Paco Ignacio Taibo

Palabras, ruidos y silencios en el cine de BuñuelPaco Ignacio Taibo
(México)

Etiquetar a Buñuel, definirlo con una frase, adivinarlo con una idea, manejarlo, descifrarlo, someterlo; estupendo juego para gente de cine, de literatura, de psicoanálisis; incluso, y acaso en mayor número, para los que no saben y no entienden. Buñuel supera al surrealismo en este tipo de investigaciones, ya que el surrealismo ha tenido a muy tránsito, mientras que caminar por Buñuel es perderse a los tres pasos.

Pero Buñuel es una irresistible tentación y apenas se ve una de sus películas, el espectador, más o menos preparado para estos ejercicios, busca entenderlo, explicarlo y luego definirlo.

Con todas las etiquetas que se han puesto sobre el llamado misterio Buñuel, se podría crear un nuevo monstruo que el doctor Frankenstein ni pudo soñar, ya que cada fragmento del cuerpo recién construido sería por sí mismo una entidad soberana.

Poner en orden todas las etiquetas, es un ejercicio que a mí me llena de ilusión y que haría sino fuera que también me llena de pavor, ya que el resultado final no aceptaría ni a Boris Karloff ni a Marilyn Monroe, para irnos a los extremos.

De cualquier forma, ese posible libro de los mil nombres de Buñuel queda en proyecto para cuando se me pase el miedo.

Por lo pronto, me quedo observando la etiqueta que François Truffaut ató el dedo gordo del pie izquierdo de Buñuel. Es un anarquista escéptico que piensa que todo los seres humanos son imbéciles pero a pesar de eso la vida es divertida.

Esta imagen típica del circo en donde unos idiotas hacen reír a una audiencia aparentemente respetable no es propia de Buñuel, que entiende no sólo que el circo no es su mundo, sino que la pista y los payasos ya están patentados por Fellini. El mundo de Buñuel tiene un humor más ácido y también más cruel; en vez de las trompetas de Nino Rota, los tambores de Calanda. Sólo los muy listos se ríen, risa de conejo, en las películas de Buñuel.

Por otra parte no es Buñuel hombre de generalizaciones tan verticales. Un mundo de imbéciles no hubiera dado seres geniales y cuando le preguntan cuáles son los tres hombres más importantes del siglo, él responde sin vacilar: «los tres hombres más importantes del siglo son Freud, Lenin y Eisenstein», lo que equivale a proponer a quienes nos ofrecen la mente, la sociedad y el tiempo.

Pero tampoco hay que tomar esta selección como definitiva para un Buñuel que en la ambigüedad tiene su mejor acomodo y sabe que la mente engaña, que la sociedad tiende al fracaso y que el tiempo se muerde la cola.

Con el paso de los años, el joven Buñuel que juzgaba oportuno afeitar la barba de Juan Ramón Jiménez, abandonó la navaja sustituyéndola por una aguja de bordar. Este tránsito ha favorecido a los aficionados a la etiqueta, puesto que la imagen del creador parece más completa, más cerrada en sí misma, más fácil de definir, y no es cierto. Según tal cosa, con el paso de los años, acaso con el paso de los siglos, Don Luis Buñuel se nos mostrará, algún día, tal cual.

Pero todo esto, ¿tiene sentido? No, no lo tiene.

Buñuel es un anarquista escéptico que no cree que François Truffaut sepa quién es Buñuel. Vayamos más lejos: Buñuel es un anarquista escéptico que trata de saber quién es Buñuel.

Más lejos aún: ¿Son escépticos los anarquistas?

En los inicios de los ochenta había yo levantado el estandarte de la negación de un Buñuel clasificable y un recorte de periódico, ya muy maltratado, me recuerda que durante la presentación de El gran calavera en el Auditorio de Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma dije, según el cronista: «Ya basta de hablar de Buñuel. Se corre el riesgo de encontrarle razón de ser y ponerlo al alcance de todos y convertir no sólo el misterio, sino la burrada, en un ejercicio dialéctico».

Comparaba yo a los explicadores de Luis con lo fueron en su día los jesuitas de su generación española: expusieron tan convincentes argumentos para demostrar la existencia de Dios, que terminaron produciendo unos brillantes intelectuales ateos.

Terminó Taibo pidiendo que no se continuara en la absurda tarea de convertir a Buñuel en un santón, ya que era bien sabido que la principal actividad cultural del aragonés ha sido, durante toda su vida, la de lanzar piedras a los santones.

