Sergio Ramírez Mercado

La palabra para siempreSergio Ramírez Mercado
Escritor (Nicaragua)

Al acercarse la vuelta del milenio afrontamos un fenómeno de transformación cultural de vastas proporciones, quizás sólo comparable al que se produjo con la invención de la imprenta en 1445.

Aquella fue una revolución múltiple: para el conocimiento humano y para las comunicaciones, en primer lugar. Las puertas de la cultura de lo que hoy llamamos mass media quedaron abiertas desde entonces, y fue posible que en el siglo xv los libros de caballería pasaran a ser best-sellers de gran tiraje y popularidad, y que los pajes leyeran las novelas en las antesalas de los caballeros, como recuerda Cervantes en la segunda parte del Quijote.

Solamente que ahora, más de cinco siglos después, la revolución gira alrededor de la imagen y no de la palabra. Esta sustitución, este desplazamiento de eje, tiene consecuencias formidables. Tiene que ver con las artes. Tiene que ver con la literatura, con la palabra impresa. Y con la percepción del mundo.

Hacia 1934 Paul Valéry (Pièces sur l'art) encontró una frase memorable: «la industria de lo bello», para designar al conjunto de técnicas de reproducción de objetos de arte —incluyendo los libros—, y advertía, de una manera que Walter Benjamin llama profética, que «es preciso contar con que novedades tan grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva, llegando a modificar de una manera maravillosa la noción misma del arte».

La letra impresa ha sido hasta hoy la sustancia de la escritura y la post-modernidad significa un conflicto con la letra impresa, en primer lugar. La industria electrónica multimedia de comunicación tiende a desarrollarse de manera cada vez más acelerada, y a crear un universo paralelo, donde el texto tendrá cada vez un papel menos preponderante. La cibernética asume ya en las pantallas de los monitores lo que fueron los oficios tradicionales de la letra impresa: transmisión de conocimientos, información y recreación. Y asume esos oficios a través de la imagen.

El tema de la desaparición de los libros lleva muchas veces a interminables discusiones, porque toda propuesta hipotética recibe siempre una multiplicidad de respuestas hipotéticas. Yo lo que quiero es anotar algunos asuntos que de cara al futuro inmediato, y previsible, no son hipotéticos.

La postmodernidad me parece ligada a la cibernética, más que a ningún otro concepto. Como en los viejos tiempos de Pitágoras, la esencia del universo, y por tanto del conocimiento, ha vuelto a ser el número, y no la letra. Es el número el que aparece otra vez como principio y esencia de las cosas, rigiendo la armonía del mundo. Y es el número el que crea las imágenes. Desde el número, un simple par de números binarios, es que la cibernética parte hacia la elaboración de todos sus infinitos códigos que se transforman en palabras, pero cada vez más en imágenes, sustitutos de la palabra.

El viaje hacia el futuro lejano se ha iniciado ya por medios de imágenes que se abren para dar paso a otras imágenes en planos de profundidad infinita y que cada vez necesitan menos de las palabras. Es el lenguaje de los números, los números que hablan por medio de las imágenes. Se trata de una presencia invisible e inmaterial. Una corte de laboriosas deidades ocultas que reinan desde la oscuridad de sus celdas, los pequeños chips que todo lo mueven y dominan y que un día serán biológicos, sustituidos por bacterias que almacenarán los lenguajes binarios.

Pero, mientras tanto, quisiera detenerme en lo que podríamos llamar la tradición de sustancia de la palabra, algo que está ahora en juego. La piedra, la corteza, el cuero, el papel, han sido a través de las eras, desde la invención de la escritura, objetos palpables donde las palabras han existido, grabadas, dibujadas, o impresas para pasar a ser parte del mundo material.

