José G. Moreno de Alba

Del incunable al disco compactoJosé G. Moreno de Alba
Director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua

No falta quien ponga en duda el hecho de que el libro impreso es un verdadero medio de comunicación de masas, a la manera en que con certeza lo son la radio, la televisión o la prensa.

Evidentemente el libro, en nuestros días, no tiene la enorme fuerza de penetración que posee, por ejemplo, la televisión. «Dejando aparte el hecho de que el libro comunica de forma más profunda y, probablemente, con efectos mucho más durables que los que produce la televisión o el periodismo —aunque ciertamente el número de personas en las que influye es mucho menor que el que se involucra en los otros medios—, debe reconocérsele el enorme mérito de haber sido, si no el primer vehículo masivo de comunicación, sí uno de los primeros en la historia de la humanidad y de las civilizaciones.

Ahora bien, es necesario dejar establecido que, para que el libro pueda ser considerado un verdadero medio de comunicación de masas, debe primero definírsele con absoluta precisión. Es muy fácil caer en la tentación de llamar libros a objetos que no lo son. Hace poco un estudioso de estos asuntos, para demostrar que las culturas precolombinas de estas tierras tenían verdaderos libros, lo definía como «todo premeditado sistema de signos, susceptible de lectura» y, de esa manera, no habría inconveniente para considerar libros objetos o representaciones tales como las estelas de piedra, el calendario azteca, e incluso la ciudad completa de Teotihuacán o cualquier rito o ceremonia, sin excluir a los voladores del Tajín. Juzgo por mi parte que el empleo del vocablo libro para ese tipo de representaciones y objetos no es sólo un inocente recurso metafórico, sino que quizá entraña un error conceptual, debido a la carencia de una definición técnica —si se quiere— pero, sobre todo, precisa de lo que es —y de lo que no es— un libro.

Podría alguien pensar que los objetos y ritos a los que acabo de referirme no son libros por el hecho de que en ellos no hay escritura. Sin embargo, es evidente que una multitud de objetos de la antigüedad —hojas de los árboles, piedras, tablillas de madera con capa de cera, volúmenes o rollos de papiro o de pergamino, etc.— y también de nuestros días —como los discos compactos—, objetos todos éstos —de ayer y de hoy— en los que en efecto se emplea la escritura, tampoco son libros, en el sentido en el que estoy empleando el término.

En otras palabras, y para poner un mejor ejemplo: ¿son o no libros esos bellísimos e importantísimos manuscritos a los que consagraban su vida entera muchos monjes de la Edad Media, gracias a los cuales somos hoy poseedores de las obras de los grandes ingenios de la humanidad? Sí, ciertamente se les viene llamando libros pero suele añadirse a este sustantivo un adjetivo, en este caso verdaderamente especificativo: son libros manuscritos.

El adjetivo manuscrito se opone al adjetivo impreso. Los libros manuscritos, me parece, no eran exactamente medios de comunicación de masas, pues eran objetos casi únicos, precisamente lo contrario de lo que hoy llamamos productos en serie. Los manuscritos, así estuvieran destinados a una biblioteca y no a un solo propietario, podían usarse por unos pocos y, sobre todo, cuando los monjes realizaban su trabajo de copistas no pretendían, jamás, estar trabajando para las masas, sino para unos cuantos futuros felices poseedores.

El libro manuscrito está más cerca de la obra de arte plástica irrepetible que de los objetos industriales que se fabrican en serie. Los primeros libros impresos, por lo contrario, independientemente de los bajos tirajes de los años iniciales de la imprenta, ya eran objetos producidos en serie, con procedimientos industriales, destinados a la masa, así fuera ésta, al principio, permítaseme la consciente contradicción, sólo una pequeña, casi insignificante muchedumbre.

De lo anterior es fácil concluir que —ésa es al menos mi opinión— el libro comienza a ser vehículo de comunicación masiva gracias al invento de la imprenta —atribuido, no sin cierta imprecisión, a Gutenberg— en el preciso momento cuando el libro deja de ser manuscrito y se vuelve libro impreso. Sin embargo, aun sin restarle un ápice a la esencial importancia que tiene en todo esto el invento de la imprenta, no debe olvidarse que la principal razón para que antes del siglo xv no hubiera ni imprenta ni impresores era la carencia de papel.

Este elemento primordial e insustituible del libro impreso, junto con la imprenta, fue de empleo general en Europa sólo hacia fines del siglo xiv, cuando sustituye al pergamino. En China —lo sabemos—, cinco siglos antes de Gutenberg no sólo había ya papel, sino también auténticas impresiones con caracteres movibles. En el lapso que va del siglo xiv al xviii el papel se hacía de trapos, que se sometían a un complejo tratamiento que incluía el pudrimiento, la refinación, la trituración, el tendido, etcétera, a lo largo del cual la importancia del agua —como es fácil suponer— era fundamental.