Pero el tiempo pasa y Luis Buñuel, con todo y su sonrisa socarrona, termina siendo irresistible. Prueba de ello es este mismo texto de quien ayer opinaba en contra de que fuera posible.

La primera advertencia para quien acuda al cine de don Luis es ponerle en guardia contra los sistemas habituales de investigación. Una película habla de sí misma a través de las imágenes, los hechos, las palabras y los sonidos o la música.

Así, un filme del Oeste salvaje puede renunciar a las palabras, como ocurrió en el inicio del cine mudo, ya que para contar la historia bastaban los malos, los buenos y los caballos. Es decir, el film se decía a través de los hechos.

Algunas películas del neorrealismo italiano, como veremos más adelante, quisieron, de los cuatro elementos esenciales, prescindir de los hechos. Y las llamadas películas históricas cargan la suerte sobre las palabras y algunas ofrecen todos los caballos del mundo por el reino del cine.

En las más singulares películas de Luis Buñuel, los hechos nada nos dicen, la música no existe, las palabras no aclaran y, en ocasiones, las imágenes son una trampa.

Cabría decir que Buñuel nos está ofreciendo un cine que, en su parte esencial, no es cine, o, por los menos, no es cine al gusto, a la moda, según la tradición, el sistema o el estilo común.

Cuando Charles Chaplin camina por una solitaria carretera hacia el infinito, bien sabemos que va hacia la poesía, hacia la esperanza. Cuando todos los protagonistas de una película de Buñuel caminan por esa misma carretera, en silencio, bajo un cielo que no tiene ninguna significación, no sabemos adonde van, de dónde vienen.

El hecho de que caminen ha perdido el significado del caminar de Chaplin. La diferencia de los caminadores de Buñuel es que sólo caminan por caminar.

La palabra fin interrumpe de una forma brutal, todo intento, incluso, de una apetencia súbita de caminar con ellos.

Y descubrimos algo esencial. En el film de Chaplin, aun cuando se nos proyecte mudo, una música lo acompaña en su viaje hacia el infinito. En los caminantes de Buñuel no hay música, no la puede haber, a pesar de que se trate de una película sonora.

El globo debió ser antes que la bicicleta, y el silencio antes que las orejas, pienso que pensaba Luis Buñuel; y, en ese caso, el cine mudo sería la fase final y perfecta de la cinematografía.

Tenía razón Chaplin cuando vaticinó que la palabra mamá, dicha por un falso negro arrodillado, no anunciaba la nueva era, sino la muerte de la perfección. Aun cuando también es cierto que la madurez perfecta había ya recibido condenas de muerte a través de la palabra escrita en letreros filmados.

Cuando llega al cine Luis Buñuel va a descubrir que llegó demasiado tarde y que le estaba prohibido caminar de espaldas al presente. El sonido —la palabra, más bien—, se le habla adelantado y sólo quedaba domesticarla o, por lo menos, hacerla menos evidente.

Si el cine sin sonido ya había sido destruido por la modernidad, lo único que le quedaba a Buñuel era quitarle a la palabra todo vestigio de literatura, también de poesía, y prohibirle la entrada en sus historias a la música.

Todos los grandes filmes de Luis debían de ser precedidos de una advertencia: prohibido contar y cantar. Y, sobre todo, ser poeta. En todas las primeras películas de don Luis, la palabra, aceptada por orden de la modernidad, se niega a toda complacencia poética. Sólo la imagen tiene tales derechos.

Cada frase que leemos. o bien oímos, acaba de ser raptada a una enciclopedia y mantiene ese espía de la documentación refrigerada. La palabra nos dice que el escorpión es un arácnido que vive entre las piedras. Si quisiéramos saber más, habría que preguntar al arácnido.

En cuanto a la música tal cosa no existe.

Se sorprenden sus amigos en París de que suene Wagner en las primeras secuencias  de su primer film. La razón viene dada por dos razones: la primera es que el cine sonoro ya había sido inventado; la segunda es que la única música que Buñuel tenía esos días en su casa eran discos wagnerianos.

Quiero decir que las palabras eran científicamente adecuadas y la música prácticamente circunstancial. En varias ocasiones suenan los tambores de Calanda como fondo de un fragmento de historia filmada.

