Rodolfo Izaguirre

En el cine venezolano, la lengua es el asaltoRodolfo Izaguirre
Escritor, crítico e historiador del cine (Venezuela)

Con éxito y durante años recorrí mi país arrastrando una tendenciosa conferencia titulada Cómo aprender a amar y a odiar al cine venezolano, que dicté luego en Bogotá, en Quito y otras ciudades del continente. Tenía la sensación de que, al mencionar sus carencias, defectos o limitaciones, aludía también directamente, y sin proponérmelo, al cine de otros países hispanohablantes.

Nuestras respectivas cinematografías, lo sabemos, enfrentan problemas similares para producir, realizar y difundir sus películas; vacilamos a la hora de decidir cuál debe ser la historia que queremos contar, cómo contarla y, sobre todo, cómo «hablarla» a fin de interesar a públicos diversos y hacernos entender por los espectadores de otros países, en particular —claro está— de los hispanohablantes, con quienes nos entendemos cada vez menos desde el momento en que aquella vieja cédula de Aranjuez de 1770 ordenó la extinción de las diferentes lenguas indígenas para que hablásemos sólo el castellano. En Venezuela, éste quedó homogeneizado en el siglo xix y el Código Civil de l862 estableció que fuese el idioma oficial de Venezuela.

Los puristas y filólogos continúan planteándose dos cuestiones fundamentales: la primera, si hay en verdad una unidad lingüística a la que pueda llamarse «español de América», o si, por el contrario, hay mas bien una serie diferenciada de hablas nacionales o regionales; y la segunda: si ese supuesto «español de América» es una modalidad armónica y coherente dentro del español general, o si presenta, en cambio, una diferenciación estructural y unas tendencias centrífugas que le auguran una futura independencia.1

También podríamos nosotros preguntarnos si el cine hispanohablante debe ser considerado como un serie de entidades que tienden a diferenciarse cada vez más unas de otras o si, por el contrario, tendría que considerarse como un bloque sin fisuras, tal y como tradicionalmente nos han visto las cinematografías industrializadas cuando se refieren al «cine latinoamericano», o al «cine africano», mientras nosotros evitamos referirnos globalmente al «cine europeo» a la hora de considerar las producciones suecas, francesas, polacas o italianas.

Es en el habla, en todo caso, donde en realidad más nos diferenciamos los venezolanos de los peruanos, bolivianos, chilenos, mexicanos o cubanos porque cada una de estas hablas es un dialecto del español que tiende cada vez más a consolidarse como tal y a distanciarse de la lengua común. Cada uno de nuestros países ha desarrollado su propia lengua vulgar, conversacional y literaria pero maneja un habla que no es más que el aprovechamiento individual de esa lengua; un manejo por otra parte arbitrario, como arbitraria es la propia vida que creemos vivir. En su momento lo advirtió el propio Andrés Bello cuando decía que, en materia de lenguaje, las arbitrariedades son mas frecuentes y numerosas de lo que podríamos imaginar.

Los expertos venezolanos del idioma castellano sostienen que el habla popular, y aun la norma impuesta por los mas cultos, admiten ciertas particularidades que permiten, en efecto, considerar el castellano de Venezuela como un dialecto del español general. A su vez, explica María Josefa Tejera, este dialecto venezolano tiene varias modalidades: el oriental; el central, que incluye el llanero; el zuliano y el andino. Cada uno presenta rasgos de pronunciación y de entonación, así como usos morfosintácticos y léxicos que le son propios y que lo caracterizan frente a los demás. De forma parcial, estos rasgos son compartidos con otras zonas de Hispanoamérica y con las Islas Canarias.

En el castellano de Venezuela sobreviven numerosos elementos léxicos que provienen del sustrato indígena y que se refieren a objetos, a plantas o a animales autóctonos y a la toponimia. También se usan cantidad de voces provenientes del inglés americano que se han arraigado en el habla corriente y, sobre todo, en los ámbitos técnicos. Aunque las voces de origen africano no son tan numerosas, las que perviven dotan al vocabulario venezolano de un matiz especial.

María Josefa Tejera señala que desde el punto de vista fonético y fonológico, en el castellano hablado de Venezuela se observan los siguientes rasgos característicos: 1) No diferenciación de la -S y -Z o -C; 2) Pronunciación de la -S como dorsodental; 3) Debilitación o pérdida de las consonantes intervocálicas; 4) Sustitución de -J por -H aspirada; y 5) Neutralización de los fonemas -Ll e -Y.

