Jorge Enrique Adoum

La lengua y el libro Jorge Enrique Adoum
Poeta (Ecuador)

En el prólogo a su Gramática castellana, dedicada a Isabel la Católica, Antonio de Nebrija le señala, con irreversible mentalidad de conquistador, que a los pueblos bárbaros y a las naciones de lenguas extrañas que España va a someter, habrá que imponer unas leyes y una lengua. Y con raro talento intuitivo añade: «Siempre la lengua fue compañera del imperio». Intuitivo, porque en el año de publicación de su obra se estaba gestando apenas la expansión del Imperio Español que precedió, en algunos casos con mucho, a la de los demás imperios europeos1. Y no puede decirse que el Imperio romano ni el islam hubieran dejado para siempre, por donde fueron, su lengua como lo hicieron después con el castellano España y la cristiandad.

La visión de Nebrija es, por tanto, profética: España va a ser la primera potencia que cruza el mar con el afán expreso de conquistar, o sea, de establecer «en las naciones de lenguas extrañas» su cultura. A ello suelen contribuir, con diversa eficacia, los ejércitos, pero éstos necesitan imponer ciertas manifestaciones «espirituales» llevadas con las armas, comenzando por la lengua —que así se vuelve «imperialista» y, en este caso, universal—, a los vencidos para que éstos acepten lo que en términos contemporáneos llamaríamos la ocupación.

Quiero entender en este contexto la imprecación de Calibán a Próspero, en La Tempestad, de Shakespeare (acto I, escena 2): «You taught me language, and my profit on't / Is, I know how to curse. The red plague rid you / For learning me your language!» (Literalmente traducido: «Me enseñaste el lenguaje, y lo que de ello obtengo / es saber maldecir. La roja plaga caiga en ti / por haberme enseñado tu lengua». En la traducción de Astrana Marín, Calibán dice: «Me has enseñado a hablar».

La ambigüedad del término inglés, que denota a la vez lengua y lenguaje, no deja dudas sobre el hecho, puesto que Calibán está respondiendo a una afirmación de Próspero: «Me tomé la molestia de que supieses hablar». (El nombre mismo de Calibán2 que Shakespeare da a su personaje es un anagrama de «caníbal», que, a su vez, proviene de «caribe», tribu que poblaba las Antillas Menores, el mar de las Antillas y las Guayanas. Aun antes de la resistencia que, como «temibles guerreros», los caribes opusieron a los europeos, Colón habla de «una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne humana»3.

La imagen del caribe convertido en «caníbal» predominará durante mucho tiempo en la mentalidad europea, como representación del aborigen americano en general, en una curiosa simbiosis contradictoria con la que de él se hacía, en gran parte debido al propio Colón, como del «buen salvaje»). No parece probable que Shakespeare hubiera leído en inglés, en 1611, fecha de que data su obra, el Diario o las Cartas del Almirante, quien el mismo día 12 de octubre de 1492, hablando de los primeros indios que encuentra, escribe al Emperador:

«Yo, placiendo a Nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a V. A. para que deprendan fablar». «Estos términos —dice Tzvetan Todorov— chocaron tanto a los diferentes traductores franceses de Colón que todos ellos corrigieron: «para que aprendan nuestra lengua».4

Contra lo que se ha afirmado, Colón conoce la diversidad de las lenguas —él mismo habla el genovés, ha leído en italiano a Marco Polo, vivió y se casó en Portugal donde se dice que estudió cartografía, descubrió a Ptolomeo y leyó el Imago Mundi del francés Pierre d'Ailly—, pero no parece acordar la misma categoría al habla de los nativos. Para él, enseñarles el castellano supone, naturalmente, «enseñarles a hablar».

Más que una cuestión lingüística, es «la cuestión del otro»: reconocer que los indígenas «hablan» habría significado atribuirles, de golpe, una categoría humana, y sabido es que debieron pasar cuarenta y cinco años para que un Concilio decidiese que los indios eran personas, que tenían alma y razón, con lo cual, por primera vez en la historia de la Conquista se consideró, sólo teóricamente, desde luego, que matar a un indio podía ser un crimen.

La lengua propia, además, otorga categoría al interlocutor, para lo cual quien habla debe elevarlo, así sea por un momento, a su mismo nivel: ¿no es un gesto de superioridad de Hernán Cortés llamar Marina a una indígena mexicana, amante suya y mediadora entre él y Moctezuma? Y a un pobre indio chismoso, llevado desde Panamá al Perú como intérprete de Pizarro y Almagro, le pondrán por nombre Felipillo: así comenzará el lento pero seguro proceso de cambio de identidad.

