Miguel de la Madrid Hurtado

El libro y la lenguaMiguel de la Madrid Hurtado
Director del Fondo de Cultura Económica de México

Si bien para México es un honor y un privilegio que en su territorio se celebre el Primer congreso internacional de la lengua española, este hecho nos parece en cierto modo justo, y no sólo porque los ciudadanos de este país representan una numerosa comunidad que se recuerda y se expresa en español, sino porque México, a lo largo de su vasto territorio, se convierte en un espacio fronterizo, un ámbito de traducción y adaptación de lenguas, indígenas y españolas.

La situación geográfica y lingüística de México no deja de tener ciertos paralelos con la de la lengua española, que en todos nuestros países ha debido definirse por contraste con un conjunto de lenguas indígenas hacia el interior y con un conjunto de idiomas hacia las fronteras exteriores. Al igual que España y América Latina, México es un espacio de traducción y de adaptación, un reino de frontera donde la lengua se acendra tierra adentro.

No es casual que el nombre de Malintzin, mujer de Hernán Cortés, signifique, en voz indígena, «nuestra lengua». La Malinche lleva el nombre del papel que le tocó desempeñar: lazo de unión entre unos y otros. El español se fue convirtiendo desde la Conquista en vínculo de lealtad y reconciliación, único elemento común entre tantas diferencias.

El español en América se impregna de neologismos y de voces indígenas y se enriquece sin dejar de ser él mismo. El castellano aprende a nombrar los nuevos bienes: aguacate, hamaca, chocolate, tomate, atole, y se injerta en el territorio verbal que queda plasmado gracias a la imprenta, que llega, primero, a la ciudad capital de la Nueva España y que pronto se reproduce en varias ciudades de México y la América española. Pero la lengua no sólo empieza a esmaltarse de neologismos, sino que también suaviza su pronunciación, la dicción fluye con tersura y pronto comienza a reconocérsele un temperamento, un acento específicamente indiano.

La lengua se convirtió en vehículo del perdón y la concordia, pero persistió como instrumento de conquista espiritual y símbolo en la guerra de las imágenes. Esta lengua se hizo libros. El libro desempeñaba, y desempeña, una función singular: fue sin duda un arma en la guerra contra las religiones autóctonas y en la tarea de impartir el catecismo a los indios remisos.

No debe ocultarse que, a sabiendas de la fuerza de la enseñanza indígena, obispos como el legendario Zumárraga y fray Andrés de Olmos se dedicaron con notable celo a quemar y destruir los libros antiguos, esos en que se guardaban los rituales y conocimientos esenciales de aquellas sociedades teocráticas; sin embargo, quedaron algunos y se hicieron más, que sirvieron de instrumento de rescate y de memoria salvadora de los pueblos sometidos, gracias a las historias indígenas recogidas por los frailes franciscanos, agustinos y dominicos venidos a nuestras tierras de todos los confines del vasto imperio.

Entonces, como ahora, los libros representan ese esfuerzo colectivo por dejar una huella indeleble frente al paso del tiempo; ya que han sido, desde siempre, a pesar de la intolerante censura, testimonio indiscutible del quehacer humano.

Las amenazas que sobre ellos se ciernen sólo serán eso si confiamos en Umberto Eco cuando afirma que los libros no desaparecerán nunca, ya que por más máquinas que existan, no deja de ser cierto que detrás de toda máquina hay un libro; y si nos unimos a Jesús Reyes Heroles cuando afirma que «estamos con ustedes en la defensa del libro, sabiendo que a la larga éste se defiende solo y defiende a los que lo hacen y creen en él».

Las culturas prehispánicas grabaron en piedra y dibujaron en ámate las huellas de su memoria y los registros de la naturaleza que los rodeaba, la convivencia con sus dioses, el paso de sus días y la explicación de sus climas y batallas. Lengua e imagen transmitidas a través de las generaciones, a través de la palabra heredada que quedó impresa en libros como el Chilam-Balam, el Popol-Vuh, y conservada en la celosa custodia de sus códices. El Códice Badiano, por ejemplo, escrito en latín y náhuatl, es un tratado de medicina botánica que guarda la imagen, el nombre y las virtudes de la flora medicinal mexicana.

Y éste es sólo uno de tantos códices dibujados, pero también escritos, en los primeros años de la Conquista. Los antiguos mexicanos impartían a los jóvenes, en el Calmecac, una educación destinada «a formar rostros sabios». Dicha educación, como recuerda Miguel León-Portilla, giraba en torno a los libros: «Se les enseñaba cuidadosamente los cantares, lo que llamaban cantos divinos; se valían para esto de la pintura de sus códices. Les enseñaban también la cuenta de los días, el libro de los sueños y el libro de los años.