En todo el país, menos en los Andes, la -S final de sílaba se aspira o se pierde, y la -R y la -L finales de sílaba se neutralizan en la pronunciación relajada. En la región andina se mantiene la -N alveolar final, mientras que en el resto del país se velariza. El rasgo morfológico más importante es la desaparición del pronombre de segunda persona del plural: Vosotros, que se sustituye por Ustedes y la pervivencia, en algunas zonas, particularmente en el Zulia, de ciertas formas de voseo en el estilo informal y rural. Estos rasgos también se comparten con otras partes de Hispanoamérica. En el habla popular, el venezolano utiliza muchas expresiones pintorescas, variedad de giros, comparaciones ingeniosas y profusión de matices que se aprecian en la facultad y fertilidad de creación y recreación de nuevas formas de lenguaje.2

Manejamos también un lenguaje fílmico común a todas las cinematografías hispanohablantes que se estructura en planos y secuencias con una sintaxis que le es propia; pero al expresar el habla y los contenidos culturales particulares de cada país, cada cinematografía tenderá a afirmar su presencia estableciendo diferencias que irán acentuándose, para gloria del cine, en la medida en que cada una de ellas desarrolle su capacidad creativa, expanda su horizonte temático y conquiste nuevas audiencias.

Los cineastas han intentado, infructuosamente, encontrar un habla incolora y un tono neutro que fuese de cualquier parte y de ninguna, que no definiese la nacionalidad de sus personajes. Pretendían con ello desplazarse en una zona de nadie que favoreciese la comprensión, al menos de los espectadores hispanohablantes. Pero aquella operación estaba destinada al fracaso porque despojar a un país de su verdadera habla equivalía a declarar su inexistencia; privarlo del soplo vivo del lenguaje significaba condenarlo a una muerte vil.

El desarrollo de las cinematografías hispanohablantes ha sido desigual y sólo la española, la argentina y la mexicana alcanzaron sus respectivos niveles industriales en fechas tempranas. En 1997, sin embargo, todas han celebrado casi simultáneamente los primeros cien años de su nacimiento. La venezolana lo hizo para recordar a Manuel Trujillo Durán: periodista, fotógrafo, industrial, astrónomo y miembro de la comisión geodésica que midió la distancia entre Caracas y Maracaibo, quien adquirió de manos del propio Thomas Alva Edison, en Nueva York, el cuarto Vitascopio del inventor. En la noche del 28 de enero de 1897, después de que terminó la representación de la opera La Favorita de Gaetano Donizetti en el Teatro Baralt de Maracaibo, Trujillo Durán mostró a los estupefactos espectadores algunas películas de Edison, otras de los Lumière y dos que se presumen realizadas por él: Muchachos bañándose en la laguna de Maracaibo y Célebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa.

Nuestras celebraciones centenarias nos colocaron en el mismo plano de cinematografías gloriosas como la italiana, la francesa o la española; la argentina o la mexicana —por mencionar algunas—, no sólo por haber nacido en fechas cercanas a la venezolana sino por la circunstancia de que, como la nuestra, todas ellas (las hispanohablantes y la de casi todos los países del mundo) obtienen premios en los festivales internacionales pero no entran en los circuitos de exhibición dominados por el cine norteamericano.

Quiero decir que aun no hemos logrado superar la tradicional desinformación que existe entre las cinematografías hispanohablantes entre sí o de éstas con el cine de otros continentes; no nos conocemos lo suficiente como para aventurar cualquier referencia o alusión a los comportamientos de las cinematografías hispanohablantes en relación a su particular o respectiva habla común. Esta limitación obliga a una referencia a las circunstancias políticas y sociales que permitieron al cine venezolano hablar por primera vez.

El impulso inicial dado por Trujillo Durán no encontró fluidez o continuidad porque fueron muchas las revoluciones, insurrecciones, invasiones; un bloqueo, incluso de Alemania, Inglaterra e Italia contra los puertos de La Guaira y el bombardeo a Puerto Cabello en 1902; alzamientos de caudillos regionales, cárceles y torturas, una violencia que culminará en 1908 con la dictadura del general Juan Vicente Gómez: 27 años continuos de despotismo durante los cuales el país, bajo el terror, sólo escuchó el silencio. Pero Efraín Gómez, sobrino del dictador, se dedicó en los Laboratorios Nacionales a promocionar la obra del gobierno y a realizar por su cuenta algunas películas.

Paradójicamente, bajo este imperio del silencio tienen lugar las primeras pruebas de sonido. Efraín Gómez adquiere de los Estados Unidos el sofisticado equipo que un técnico norteamericano instalará en Maracay, lo que determinó que las primeras palabras pronunciadas por el cine venezolano fueran dichas no en castellano, sino en inglés. El general Gómez, que era hombre receloso y de pocas palabras, no llegó a escucharse en el cine y tampoco en la radio porque, como dice Manuel Caballero en su libro Gómez, tirano liberal (Caracas, 1993), cometió el único error que un dictador no debe cometer jamás: morirse. Con su muerte, el 17 de diciembre de 1935, terminaba para el país un largo y sombrío período de terror y entrábamos al siglo xx, pero con 35 años de retraso. Se iniciaba, ciertamente, la era democrática, y fue durante el gobierno de su sucesor, Eleazar López Contreras, cuando advino el cine sonoro. Una gloria que no ha conocido ninguna otra cinematografía en el mundo, porque no fue sólo el cine el que comenzó a hablar, sino todo un país condenado hasta entonces al silencio.