Por lo demás, la lengua, sin intermediarios ni traductores, es el vehículo más eficaz para la transmisión de una cultura. (Lo comprueba también, aunque en otro sentido, el pedido, satisfecho, de los sacerdotes a las autoridades civiles y eclesiásticas de la Corona a fin de que —dada la variedad de lenguas que se hablaban en los diferentes lugares a que eran destinados en las provincias centrales de la América Austral— la enseñanza de la religión se impartiese en quechua, lo que explicaría, en parte, su difusión en detrimento de otras lenguas en el territorio incaico).

O sea, que todo cuanto el descubridor-conquistador quiere enseñar, aprender también, imponer y exigir para gobernar, debe pasar por su lengua hasta el punto de que ésta llega a constituir el símbolo del poder del Imperio: el «señor» no se rebaja a aprender la lengua de sus vasallos.

El habla española que llega inicialmente a América es la de los campesinos y hombres de mar y la de los eclesiásticos; cerca de medio siglo tardará en venir la de los aristócratas: el Virreinato de Nueva España se creó solamente en 1535. No cabe insistir, a esta altura de nuestra historia, en el análisis de la condición intelectual y moral, y ni siquiera en meras descripciones de un comportamiento que la atestiguan, de los primeros conquistadores, que se resumen en la crueldad y la mentira.

Pero como con ellos vinieron los primeros hombres de Iglesia, algunos de los cuales participaron, directamente o bendiciéndolos, en los actos de genocidio —con conocidas e históricas excepciones, como las de Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria— e impusieron a los nativos una religión desconocida, por ende, «mentirosa», y a menudo identificada con hechos de armas, semejante asociación es explicable: mentira y cristianismo van juntos en la farsa del proceso y ejecución de Atahualpa.

Las lenguas europeas que vienen a América tienen, además, escritura, con lo cual se distancia, casi hasta desaparecer, el interlocutor, haciendo imposible la respuesta inmediata. Y confiere dignidad a la lengua y a quien la aprende: de ahí que —a diferencia de las artes que, por no atentar a esa suerte de «indignidad social» que entraña el trabajo manual, recurre a la habilidad de los artesanos indígenas— la lectura y escritura sean entonces privilegio de una casta intelectual, en cuyas manos estarán el poder político —el gobierno por delegación de la Corona—, el poder económico —la explotación, en régimen de esclavitud o servidumbre, de tierras, mitas y obrajes— y el poder cultural ejercido, también inicialmente, por las instituciones religiosas.

Sin embargo, a saber por qué, tras haber visitado el colegio de Tlatelolco, Gerónimo López escribe, en su carta al Emperador Carlos V: «La doctrina fue bueno que la sepan; pero el leer y escribir muy dañoso como el diablo».5

En cuanto a la escritura… En la Tragedia del fin de Atahualpa, drama en quechua traducido por Jesús Lara, el sumo sacerdote describe a su soberano la escritura del mensaje enviado por Almagro: «Vista de este costado / es un hervidero de hormigas. / La miro de este otro costado / y se me antojan las huellas que dejan / las patas de los pájaros / en las lodosas orillas del río. / Vista así se parece a las tarukas / puestas con la cabeza abajo / y las patas arriba / y si sólo así la miramos / es semejante a llamas cabizbajas / y cuernos de taruka. / Quién comprender esto pudiera».

Se me ocurre que es ésa, y no el hecho de que no sonara al agitarla junto a su oído, la razón por la que Atahualpa, en la Plaza de Cajamarca, encontró —castellano y cristianismo por vez primera unidos— que la Biblia estaba vacía.6

Con relativa frecuencia, y particularmente con ocasión de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento, he hecho algunas consideraciones, que quizá son pertinentes, acerca de esa lengua.7 Parece históricamente inevitable que América fuera conquistada, si no por España y Portugal, por cualquiera otra cultura europea: ningún continente «periférico» se libró de ello. Y parece culturalmente imposible que hubiéramos podido tener un desarrollo cultural endógeno, solitario, aislado, mirándonos a nosotros mismos, imaginar lo cual no ha sido hasta hoy sino un gratuito e inútil juego del intelecto.

