El pensamiento formal griego pretendía que el objeto de la filosofía era responder preguntas esenciales: ¿Cuál es el destino humano? ¿Es una ilusión la evidencia de los sentidos? ¿De dónde venimos? ¿Cómo se inició el universo?
A la vez, la cultura se ocupaba de los problemas más físicos y sensuales: comer, beber, amar, bailar, oír música, leer poesía y conversar formaban parte de los placeres que debían hacerse con calidad y jamás de manera excesiva. Pero la difusión cultural estaba limitada al alcance de la visión y la voz humana. Durante la Edad Media todo el saber humano estaba confinado en los monasterios y los clérigos pendolistas eran el único modo de diseminación.
En el cuadrivio medieval la única cultura legítima estaba integrada por nociones de música, aritmética, geometría y astronomía. Cuando la humanidad logró tener en su haber la imprenta de tipos móviles de Gutenberg ocurrieron, con una precipitación deslumbrante, avances como el abaratamiento del costo del papel, la proliferación de universidades, el grabado, la estereotipia, los periódicos de circulación masiva, el folletín por entregas, las revistas ilustradas. La difusión de la cultura se desarrolló en el siglo xix a una escala no conocida hasta entonces.
La apertura de la Ilustración trajo una revolución educacional, una radical liberación de fuerzas que repercutió en el enriquecimiento y expansión del género novelístico. Por añadidura, más tarde aparecieron el cine, la radio y la televisión.
En la medida en que se ampliaron las tecnologías asistimos a eso que Marshall McLuhan ha llamado la extensión del poder y la velocidad de nuestros sentidos. Ningún medio ha desplazado al que imperaba en el momento de su aparición. Ni el cine anuló el teatro, ni la televisión liquidó el cine, ni el vídeo ha suprimido a la televisión. Tampoco la comedia musical ha sido un sustituto de la ópera, ni la fotografía concluyó con la pintura, ni la radio acabó con los conferencistas o los conciertos en vivo, ni el periódico arrasó con las editoras de libros.
Cada enfrentamiento impuso una superación del género precedente que aceptó la contradicción y se sintetizó aceptando la validez de ambas. El propio McLuhan ha citado a Lamartine cuando profetizaba, en 1830, que el periódico era el fin de la cultura propagada por los libros. Lejos de ocurrir su presagio, la novela comenzó su período de acrecentamiento mayor. Lo cual también debiera ocurrir en nuestros días si los escritores supieran asumir la emulación en perspectiva adaptándose a los requerimientos de la época.
La literatura es una de las formas del conocimiento, de la misma manera que la ciencia o la filosofía un instrumento para penetrar en el hombre y su circunstancia, un auxiliar de la epistemología, sin dejar de ser, por ello, un arte. El novelista ha aspirado a ser, entre otras cosas, un testigo de su tiempo, un observador de la época, un presentador de la historia. Ese desempeño se está desvaneciendo. La novela del siglo xxi deberá afrontar el reto de los medios de difusión masiva mostrando lo que existe tras el espejo y olvidando los reflejos.
En nuestro siglo han surgido importantes transformaciones cualitativas: el arte de las vanguardias: el «Bauhaus», el suprematismo, el constructivismo, el «Dada», el surrealismo. Hemos visto la irrupción de la irracionalidad con Bretón, la transformación de la armonía tradicional con Stravinsky, la destrucción de la figuración con Picasso. A partir de las teorías freudianas el subconsciente adquirió mayor autoridad y desempeñó un papel hegemónico en la invención artística. Así lo empleó Joyce. El expresionismo utilizó el montaje para alcanzar una pluralidad de facetas, como hizo Dos Passos.
El poder evocador de la memoria fue en Proust el motor de la creatividad basada en experiencias. La antinovela negó la narratividad. El arte, vehículo para penetrar en el hombre y en su contexto, se ha multiplicado y difundido a una escala no vista antes en la historia. Al actual fenómeno se le ha dado en denominarlo: contracultura, o cultura de masas. Esa alteración, típica del siglo xx, implica el acceso de las grandes masas a la educación, la democratización de la destreza, la ilustración de las grandes mayorías.
Ahora nos hallamos en el umbral de un nuevo salto. La comunicación por satélites, la fibra óptica, las fotocopiadoras, las microfichas de sílice, la informática cibernética y el envío facsimilar telefónico, nos conducen a un esparcimiento ilimitado de la cultura y están produciendo una revolución de consecuencias incalculables. Esta conmoción científica conlleva, para un sector, el acceso a una egoísta blandura, a un ávido disfrute de los placeres del consumo.
También ha permitido que nos asomemos a una era donde la invención del hombre ha propiciado un arrebatado frenesí por el disfrute sensual de los objetos junto al desvanecimiento de todos los dioses. Las facilidades que nos entrega la tecnología inducen —ahora, más que nunca—, a un predominio de la factografía, del utilitarismo. Los libros que más se venden, por citar sólo un ejemplo, son los biográficos o aquellos que nos presentan hechos concretos destinados a ilustrar una teoría o demostrar una conclusión. Una ola de funcionalidad amenaza con barrer todo sueño superfluo, todo lirismo irresponsable.
Anticipándose medio siglo al fenómeno actual, T. S. Eliot afirmaba que la cultura es aquello que hace que la vida valga la pena de ser vivida. La cultura ha disminuido, en nuestro siglo la observación y la presentación de nuestro entorno, pasando de la inducción reflexiva a la difusión obsesiva, trasladándonos del razonamiento autónomo a la docilidad hacia fines específicos. Para Ortega y Gasset, la existencia humana no era más que una constante ocupación con un programa que debía cumplirse: vivir era cumplir un encargo y también abandonarse a sí mismo para hallar la autenticidad.