Un país rural en el que el café, el cacao, el azúcar, el maíz y las plumas de garza, determinaron un habla campesina estremecida de pronto por un acontecimiento que va a cambiar la vida del venezolano, a trastrocar su alma; que va a crear una clase media y una clase obrera definida; que va a transformar su conducta: el Diccionario de Historia de Venezuela registra que el 14 de diciembre de 1922, el pozo Los Barrosos 2, en la costa oriental del lago de Maracaibo, reventó con furia desde una profundidad de mas de 500 metros. «Un incontrolable chorro de petróleo brotó a razón de dieciséis mil metros cúbicos diarios y cuando se desmoronaron las paredes y se sellaron las arenas petrolíferas el 23 de diciembre, el mundo entero había recibido el impacto de una riqueza extraordinaria». La voracidad de los consorcios internacionales se abalanzó sobre aquel indefenso país estupefacto todavía por el estallido de su propio vientre.

El venezolano dejó de ser quien era. Transformó su alma campesina y se hizo urbano. Distorsionó su conciencia, alteró sus hábitos, comenzó a perder su memoria histórica y a extraviar las llaves que le habrían permitido interpretarse hoy; modificó el habla y comenzó a aceptar todas las palabras, expresiones, modismos y tecnicismos que brotaron también junto a la nueva riqueza.

Sin embargo, a pesar de su larga aunque accidentada trayectoria, el cine venezolano no ha logrado definir aún sus verdaderas características de cine nacional. En sus inicios se vio constreñido a escamotear la realidad del país, pero desde que terminó el silencio se ha empeñado en algo inútil o irrelevante como es explicar el país, a sabiendas de que los países no se explican.

Las transformaciones del habla venezolana, en todo caso, marchan a un paso mucho mas rápido que el del cine, porque el desarrollo de nuestra cinematografía, como hemos visto, nunca ha sido continuo, sostenido o coherente. Sólo a finales de los años 90 logró alcanzar, muy tardíamente, los niveles industriales, dejando definitivamente atrás una larga etapa preindustrial, precapitalista, artesanal, que no impidió, en modo alguno, que intentara desesperadamente halagar a sus espectadores.

Atenazadas por la perentoria necesidad de encontrar y asegurarse una audiencia, las iniciales y empíricas películas de nuestros pioneros en los años treinta y cuarenta se complacieron en un folklorismo patriotero y tramposo, que se sostenía sobre el remedo de un habla «campesina»; trataban también de seducir al espectador con melodramas lacrimosos que prestigiaban el habla «culta» impostada, ampulosa y falsa del viejo teatro español que heredarán luego, en los años setenta, los burgueses que aparecerán esporádicamente en las películas venezolanas y, sobre todo, en las telenovelas.

El tercer apoyo temático de aquel incipiente cine nacional fue el humor; pero no el fino, irónico e ingenioso humor popular, sino su vertiente grosera, chabacana y escatológica que la televisión, a partir de los años cincuenta, también recibirá y perfeccionará; difundiendo, acreditando y otorgando carta de ciudadanía a una nueva distorsión del habla que ha logrado imponerse en el país a través de programas semanales como Radio Rochela, Cheverísimo, El Show de Joselo o Piso de soltero.

El cineasta y dramaturgo Román Chalbaud es el primero en proponer una nueva manera de comprender y asumir la actividad cinematográfica cuando realiza en l959 su opera prima: Caín adolescente. Él va a iniciar una nueva etapa más madura y moderna en el cine venezolano; menos empírica y superficial; la realización cinematográfica entendida como una actividad intelectual, cultural, en la que se integran la riqueza visual, la densidad conceptual y la presencia de un habla venezolana como resultado de un proceso lingüístico particular venezolano. Dos obras suyas, culminantes: El Pez que fuma (1975) y La Oveja Negra (1987), constituyen valiosas investigaciones del habla popular en la medida en que  exploran los laberintos de la cultura marginal caraqueña.

Un buen ejemplo de cómo el cine venezolano enfrenta y asume no sólo el habla del país sino la comunicación interpersonal está dado en Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia (1977), de Alfredo Anzola. Si se observa bien, pareciera una conversación extraída de alguna obra de Eugene Ionesco o, lo contrario: es como si el dramaturgo rumano, en alguna visita incógnita a Caracas, la hubiese anotado para emplearla luego en una de sus piezas teatrales: un grupo de jóvenes de un barrio popular avanza por la calle y se encuentra con Reina, amiga de Diosa. Diosa la saluda: «No te pierdas tanto, Reina!». Y Reina contesta: «No, no estaba aquí, me había ido pá Valencia, casa de mi tía». Entonces interviene Alexander: «¿En qué parte de Valencia?», y Reina contesta: «Bueno, es una parte que se llama el Palotar». «Aaah! —dice Alexander—, yo la conozco, mucho calol, ahí el calol le vive la parte a uno».