Pero con cualquier lengua procedente de Europa, puesto que todas tienen escritura, habríamos llegado también, tarde o temprano, como con el castellano, a las grandes religiones, filosofías, civilizaciones, obras literarias: la historia de la cultura, en una palabra.

Cualquier otro idioma habría servido también —yo me alegro de que fuera el español— para que nos comunicáramos entre nosotros mismos: porque, siendo la historia como ha sido, no han aparecido aún los intérpretes y traductores de una lengua indígena a otra. Y —porque no conocemos las lenguas aborígenes, puesto que, aunque seamos pluriculturales, con excepción del Paraguay ni siquiera somos bilingües— dondequiera que nos encontremos en nuestra América es en castellano que conocimos el Popol Vuh, El Libro de los Libros de Chilam Balam, los Cantos de Huexotzingo, el Rabinal Achí, los Anales de los Cakchiqueles, la filosofía náhuatl, la poesía quechua…, aunque hayan perdido, evidentemente, en el camino de la traducción, la fuerza imaginativa y el hechizo sonoro de las lenguas originarias. (Incluso ahora: Rigoberta Menchú ha declarado que, para entenderse con sus coterráneos que hablan distintas lenguas aborígenes, debió recurrir al español. Nos sucedió, pues, al revés que a los misioneros españoles con el quichua).

«Se llevaron el oro y nos dejaron las palabras», decía Neruda hablando de los conquistadores. Yo lo he citado con frecuencia, a propósito de las palabras. Oponiendo a la hermosa ambigüedad de la poesía la precisión tozuda de la realidad, quiero entender que nos dejaron las lenguas que no pudieron llevarse y que, reducidas por un genocidio duradero de sus creadores y herederos, sobreviven hasta hoy, enteramente ajenas al exterminio lingüístico con que las amenaza la tecnología: en efecto, parece que, por lo menos en algunos siglos, no habrá textos de física nuclear en aymara, ni computadoras en araucano, ni informes de viajes espaciales en guaraní.

Se llevaron nuestro oro pero nos dejaron, como en trueque, sus palabras. O sea, su lengua, batida por los pueblos ibéricos, purificada por los poetas —Garcilaso, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón…— y, no por azar, precisamente en los primeros años de esa Conquista que hizo posible, al otro lado del mar, el Siglo de Oro. A este respecto, Roberto Fernández Retamar ha escrito: «Bien: ¿pero se recuerda suficientemente que el oro de esos siglos era el oro americano, el oro que los aborígenes de este continente tuvieron que extraer, en condiciones espantosas, para entregar a sus amos europeos? ¿Acaso sin la llegada de los europeos a nuestras tierras existirían las hermosas obras que la cultura occidental ha engendrado?

Una de las conclusiones de este hecho palmario es que nosotros, los latinoamericanos y caribeños, tenemos el pleno derecho de reclamar como nuestras esas obras por las que nuestros antepasados pagaron tan alto precio. Decir que, a su vez, ellas nos influyen, no es decir gran cosa. Aquella es también nuestra cultura».8 De ahí que esa lengua nos pertenezca, porque nos fue dada a cambio de cuanto dimos. De ahí, también, que las más bellas creaciones de la lengua española sean en cierto modo nuestras.

Mas, por una jugada de la dialéctica, el habla dominadora —la de la administración, la de la justicia cuando la hubo, la de la educación reservada, al comienzo, a los hijos de conquistador o encomendero— fue martillada y moldeada aquí, en las siembras y en la almohada, entre dos latigazos o entre dos rezos. A diferencia de lo que ocurre con el proceso, a veces empobrecedor, de la aculturación, y con el otro, no siempre terminado, del sincretismo religioso, América le devolvió a España un habla diferente, mestizada, enriquecida por todos los aportes que fueron a parar en su cauce.

Y en literatura se produce un doble descubrimiento simultáneo: el de un mundo en donde para el poeta, como para el descubridor de países, todo estaba por nombrar, y para el novelista todo estaba por contar. Y tuvo orgullo de esa lengua suya, porque por ella pudo ser original, único, el canto de los más altos: Darío, Huidobro, Neruda, Pellicer, Borges, Paz, Gelman…

Ellos encarnan, y más enteramente César Vallejo, gracias a la aventura que reveló a Europa el verdadero rostro de la Tierra y abrió los caminos del mar y de la codicia al más grande genocidio de la historia, un acto de contraconquista y exaltación de la total integración humana: reafirmación y alabanza, étnica y literaria, de lo que fuimos y vamos dejando de ser históricamente: un «pequeño género humano» en «un mundo aparte», como lo vio ese otro prototipo de América: Bolívar, el Libertador.

