El libro y la lectura se han convertido en uno de los temas favoritos en la sociedad actual. Todos los días se habla de ello en los periódicos, en la radio, en la televisión, en las aulas universitarias, en congresos, simposios, mesas redondas y coloquios nacionales e internacionales, en la UNESCO, en los ministerios de educación y de cultura de todos los países, en fin, en todo el mundo… El punto de partida, casi invariablemente, es la afirmación de que cada día se lee menos, y se achaca tal supuesto a diversos factores, pero sobre todo a los medios de comunicación audiovisual.
Según numerosas personas que se ocupan del tema, estos medios han venido desplazando a la lectura como actividad favorita de jóvenes y adultos, y acabarán aniquilándola del todo. Por supuesto, la cesación de la lectura como actividad más o menos cotidiana significa, entre otras cosas, la muerte definitiva del libro.
¿Hasta qué punto es cierto todo eso? La respuesta es muy difícil. Quienes afirman que cada día se lee menos se basan sólo en observaciones empíricas, y posiblemente superficiales, pues no se han hecho, que sepamos, investigaciones serias, de corte científico, que permitan unas conclusiones al respecto suficientemente seguras y fiables. Las mismas estadísticas que pretenden avalar esa afirmación son sospechosas, no sólo en la medida en que lo son todas las estadísticas sobre fenómenos sociales, sino también porque tampoco han sido obtenidas mediante procedimientos del todo ajenos a lo primitivo y rudimentario.
No podemos, pues, afirmar categóricamente que hoy día se lee menos, igual o más que antes. Pero sí podemos decir que cada día se publican más libros en el mundo. En los países donde la industria editorial ha sido tradicionalmente fuerte, la producción de libros ha ido en aumento, pese a la crisis económica que hoy atraviesan todos los pueblos de la tierra, aunque, como es natural, con desiguales indicadores de gravedad. Al comienzo de la fase más aguda de dicha crisis, también la industria editorial, actividad económica como cualesquiera otras, sufrió serios descalabros.
En los países que siempre habían sido grandes productores de libros, desaparecieron muchas editoriales pequeñas o medianas, pero no del todo, porque casi siempre fueron absorbidas por otras empresas más grandes y poderosas, las cuales tuvieron el acierto de conservar los sellos, colecciones y demás características de las editoriales absorbidas. Y es un hecho fácilmente verificable que la industria del libro ha sido uno de los renglones que, aun cuando la crisis persiste en buena parte del mundo, han logrado un grado apreciable de recuperación.
Por otra parte, y paralelamente a ese comportamiento de las principales editoriales en los países de mayor desarrollo, en los menos desarrollados, donde prácticamente no existían editoriales, han ido apareciendo empresas productoras de libros, de diversos tamaños, características económicas y orientaciones.
Incluso pequeñas agrupaciones alternativas, empeñadas en la producción, a veces artesanal, de libros que, por diversas causas, no tienen posibilidades de ser acogidos por las casas editoras más o menos grandes e importantes. En muchos lugares se ha desarrollado también la reproducción en fotocopias de fragmentos de libros, o de libros enteros, para lo que incluso se han constituido pequeñas empresas de tipo rudimentario o familiar.
Sin embargo, puede argüirse que el aumento en la producción cuantitativa de libros no significa necesariamente que aumente también el hábito de leer. Ello puede ser verdad, pero aquí entramos de nuevo en el círculo de las hipótesis, difícilmente sostenibles si no se hace un estudio serio y confiable del fenómeno. Mas hay otros datos que se relacionan con el mismo asunto, como es, por ejemplo, el aumento, en algunos casos extraordinario, del número de bibliotecas en casi todos los países, y, además, el incremento considerable y constante del número de usuarios de esas bibliotecas.
Esto puede deberse, claro está, entre otras razones, al encarecimiento, a veces desorbitante, del precio de los libros, pero de todos modos no deja de ser un síntoma que, al parecer, se contradice con la creencia muy generalizada de que cada día se lee menos.