Reina aclara: «Bueno, ahorita está haciendo fresco». «Pero quevaó», responde Alexander. «Yo conozco a una geba en Valencia, se llama Maygualida González». Alexander trata de adivinar en la cara de Reina si la conoce y dice Reina: «No la conozco, bueno es que yo no conozco a nadie, a mi tía...», y Alexander la interrumpe: «De una familia González; que el señor es del Aseo Urbano». «No la conozco», repite Reyna. «Que ella es cajera de un supermercado», insiste Alexander. «Que su hermana es profesora y le dicen la polla piroca». «Noo —vuelve a decir Reyna—, es que yo voy pa Valencia y ni sargo. Yo estoy con mi tía que está enferma, ¿ve?». «Aaah! —termina diciendo Alexander—, con razón». Entonces interviene el Quemao para despedirse: «lleve pues...» y el grupo sigue su camino.

El cine latinoamericano y muy en particular, el venezolano, son sin lugar a dudas, presencias comprometidas, activas y actuantes. Tan es así que cualquier espectador puede asomarse a la realidad socioeconómica y política del continente sólo con ver las películas de su respectiva cinematografía, porque se trata de un cine que se ha volcado casi entera y exclusivamente en los problemas y las dificultades propias de los países del tercer mundo olvidando por lo general los universos y conflictos interiores del hombre.

En efecto, los asuntos que tradicionalmente asume el cine venezolano en sus películas tienen que ver con los problemas del desarrollo económico y las realidades ideológicas y sociológicas del país; pero no con los problemas, intensidades personales y conflictos afectivos de las gentes. Tradicionalmente, sus temas, por lo general, tienen que ver con la dependencia política, económica, cultural; con el fascismo, el gorilismo y las intervenciones militares; con la marginalidad, el desempleo, la delincuencia, la crisis habitacional, la mortalidad infantil y la prostitución; con el analfabetismo, el genocidio cultural, la corrupción y el hambre; con la ecología. Es un cine volcado hacia lo exterior. Es más subdesarrollado, ideológico, sociológico, antropológico, político y tercermundista que erótico. Es más conservador que desafiante; más impersonal, pacato o moralizante que afirmado, liberado, decidido o irreverente.

Durante décadas, su personaje central ha sido el joven marginal que delinque. De allí que el lenguaje de este cine sea la jerga de la violencia social, el asalto, el atraco en plena vía, el ajuste de cuentas en el sucio y oscuro callejón; el delincuente perseguido por la policía por las quebradas de la ciudad; el asesinato para robar a la desprevenida víctima sus zapatos deportivos de marca.

Una de las acusaciones mas frecuentes que la moral puritana hace al cine venezolano (además de acusarlo de «pornográfico» en campañas difamatorias orquestadas por el sector de la comercialización) es la de «obscenidad» del lenguaje, aludiendo a una absurda división del lenguaje en decente o indecente, sin tomar en cuenta el carácter realista, casi documental, que ofrece este cine. El problema no está en la decencia o la indecencia, sino en el hecho de que se trata de un vocabulario que en nuestro cine falsea el acercamiento a la realidad.

Su propósito es el de desencadenar fáciles mecanismos de respuestas sin arraigos culturales, vinculadas a un maniqueísmo que hace perder la carga real que poseen las palabras en el espectador que las usa, pero que frente al cine pretende enjuiciarlas o lo que es peor, negarlas. El mecanismo es sutil y perverso, porque transforma al espectador en un ser pasivo que se afilia a la moral inquisidora de que el cine tenga el mismo lenguaje neutro, falso y acartonado de las telenovelas. Lo que se rechaza es el uso fácil que el cine hace de determinadas palabras como señuelo para seducir y halagar al espectador; como una forma de mostrar una realidad pero sin acercarse de verdad a ella.

Los vocablos de jerga contenidos en los diálogos revelan la acriticidad tanto del realizador como del espectador porque no existe una visión clarificadora. Lo predominante del vocabulario machista o falocrático de muchos personajes de nuestro cine (jamás de la televisión) en relación al juego erótico, pongamos por caso, no deja de ser impresionante. Muchas expresiones han pasado o están en desuso por el carácter rural que ellas comportan. Éstas son algunas, siempre referidas a la mujer: «echarle la caballería», «soltarle los perros», «echarle flit», «echarle hierro», «machete», «palo»; «montar una yegua», «apalear», «darle donde es», «faxear la geba».

Un lenguaje que revela una vez mas la misoginia de un machismo que impide al hombre venezolano gozar del cuerpo de la mujer (y viceversa), de extasiarse en su goce, de emprender la búsqueda de esa libertad que se encuentra en el erotismo pero que su cine la hace cada vez mas distante.

Los personajes del cine venezolano se expresan así, sin que el diálogo revele su propio contenido. Repiten lo que cierto sector de la población emplea como vocabulario; diálogos que expresan la situación de la mujer como objeto, el desprecio del sexo y la ausencia de una verdadera comunicación de amantes.