Un crítico le reprocha que haya abandonado su teoría de que la imagen se basta por sí sola y no necesita acompañamiento musical. Buñuel responde, enojado, que los tambores no son música, sino ruido. Sin embargo, hubiera dado algo de valor por saber que los escorpiones gruñen, chillan, murmuran o acaso hablan.

Le molestaba que encontraran en sus secuencias poesía o que se hablara del lirismo que algunos percibían en sus paisajes. «Eso es cosa de poetas», murmuraba para su coleto. El silencio de Buñuel era tan suyo que no sabía compartirlo ni con sus viejos amigos.

Con los amigos se habla, hasta se grita, se toman copas. Pero lo perfecto es el silencio. Buñuel no se sentaba en un bar y se quedaba solo, sin hablar. Decía que hablaba consigo mismo. Cuando le llegó la sordera propuso un cine para sordos.

Un día, Federico García Lorca inicia un experimento emocional y se recluye en un monasterio en donde los monjes sólo pueden hablar entre sí una palabra los domingos. Federico se aterra ante ese silencio que le parece significar una falta absoluto de amor.

Pero Jaime Sabines piensa que el amor es el silencio más fino. ¿Qué piensa Luis Buñuel del silencio, de su silencio? Por lo pronto que no es compartible.

Al cine se va a mirar, no se va a oír. Se decía de una película que era un filo en el que todos hablaban mucho, demasiado. Buñuel, al llegar a este punto, afirmó que desde hacia algún tiempo las películas con mucho diálogo le molestaban más que antes. Alguien pretendió encontrar en esta afirmación una teoría cinematográfica, pero Buñuel aclaró rápidamente su punto de vista: «Mi sordera».

Max Aub recordaba una cita de André Malraux que luego yo encontré en un breviario de Charles Ford: «El principal problema para el escritor de guiones de cine es conocer cuando los personajes deben hablar. Este problema no existe en el teatro. Ahí deben de hablar siempre».

Julio Alejandro, llamado a opinar sobre el tema, me contó que una de las tareas más ingratas cuando se trabajaba en un guión con Buñuel, era la de tachar diálogos que habían sido, primeramente, aprobados. Y pensábamos enviar el material ya aprobado a Emilio Carbellido que tenía mucha experiencia teatral y había escrito muchos diálogos para personajes mexicanos. Antes de mandarle a Emilio las cuartillas, el propio Luis comenzó a releerlas y pidió que yo le prestara mi lápiz.

Le vi comenzar a tachar diálogos y más diálogos. Yo protesté, «Luis —le dije—, sólo vas a permitir a Emilio que supervise los silencios».

Lo que no podía ponerse en duda, antes o después de la sordera, es que Luis dudaba de que el exceso de diálogos pudiera enriquecer una película. De su trabajo en los Estados Unidos, cuando intervino con muchos doblajes, le había quedado un cierto rencor contra los filmes en los que los protagonistas se hundían en todo tipo de conversaciones inútiles.

Julio Alejandro contaba otra historia: «Estábamos estableciendo una secuencia, no recuerdo para qué película, en la que una persona entraba en una habitación donde la esperaban otras gentes. En estos casos yo le decía que quien entraba tenía, sencillamente, que dar las buenas tardes. Pero Buñuel refunfuñaba: «Eso que dices —me contradecía— estaría bien. Pero antes hay que saber varias cosas. Si es mañana o es tarde y, sobre todo, si el personaje que entra está bien educado». Creo que, después de todo esto, el personaje entra sin saludar.

Por los días en los que se produjo este diálogo, yo estaba escribiendo un texto de diez pequeños capítulos sobre Buñuel que luego se publicaron en un libro titulado Por el gusto de estar con ustedes. Para redactar aquellas páginas hice una serie de apuntes a los que ahora acudo, nueve años después.

Fueron estupendos días con Julio Alejandro, un personaje de una bondad y generosidad inolvidables. Nos reuníamos alrededor de una alberca en Cuernavaca y hablábamos mucho de Buñuel y de sus manías y ocurrencias.

En el cuaderno de apuntes leo ahora: «A Luis no le interesa hacer Tirano Banderas, dice que el lenguaje de Valle Inclán es demasiado elaborado para el cine. Y dice, también, «que en el cine los personajes no deben de hablar bien, sino poco y mal». Muchas veces hablamos, efectivamente, de Valle Inclán, porque en los periódicos y revistas se solía comentar que habían ofrecido al aragonés hacer un nuevo filme, y le dejaban elegir entre Tirano Banderas y Romance de lobos.