Suele decirse, en apoyo a la idea acerca de la presunta disminución de la costumbre de leer, que antes se leía más, particularmente en el ámbito escolar, desde la primaria hasta la Universidad. La gente de nuestra generación leía más que ahora, es verdad. En nuestra infancia y juventud generalmente leíamos todos, pero éramos muchos menos en las aulas. Las necesidades sociales y políticas trajeron como consecuencia la masificación de la enseñanza.
El abandono de la educación por los gobiernos en los países capitalistas llegó a ser tan grande, que le permitió decir al pensador argentino Héctor P. Agosti lo siguiente: «Si la escuela no es el índice único de la cultura, representa sin embargo su exterioridad más visible y significativa. Mirada desde este ángulo, la degradación cultural no puede ser más notoria: es el acta de acusación más tremenda que podemos erigir contra las clases dominantes».
En Latinoamérica, las dictaduras vesánicas y primitivas redujeron a irrisorios los esfuerzos educativos. Y cuando en casi todos los países de nuestro Continente nos sacudimos las últimas dictaduras padecidas en el presente siglo, hubo que hacer enormes esfuerzos para incorporar millones de niños y jóvenes a los sistemas escolares. Sobrevino entonces la masificación, como un mal necesario.
Y fue un mal, no porque lo fuese intrínsecamente, sino porque se aumentaron al máximo las matrículas escolares, recurriendo, incluso, para ello a medidas heroicas anunciadas como «provisionales», pero no se supo adoptar nuevos sistemas de enseñanza, y se pretendió atender a los enormes grupos de niños y jóvenes incorporados a las escuelas, liceos y universidades, con los mismos métodos diseñados para educar pequeños grupos. Y aquellas medidas «provisionales» para un terrible mal, como es la ausencia de los niños y jóvenes de las escuelas, se fueron convirtiendo en permanentes.
No es posible, pues, afirmar de manera categórica que hoy se lee menos que antes, ni que se lee más, mientras no se haga una investigación a fondo, con una metodología que garantice que sus resultados sean suficientemente confiables. Lo que sí nos parece evidente es que hay actualmente una gran desorientación en la lectura por parte de los jóvenes. Una de las fallas más notorias y graves de los sistemas educativos reside en que enseña mal a leer, y no orientan debidamente a los niños y jóvenes acerca del arte de la lectura.
La mayor parte de lo que leen los niños y los jóvenes se reduce a fragmentos de los textos escolares, para satisfacer escuetamente los requerimientos mínimos de sus tareas de aprendizaje. Leer sólo textos escolares, por supuesto, no es de por sí malo, pero requiere lecturas complementarias, tanto de enseñanza como recreativas.
Además, hoy es muy común que los lectores, principalmente los niños y jóvenes, abandonen la lectura de un libro por la mitad o apenas comenzado. Y ni siquiera se trata siempre de obras voluminosas, cuya extensión pudiera justificar su abandono, sino muchas veces de libros breves, cuya lectura se abandona, además, no por desinterés o desagrado de su contenido, sino por indisciplina intelectual, que es de las peores.
Por otra parte, es evidente, aunque cuesta mucho reconocerlo y aceptarlo, que la lectura ha sido, es y será siempre una actividad minoritaria. Es inútil e ilusorio pretender que todas las personas, sin excepción, tengan el hábito de leer. Contra ello se tropieza con un inconveniente insuperable relacionado con el gusto. La lectura tiene que ser, más allá de las obligaciones escolares o de cualquier otra índole, algo voluntario, basado necesariamente en la satisfacción de un gusto individual. ¿Y cómo se puede lograr que todo el mundo sienta placer en la lectura?
El gusto de leer es exactamente igual al gusto por la buena música, por el deporte, por el cine, por la pintura, por el teatro, por la ópera, hasta por algún tipo de comidas y bebidas. Y así como a nadie se puede obligar a tener determinados gustos de esa naturaleza, tampoco puede obligarse a nadie a sentir gusto por la lectura. Y no se trata necesariamente de personas incultas o de baja extracción social.