Cincel, buril, estilete, pincel, pluma de ganso, lápiz de grafito, estilográfica, teclas, han estado en los dedos o bajo los dedos como instrumentos de producir palabras indelebles, materiales. El dedo. Es un dedo el que escribe las misteriosas palabras Menel tequel fares en la pared de la sala de banquetes del palacio de Nabucodonosor. Pero advirtamos que era ya un dedo invisible, aunque escribió palabras indelebles que no podían desaparecer como la vaga imagen de un deseo al apagar el sistema del computador.

La palabra, para tener poder, dependió siempre de los instrumentos mecánicos de reproducción. A través de todos los siglos, hasta la aparición del cine, la imagen nunca tuvo ese poder independiente, ni siquiera con la invención de la fotografía. La imagen impresa fue desde el principio una modesta compañía en los libros, con los libros, en las guardas y letras capitulares, en las xilografías y los grabados, y sólo logró cobrar su propia importancia entrado el siglo xix con las revistas ilustradas; pero siempre de mano de la letra. Los tipos móviles, lingotes, planchas, objetos que siempre representaron un peso específico, que tuvieron un espacio y una dimensión material —madera, plomo, estaño, zinc— fueron primordialmente instrumentos de reproducción de la palabra.

No existe nadie del oficio de la lectura que no se haya fascinado alguna vez con el olor de las tintas. Hay una nostalgia del olor de las tintas, una sensualidad del olor del papel imprimiéndose, una seducción en tocar los libros nuevos. Oler los libros, voltearlos, pasar la mano por sus lomos, entrar por primera vez en sus páginas. Cuando los libros se vendían sin refilar, la tarea mecánica de abrir los cuadernos las ejecutaba uno mismo como lector, con un estilete. En algún sentido, uno mismo creaba la página.

En mis años de estudiante de abogacía en la Universidad de León publicaba una revista experimental de literatura, Ventana. La imprenta donde se imprimía la revista tenía aún mucho de esos talleres tipográficos de las novelas de Balzac. Los tipógrafos trabajaban en el bochorno del mediodía, los torsos desnudos, componiendo a mano, con tipos móviles que sacaban de los cubiletes a asombrosa velocidad para formar las líneas al revés, mientras al mismo tiempo leían el texto colocado en un atril. Una crónica antigua.

El jefe del taller me entregaba las galeradas húmedas, recién pasadas por el rodillo entintado, las letras de la columna al realce bajo la presión manual, y yo corregía ahí mismo, de pie, mientras la prensa de pedal trabajaba con ruidos de descalabro imprimiendo pálidas etiquetas de aguas gaseosas, fórmulas de pagarés orladas, y programas de circo los clichés de aluminio con las fotografías de los artistas de la variedad montados en tacos de madera. Todo se podía tocar. No hay ninguna novedad en decir que los talleres tipográficos han ido desapareciendo. Cualquier aprendiz de escritor puede diseñar y formatear su revista con un programa software, el Pagemaker, por ejemplo, e imprimirla él mismo, si quiere, aún en colores. Pero hasta eso podría ahorrarse, si acude a la Internet.

No quiero, con mi nostalgia, despertar ninguna sospecha acerca de mi posición frente al progreso. No hay duda que la civilización tiende siempre a la economía de medios, y del esfuerzo. Como nunca, la tecnología está suprimiendo hoy instrumentos mecánicos, aunque preserve por el momento el de la digitación. Y quiero volver a la palabra material, a la escritura real.

La tendencia es producir la escritura a través de los números, en la pantalla, y leer la escritura propia y la de otros, también en la pantalla. Cada vez se necesita menos del papel, lo cual parecería ser una bendición para el futuro de la naturaleza: sólo la edición dominical de The New York Times consume unas doscientas hectáreas de bosques, y en ese sentido resulta más económico leer los periódicos a través de las redes electrónicas. El magno diccionario de la Real Academia Española se ha convertido ya en un disquete de cederrón, casi sin peso, igual que ocurre con las voluminosas enciclopedias, con lo que pronto las bibliotecas necesitarán mucho menos estantes.