«Yo todas mis porquerías se las he hecho a las mujeres», dice Sergio, el joven burgués delincuente en De mujer a mujer (1986) de Mauricio Walerstein. Luego, mientras bebe un sorbo de cerveza y acaricia a Elsa, se vuelve mas explícito: «La coges, la golpeas, la metes a puta, la alquilas, le jodes la vida». Y agrega con cinismo: «Ellas se dejan porque creen que uno está enamorado».

La mujer objeto sexual se reafirma en su propia alienación al tiempo que subraya aún más el carácter misógino del cine venezolano: «Por Querales no te preocupes», dice Tibisay en Cuchillos de fuego (1990) de Román Chalbaud. «Es un bolsa, me puse a vivir con él porque me ayuda a conseguir mercancía y, como es guardia, no lo revisan. Pero el hombre mío es El Chaure. Ese es el que me tumba la empalizá. Cuando se me monta encima me vuelvo una demonia. A mi los hombres que me gustan son los que han cumplido el servicio militar». La Garza, que regenta del burdel El Pez que Fuma, un personaje mítico en el cine venezolano, es quien mejor ha expresado la visión que este cine tiene de la mujer: «No sé, no sé; a mí me pasa lo que le pasa a un hombre. Si al hombre le pasa a mí me pasa. Si a Tobías le pasa, a mí me pasa, y a Dimas. ¡Y qué sé yo¡ No son hombres los que he tenido, son metros de hombres, kilómetros de hombres; una autopista de hombres, y lo mismo, lo mismo y lo mismo».

Pero en nuestro cine, en la mayoría de nuestras películas, las palabras, los diálogos, tampoco intervienen en el hecho sexual. Es un sexo mudo, silente. El cine venezolano no parece haber descubierto la posibilidad erótica del lenguaje. El espectador habrá escuchado pocas veces la palabra capaz de remover en él su sentido erótico, ese clima de tan alto nivel y prestigio que la poesía ha ofrecido al ser humano a lo largo de la historia a fin de hacer posible que esa palabra se incorpore al deleite, al goce pleno del amor.

En Macu, la mujer del policía (1987) de Solveig Hoogesteijn, el filme con mayor recaudación en la historia del cine venezolano, su protagonista, una adolescente casada desde los once años con un distinguido de la policía acusado de asesinar a tres jovencitos amigos de su mujer, apenas habla. Ella es una sombra apenas, y cuando se expresa más que con palabras lo hace con su manera de caminar, con sus gestos, porque sus parlamentos resultan exiguos y generalmente banales.

Como toda cinematografía que se respete, la venezolana también ha entrado a saco en la literatura nacional (Teresa de la Parra, Guillermo Meneses, Miguel Otero Silva, Silva) y en la universal (Prevost, Merimée, Maupassant, Rulfo, García Márquez), apropiándose de sus historias y adaptándolas por lo general con suerte muy desigual: despojándola de personajes claves, escamoteando situaciones referenciales importantes, reduciendo la elaboración formal de la escritura a una simple narración lineal cinematográfica. El fin es favorecer la visualización de su verbalidad, en un intento —quizás— de contribuir a una mayor comprensión por parte del espectador; y, en el peor de los casos, respetando en demasía la verborrea de unos diálogos excesivamente literarios.

Una de las películas mas relevantes del cine venezolano es País Portátil (1975), de Iván Feo y Antonio Llerandi, sobre la novela homónima de Adriano González León. El personaje central —comenta el autor— es un joven universitario que debe cumplir una acción política importante, y para ello atraviesa la ciudad. El viaje urbano, que dura una tarde y parte de la noche, se convierte para él en una especie de alucinante pesadilla en la cual flotan las circunstancias de un pasado inmediato y las sensaciones remotas de su pasado regional; tan remotas que en su memoria le lleva a la vieja casa familiar, se abarca casi un deslumbramiento que va hasta los orígenes históricos.

En la introducción al guión cinematográfico González León se refiere a la estructura de su novela y observa que el conflicto del personaje está a en la situación precisa de ser , al mismo tiempo, actor y espectador de la violencia caraqueña de los últimos años. Pero también radica en el enfrentamiento de un orden feudal brumoso y de una herencia cultural pavorosa bajo el desquiciante paisaje metropolitano.