«Hablen mucho», decía, tozudamente, Luis Buñuel.

Un día hice un trabajo inquisitivo sobre las frases que me parecían las más significativas de sus películas. Ello porque por entonces un joven, que después tengo entendido que se hizo crítico de cine, estaba seleccionando las frases últimas que pronuncian en los mejores filmes los protagonistas.

Por mi parte, elegí una severa advertencia que dice uno de los personajes de El discreto encanto de la burguesía: «No existe mejor tranquilizante que el martini seco». Y con esta misma frase brindábamos junto a la alberca Julio Alejandro yo.

Cuando en la pantalla no pasa nada, algo está pasando.

Buñuel elogió el film Umberto D., del que afirmó que era uno de los pocos que algo personal y nuevo habían traído al cine. En un escrito suyo afirma: «En Umberto D., una de las películas más interesantes que ha producido el neorrealismo, una criada de servicio, durante todo un rollo, o sea, durante diez minutos, realiza actos que hasta hace poco hubieran podido parecer indignos de la pantalla. Vemos entrar a la sirvienta en la cocina, encender un fogón, poner la olla a calentar, echar repetidas veces un jarro de agua a una línea de hormigas que avanza en formación india hacia las viandas, dar el termómetro a un viejo febril, etc. A pesar de lo trivial de estas situaciones, esas maniobras se siguen con intereses y hasta con suspenso».

¡Esa película la vi yo en el año 1895 la filmó el señor Lumière y aparece él mismo y su esposa! En un jardín una pareja da de comer a un bebé. Sólo faltan la sirvienta y las hormigas. Sostengo, por lo tanto, que el filme si bien trajo algo personal, no trajo nada nuevo.

Buñuel en estos días me hubiera contado que cuando vio cómo se hundía el Titanic con cientos de personas, pensó que estaba ante una película en la que no pasaba nada.

Al llegar a este punto, y para no molestar a los críticos puntuales, conviene señalar que Umberto D. es una película del año 1951 que dirigió Vittorio de Sica sobre una historia de Cesare Zavattini. Ese año la película italiana que ganó más dinero fue Anna, dirigida por Lettuada, y en 1952 la máxima triunfadora en la taquilla fue el Don Camilo de Duvivier.

Buñuel conoció a Zavattini, quien  escribió en México un guión para cine que tituló «México mío». Aparte de la secuencia de la cocina, con la sirvienta moviéndose y matando hormigas, algo más debió de ver y convencer a Buñuel en la película.

La historia trata de un anciano que pretende suicidarse. Hacia los cuarenta en Italia parecía como si los viejos estuvieran cansados de una vida que les había hecho pasar por momentos muy difíciles. A ellos y a su país.

Parece ser que Zavattini leyó en los periódicos este tipo de noticias y le propuso a De Sica escribir una historia sobre el tema. De Sica se interesó de inmediato por la historia. Él también quería saber por qué los viejos italianos no querían vivir esos últimos años de vida que aún les quedaban. De Sica había sido testigo de una historia semejante a la que pretendían contar, y dedicó el film a su padre, un Umberto D.

Supongo que de mil personas que vieron en su día el filme, la inmensa mayoría recordarían esencialmente al viejo que, aburrido o incapaz de seguir soportando la vida, quiere matarse.

¿Qué decidió a Buñuel a narrar una y otra vez la secuencia de la sirvienta que deambula por la cocina y decide exterminar a las hormigas, en vez de mencionar al anciano desesperado, verdadero eje de la historia, sin cuya presencia el filme no existiría?

El pudor tiene caminos y trampas, oscuros recovecos, escondrijos intransitables, huidas que no se pueden confesar y que bien pueden llevarnos de un lastimoso anciano a una hormiga. Y de la renuncia del hecho cinematográfico a una sirvienta que se aburre en su cocina. La sirvienta, por cierto, guarda silencio; y Buñuel, a la hora de mencionar como ejemplar esta secuencia, prefiere olvidar la vejez, ese período de su vida en el que está entrando, y acudir a las hormigas.

Entre la verdad de su vida y los hechos, Buñuel prefiere los hechos que ocultan las verdades. Los personajes de Buñuel son fieles a su padre creador. Hablan poco y lo que dicen no tendría sentido sin lo que vemos. O, para ser exactos, lo que vemos tiene sentido a pesar de lo que dicen. En El fantasma de la libertad, el embajador dice a su criado que se vaya a dormir. El criado se va a dormir y todos salimos del cine. Fin.