En los innumerables impresos de esas centurias que se conservan en el mundo, cualquiera puede comprobar la gran calidad a la que se había llegado en la fabricación del papel de trapos. Hacia 1720 comienza a emplearse, como materia prima del papel, la madera. Habrían de pasar todavía muchos años para que, a mediados del siglo xix, se hiciera la feliz mezcla de madera y trapos y para que, poco después, por 1860, la paja sustituyera a los trapos en esa mezcla. Se entenderá así fácilmente cómo, a partir de la imprenta, comenzaron los enormes negocios con el papel, las grandes fortunas de sus fabricantes, sin interrupción alguna hasta nuestros industrializados días. Siempre hubo y sigue habiendo una estrecha relación entre la industria del papel y la del libro.

Así que son dos los inventos que hicieron del libro un medio masivo de comunicación: el papel y la imprenta. El invento de esta última —ya lo dije— se atribuye a Gutenberg. Si en efecto son numerosos los textos que subrayan el papel desempeñado por él en la invención de la imprenta, su nombre, en cambio, no figura en el colofón de libro alguno. El antecedente del impresor es el xilógrafo, quien, hacia fines del siglo xiv, no sólo grababa imágenes sino también textos. Téngase en cuenta sin embargo que el xilógrafo tenía como materia prima la madera; el impresor, por lo contrario, el metal. Son tres los elementos esenciales del arte y de la técnica de la impresión: los caracteres móviles en metal fundido, la tinta grasa y la prensa.

A partir de la imprenta se establecen dos grandes mercados: el del papel y el de los caracteres móviles. La técnica de la composición casi no ha variado desde el siglo xv hasta ahora. Sólo recientemente, con el invento de la monotipia y la linotipia, ha disminuido —aunque de ninguna manera desaparecido— el mercado y la importancia de los tipos en metal fundido.

El libro comenzó a ser, aunque muy tímidamente, un medio de comunicación masivo con los llamados incunables: esos venerables protolibros, que aparecieron en los años que van desde el invento de la imprenta —hacia medidos del siglo xv: en 1457 Fust, socio de Gutenberg, imprime el célebre Salterio de Maguncia— hasta el año 1500. Los primeros incunables tienen exactamente el mismo aspecto que los manuscritos, incluyendo el tipo de escritura: la gótica de los textos escolásticos; la gótica más grande y menos redondeada, propia de libros eclesiásticos; la gótica bastarda, con la que solía imprimirse la lengua vulgar y el latín narrativo; y, finalmente, la escritura humanística, que sería después la romana y que llegaría a convertirse, al paso del tiempo, en la escritura normal.

No solían tener portada los incunables, pero sí contaban con colofón, parece ser que heredado de los antiguos códices. El nacimiento de las portadas de los libros se explica de la siguiente forma: para conservar más limpia la impresión de la primera plana, ésta comenzó a escribirse en el verso, puesto que el anverso estaba más expuesto a las manchas y al polvo. Pasado el tiempo el anverso precisamente se convertiría en la portada, hoy imprescindible, que indica al lector el estado civil del libro. Reducido en un principio, el título se ampliaría desmesuradamente durante el primer tercio del siglo xvi. Aumentó también el esmero de la decoración.

A principios de ese siglo todavía no se foliaban los libros. Por esa misma época comenzó a tener un enorme éxito —que parece no haber disminuido hasta nuestros días— el libro de tamaño portátil, es decir, el que ya no estaba destinado sólo a las bibliotecas, sino que, así sea de forma incipiente, era ya un medio masivo de información.

Después de la imprenta, los iluminadores de los antiguos manuscritos continuaron su trabajo. Recuérdese cómo, en los incunables, se dejaba vacío el espacio de las letras capitulares, con objeto de iluminarlas manualmente. Vino después la reproducción mecánica de imágenes, primero con grabados de madera y, posteriormente, de cobre. Como se ve, la presentación del libro iba pareciéndose cada vez más a la que hoy nos es familiar. Por ejemplo, la encuadernación se daba ya desde los mismos manuscritos, pues tanto éstos cuanto los libros impresos, por lo menos hasta el siglo xviii, eran para una minoría. Ello explica la temprana aparición de las encuadernaciones de calidad, que tenían como objeto la protección del libro. Antes de la imprenta predominaban las tapas de tablas, que fueron reemplazadas después por las de cartón.

He tratado hasta aquí de proporcionar algunos datos sobre el libro como objeto artesanal o industrial. Conviene ahora explicar someramente algo sobre el libro como mercancía, pues este aspecto resulta indispensable para comprender el valor que tiene el libro como medio de comunicación. Los creadores de la imprenta no conservaron su monopolio arriba de diez años. Antes de 1475 proliferaron los tipógrafos en ciudades del valle del Rin y luego en Italia en las de la región del Po. Después París, Lyon, Sevilla...