Para una situación semejante, dice González León, «dispuse la estructura en tres planos: una acción que es la simple peripecia por el tráfago ciudadano, un acontecer inmediato que implica la vida de varios personajes en la ciudad, y sucesos en la memoria pertenecientes al pasado feudal trujillano. Los tres planos están entrecruzados y de alguna manera se relacionan entre sí, directa o indirectamente, en las secuencias narrativas. Para cada uno de ellos, de acuerdo con las circunstancias, con las necesidades tonales, traté de utilizar un lenguaje diferente. Así, el viaje urbano está descrito en términos de simultaneidad, con el propósito de que las palabras contribuyan a formar la idea de una trepidación angustiosa. Las historias inmediatas se presentan de una manera lineal, respetando todas las fórmulas convencionales. Y el pasado remoto se muestra con la carga de inflexiones, giros peculiares de la sintaxis, el voseo, frases hechas y ciertas peculiaridades del habla provinciana».3

Iván Feo y Antonio Llerandi respetaron la estructura de la novela; ajustaron el lenguaje cinematográfico a los distintos tiempos narrativos, y respetaron el habla diferente de sus personajes. Esto, normalmente, es vicio del cine venezolano: la mecánica ordenación de secuencias, que componen en sí mismas unidades aisladas sin que necesariamente exista un hilo narrativo conductor, se convirtió en País Portátil en una virtud. Sucesión de monólogos (para el pasado feudal) que se erigen también estructuralmente, cada uno de ellos, como secuencias completas y autónomas. Es decir, que la película obtuvo de la propia estructura de la novela no solo una coherencia argumental, un vigor narrativo y una intensidad rítmica, sino la descomposición del tiempo físico, cronológico, que se enriquece con la presencia, invocaciones y enfrentamientos de los fantasmas del pasado.

En uno de sus monólogos, León Perfecto, anciano, junto a su hermano Salvador, rememora las guerras de fin de siglo:

De todos los jefes nuestros, no hubo ni uno solo que fuera honrado, Salvador, ni uno solito que fuera honrado, ¡ni uno solo!. Yo a Zamora no lo conocí. Ese parece que sí era un palo de hombre y honrado y generoso y repartía vainas entre los que no tenían nada. Ese parece que sí era honrado de verdad. Pero sería el único, Zamora sería el único, porque todos los otros que yo conocí fueron una partida de sinvergüenzas que no estaban esperando sino la oportunidad pa' meterle la mano a algo...¡Igualitico que los godos! (Con convicción, casi dulcemente). La guerra era una cosa limpia, Salvado, a pesar de los tiros, y de la sangre y de los muertos y el tripero, era una cosa limpia. (Aprieta el bastón, impotente, dolido, desesperado). La guerra, carajo. (Hace una pausa y se recuesta del espaldar, extenuado, finalmente vencido). Hemos debido seguir en la brega, nojoda. Un tirito y al machete, pa' ná', pa' ná y cosa ninguna!. Porque entre los sinvergüenzas, Salvador, también estaba papá, papá, papá, que hasta presidente del Estado fue, ¡nojoda!.

Años más tarde, es Salvador, el viejo abuelo, quien habla solo pensando en el nieto guerrillero de Caracas:

Andrés, nietecito, carajo, usted no me va a salir como su padre: ¡un güevón, comerciante, lambepiso! ¡No, no, usted va a ser militar como su bisabuelo, como su abuelo, como su tío abuelo: liberal, revolucionario! ¡No, ni usted ni yo somos unos pendejos, Andrés! ¡No sea pendejo y véngase conmigo, véngase con su abuelo a pelear contra los oligarcas! ¡Usted ya no es un sute, carajo, véngase con su abuelo, véngase a pelear fuego y adentro con su abuelo! ¡A joderle el alma a esos godos! (Desesperado) ¡¡Véngase, Andrés!!

En el tiempo presente —el viaje de Andrés Barazarte en autobús y las acciones de las guerrillas urbanas— hay poco texto, pero las imágenes son rápidas y trepidantes. Sin embargo, Delia habla poco antes de su violento final:

Yo me acosté fue con el otro, con el del convertible. (Andrés la mira sin ningún signo de censura, de alguna manera comparte el esfuerzo que ella hace para hablar). ¡Es que él se portó bien, él era un tipo chévere, él no era malo! ¡Yo al novio mío lo quería, me daba rabia decirle embustes!, pero, no sé, el otro, el otro era, era otra cosa, no sé, yo creo que los quería a los dos. (Larga pausa.)

Poquito tiempo después terminé con mi novio. Le expliqué toda esa pila de paja que uno siempre dice. Poquito tiempo después (se ríe), decidí salir del convertible y, después, me compuse un poco, comencé la universidad.

El cine venezolano, en todo caso, es esencialmente urbano. No existe un cine regional propiamente dicho; Joligud (1990), de Augusto Pradelli, realizada en Maracaibo, sobre situaciones locales y en un habla maracucha, es un raro ejemplo. Por otra parte, son contados los largometrajes de ficción que revelan un alma campesina: El Iluminado (1984), de Jesús Enrique Guédez, y Díles que no me maten (1985), de Freddy Siso, son algunos de ellos). Más bien es el cine documental, de corto y de largometraje, producido por el Departamento de Cine de la Universidad de Los Andes; o, de manera independiente, el que ha recogido directamente, a veces con inseguros procedimientos técnicos de grabación, la manera poética y metafórica del habla de los campesinos andinos: «los vimos pasar cuando la luna iba a medio cielo»; o en «la conversa», cuando se reúnen en torno a las faenas de labranza. Pero, lamentablemente, son películas de difusión muy limitada.