Sin embargo, en El gato pardo de Visconti, el príncipe aprovecha los últimos metros de película para pronunciar un discurso. «Estrella, fiel estrella, ¿cuándo te decidirás a darme una cita menos efímera, lejos de los troncos y de la sangre, en tu región de perenne certeza?». Luis no podría hacer que ninguno de sus personajes hablara así.

Habiendo dedicado en lo posible su cine a la ausencia del hecho, de la anécdota reveladora, del acontecimiento, Buñuel emprendió su segunda guerra personal. La guerra contra la palabra. El buen cine de Buñuel, ajeno a sus películas poco significativas, se va quedando no tanto como un árbol sin hojas, sino como podría quedar un árbol sin árbol.

Objetada la acción y la palabra en tal árbol quedaría el sonido. Una tarde en un viaje a Cannes el cineasta aragonés puede ver una película japonesa titulada en francés La porte del l' enfer.

Buñuel no la podrá olvidar; como tampoco las opiniones del director Kinugasa, quien afirma que el único valor imprescindible en el cine es el silencio. Y  confiesa Kinugasa que quiere hacer una película sobre un hombre que vive a la orilla de un río, con lo cual toda la música que se escuche será la que produzca el paso del agua en días tormentosos o plácidos.

Buñuel va a encontrar en el lejano japonés un espíritu gemelo, y acaso esas aguas le abran su propio secreto. En sus filmes no suena música alguna y cuando en varias ocasiones surgen los terribles redobles de los tambores de Calanda no es porque sean musicales, sino que en ese momento las aguas vienen fragorosas.

Sin hechos, sin palabras, sin música, hay que preguntarse qué es lo que queda en los mejores filmes de Luis Buñuel. Alguien pudiera responder que queda la poesía. Pero, ¿qué es poesía para Buñuel?

Durante mucho tiempo yo acudí a una tertulia que de alguna forma lideraba León Felipe, siempre con su chamarra de pastor, su gorra negra y una cachaba de muy impresionante aspecto. Nos sentábamos todos alrededor de una o varias mesas en el café Sorrento y se hablaba de todo, de todo menos de cine.

Tardé mucho en advertir esta ausencia, acaso porque yo cubría mis amores cinematográficos en otras reuniones. El caso es que el tema cine era una ausencia, y ello a pesar de que, incluso, alguna vez pasaba por el Sorrento Max Aub y de que un conterturlio habitual, Bretón, componía música ambiental para muchas películas.

Nunca comenté a Buñuel que su nombre estaba tan curiosamente alejado de los temas habituales de aquel grupo de exiliados españoles, quienes reconstruían su Madrid de jóvenes tan puntualmente que se llegaba a poner en discusión sobre si una taberna se encontraba en ésta o la otra calle. En 1965, el olvido de Luis Buñuel por parte de los poetas del Sorrento mexicano apareció muy evidente, y aún escandaloso, cuando León Felipe hizo público un largo poema titulado Ángeles en el que recordaba a los «ilustres amigos» del exilio, a los que, según afirmaba, debía una elegía.

Los nombres de estas figuras aparecían uno tras otro en un largo rosario en el que algunos eran relacionados sólo por sus nombres de pila. En la relación había políticos —Indalecio Prieto y también militares—, Llano de la Encomienda y, claro está, poetas: Cernuda, Domenchina, Moreno Villa.

Luis Buñuel no aparecía en esta larga nómina y, por lo que recuerdo, nadie señalo tal ausencia. Como si el cine no tuviera lugar en el gran monumento poético al exilio español. Y eso a pesar de que en 1965 Buñuel ya había entrenado, entre otros filmes, Nazarín, Viridiana y El ángel exterminador.

A vueltas con este curioso fenómeno de ignorancia que supongo nunca fue el resultado de una mala intención, sino de una suerte de desprecio por un arte menor, fui a entender que estábamos ante un fenómeno de ida y vuelta. El propio Buñuel, tan olvidado por los literatos en los días del café Sorrento, jamás tuvo la tentación de pasar por tal café, que ya había adquirido la calidad de mesa de jurados de la intelectualidad.

