser vacíos de contenidos informativos, o de cualquier otra índole, pero que requieren, por fuerza, de un nuevo trabajo de creación de un esfuerzo financiero por parte de las empresas radiofónicas.

No podemos pensar, en las condiciones actuales, en equivalentes de un Octavio Paz, de un Carlos Prieto, de un Vicente Rojo, de un Arturo Ripstein o de cualquier gran exponente de las bellas artes en el espacio radiofónico. Se necesita que haya la voluntad de usar el medio de otra manera para que el ejercicio produzca sus propios maestros y sus figuras relevantes. Creadores que puedan vivir de su trabajo y utilizar la radio como una herramienta de invención artística. Vivir de su trabajo y poder desarrollar la legítima aspiración a la admiración y el reconocimiento público nacional e internacional por su obra.

Hay miles de emisoras de radio que trasmiten en idioma español, para más de 345 millones de hablantes de esta lengua, ¿por qué pensar que sólo la inmediatez de las noticias puede ser importante para este inmenso conglomerado?, ¿por qué no proponer una participación colectiva, ahora que estamos reunidos en este Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, dedicado precisamente a la lengua y los medios de comunicación, en una especie de fondo de fomento de la radio creativa, de la radio de arte? Y no me estoy refiriendo a emisiones informativas de radio cultural, al modo extendido en que se entiende el término cultural: como lo relativo a las bellas artes y otros productos y acontecimientos que las rodean, sino a lo que he intentado exponer aquí como una radio de palabras vivas. Insisto: no hablo de programas que informen sobre el quehacer cultural, favor de no irse por el camino cucho; hablo de programas de radio creativa.

Sabemos todos que esos más de 344 millones de hispanohablantes padecen una de las peores lacras de la humanidad: la de pertenecer al tercer mundo, con su secuela de injusticias brutales en la repartición de la riqueza, de toda forma de riqueza, incluyendo la de la lengua. Tenemos el idioma común, sin embargo, que puede ser detonador de intenciones compartidas de propósitos colectivos para buscar formas más limpias de relación entre los pueblos; formas más vigorosas de defensa del bien común. Quienes se dedican a la reflexión del idioma y su importancia como medio liberador y constructivo habrán hablado y hablarán de ello a lo largo de este congreso.

Lo que me propongo es poner de nuevo el dedo en la llaga, también liberadora, de la fantasía; mi intención de ninguna manera es intentar revivir los géneros que han cumplido su ciclo y se han vuelto obsoletos: hablo de ellos como ejemplo y encamino mi pensamiento a creaciones radiofónicas nuevas que interesen a los radioyentes. No sé cuáles puedan ser pero se me ocurre que antes de que se creara el género de las seriales noveladas en radio tampoco se sabía cómo habían de ser ni si gustarían o no, por más que tuvieran su garantía relativa de aceptación en provenir del folletín o la novela por entregas en el caso de las radionovelas.

Digamos que el concepto de novela que va de Balzac a Cortázar ha cambiado lo suficiente como para hacer una gramática distinta de cada una de ellas. A eso me refiero. La radionovela convencional está pasada de moda; su lenguaje, y las cargas emotivas y conceptuales que conlleva han dejado de ser motivadoras de entusiasmos colectivos; una nueva expresión del género podría estimular un best seller radiofónico, y, mejor todavía, una obra maestra de la radio. En el mismo caso se podría hablar de los programas unitarios de creación: los de humor, los de crítica, los de deportes, los de paisaje, estampas, costumbres: lo que sea. Programas en los que la palabra, los efectos auditivos y sus formas creativas fueran el objeto radiofónico, el fin en sí mismo de una emisión, de un uso del espacio electrónico.

Con frecuencia se abren discusiones en torno al empleo en los medios de comunicación de ciertas palabras. Se discute su correcta o incorrecta utilización y voces más estudiosas que otras alegan, con los pelos de la mula parda entre las manos, la pertinencia de sus aseveraciones sustentadas en el respeto a los asentamientos académicos respecto al sentido de tal o cual locución. Esta higiene verbal, buena de por sí, ayuda a mantener a raya a los ignaros y devastadores de la comunicación, pero no necesariamente ayuda a prestar vitalidad al lenguaje; más bien, su tendencia generalizada es regresar al sentido primordial, estable de las palabras y a su asepsia y decoro.

Muchas veces estas discusiones tienen, cuando más, el evangélico sentido de «dejar que los muertos entierren a sus muertos». La vitalidad del lenguaje está en otra parte. El lenguaje, en la creación artística, requiere de puertas abiertas, de aire renovador, de eso precisamente: libertad creativa.

La palabra no como un mero vehículo sino como la razón de ser de cada programa hablado. Y en tal caso estaríamos ante un ejemplo de lo que he llamado lenguaje vivo. Palabras vivas, palabra muertas: la radio creativa.