Entre individuos de un elevado nivel económico o social, e incluso de un alto grado de escolaridad y de formación profesional, hay mucha gente que no se siente atraída por la lectura. Y están en su derecho. Aunque no figure en las tablas de los derechos humanos, el gusto (o, si se quiere, el mal gusto) es un derecho inalienable de todas las personas.
Esto de que los buenos y asiduos lectores sean siempre una minoría parece, además, un hecho natural. Pensemos en una sociedad donde todas las personas, sin excepción, o con muy pocas, tuvieran el hábito de leer frecuentemente: ¿Qué cantidad de libros y periódicos tendrían que imprimirse para satisfacer tan enorme demanda? Sin embargo, esto no quiere decir que no se deba hacer esfuerzos para que esa minoría sea cada vez más grande. Las campañas pro lectura deben ser constantes, inteligentes, persuasivas, con miras a lograr que cada día se incorporen más personas a la minoría de lectores.
Pero si hacemos esfuerzos para aumentar el número de aficionados a la lectura, pensando que podemos lograr un éxito de un 90 o 100 %, al verificar que sólo pudimos alcanzar un porcentaje mucho menor puede cundir la decepción y el pesimismo, por creerse que el esfuerzo ha fracasado. Por ello es importante que las campañas en favor de la lectura se realicen a conciencia de que el resultado siempre será limitado, pero también de que es posible mantener un núcleo importante de buenos lectores, e incluso hacer que ese núcleo se incremente constantemente.
Paradójicamente, el hecho de ser la lectura habitual y sistemática una actividad minoritaria, viene a resultar en cierto modo favorable, porque permitirá la supervivencia del hábito de leer, más allá de los fatídicos vaticinios acerca de la muerte de la lectura, y aun del lenguaje articulado, sustituidos, según dicen algunos, tardíos seguidores de Marshall McLuhan, por la imagen icónica de los llamados medios audiovisuales.
No es verdad que los medios audiovisuales sean una amenaza mortal para el libro y el lenguaje articulado. No es difícil verificar que la mejor promoción que puede hacerse a una obra literaria es llevarla al cine o a la televisión. Inmediatamente que la obra aparece en las pantallas cinematográficas o de la televisión, la gente, es decir, esa minoría lectora de que antes hablamos, va a las librerías o a las bibliotecas en busca del libro. Pareciera que la versión audiovisual no fuese suficientemente satisfactoria para esos lectores, que buscan en las páginas impresas lo que en las pantallas no encontraron.
De modo que, entre el libro y los medios audiovisuales, se ha venido estableciendo una especie de mutua cooperación en la que ambos instrumentos se complementan, en vez de interferirse. Ahora bien, esa interacción supone que el libro asuma, ahora más que nunca, su papel de medio de comunicación. De hecho, siempre lo ha sido.
Es lógico que lo haya sido y lo sea, puesto que el libro es en la historia de la cultura, a partir de cierto momento, muy remoto, la más acabada realización del lenguaje escrito, que a su vez marca la plenitud del lenguaje articulado como medio de comunicación más completo y eficaz. Ni siquiera el periódico, con todo lo enormemente importante de su función comunicativa, ha logrado quitar al libro su carácter fundamental de medio de comunicación escrita por excelencia.
El periódico y el libro, por supuesto, son medios de comunicación diferentes, al mismo tiempo que también complementarios. Pero es evidente que esa minoría lectora de que tanto hemos hablado ha mantenido su fidelidad al libro, aun sin prescindir tampoco de la lectura del periódico. Éste es, claro está, un recurso masivo para la información, en mucho mayor grado que el libro. Pero, para ese sector de los seres humanos, el libro es imprescindible, porque en sus páginas tiene cabida un mayor volumen de información que en los periódicos.