Si para los amigos de León Felipe poesía bien pudiera ser «tú», ese tuteo nada tenía que ver con el cine. Y Buñuel, para su coleto, pensaba que Lorca y sus otros amigos de juventud eran gente importante que había equivocado el camino, cayendo, para su mal, en la poética. Buñuel, cuando joven, había sido poeta. Pero pensaba que hay muchas clases de Poesía, entre ellas la que llamaremos «estilo habitual». Buñuel, según esto, fue un poeta inhabitual.

A través de su voz algunas veces  y otras de sus gestos, el testigo del Buñuel ya anciano se asombraba de que el clamor que ante los poemas de Lorca se producía en el mundo entero no parecía conmoverle y, en ocasiones, le producía una mueca, como pude advertir cuando un colega joven elogió la historia de la mocita que Federico se llevó al río.

Para él, lo mejor de Lorca no eran sus poemas, sino el propio Lorca. Un velo de amistad que permanecía intacto al paso del tiempo y de la muerte permitía salvar a Federico de dos graves pecados: su homosexualidad y su poesía.

Buñuel, por alguna razón, abandonó el poema surrealista que produjo en los años juveniles y no volvió a ejercitarlo a lo largo de su vida. Es más que posible que descubriera que el surrealismo no era un asunto para poetas, sino para cineastas. Esta actitud parecía compartida por el propio Dalí, quien un día, según narra Agustín Sánchez Vidal, dije a Federico: ¿No crees tú que los únicos poetas, los únicos que realmente realizamos poesía nueva, somos los pintores?

Un Buñuel ya cuarentón, que abandonó no el surrealismo sino la poesía a la que el surrealismo obligaba, bien pudiera decir, sin énfasis alguno, que la poesía estaba en el cine o no estaba. Buñuel negó en sus días más aguerridos, no sólo que tuviera algún valor la mozuela, el río y cierto compromiso lírico, sino también el burro algodonoso de Juan Ramón Jiménez, cuya barba fue objeto de amenazas públicas.

Gabriel Figueroa ha legado una anécdota que si no fue cierta, sí lo debió ser. Cuando Gabriel había colocado la cámara de tal forma que se pudiera gozar con un paisaje idílico o, por lo menos, bello, Luis le pidió que la cámara abandonara el paisaje para enfocar una escena sórdida y fea.

Esto nos llevaría al concepto de la belleza y el cine. O, visto de otra manera, a la presencia en la película de la belleza paisajista que nos ha llevado a algunos filmes en los que el gozo ante el paisaje supera, desplaza o eleva la fotografía sobre la historia. Estábamos hablando de John Ford y de La diligencia y se comentaba el entusiasmo que a un respetado crítico mexicano le había producido la película.

Alguien le preguntó a Buñuel lo que pensaba del filme, y recuerdo exactamente que respondió: «Mucho paisaje». Cuando anoté esta impresión, acaso días después, yo no había advertido aún que Luis era un director de puertas adentro. Es curioso cómo aparecen en sus películas muy pocos paisajes.

Creía Buñuel que el español era un escritor de casa cerrada, que el paisaje casi no entró, hasta el romanticismo, en las descripciones novelísticas. Luis decía también que su cine tenías «las ventanas cerradas». Por todo esto los inmensos paisajes de John Ford, con altísimas montañas y praderas inmensas, le chocaban.

Acaso en ese paisaje tan abierto y grandioso se sentía inseguro y con él sus propios personajes. Los tipos de Buñuel no pueden salir de una habitación o, en su caso, no podrían salir de un vagón de tren o de un barrio minúsculo. Elogiar al cine de John Ford era tanto como hablar de un mundo exterior e incomprensible. Un mundo en donde sus seres, más o menos humanos, eran devorados por el paisaje ajeno y hasta enemigo Demasiados paisajes, dijo.

Curiosamente, es cierto que La diligencia se beneficiaba con los grandes paisajes, como los famosos Monument Valley que luego cientos de películas frecuentarían para ofrecer su grandeza salvaje y dura, pero la verdadera historia ocurría en lugares tan cerrados y aun herméticos como un vehículo en marcha, una cantina, un establo.

Nació el filme de un cuento que, bien pudiera decirse, era una historia de caracteres. El autor metía en el reducto de la diligencia a un pequeño grupo de gentes bien seleccionadas: un jugador de cartas, una prostituta, un dipsó, un joven noble y aventurero, un doctor... fauna que bien observada daba juego para una obra de teatro.