Comenzaba a presentarse un serio problema para los editores, que todavía persiste: la distribución de libros, o sea, el organizar una red comercial que les permitiera dar a su producción la salida más rápida. Véanse algunos ejemplos de tirajes de los primeros tiempos de la imprenta, antes de 1480. Juan de Espira, en Venecia, en el año 1469, imprimió 100 ejemplares de las Epistolae ad familiares de Cicerón. Por esa época había tirajes de entre 150 y 300 piezas en Roma, en Florencia, en Foligno, en Ferrara... Consta sin embargo que en Venecia, gran centro industrial y comercial, en 1471 Vindelino de Spira tiró nada menos que 1000 ejemplares del comentario a las Decrétales primera y segunda del abad Panormitano.

En la década de 1480 a 1490 el promedio de ejemplares que se imprimían era de entre 400 a 500, cantidad que se tendía a sobrepujar. Así, sea por caso, en Nápoles, Matías Moravus llegaba a 2000 ejemplares para los Sermones de laudibus sanctorum de Roberto Caraccioli. Ya en los inicios del siglo xvi el promedio de las grandes producciones era de 1500. Aun en los casos de los que podrían llamarse best sellers de la época, rara vez se tiraban más de 2000 ejemplares, aunque Erasmo, por jactancia seguramente, haya escrito que de una de sus obras —una selección de sus Coloquios— Simón de Collines había tirado 24.000 (!). Con algunas pocas excepciones de 3000, los tirajes durante los siglos xvi, xvii y xviii oscilaban entre 1000 y 2000 ejemplares.

Para aludir no ya a los tirajes precisamente sino al número de títulos, antes de referirme a la producción mundial, resumiré primero algunas cuantas cifras que se relacionan con la Nueva España —siglos xvi al xviii— y con el México independiente (siglos xix y xx). A lo largo de los siglos coloniales, el promedio de la producción anual de libros (títulos), en la Nueva España, fue el siguiente. Durante el siglo xvi se publicaron, aproximadamente, tres títulos por año, es decir, unos 150 en total, si se tiene en cuenta que sólo puede considerarse la segunda mitad del siglo xvi, pues la imprenta llegó a México a mediados de ese siglo. Se calculan en 15 títulos por año los que corresponden al siglo xvii (unos 1500 durante toda esa centuria).

Es notable el aumento durante el xviii: no fueron menos de 6.000 los títulos producidos, a razón de 60 por año. No resulta fácil calcular la cantidad aproximada de títulos que aparecieron en el México independiente del siglo xix. Si se considera que, hacia fines del xviii, eran unos 60 los títulos anuales, y que, en el año de 1900, es probable que se hayan publicado unos 300 títulos, quizá no resulte muy aventurado suponer un promedio de 150 a lo largo del xix, y arriesgarse así a fijar, para el período que va de 1800 a 1900, una cifra aproximada de unos 15.000 títulos (sin contar por cierto la folletería, tan abundante en esa centuria).

No dispongo de datos completos que me permitan estimar, así sea tentativamente, el promedio anual de libros producidos durante este ya feneciente siglo xx. Tengo sin embargo cifras plenamente confiables correspondientes a la producción nacional en los años de 1992 a 1994, publicadas por la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, que resultarán muy útiles para —contando asimismo con aproximaciones de la producción de hacia 1900— imaginar siquiera el monto de las ediciones mexicanas de estos últimos cien años. Sin contar diarios ni revistas ni ninguna otra publicación periódica, pero incluyendo no sólo las primeras ediciones sino también las reediciones y las reimpresiones, durante 1992 se editaron en México, según la fuente consultada, 13.481 títulos; en 1993, 16.055, y 12.469, en 1994.

El promedio anual para estos tres años es entonces de 14.000 títulos. En poco menos de cien años, el promedio anual subió de 300 títulos, en 1900, a más de 16.000 en 1993. Si caprichosamente asignáramos un promedio anual de 1000 títulos durante el siglo xvx —cifra que me parece baja—, a lo largo de esta centuria que está por acabar se habrían publicado, sólo en México, más de 100.000 títulos. Para seguir imaginando, supongamos tirajes promedio de 1000 ejemplares. Estaríamos hablando, para un país subdesarrollado, de la nada despreciable impresión de más de cien millones de ejemplares durante el siglo xx, sin considerar además muchos tipos de impresos, como las publicaciones periódicas.