Es decir, era necesario hacer un esfuerzo por concentrarnos en nuestra condición humana. El desafío que enfrentamos es el de la «rehumanización» de este arsenal de instrumentos de que disponemos. Atravesamos el tiempo de las máquinas y la superioridad del hombre consiste en esclarecer su conciencia ante la responsabilidad que asume en la perpetua creación del mundo, en conocer su contribución específica al manejo competente del repertorio de herramientas a su disposición.
En un discurso en el Festival de Cannes, Michelangelo Antonioni dijo que el hombre actúa, ama, odia y sufre, impulsado por fuerzas y mitos morales que pertenecen a la época de Homero, lo cual es un absurdo en estos días, cuando estamos viajando al cosmos. Un absurdo, pero una realidad. Existe esta persistencia de las motivaciones y consecuencias del comportamiento humano, subsiste un común denominador de las pasiones y las aflicciones que uniforma a los seres por muy diversas que sean sus circunstancias sociales. Ello explica el éxito de los folletines en países dispares, en tiempos diferentes.
Toda Cultura con mayúscula comienza siendo cultura con minúscula. Una está firmemente arraigada en la otra. Shakespeare no era un intelectual importante en su tiempo, sino un cómico de la lengua que escribía para invertir en propiedades inmuebles en su pueblo natal. Balzac no poseía mayores preocupaciones creativas. Redactaba incesantes folletines para mantener el suntuoso nivel de vida que le complacía. Lope de Vega estaba dominado por la clara motivación de ganarse la vida con el esparcimiento de sus espectadores en los corrales del Siglo de Oro español. Idéntico fin perseguían Molière, Mozart y Rubens: la satisfacción de sus aficionados, ganarse el sustento cotidiano con un oficio que conocían bien.
El arte ha tenido siempre un carácter lúdico; ha constituido una celebración expansiva, ha sido un juego alegre que ha inducido, como elemento colateral, a un mejor conocimiento del ser humano y la coyuntura en que vive. Estamos en el tiempo de las máscaras. La vida moderna se basa en la exteriorización. No es posible poner en circulación un producto industrial, una canción, ni siquiera una idea, si no va acompañada de cierto despliegue ostentoso de supuestos atributos, si no usa una atractiva máscara. Todas las técnicas publicitarias, toda la comunicación persuasiva, se basa en este énfasis del empaquetado que puede conducir a imposturas. Usar una máscara implica una pérdida de identidad. Para el espectador, la máscara encarna una fuerza que puede producir júbilo y catarsis; si nos sometemos a la autoridad de la máscara nos convertimos en peleles manejables.
En la moderna sociedad de consumo se instrumentalizan las ventajas de la simulación y la apariencia. Retornamos a los atributos del embalaje, al uso y abuso del empaquetado. Si nos entregamos al influjo de una imagen no hacemos más que consumir el producto dentro del estuche que nos reclama. Al capitular ante los paradigmas de nuestra época incorporamos nuestra alienación.
Nos hallamos hoy ante el desafío de la comunicación masiva, ante el reto de la imagen en movimiento. Estos tropismos de la cultura tradicionalmente han sido enfrentados con la apropiación de los instrumentos de la tecnología. Los nuevos lenguajes determinarán el carácter de la comunicación en el próximo siglo. Las quimeras no pueden competir con la imagen en movimiento, ni seguir mostrando lo evidente. De la misma manera que el descubrimiento de la descomposición de la luz contribuyó a la aparición del Impresionismo, o el estudio de la geometría ayudó a Cézanne a destruir la pintura académica, los nuevos lenguajes están dilucidando qué es lo que no puede hacer ahora la novela.
La masividad reclama el servicio de las nuevas tecnologías. Solamente utilizando los vastos recursos de la ciencia puede la cultura contemporánea alcanzar su diseminación más efectiva, pero la palabra tiene que servir lo inapreciable, desenterrar lo encubierto y vestir lo incorpóreo: esa es su única manera de resistir el embate de esta sorprendente tecnología de las estampas. Las especulaciones binarias de Bill Gates nos conducen a un insólito universo donde el reconocimiento de la voz bastará para entregar información. Se nos abre el museo del futuro, hecho a escala individual, donde se reproducirán dócilmente en pantallas las preferencias artísticas del usuario recogidas previamente en un prendedor electrónico en su solapa.
Este complejo edificio moderno tiene una viga maestra que sustenta todo el aparato: el lenguaje. Desde que Antonio de Nebrija tuvo la genial iniciativa de dotar de reglas a un idioma, en vísperas de la expansión política que se abría con la vinculación americana, el idioma español ha sido el enlace de una galaxia de naciones y una de las columnas principales de nuestra identidad. Nuestro acervo idiomático se ha enriquecido con el aporte de cada una de las provincias lingüísticas. Los propios medios de comunicación han acelerado esta simbiosis.
Una palabra tardaba decenios en trasplantarse y recibir carta de arraigo. Eso puede ocurrir hoy en apenas unos meses. La lengua es un ser vivo, y como ha dicho Fernando Lázaro Carreter: «El cuerpo del idioma es tan inmenso que es difícil unificarlo». Ya que no es posible uniformarla, nuestra lengua debe reconocer su pluralidad, intentando, a la vez, su unidad. La saludable armonía de nuestras discrepancias puede otorgarnos un formidable instrumento de entendimiento común. Las estériles disidencias, los separatismos, las autonomías, pueden ser la causa de nuestro debilitamiento. La lengua, como quería Nebrija, debe expresar la voluntad de un imperio, pero en nuestro tiempo debe ser el de la inteligencia y el intercambio acelerado.