Y esto parecía advertirlo Luis Buñuel cuando se quejaba del exceso de paisajes bellísimos, pero capaces de entorpecer con su presencia el drama humano. A este desfile de personajes, el argumento añadía una amenaza oscura e incomprensible, un jefe indio históricamente famoso, Gerónimo. Gerónimo era el mal exterior, como bien pudiera ser una peste, un terremoto, un volcán. Pero el mal interior es lo que importa del filme, lo llevan dentro de sí los viajeros de la diligencia. Lo otro, como diría Buñuel, es paisaje.

A Buñuel no le gustaba el cine. O, por lo menos, no era eso que se llama un gran aficionado. Incluso muy pocas de sus propias películas le gustaban, y en algunos casos rescataba de un filme alguna secuencia o ciertos instantes, tales como un gesto de un actor, una mirada o un cierto silencio.

Calculaba que a lo largo de su vida había visto un promedio de cuatro películas al año e, incluso, creía recordar que en algunos años no había visto ninguna. Esto, que nos podría colocar a Buñuel como un ajeno a la cinematografía, es injusto y contrario a su verdadero perfil. Era un cineasta total, que no significa un devorador de películas. Se acercaba al cine con un amor discriminatorio que no le obligaba a acudir al cuarto oscuro sino cuando la apetencia, la presión de algún amigo, o el culto a la amistad de un colega lo llevaba por tal camino.

Algunas de sus propias películas sólo las vio una vez y a otras apenas si las recordaba.Cuando era joven quiso ser músico y luego fue escritor, la vida le fue apartando de tales aficiones por imposiciones de la sordera o por ir descubriendo que la literatura no era lo suyo, hasta el punto de llevar siempre a su lado lo que llamaba «un escritor profesional». Escribió primero poesía y luego hizo poesía por otros medios distintos del cine; sin embargo, tan pronto que  hubo de abandonarlo durante años, y su retorno asombró, incluso, a los críticos europeos que pensaban que se había muerto. Y en el cine consiguió algunas obras asombrosas y fuertes que le hace figura esencial de cualquier tratado.

Era un creador cinematográfico tan personal, tan fuera de lo común, que le sobraba el cine para contar lo suyo. De espaldas a las técnicas a los encuadres, a los estilos, contaba no lo que veía, sino lo que quería ver. Su personalidad, es decir su forma de ser como era y no como le convenía mostrarse, resultaba un bocado difícil de tragar para muchos críticos y muchos espectadores; pero, a lo largo de los años, incluso los que no le tragaban, lo aplaudían.

Sus opiniones sobre películas tenían muchas veces la brevedad de un sí o un no. Y esto también sirve para acércanos más al hombre. A través de lo aquí expuesto, bien se puede establecer la calidad de renunciante de Luis Buñuel, el hombre que de forma tenaz —tanto como su propia vida y su necesidad de supervivencia se lo permitieron— fue renunciando a todo. Renuncia a la bella historia. Renuncia a la bella imagen. Renuncia a la bella palabra. Renuncia a la bella música. Renuncia, en fin, a la poesía. Un día, acaso sorprendiéndose a sí mismo, fue a descubrir que estaba a punto de renunciar al Surrealismo.

Debió ser un momento dramático cuando advirtió que en los primeros quince minutos de la apología del dulce encanto de los burgueses, había planteado una historia policiaca. Entonces volvió sobre sí mismo, para encontrar al surrealista perdido, y metió en el filme a unos militares que cuentan su historia. Había renunciado demasiado. Estaba a punto de quedarse sin él mismo. En volver a los puros huesos de Buñuel, a los días en los que sólo el surrealismo podía justificar tantas renuncias.

En los últimos años de su vida hubo de aceptar que si bien pudo renunciar el cine a todo, en cuanto al surrealismo sólo pudo renunciar en parte. Fue el surrealismo su enfermedad profunda, su sarpullido intermitente que aparecía a la mitad de un proyecto y a la mitad de su vida, que lo justificaba ante sí mismo, que le daba una razón de ser cuando sus amigos de juventud habían desaparecido o hecho desaparecer sus Ideas. Pero que no podía ser todo en un film, como no se puede hacer una película sobre una picazón.

Cuando Buñuel terminó L'age d' or, en la pantalla quedaba un letrero antes de la palabra fin. «En la primaveral», decía. Acaso nadie lo supiera, pero era una despedida.

Si yo pudiera llevar a cabo la gran película de Luis Buñuel que nos dejó a deber, haría un filme con todas las secuencias surrealistas de los filmes de Luis. Y no sería, como algunos pueden pensar, una película sin pies ni cabeza. Sino un filme con la cabeza y los pies del surrealista llamado Luis, para ser exacto, que no debía existir.