A diferencia de los poetas, los narradores del primer realismo americano «guardaban las distancias», dejando constancia de que el autor sabía «escribir bien» el español de España mientras sus personajes «hablaban mal» el español de Iberoamérica. Y, como para reparar el daño introducido por ellos en su obra, ofrecían largos «vocabularios» en los que se daba, pensando probablemente en el lector extranjero, el equivalente o la definición de los localismos empleados.

Y así —mucho tiempo después de que la palabra aborigen «huracán» fuera la primera que entró en todas las lenguas europeas, y «canoa» en la española— esos términos habían ido ensanchando y renovando, enriqueciendo y refrescando el español de ambos lados del Atlántico, hasta el Pacífico.

Y cuando la acción de la novela se traslada a la ciudad y hace del entorno urbano su tema y hasta su protagonista, los escritores asumen el habla de sus personajes, «escriben como hablan», en cubano, uruguayo, mexicano, argentino, chileno, paraguayo, aprovechando para la literatura la enriquecida lengua iberoamericana y contribuyendo a crearla. Además de constituir en el mundo contemporáneo una de las literaturas más frescas y vigorosas, cabe recordar el hecho insólito de haber dado, desde los años cuarenta, un Premio Nobel en cada decenio, con excepción del de 1950: Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Octavio Paz.

Pese a lo que de hermoso nos dejó la historia y a los placeres que el espíritu nos proporciona todavía, sociólogos, humanistas y futurólogos vaticinan la muerte del libro a manos de las nuevas técnicas de comunicación de nuestra época. Ese espanto es igual al que ha experimentado cada una de las sociedades que se ha visto confrontada con las invenciones técnicas que comprometían la supervivencia de algunas manifestaciones culturales, sin pensar, al comienzo, que se trataba de formas movibles de una cultura que se veía crecer a sí misma.

Es posible que a esa visión oscurecida del futuro haya contribuido ese temible profeta que es Ray Bradbury (¿no se paseaba uno de sus personajes por un parque con un radio de transistores, antes de que fuera inventado?), por haber evocado un mundo abominable en el cual un régimen policiaco, valiéndose de unos bomberos al revés, condena a muerte los libros que unos pocos sobrevivientes —que serían entonces los verdaderos autores de una futura historia de la literatura— aprenden de memoria para recitarlos a sus hijos. Sin embargo, algunos años antes, el mismo profeta había visto un mundo más amable en el cual el viento hojea, y no recuerdo si entona la melodía de la lengua o si pronuncia las palabras que la hacen, unos libros metálicos.9

Cuando se inventó el gramófono, ¿no se temió acaso, equivocadamente, que esa invención provocara el cierre de las salas de conciertos, puesto que las multitudes podían escucharlos por todas partes y con mayor comodidad sin necesidad de acudir a ellas?

Cuando el cine comenzó a convocar asambleas casi rituales —en el mismo sitio, diariamente, a horas fijas, en la sombra y en silencio—, ¿no se creyó que desaparecería el teatro, que antes había monopolizado, con la religión, aquellas características? Pero, en la realidad, desde que existe ese «séptimo arte» o «arte del siglo xx» asistimos a una renovación teatral, precisamente gracias, en parte, a una técnica tomada en préstamo a la cinematografía, que supieron aprovechar los dramaturgos, a partir de Bertolt Brecht. La utilizó, también, con éxito la literatura, particularmente la norteamericana, desde las novelas de John Dos Passos, que precedió a la narrativa contemporánea de América Latina, muy especialmente la de Manuel Puig en la que es, además de técnica, sujeto.

Y, gracias al cine, gran número de novelas, independientemente de su valor literario, se han convertido en best-sellers mundiales o regionales, aunque a veces sólo temporalmente, por haber servido de base a películas de éxito o a series televisivas. La lista va desde las diversas versiones de Madame Bovary, Anna Karenina y Los tres mosqueteros,pasa por El proceso, El doctor Shivago, Los desnudos y los muertos, y registra, entre las tiradas de importancia más recientes, Raíces y Como agua para el chocolate. No cito, por obvias, las numerosas variantes de las obras de los trágicos griegos y de Shakespeare que sigue siendo, aún hoy día, uno de los guionistas de más éxito.