Esta es hoy una competencia paralela, pero debe advertirse que se trata de una tendencia de sustitución que puede ser irreversible. Porque la pantalla es más rápida, más práctica, y sobre todo, más barata en su uso que los periódicos y que los libros; y porque la actividad de leer está ligada como nunca a la actividad de hacer; una coincidencia que nunca antes se había dado, conocimiento y utilidad en el mismo acto. La utilidad de responder, modificar, ordenar, obtener, conceder, comunicarse, en el acto mismo de la escritura y de la lectura. La palabra impresa nunca tuvo ese poder que ahora tiene la palabra electrónica. Y ese poder está siendo transferido a la imagen, al icono, como decimos ya en esta nueva Edad Media.

Valéry, en el texto antes citado de 1934, dice también: «Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos, y por medio de una manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi un signo, y que del mismo modo nos abandonan». Está hablando apenas del cine y del fonógrafo, invenciones de la prehistoria, antes de la televisión, y mucho antes de la era de las computadoras que integran la imagen, el sonido, la lectura, la música, las películas, los juegos, el correo, las informaciones, junto con las operaciones de finanzas domésticas y las compras del supermercado. El «todo a domicilio».

Imágenes y sonido que acuden a un pequeño toque, casi un signo, y así también nos abandonan: como ocurre ahora con la palabra. La palabra impresa ha tenido hasta ahora sus asideros en el hecho de existir como parte del mundo material, en ser un producto tangible. Su transformación en palabra electrónica le ha quitado esos asideros: existe mientras se ve. Es una ilusión efímera. No puede tocarse, sólo verse. Ya perdió su primer atributo, que es el de ser palpable.

Al apagarse, el ordenador abandona su sustancia —o su apariencia de sustancia— y regresa al número. Regresa a la oscuridad, a la nada. Por primera vez la palabra asume un riesgo metafísico que es el de no existir, y reaparecer bajo riesgo, sólo como efecto de una manipulación. En esta fragilidad, en esta precariedad, se refleja su pérdida de poder. En esta debilidad es que se incuba su creciente sustitución por la imagen. Los reinos debilitados son los que se pierden más fácilmente.

El sistema multimedia parte de la imagen, no de la palabra. El icono es cada vez más la llave del universo electrónico, no la palabra. En las primeras décadas del siglo xxi se habrá establecido ya una generación de computadoras personales que prescindirá de la digitación. Uno podrá hablarle a la pantalla para que figure, en imágenes, sobre todo, sus representaciones. Vamos a leer imágenes dictadas por la voz. ¿Se trata de un avance, o de un retroceso? La palabra oral fue primero que la palabra escrita.

La palabra escrita fue un formidable avance de la humanidad, la organización de una nueva forma de armonía del universo. No en balde el personaje que introduce en Occidente el alfabeto fenicio, para acabar para siempre, ¿para siempre?, con la transmisión oral del conocimiento, fue Cadmo, que recibió por esposa a Harmonía.

La post-modernidad es antes que nada un cambio de calidad en la vida diaria referido a las comunicaciones. La idea de aldea global de McLuhan encarna un mundo que se acerca, que se comprime. Un pequeño globo terráqueo en la mano. La palabra oral, la que se dicta, que vivirá su precariedad mientras no sea sustituida para siempre en imagen, con la imagen, tiene aún otra debilidad de fondo que le hace más difícil defenderse: la extensión social del don de la lectura. En las colonias británicas del nuevo mundo, en Nueva Inglaterra, el alfabetismo se creó por razones religiosas, pero muy efectivas.

Se aprendía a leer forzadamente La Biblia del rey Jaime entre cuáqueros y luteranos porque no se podía de otro modo conocer la palabra de Dios. El conocimiento, y el dominio de la técnica, entraron por esa vía disciplinaria. En las colonias españolas, por el contrario, no leyendo fue como se transmitía la palabra sagrada; la calidad del endoctrinamiento fue oral, fue el rito, fue la consagración de la obediencia a ciegas, la fe analfabeta en la doctrina.