El distanciamiento urbano y el desconocimiento del habla campesina venezolana incidieron de alguna manera en la incomunicación entre la guerrilla marxista de los años sesenta y las comunidades rurales. Incapaz de modificar o ajustar su concepción política con la de las comunidades campesinas, la guerrilla tampoco supo enfrentarse al manejo del lenguaje metafórico de unas comunidades que saben expresarse con imágenes.

Volcado casi exclusivamente en el espacio social, el venezolano es un cine que se nutre de la violencia que acompaña a los problemas que originan el subdesarrollo o derivan de él: la marginalidad, el hacinamiento habitacional, la delincuencia, la prostitución; temas incorporados a una gran cantidad de filmes en las últimas tres décadas de la producción venezolana. El tema de la delincuencia marginal juvenil, que por razones de carácter social se cruza con el de la prostitución, ha sido posiblemente el que más ha llamado la atención de los cineastas.

El duro testimonio de un filme seminal titulado Soy un delincuente, de Clemente de la Cerda, inicia en 1976 esta temática al revelar la vida de Ramón Antonio Brizuela, un niño que a los doce años ya era un subproducto de la sociedad marginal, un delincuente común: un condenado a muerte. Brizuela logró escribir un libro titulado Soy un delincuente en el que sostenía que había que organizar a la delincuencia para constituirla en un poder; lo que, de hecho, parece estar ocurriendo en la Venezuela de los noventa. Brizuela muere, a los 21 años,  ametrallado por la policía durante un asalto en la calle.

La película, más que un éxito popular cinematográfico, fue un impacto sociológico, hasta tal punto que la gente llenaba las salas no tanto para verla sino para escucharla, porque era la primera vez que los espectadores se veían a sí mismos y se oían hablar como en realidad hablan.

El filme puso en evidencia que existe, junto al mestizaje étnico, un mestizaje cultural que se hace presente a través del lenguaje. Lo que en realidad establece la diferencia social en la Venezuela de fin de siglo es la casa donde se vive. El rancho marginal ya no es una choza precaria sino una pequeña construcción de bloques sin frisar; el apartamento o la pequeña quinta con un minúsculo jardín, identifica a la clase media; y las grandes mansiones o penthouses, generalmente en zonas privilegiadas, resguardan a la alta burguesía a partir de las siete de la noche, porque durante el día rige un igualitarismo y un tuteo que por lo general suelen engañar al visitante extranjero.

La muchacha burguesa y la chica de barrio se igualan en el habla pero también en los usos y modas, ya que éstas últimas se activan con pasmosa permeabilidad. El filme Cuando quiero llorar no lloro (1973), de Mauricio Walerstein, resultó importante porque demostró no sólo que el cine venezolano era rentable, lo que marcó el inicio de la edad moderna del cine nacional, sino que visualizó en cierto modo ese mestizaje cultural que aparece señalado magistralmente en la novela homónima de Miguel Otero Silva. El filme, más esquemático aun que el libro, refiere la saga de los Victorinos: tres niños que nacen el mismo día, pertenecen a tres sectores sociales distintos y van a morir, adolescentes, el mismo día.

Tres personajes y tres actitudes violentas y fatales a través de las cuales se abordan expresiones básicas de la vida política y social venezolanas en una época difícil e inquietante. Peralta, el Victorino burgués, ocioso y patotero, se emparenta en el lenguaje con Pérez, el Victorino delincuente marginal; y Perdomo, el Victorino de clase media, hijo de un diputado comunista, se mueve dentro del lenguaje convencional universitario de extrema izquierda. Los sobreactuados burgueses del filme, falsos, acartonados y de ampulosa retórica, se expresan como los locutores y comentaristas políticos o como la autoridad, cualquiera que ella sea, cada vez que declara ante la televisión comercial, y dice «galeno» en lugar de «médico» o «profesional del volante» en vez de «chofer».

Considerando lo poco frecuente de las relaciones entre el cine y los espectadores, es la televisión la que ejerce mayor incidencia sobre el habla común. Se nutre básicamente del habla popular, pero la distorsiona luego en la telenovela o en el programa cómico; inventa giros, expresiones, modismos, se parodia a sí misma cuando alude a los rasgos de pronunciación o entonación de las diferentes modalidades del llanero, el andino, el zuliano o el oriental, y devuelve el paquete de inconsecuencias al televidespectador, que termina aceptándolo como algo genuino.

Al referirse a las encuestas callejeras sobre temas especializados, frecuentes en televisión, el articulista venezolano Ibsen Martínez señalaba que la premisa televisiva es que el hombre de la calle, desinformado por el mismo medio que lo aborda para requerir sus pareceres, idiotizado por telenovelas y concursos y programas maratonianos sabatinos, agobiado de urgencias, baldado mentalmente por todo tipo de apremios, justamente irritado por la inflación, la inseguridad y el colapso de los servicios, instigado por un reportero manipulador que le formula preguntas modeladoras de respuestas unívocas, sabe en todo momento y mejor que nadie lo que le conviene al país.