En cuanto a la radio —que todavía mantiene su presencia en los hogares humildes de América Latina, particularmente en la cocina—, al comienzo se contentó con la adaptación de textos literarios y terminó por dar a luz un género particular en el que destacó, de modo excepcional y hasta ahora único, Dylan Thomas. Único, porque los autores de radionovelas actuales están más cerca de la subliteratura de Corín Tellado que de la poesía del escritor inglés.

Se creyó que la televisión desplazaría al cine, pero, frente a la disminución relativa de la producción de películas, el incremento brutal del número de aparatos televisivos en el mundo ha aumentado su audiencia y ha inducido a la fabricación y consumo de vídeos que, pese a todas las diferencias técnicas, siguen siendo cinematografía, a menudo basada en obras literarias, con excepción de las que imponen la emperatriz de la cursilería, Delia Fiallo, y sus discípulos.

(Junto a la radio y la televisión, he de incluir aquí, como fenómeno relativamente reciente, los recitales multitudinarios donde, por magnetismo del intérprete o por mimetismo del público adolescente, enterado de que eso se estila en otras latitudes, causan delirio canciones temáticamente idiotas y gramaticalmente vandálicas, negación de las que, gracias a Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, Silvio Rodríguez, revelaron una nueva forma de poesía en castellano y suscitaron en el mundo la solidaridad que Latinoamérica necesitaba y, quizás, necesita todavía).

Las cintas magnéticas y, luego, los casetes, han constituido el material de base de obras literarias diversas, se trate de las de Oscar Lewis, sobre la «cultura de la pobreza», de la novela A sangre fría, de Truman Capote; del reportaje novelado, Oswald, de Norman Mailer, o del reportaje social, como el Cimarrón de Miguel Barnet. (Fue demasiado optimismo esperar que con la electrónica la poesía volvería a ser lo que fue inicialmente: canto, que la imprenta convirtió en texto, hasta el punto de que Mallarmé, considerándolo una aberración, se vio obligado a representar los silencios con espacios en blanco y las inflexiones de la voz, hasta el grito, con recursos tipográficos. A este respecto, Paul Eluard recordaba: si uno pregunta a un campesino griego qué es un poeta, dirá: «Ese que canta», mientras que en Occidente —en la América española, digo yo—, el interrogado, campesino o urbano, intuitivo o culto responderá: «Uno que escribe versos»).

Si hoy inquieta el porvenir del libro es porque el cine, la radio, la televisión, los periódicos y las revistas, incluso las de historietas ilustradas, que transforman la cultura en entertainment, ocupan de preferencia el tiempo libre. Pero siempre hubo en la sociedad, según las clases sociales, los lugares y las épocas, distracciones múltiples: deportes, cuentos en torno al hogar, visitas, juegos de cartas y de azar, frecuentación de clubes…, parcialmente desplazados o disminuidos por los nuevos aparatos y sistemas electrónicos. En compensación, los medios de comunicación modernos favorecen la difusión del libro y, con él, la persistencia de la lengua, bastante maltratada por aquellos.

Se diría que corresponde al libro hacer realidad la norma de la Real Academia Española, ya que es la literatura la que «limpia, fija y da esplendor» a la lengua, enriqueciéndola, además, y evitando deformaciones bastardas a las que conduce, tras el imperialismo del cine, el de sus generalmente pobres y serviles traductores al español: basten, como ejemplo, esas manchas que crean en nuestras pantallas «bastardo» por infeliz o desgraciado, «sortario» por afortunado, o mexicanismos como «no tiene caso» por es inútil…

Esa tecnología, cuya utilidad es tan grande que no podría ponderar, viene atentando no sólo contra la forma de las palabras —fue una gran victoria de la lengua el mantenimiento de la eñe, aun cuando exigiera la utilización de claves con diversas teclas, en los aparatos procesadores de textos—, sino de su contenido e ideología. Un escritor ecuatoriano, Francisco Proaño Arandi, ha denunciado que el idioma sufre ahora otro acoso, ya no en Norteamérica sino en la propia España y en América Latina. «El enemigo imperial latente en el inglés contraataca y la tecnología es su arma. El programa informático Windows 95, que se acompaña con el procesador de textos Microsoft word, parecería concebido por los pragmáticos arrieros de la venta de Maritornes para atacar en su propio cubil a Don Quijote, es decir, a su esencia, nuestro idioma».