El hombre-libro, el sabio, auspicia el reconocimiento: hace nacer en la cara del otro rostro, hace nacer en su palabra la guía de la persona». Desde luego, no se podrían soslayar los efectos morales de esta enseñanza: gracias al libro y a la palabra del guía «aparece una cara…» y la educación se convierte en una suerte de segundo nacimiento, nacimiento civil al mando de la responsabilidad superior. Después de la Conquista, la educación no sólo transforma, sino que se transforma. Los niños indígenas atendían las lecciones de español, y la rapidez y perfección con que aprendieron el castellano y aun el latín sorprendió a los mismos dominadores, como recuerda Juan José de Eguiara y Eguren en uno de sus Prólogos a la Biblioteca Mexicana: «Es tanta la felicidad de sus ingenios (hablo de los niños), que escriben en latín y en romance mejor que nuestros españoles y los que se dan entre ellos al estudio de la lengua latina y castellana no salen menos aprovechados que nosotros (…) reteniendo en la memoria fielmente lo que se les enseña… Sus niños hacen ventaja a los nuestros en vigor del espíritu y más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos y en todas las obras de manos».

En este recuento también es necesario reconocer las detalladas descripciones de Bernardino de Sahagún, las relaciones epistolares de Hernán Cortés y la memoria infalible de Bernal Díaz del Castillo, por mencionar sólo algunos. Libros como la Historia General de las cosas de la Nueva España, del fraile Sahagún, muestran entre sus párrafos no el anhelo melancólico de la Península, sino la esperanzadora pertenencia a su nueva tierra.

El Códice Badiano y la Historia verdadera de las cosas de la Nueva España son ejemplos singulares a los cuales siguieron la perfección poética de Sor Juana Inés de la Cruz, la sabiduría emancipadora de don Carlos de Sigüenza y Góngora y la dramaturgia particular de Juan Ruiz de Alarcón.

Las letras que trajo Juan Pablos, el impresor amigo de Cromberg, unos años después de la Conquista, se afirmaron a lo largo de la Colonia en las imprentas civiles, religiosas y universitarias, y posteriormente florecieron en el México independiente. Entonces la palabra y el libro se mantuvieron como escenario de las ideas y como campo de la imaginación y de la polémica. Afirmaciones que aparecían en innumerables periódicos como El Zurriago o El Ahuizote podían encender las más acaloradas pasiones políticas. En cambio, las diversas bibliotecas para señoritas renovaban la tradición bibliográfica que culminaría en México a través de los siglos, de Vicente Riva Palacio, obra monumental que festeja el centenario de la Independencia y el apogeo del gobierno de Porfirio Díaz.

Silvio Zavala ha sabido seguir con perspicacia el hilo que va de las polémicas sobre el uso del castellano en la época virreinal a los firmes planteamientos de Justo Sierra, el ministro de Instrucción Pública en la época de Díaz. Para Sierra, las directrices de la educación nacional son «las del laicismo escolar, la unificación del habla (nacional) en una nación que se halla vecina a un gigantesco grupo de lengua distinta».

Zavala, por su parte, se encarga de reconocer en la implantación del castellano un principio de tolerancia y democracia en aquella sociedad virreinal naciente, sin dejar de constatar, por otra parte, que desde muy temprana fecha (1596) el Consejo de Indias, por instrucciones de Felipe II, aconseja, por un lado, la enseñanza del castellano, pero, por el otro, el uso de la lengua náhuatl en la evangelización, además de la habilitación de maestros indios y el aprendizaje voluntario de la lengua castellana.

No es éste el momento de hacer la reseña de la conquista espiritual de México, como la llama Robert Ricard; basta señalar que los caminos del libro y la lengua son paralelos desde su origen y arrancan de una raíz común: un proyecto de civilización que presupone, con la evangelización y la doctrina, la igualdad moral de los naturales y los conquistadores. Esa clave civilizadora acompañará la marcha de la educación nacional hasta nuestros días y no dejará de tener, por supuesto, claros efectos editoriales.

La historia paralela de la educación y del libro en México debe iniciarse con los próceres liberales Altamirano y Ramírez, cristaliza en la figura magistral de Justo Sierra, que tiene para su enciclopedismo y vivacidad estilística un paralelo indudable con Alfonso Reyes.

Con la Revolución mexicana de 1910 se concilió la preocupación por el pasado con la instrumentación de un futuro. Así, no sólo el muralismo de nuestros mejores pintores sino también los párrafos de nuestros más destacados intelectuales buscaron registrar los más íntimos detalles de nuestra cultura. Según el ilustre dominicano don Pedro Henríquez Ureña, «así puede comprenderse como hubieron de pasar cien años para que la nación se diera cuenta de que la educación popular no es un sueño utópico, sino una necesidad real y urgente».