Conviene, a estas alturas del examen del cine de Buñuel, entender con claridad que lo que nos asombra y desconcierta en ocasiones, lo que nos deslumbra también; es la aparición de un elemento que confiere a algunas de sus obras una calidad que no se encuentra en ningún otro creador.

Yo diría, incluso, que cuando ese elemento no aparece en sus películas, éstas podrían pasar inadvertidas de ofrecerse a un público no enterado. Creo que el cine de Buñuel ha sido injustamente valorado por sus propios admiradores, quienes, a fuerza de respeto, sumisión y amor, han intentado rescatar aquello que pienso es irrescatable. A mi juicio, sólo cuando el elemento que movió y transformo la vida de Buñuel aparece en sus películas, éstas adquieren un valor inusitado. Incluso, cuando ese elemento llamado surrealismo se encuentra en pequeñas proporciones, digámoslo así, en la totalidad de un film, éste adquiere una dimensión y una fuerza tan desconcertante como vigorosa.

Sus críticos más apasionados, entregados, deslumbrados, no han podido frenar ese apasionado fervor por el maestro aragonés y encontraron en donde no los hay, elementos para exaltar en diferentes medidas algunas obras mediocres de Buñuel. Esto me parece una injusticia que sólo lleva al desconcierto a quienes recelan de la genialidad de Luis.

He intentado ofrecer un catálogo de las llamadas renuncias de Buñuel al cine que la industria nos ha dado como el producto perfecto, hasta el punto de que hay fórmulas para hacer películas que parecen más propias de un pastelero que de un creador. Tanto de amor, tanto de odio, tanto de paisaje, tanto de color, tanto de música y tanto de algunos otros tantos.

Pero ni tan siquiera las renuncias de Buñuel dan clara noticia de su cine si no atendemos a otra presencia, en ocasiones salvaje y en otras sutilmente administrada en algunos filmes. En las películas en las que esa presencia no se advierte, yo diría que el verdadero Buñuel no está.

Y no parece justo que lo reemplacemos por su propio fantasma. Lo que sigue es un intento, por irrespetuoso más amoroso, de establecer el surrealismo en el cine de Luis. O, si ustedes quieren, de denunciar al verdadero Buñuel que habita en las películas de Buñuel.

—Surrealismo. Descubrimiento parisino. Amigos, asombroso y sorpresa. Nacimiento del cine surrealista. Un perro andaluz y La edad de oro 1929 y 1930.

Las Hurdes. Descubrimiento del documentalismo. 1933.

—Exilio. Tiempo de vacío. 1935 a 1958. Atisbos muchas veces jamás advertidos de surrealismo íntimo. Filmes tardíamente sobrevalorados.

—1961. Viridiana. Retorno a España. Recuperación de elementos surrealistas. Recuperación de España.

—1962. El ángel exterminador, México. Recuperación de la razón de ser surrealista.

—1964. La nueva Francia. Lo que queda del surrealismo joven, no es nada. 1965. Simón del desierto. Nuevos atisbos. Viejas ideas.

— Últimos filmes. 1965 a 1977. A la busca de lo que ha quedado del naufragio. Ese oscuro objeto del deseo.

De todo cuanto he dicho y aún de lo que pienso y aquí no tengo tiempo para ampliar, yo diría que en el cine de Buñuel sólo dos películas pueden incluirse dentro de un surrealismo cerrado y exigente. Son las dos primeras que hizo el aragonés. Los que las siguen son filmes que, en algunos casos, acuden al Surrealismo como quien intenta no desligarse demasiado de sus inicios, de sus primeras convicciones. Pienso, en fin, que podría decirse, sin agredir a la historia ni a la verdad, que el verdadero cine surrealista sólo lo llevó a la práctica Luis Buñuel en sociedad con Salvador Dalí.

Y si bien fue un cine que dejó huella en muchas otras películas memorables, del mismo autor, también es cierto que apenas nace, muere. Habiendo recorrido el cine de Buñuel en una tarea para despojarse de aquello que no le concierne ni le da sustancia, estaríamos ya en la parte medular: descubrir su secreto. ¿Qué hay dentro del admirable, insólito y misterioso cine de Buñuel? Tengo la respuesta.

En las mejores películas de Buñuel está Buñuel.