De este parteaguas original entre lectura y no lectura se desprenden múltiples consecuencias; la primera de ellas que entre nosotros, el debilitamiento de la necesidad de lectura de la palabra impresa, ante el imperio de la cultura electrónica, va a afectar necesariamente al sistema escolar, ya de por sí débil, para dirigirse más hacia la participación en sistemas de aprendizaje, prêt-à-porter, más aislados unos de otros. La antigua división entre tarea manual y tarea intelectual, además, está siendo abolida, como señala Jacques Derrida en Espectros de Marx. Existe hoy el pequeño conocimiento científico —el del operador de sistemas, por ejemplo— y la manipulación de ese conocimiento en la base de la organización del trabajo.

Pero aún más allá, el desconocimiento de la palabra escrita como base del lenguaje activo, dejándola nada más en su relieve oral, trae consigo el riesgo de convertir la escritura en una tarea secundaria, trayendo descalabro a un sistema educativo que de antemano no muestra, en muchos de nuestros países de habla española, coherencia en sus propósitos, ni dispone de los recursos materiales para encarnar su papel transformador.

La escritura como tarea no prescindible del todo, pero secundaria. Y secundaria también para las grandes masas de analfabetos, y su posibilidad de acceder al mundo del conocimiento. Un analfabetismo virtual, un analfabetismo real. Aún en las sociedades desarrolladas como los Estados Unidos, donde se aprendió a leer en un tiempo por deber religioso, la nueva práctica de la palabra oral, ya no digamos la sustitución total de la imagen por la palabra, hará que crezca el asombroso número de analfabetos ya existentes.

¿Es un asunto sólo metafísico, el hecho de que la palabra, aun antes de pasar a ser sólo oral, deje desde ahora de ser material? La computadora pregunta si hemos terminado. Sí, hemos terminado. ¿Quiere salir del sistema? Sí, queremos salir. Buenas noches, entonces. Se apaga la computadora, todo vuelve a la nada.

Y un anochecer de cualquier día en el siglo venidero, en cualquier ciudad, al apagarse en todas las oficinas, escuelas, universidades, academias, bibliotecas, archivos, las computadoras, porque ha llegado la hora del reposo diario, y las de uso doméstico porque ha terminado la jornada en cada casa, la palabra habrá cesado por completo. Habrá vuelto a la nada. Será un mundo sin palabras, una especie de analfabetismo total en un mundo sin libros, o de libros olvidados, como los viejos discos long-play de 78 revoluciones que ya nadie toca. Sabremos lo que recordamos, lo que memorizamos, hasta el día siguiente, cuando los sistemas vuelvan a activarse.

Pero estamos hablando de un día del siglo xxi cuando todavía la palabra electrónica es el código en uso para la comunicación. Es un día próximo, no tan lejano. Todavía la palabra disputa ese terreno de hegemonía con la imagen. Ese siglo xxi que es ya, que está ya a la vuelta. Estamos familiarizados con la idea del nuevo milenio y con todas sus representaciones de futuro, sus iconos más característicos: la globalización de la economía y de las comunicaciones, los high ways informáticos. Ya habíamos dicho que se trata antes que nada de nuevas calidades de vida.

Podemos imaginar, por lo tanto, el siglo que viene; de alguna manera estamos ya en él. Aún podríamos, con algo de imaginación, tratar de representarnos los finales de ese nuevo siglo. Pero sería mucho más difícil, si no con la fantasía, que es una degradación de la imaginación, imaginar el cuarto milenio.

Mientras tanto, en la tarea de imaginar el futuro previsible, que es el más próximo, podemos auxiliarnos, como método, de una apreciación de los instrumentos tecnológicos actuales en su papel de piezas de museo. Es decir, la calidad rudimentaria con que serán vistos en el futuro. Ese casco de motociclista que se usa hoy para los ensayos de proyección de escenarios de realidad virtual en la propia cabeza, por ejemplo, será tenido mañana como un objeto de una tecnología primitiva, un balbuceo, cuando las imágenes de realidad virtual se proyecten a nuestro lado, en nuestro entorno, con calidades tridimensionales.