Esto es lo que México ha descubierto durante los últimos años como resultado de las insistentes demandas de la Revolución. La lengua y el libro se convirtieron entonces en armas que retomaría Vasconcelos en su lucha por moldear el México posrevolucionario. La publicación masiva de libros que él emprende estaba calculada, al igual que su programa de construcción masiva de escuelas, como prolongación de su campaña alfabetizadora. Las bibliotecas populares de entonces —antecesoras de las 5500 bibliotecas públicas de ahora— surgieron como santuarios paganos para la difusión de la educación y la cultura, ambos bienes fundamentales para el Estado mexicano que se consolidaba.

Los años veinte marcaron el inicio de un esfuerzo notable del gobierno por controlar la educación y extenderla por toda la República, en especial a las masas rurales y urbanas que hasta entonces no la habían recibido. Entre los recursos empleados por las autoridades educativas para hacer llegar la escuela a las regiones más apartadas, el texto fue, sin duda, uno de los más eficientes y perdurables. José Vasconcelos, el editor, es también el escritor que supo captar la vivacidad mexicana de su momento con una lengua fluida y poderosa, inaugurando una época de enorme labor editorial: clásicos universales en ediciones populares, libros de texto, revistas como El Maestro, publicaciones como El libro y el pueblo y las diversas colecciones de cuentos infantiles.

A partir de entonces los libros fueron un importante medio de contacto con el pueblo: se utilizaron no sólo para enseñarle a leer y escribir, sino también para acrecentar su cultura y sobre todo para crear una conciencia social. Para Vasconcelos, el libro era un triple redentor: instruía en todos los conocimientos, era obra de arte aun como objeto, y era como un misionero que iba de mano en mano y educaba moralmente.

Discípulo de Vasconcelos fue Jaime Torres Bodet, otro gran secretario de Educación de México; puso en marcha un ambicioso programa de alfabetización de 1943 a 1946, y en 1959 encomienda a Martín Luis Guzmán la creación de los libros de texto gratuitos para las escuelas primarias del país para así afirmar la unidad nacional basada en una conciencia común y transformar al libro en elemento de cambio y en instrumento de la política social del Estado.

Pero el esfuerzo de Torres Bodet no se circunscribió sólo a México, ya que su quehacer educativo llegó al máximo foro internacional de difusión de la cultura, la UNESCO, en donde luchó por hacer de la lengua y los libros un bien no destinado a unos cuantos, sino un elemento de comunión entre todos. Comunión como la que lograremos en este encuentro, ya que si cada lengua encierra una forma de vida, si cada idioma trasluce, como sugiere Wittgenstein, una forma de pensar, hablar en español, supone, entonces, la adopción de cierta actitud ante el mundo.

Hombres de lengua aguda y arquitectos de una ciudad de los libros fueron Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas. El primero, mexicano universal, y hombre de lengua aguda, quien alguna vez dijera al prologar el catálogo general del Fondo de Cultura Económica en 1955: «Cuanto se haga en favor del libro se habrá hecho en favor del hombre, de lo más humano que hay en el hombre». El segundo, Cosío Villegas, fue el instrumentador de otra de esas ideas fundadoras, que dieron lugar a instituciones como el Fondo de Cultura Económica, que se ha esforzado, desde su fundación en 1934, por ampliar y afirmar la lengua y la letra, con la idea de que en las buenas lecturas se encuentran los fundamentos de las buenas ideas.

Su proyecto inicial, que hasta la fecha se conserva, era el de llevar a Iberoamérica aquellos libros que estaban generando los cambios en los países más avanzados, al mismo tiempo que darnos a conocer a nosotros mismos y servir de vínculo y puente de comunicación entre los pueblos de Iberoamérica. Libros en español que impulsan el progreso de las ideas, primero de economía, pero después de historia, filosofía, política, derecho, sociología, literatura…, hasta llegar a nuestra actual etapa casi enciclopédica.

Por tantas razones —insistamos— la historia del libro en México en el siglo xx no podría disociarse del despertar educativo, de la educación como horizonte de desarrollo de la sociedad, de la acción ubicua y edificante de los catálogos del Fondo de Cultura Económica, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Colegio de México, la Editorial Siglo xxi, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, la Secretaría de Educación Pública, el Instituto Politécnico Nacional, el Colegio Nacional y otras innumerables beneméritas empresas editoriales auspiciadas por el Estado. No son, desde luego, las únicas en juego: la industria editorial privada ha sido lo suficientemente tenaz y organizada como para poder lanzar con eficacia la iniciativa de una Ley del Libro, que ya se discute en foros públicos.