Más aún, al libro van los buenos lectores a completar, precisar, ampliar y ahondar la información, necesariamente escueta y esquemática, que le han suministrado los periódicos. Cuando, desde este punto de vista, hablamos de periódicos, no nos referimos, por supuesto, a las revistas especializadas, científicas o de otra índole, porque éstas sólo se hermanan con el periódico por la periodicidad de su aparición, pero de hecho, por su estructura, su contenido y sus funciones específicas, tal tipo de revistas, sin importar cuál sea su formato, están más cerca del libro que del periódico propiamente dicho.
Podría objetarse que la simple supervivencia, hasta el presente, de ese núcleo de buenos lectores fieles al libro, que ya hemos definido como minoritario, no garantiza que esto sea siempre así, pues al ir desapareciendo los individuos que hoy forman ese sector, las nuevas generaciones irán siendo cada vez mayormente adictas a los medios audiovisuales, y a sus más recientes derivaciones en el campo de la informática, con lo cual la costumbre de leer libros irá siendo más o menos rápidamente aniquilada. No creemos que eso ocurra. La minoría lectora en cada sociedad siempre estará allí, porque su costumbre de leer responde a una necesidad vital, que no todos los seres humanos sienten con la misma intensidad, pero que sí define a determinadas personas.
Recordemos lo que dijimos más arriba, respecto al gusto de las personas. En todo conglomerado humano habrá siempre núcleos que aman y disfrutan la música, la pintura, los deportes, el cine y demás expresiones estéticas y/o recreacionales. Siempre será una minoría, pero su existencia está asegurada por un rasgo intrínseco de la condición humana de esos seres que, de esa manera, pertenecerán a lo que podría definirse como un sector privilegiado de la población.
Por supuesto que la existencia de este sector, como ya lo dijimos, podrá ser fortalecida, y ampliadas las dimensiones del mismo, mediante campañas inteligentemente diseñadas y realizadas para favorecer la lectura. Pero el ansia de leer en determinadas personas ha sido, es y será siempre un hecho natural, aunque posible de ampliarse, mejorarse y fortalecerse.
En este mismo orden de ideas, se ha dicho también que a los ya tradicionales medios audiovisuales se ha unido ahora la informática, para hacer más inevitable la muerte del libro. Y se esgrime como argumento la existencia ya de las versiones electrónicas, mediante el cederrón, lo cual permite la lectura de libros enteros en la pantalla de las computadoras más sencillas y comunes.
Es verdad, existe incluso una bellísima versión electrónica de la edición príncipe del Quijote, que podemos literalmente «hojear», ya no sólo en la tranquilidad de nuestras casas, sino en cualquier lugar donde nos encontremos, con la ayuda de una computadora portátil, de reducidas dimensiones.
Sin embargo, ¿habrá alguien realmente capaz de leerse totalmente las dos partes del Quijote en una pantalla de computadora? Lo dudamos mucho. Versiones como ésas de obras extensas, de lectura más o menos compleja, nunca pasarán de meras curiosidades, dignas de tenerse y de exhibirse ante otras personas, deslumbradas por tamaño prodigio. Pero sí serán excelentes y de mucho uso cuando se trate de obras instrumentales, como diccionarios, atlas, compendios estadísticos, ciertos libros de texto, etc., que, como herramientas de trabajo, deban ser consultados periódicamente, lo cual en tales casos se facilita muchísimo. Pero de ahí a la lectura propiamente, como estudio e investigación o como solaz y recreación, media un abismo. Y en este caso el libro resulta insuperable.
No creemos, pues, en la muerte del libro como medio de comunicación, y en tanto que tal, como fuente insuperable de conocimientos, de información de todo tipo, pero también de solaz y de placer. El círculo de los lectores, por otra parte, seguirá siendo minoritario, aunque de hecho se pueda extender, haciendo que de manera continua se incorporen más personas al privilegiado club de los lectores asiduos.