La computadora —que, innegablemente, ha reactualizado la primacía del texto sobre la imagen, ha reinventado prácticamente la escritura y ha comenzado a revolucionar la pintura— es para Proaño, junto con el diccionario electrónico de sinónimos castellanos del Microsoft Word, que consultan ahora millones de personas, en especial estudiantes, «nada más que artefactos «idiotas» que sólo responden a las intenciones de sus creadores. Tal como ha sido concebido se trata de una daga en el corazón del español, una daga además con una carga ideológica inocultable. Incluye cosas como éstas: «Mestizo: bastardo», «Blanco: cándido, inmaculado», «Occidental: europeo, ario, blanco, civilizado y culto», «Oriental: asiático, amarillo y chino», «Indígena: salvaje, bárbaro, caníbal, antropófago…».10 (Ignoro si la Agencia France Press utiliza ese diccionario, pues al informar, el 28 de marzo pasado, acerca del suicidio de 39 personas en California, señalaba que «la mayoría eran de raza blanca, aunque cabe la posibilidad de que haya habido algún hispánico»).

Resulta difícil imaginar semejantes deformaciones en un diccionario impreso o en un libro cualquiera: serían, en tal caso, lógica y humanamente aberrantes, hasta el punto de que ningún lector, con cierto índice de sensatez, podría evitar arrojar lejos el volumen, denunciar públicamente a su autor y entregarlo a las autoridades de sanidad mental. Puesto que, afortunadamente, no tenemos, ni queremos tener, como en Fahrenheit 541 y los regímenes fascistas, autoridades de salud literaria…

Notas

  • 1. Las grandes expediciones marítimas de Portugal habían llegado a las Azores y las islas de Cabo Verde en 1460, pero todos sus descubrimientos posteriores, con excepción de la costa oriental de África —el Cabo de Buena Esperanza, Goa, Malaca, las Molucas y el Brasil— datan de comienzos del siglo xvi. Y no fue sino tres siglos después, a mediados del xix, cuando los europeos comenzaron a explorar, luego a conquistar el interior del continente africano: conquista de Argelia (1830-1847), penetración en Senegal (1854-1865) y en África central, expediciones de Livingston y Stanley (1850-1877) en África austral y oriental, apertura del Canal de Suez (1869), protectorado de Francia en Túnez (1881) y de Italia en Abisinia y Somalia (1899). Volver
  • 2. «Gnomo monstruoso, Calibán es la materia, la personificación del bruto que se ve obligado —aunque se revuelva contra ella— a obedecer a una fuerza superior». Pérez-Rioja, José Antonio: Diccionario de símbolos y mitos, Madrid, Editorial Tecnos, 1988. Volver
  • 3. La carta de Colón anunciando el descubrimiento del nuevo mundo. 15 de febrero-14 de marzo de 1493, Madrid, 1956, p. 20. Volver
  • 4. Todorov, Tzvetan: La Conquista de América (La cuestión del otro), traducción de Flora Botton Burlá, México, Siglo xxi Editores, p. 38. Volver
  • 5. En García Icazbalceta, J.: Colección de documentos para la historia de México, México, 1866, pp. 141-154. Volver
  • 6. Véase J. E. A.: «Lenguaje y dominación», en Coloquio Nacional «500 años de América, ¿un problema de identidad?», Ambato, Casa de Montalvo, tomo I, 1992, pp. 11-38.Volver
  • 7. Particularmente en «La lengua latinoamericana y César Vallejo», texto presentado en julio de 1991 a la reunión preparatoria del Encuentro de Intelectuales de las Américas (1992), en Caracas. Volver
  • 8. Fernández Retamar, Roberto: «América, descubrimientos, diálogos», en Nuestra América contra el V Centenario, Tafalla, Navarra, 1989, pp. 94-95. Volver
  • 9. J. E. A: «La milenaria juventud del libro», en El Correo de la Unesco, julio de 1972, pp. 5-10. Volver
  • 10. Después de leída la presente ponencia me enteré de que el autor de semejante diccionario había «pedido perdón» a España y México, lo que hace suponer que habrá hecho o hará las debidas rectificaciones. Y quienes, entre los asistentes, lo perdonaron adujeron que la lista de sinónimos había sido tomada de diccionarios ya existentes. Sin embargo, ni el Diccionario Ideológico, de Julio Casares, ni el Diccionario de Sinónimos y Antónimos, de Sainz de Robles, que tengo a mano, indican como «ideas afines» a «Indio», tales despropósitos. Volver