El resultado es penoso, porque la tecnología de la televisión lo vuelve todo plano, y al hacerlo desciende al más bajo común denominador, desprovisto de matices, sutilezas, historia y contexto, con lo que se convierte en promotora de consensos, casi siempre el más elemental y fascistoide.

No importa el tipo de habla sino la calidad de su relación. El cine y la telenovela-cultural venezolana, además de los posibles valores y calidades temáticas y narrativas que puedan ofrecer, han mostrado en determinados momentos cómo hablamos: un habla si se quiere tribal, marginal, un dialecto del español con una sonoridad raigal; pero que tiende a su vez, apresada como está por una cultura de masas que no sólo admite cualquier distorsión sino que la celebra, a convertirse en un manadero de clisés.

Desde otra tribu, desde la cultura indígena y en su propia lengua, un Shamán Ye'kuana de la etnia Makiritare llamado Barné Yavarí, decidió un día hablarle a Caracas para afirmar su propia cultura. Lo hizo en el filme documental Yo hablo a Caracas (978), de Carlos Azpúrua: uno de los testimonios mas vibrantes del cine nacional en relación al habla indígena de la amazonia venezolana. Yavarí habla de la creación, recuerda su origen, explica el enraizamiento de los suyos en «esas tierras que hablan en mi lengua»; la llegada de «la gente mala», los «misioneros extranjeros» que los explotan «porque se sienten dueños de todo».

Y dice: «No acepto, no acepto la creencia católica, la evangélica, porque esas creencias van contra nuestra vida, nuestra forma de ser. Ellos quieren que olvidemos. Ellos nos dicen: eso no es verdad. Pido seguridad y defensa. Yo no reclamo otras tierras, sino solamente las que nos pertenecen; digo que somos amigos, vivimos en la misma tierra, pero que se nos respete para poder vivir en armonía con nuestras tribus. Yo sé que esto es muy difícil de entender, ya que en los actuales momentos nos contradecimos los unos a los otros. Somos culpables de la presencia de gente blanca mala en nuestra comunidad».4

Azpúrua muestra a Yavarí en su propio contexto selvático: mientras el Shamán se refiere a su propia cultura, aparecen imágenes de la vida de la comunidad, y luego, en contraste, las terribles imágenes que muestran la degradación de indios aculturados que deambulan por las calles de alguna ciudad.

El mismo Azpúrua, en un largo documental llamado Amazonas, el negocio de este mundo (1968), volvió a asumir la defensa de las culturas indígenas denunciando nuevamente al grupo religioso Las Nuevas Tribus. En un film de ficción: en Jericó (1991), sobre un fraile español que en tiempos de la conquista aceptó y se abrazó a la cultura del conquistado, su realizador Luis Alberto Lamata hizo que algunos actores aprendieran la lengua Hotu y se mezclaran, en el filme, con miembros de la etnia Kariña, como para significar la multiplicidad de las lenguas indígenas. En cambio, dispuso que los actores que interpretaban a los conquistadores hablasen no un español arcaico sino mas bien neutro.

Cineastas como Manuel de Pedro (El extranjero que danza, 1971; Iniciación de un Shamán, 1980), Daniel Oropeza (Paraíso amazónico, 1970) o Calógero Salvo (La Goajira), entre muchos otros, han abordado con respeto el habla de estas comunidades, la fuerza de sus culturas y el prodigio de sus concepciones cosmogónicas. El primer censo indígena de 1980 reveló la existencia de 27 grupos étnicos con una población estimada en 140.400 individuos, englobados en lo que oficialmente se conoce como «el problema indígena», toda vez que, todavía hoy, son considerados por muchos venezolanos como «seres irracionales».

Ciertamente, el cine venezolano alcanzó tardíamente sus niveles industriales; pero, junto a millares de películas que han señalado las etapas de su largo y accidentado proceso, ha marchado siempre un habla venezolana que irá desarrollándose, afirmándose y estructurándose cada vez más en la medida en que el cine amplíe sus espacios narrativos y revele los estados de alma que permanecen ocultos detrás de quienes en Venezuela hablamos un fascinante dialecto de la lengua castellana.

Notas

  • 1. Rosenblat, Ángel. El castellano de España y el castellano de América, Unidad y diferenciación. Caracas, 1962. Volver
  • 2. Tejera, María Josefa. Evolución del castellano hasta la época actual. Diccionario de Historia de Venezuela. Fundación Polar. Caracas, 1988. Volver
  • 3. Feo, Iván; Llerandi, Antonio. País Portátil. Guión. Mérida, Venezuela. 1991. Volver
  • 4. Julio E. Miranda. El cine que nos ve (materiales críticos sobre el documental venezolano). Caracas, 1989. Volver