Sólo pensemos en la maravilla de la llave niquelada de telégrafo con su antiguo martilleo, que fue capaz de llevar palabras a la larga distancia en una clave ya olvidada. O en los teléfonos de magneto con su manivela. O en el cable submarino. O en los viejos proyectores de cine con su tembloroso haz de luz.

Los objetos tecnológicos pasan a ser cada vez más vertiginosamente objetos arqueológicos. En ninguna otra época de la humanidad una sola generación ha visto desfilar frente a sus ojos, naciendo y envejeciendo, tantos instrumentos de civilización. La mía, por ejemplo, la del medio siglo, en países que se transportaban con asombro de lo rural a lo moderno. Mi generación pasó del telegrama en clave morse, al teléfono de manivela, al teléfono de disco, al teléfono digital, al telefax, al Internet, al sistema multimedia integrado en el computador.

Decía esto porque nuestra propia idea del progreso es precaria. Orlando, el personaje de la novela de Virginia Woolf, que saltaba a través de todas las edades, encontraba en el ferrocarril a mitad del siglo xix la idea de avanzada del progreso. Una idea efímera. La computadora en que ahora escribo envejece muy rápido; ya no hay objetos tecnológicos que representen a una generación de seres humanos, que encarnen el paso de una generación a otra. Los barcos y los trenes de pasajeros fueron sustituidos en menos de un siglo, pero perduraron lo suficiente como para entrar en los grandes escenarios de la literatura, desde Henry James a Katherine Anne Porter, de Flaubert a Julio Cortázar.

Los libros impresos remontaron ya los cinco siglos. ¿Podrán perdurar? ¿Vendrán a ser sustituidos por pantallas portátiles de cuarzo líquido, con las dimensiones de un libro en cuarto menor que uno pueda sostener con el amoroso peso que tiene un libro real, cambiando la página con un leve toque sobre el cristal?

Quizás muy pronto —si no es que está ya sucediendo— tendremos un cederrón para leer de manera interactiva Tom Sawyer o el Quijote, como ocurre ya con los diccionarios y las enciclopedias. Y la progresiva sustitución de la palabra electrónica por la imagen deberá llevar al libro de realidad virtual: el lector vidente entrará en el libro, en su acción, como personaje. Tendrá el poder de manipular el argumento, cambiarlo según su gusto, decidir sobre una variedad de finales. Eso ocurrirá pasado mañana.

Pero la realidad virtual no será nunca la literatura. La literatura se quedará en la escritura. El acto mágico de escribir, de transformar la imaginación en palabras, no tiene sustitutos mecánicos ni electrónicos. Ese acto de transferencia de la imaginación de una mente a otra, de la mente de quien escribe a la mente de quien lee, depende de la cifra única de la palabra. Sus variables son infinitas.

Hay tantas imágenes transferidas a través de la palabra, como lectores existen, una imagen diferente, propia, para cada lector, una imagen verbal construida por una mente y que puede ser descifrada por otra. Esa es la magia de la doble creación que sólo es posible a través de la doble imaginación, de un acto compartido de imaginación.«Esa verdad y esa belleza… vistas a través de las lentes infinitas de las individualidades», como dice Rubén Darío en su diálogo sobre el arte con Lady Perhaps en su novela inconclusa La isla de oro.

Ninguna imagen construida fuera de la palabra puede ser un sustituto eficaz, porque la imagen única impide el acto de imaginar que sólo la palabra concede. Allí, en esa infinita variedad de posibilidades, está el reino de la palabra, y su triunfo.

Como correspondencia, la necesidad siempre imperiosa de descifrar una imaginación en otra imaginación a través de la palabra, tendrá la virtud de preservar su calidad impresa. Allí entonces permanecerán, ojalá, los viejos libros con su aroma sin tiempo, para entrar cada vez en ellos con el asombro de la primera vez.