Para no entrar en detalles sólo diremos que esa ley nos parece positiva en la medida que da mayor relieve legal al papel del libro y alerta sobre la necesidad de profesionalizar a quienes componen el pueblo de los libros. Es necesario estar preparados para enfrentar los procesos de modernización que no son reversibles, y ni siquiera es deseable que lo sean, ya que no son, ni serán —como ya lo decía antes—, una amenaza para nuestros libros. Reyes Heroles dijo alguna vez: «Muchos educandos cuentan con una pantalla electrónica en que aprenden y obtienen información, desde la racionalidad de las matemáticas hasta la experiencia de la poesía. Pero desconocemos la existencia de computadoras para el espíritu».

Así, el FCE, por su parte, contribuye a este esfuerzo por mantener vivos a los libros y por ello se ha consolidado como una editorial plural y abierta cuyo tradicional objetivo es fomentar la difusión y el conocimiento en los más diversos campos del quehacer humano en un ámbito de libertad editorial que el Estado no sólo respeta, sino fomenta.

De ahí que el FCE se haya expandido tanto en áreas temáticas como en cobertura geográfica, y actualmente cuenta con subsidiarias y representaciones en varios países de Iberoamérica donde sigue destacándose por la calidad de sus programas editoriales, que buscan seguir siendo congruentes con las ideas fundadoras. El espíritu crítico del legendario estudiante de la mesa redonda, evocado por Germán Arciniegas en su ensayo sobre la reforma universitaria de Córdoba, Argentina, anima la red iberoamericana de librerías y distribuidores del FCE. Un estudiante de aquella generación, el Dr. Arnaldo Orfila, inició, como director del FCE, un proyecto de expansión editorial iberoamericano: primero en Argentina, España y Perú, lo que más tarde abarcaría a Chile, Venezuela, Colombia, Brasil, Guatemala y Estados Unidos.

Una de las líneas rectoras de la política del libro y la educación en México ha sido la de asumir como propia la cultura iberoamericana. «Por mi raza hablará el espíritu», pregona el lema de la Universidad Nacional Autónoma de México acuñado por José Vasconcelos, quien en su Raza Cósmica diría que «la gente que está formando la América Hispánica, un poco desbaratada pero libre de espíritu y con el anhelo en tensión a causa de las grandes regiones inexploradas (…) la parte ibérica del continente dispone de los factores espirituales, de la raza y el territorio que son necesarios para la gran empresa de iniciar la Era Universal de la Humanidad», y cabe citar por lo mismo en qué consiste esa universalidad: «gente (la hispánica) para quien la belleza es la razón de todos los casos. Una fina sensibilidad estética y un amor de belleza profunda, ajena a todo interés bastardo y libre de trabas formales».

«El nuevo despertar intelectual de México, como de toda América Latina en nuestros días», decía Henríquez Ureña, «está creando en el país la confianza de su propia fuerza espiritual».

Sin embargo, el esfuerzo que realiza el FCE por establecer el vínculo editorial con esta Iberoamérica no debe ser aislado, sino parte de un movimiento iberoamericano que busque detener todo tipo de censura dondequiera que la haya, ya que, otra vez como diría don Jesús: «La libertad de imprenta es la libertad de la razón y ella es inextinguible y apoyo de otras libertades…; la persecución de la libertad de imprenta obedece a que las verdades que con ella se dicen son demasiado amargas, dado que, como dice Terencio: ‘la verdad engendra y pare su ojeriza’…; perseguir la heterodoxia, la herejía, es negar al hombre». Por tanto, es fundamental facilitar el intercambio de información y la divulgación de libros en todo el mundo de habla hispana, y permitir que se establezcan canales fluidos, sin aranceles o trabas de otro tipo, los cuales no protegen sino que entorpecen; no ayudan y sí limitan. El libre flujo de libros debe ser un anhelo de Iberoamérica, que no se logrará cabalmente, mientras continuemos vendiendo tan caros los libros entre nosotros mismos.

Esta red de apoyo a nuestros libros debe de ir acompañada de una serie de iniciativas que, como Periolibros, antes un proyecto y ahora una realidad, sirvan de ejemplo a otras propuestas que contribuyan al mejor entendimiento entre nuestros pueblos, entre quienes, como decía antes, compartimos, más que una enorme riqueza lingüística, una misma cultura. Una Casa de América Latina en cada uno de nuestros países es todavía un sueño, pero que con un mínimo de voluntad política, ya demostrada en las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno, pronto puede convertirse en realidad.

Hagamos que nuestras «patrias chicas» se reúnan en una sola «patria grande», una ecumene cultural que se defina por la comunión de la lengua y los libros. Y hagamos que sean estos libros el ágora en donde sobrevivan la lengua y la patria más allá del habla vocinglera de la fiesta y el mercado.