Conviene además no olvidar que me estoy basando en cifras proporcionadas por la CANIEM, cuyas estimaciones se refieren a los libros (y sólo libros) producidos por sus socios (y sólo por sus socios). De manera tal que, por ejemplo, las decenas (o quizá centenas) de millones de libros de texto gratuitos que el gobierno mexicano viene produciendo desde hace algunas décadas no están consideradas en las cifras anteriores. Si añadimos este tipo de impresos y las innumerables publicaciones periódicas de todo tipo, la cifra de títulos y, sobre todo, de ejemplares, serían muy diferentes. No puede por tanto ponerse en duda la naturaleza de medio masivo de comunicación que tiene, al menos hoy, el libro y, sobre todo, la forma en que viene creciendo su producción industrial en los últimos decenios.

Las cifras anteriores, muchas de ellas simplemente imaginadas, corresponden, acabo de decirlo, a un país subdesarrollado. Antes de terminar, véanse unas pocas cifras que pretenden dar una idea sobre la producción de libros en el mundo entero. De conformidad con los datos proporcionados por la UNESCO, en su Anuario estadístico 1994, en el año 1991 la producción mundial de libros (sin contar publicaciones periódicas) fue de 863.000 títulos, de los cuales 635.000 correspondieron al mundo desarrollado y sólo 228.000 al subdesarrollado.

De ese gran total, por ejemplo, 403.000 títulos se publicaron en Europa y sólo 42.000 en América Latina, frente a 102.000 de los Estados Unidos y Canadá y 13.000 de África. Si, para 1991, suponemos una producción mexicana aproximada de 15.000 títulos, ésta viene a ser sólo el 1,7 % de la producción mundial, pero un buen 35,7 % de la que correspondió a América Latina. Según la misma fuente, en ese año de 1991, en cifras mundiales, se produjeron 160 títulos por millón de habitantes, pero en los países desarrollados fueron 513 títulos por millón de habitantes y a esa misma cantidad de habitantes correspondieron sólo 55 títulos en los subdesarrollados.

Supongamos, otra vez arbitrariamente, que el tiraje promedio mundial fue de 1000 ejemplares; sólo en el año de 1991 se habrían producido en el mundo más de 635 millones de ejemplares. Nada impide pensar que, sólo durante la última década de este siglo, el total de títulos llegue a unos diez millones y la producción de ejemplares alcance, por lo menos, los diez mil millones. ¿Habrá alguien que, aceptando estas cifras, niegue al libro el carácter de medio masivo de comunicación?

Comencé estas notas haciendo ver que algunos venerables objetos, cargados de significación, entrañables para tal o cual grupo humano, por ejemplo, para los mexicanos el calendario azteca o las estelas de piedra, sin dejar de ser un evidente medio de comunicación, no eran, empero, libros. Ello se debía a que carecían de dos características esenciales de cualquier libro: que, por una parte, éste debe estar conformado por pliegos de papel y, por otra, que esos pliegos deben estar impresos mecánicamente. El soporte, entonces, debe ser el papel y en éste debe imprimirse un texto o una imagen para que —stricto sensu— se pueda hablar de un verdadero libro.

Por las mismas causas, el llamado disco compacto no puede ser considerado libro, en sentido estricto. Nadie duda de que ese admirable haz de señales electrónicas cumple a cabalidad su misión de informar, a veces con mayor eficiencia que el libro impreso tradicional. Puedo también oír la lectura del Quijote en un casete. Probablemente estoy enriqueciéndome con ese texto oral de la misma manera que si lo estuviera leyendo en un libro impreso. Sin embargo, el empleo del vocablo libro para designar ese disco compacto o ese casete es impropio. Por una parte, reservemos ese término para ese conjunto de hojas de papel impresas, cosidas y encuadernadas y, por otra, aceptemos que este objeto llamado libro viene cumpliendo muy satisfactoriamente su cometido, desde mediados del siglo xv hasta nuestros días.

Las cifras aproximadas que acabo de proporcionar nos hacen ver que el libro no es ni remotamente un objeto en vías de extinción. Más bien todo lo contrario: su producción va en constante ascenso. Me parecen ociosas las discusiones, cada día más frecuentes, sobre la supuesta competencia entre el libro y, por ejemplo, el disco compacto. Estoy convencido de que éste es —y cada día lo será con mayor evidencia— un excelente vehículo o soporte para determinado tipo de información, por ejemplo para la manipulación de ciertos voluminosos bancos de datos. No me cabe duda asimismo de que el libro impreso seguirá siendo el soporte preferido para otro tipo de información.

Finalmente habrá sin duda una región de frontera, que el venerable libro impreso, es decir, el soporte de papel, deberá disputarle al disco compacto o a cualquier otro sustento electrónico. El nacimiento y fortalecimiento de un determinado medio de comunicación de ninguna manera elimina a los demás. Nuestros nietos y sus descendientes, no nos quepa duda, seguirán gozando el enorme placer de leer libros.