En su carta a Bill Clinton, Antonio de Nebrija decía que la tecnología «es el arma del imperio» y creo que Nebrija, una vez más, tenía razón. En este caso la tecnología a mí me falló del modo más total, porque la parte conceptual de mi intervención —que eran los clips de películas mexicanas— no va a poder ser expuesta debido a dificultades con el aparato, con lo que mi ponencia queda liberada nada más a la palabra y, por tanto, perecerá con ella en esta época de triunfo de la imagen.
La poesía modernista es un sacudimiento cultural que prueba, al alcanzar a masas que se suponían inaccesibles o incapaces de sentir ese pasmo estético de la palabra, la enorme posibilidad de alcanzar y conmover, con el solo empleo de la poesía, a sectores condenados solamente al atraso y a la incomprensión de lo bello. ¿Cómo no van a estar sentenciados a la sordera idiomática si se les regaña por no hablar y no vocalizar como la elite? Dicho sea de paso, la elite del poder y del dinero en México, asombrosamente iletrada por lo común, desprecia con furia a los ignorantes.
Por eso, en los años treinta, cuando el cine mexicano inicia lo que muy idealizadamente se llama «época de oro», sólo hay un registro confuso y mitificador del habla popular por razones de censura del buen gusto dominante de un racismo nada avergonzado de serlo, del rechazo teatral de los sectores ilustrados y de la fuerza del amedrentamiento lingüístico. Si no sabes hablar como Dios manda (sería el mensaje) mejor ni hables». Y Dios manda que sus hijos utilicen la corrección y el decoro de los académicos de la lengua, investidos en ese momento con la autoridad del esplendor idiomático al que atacan las hordas de los inconscientes.
Los académicos señalan las imperfecciones y monstruosidades: «No se dice haiga», y vierten regaños sobre el vulgo que, con tal de envilecerse, se revuelca en los barbarismos. En cierta medida, la causa de los académicos es noble y, por lo menos, intimidan a periodistas y locutores de radio. También ejemplifican el desprecio de quien tiene posibilidades formativas por quienes ni siquiera atisban el miedo al «qué dirán» de los académicos, y ya que no queda otro remedio, se acepta en este medio dictatorial el uso popular de mexicanismos, de refranes, de algunas voces del inglés, hasta ahí.
Lo que impera como sonido consagrado es la retórica proveniente de la religión católica y la retórica del buen decir del melodrama teatral, a la que se podría agregar el buen decir de los abogados. El buen decir de las tempestades del alma, de los sermones y de los catecismos, y de lo que se llama todavía «la religión de la patria». Las denominadas groserías, las «malas palabras», no sólo delatan al hablante y su incontinencia verbal, también emiten lo que podría considerarse «sonido pecaminoso». Decirlas en presencia de damas resulta imposible y lanzarlas ante mujeres comprueba que las presentes no son damas. El uso de la grosería es literalmente la renuncia al espíritu femenino.
En el teatro frívolo, los juegos de doble o triple sentido, los albures, son indispensables; pero ya se sabe que al teatro frívolo va la sociedad disfrazada de pueblo, en el carnaval efímero de las degradaciones morales y los estremecimientos en las sillas o en las butacas. En materia de habla popular lo más significativo, el principio del vuelco histórico es la radio, que al alcanzar incluso los ámbitos rurales, impone frases, estilos de la voz y temperamentos verbales. De hecho, el sonido oculto, sea éste lo que sea, se modifica gracias a la radio. Antes, un médico o, sobre todo, un abogado, amantes de la prosopopeya, de la sensación de la autoridad del buen decir, elegían como paradigmas a los oradores, sacros o laicos. Luego de la radio, el modelo acústico de la autoridad en el uso de la palabra viene de los locutores. No en balde, Arturo de Córdova, que será en este siglo mexicano el modelo del buen decir, primero fue locutor.
También, y esto es importantísimo, al atenuarse el imperio de la poesía rimada, corresponde a la canción popular proveer de frases que las colectividades retienen y elaboran como habla personal:
Todos dicen que es mentira que te quiero, porque nunca me habían visto enamorado.
Tienes el perfume de un naranjo en flor, el altivo porte de una majestad, sabes de los filtros que hay en el amor, tienes el hechizo de la liviandad.
Imaginarse a las amas de casa en los años treinta convencidas de tener el hechizo de la liviandad es una de las sensaciones que a mí, en lo particular, más me recompensan.
Temor de ser feliz a tu lado y una licencia inesperada para el habla popular viene de la canción ranchera, que le da carácter de identidad nacional al anacronismo:
Creibas que no había de hallar amor como el que te di, tan al pelo lo jallé que ni me acuerdo de ti.
¡Ay! Cuánto me gusta el gusto, y al gusto le gusto yo, y al que no le guste el gusto, tampoco le gusto yo.
No obstante lo anterior, la versión dominante del habla popular se considera torpe, enredada, carente de gracia, negada a cualquier musicalidad, confinada en la prisión de unos cuantos vocablos y ofensiva al oído. Será uno de los grandes logros del cine mexicano modificar, sin proponérselo siquiera, esta visión dogmática. Y, por momentos, en este cine encuentro una de las excepciones a lo que decía Reynaldo González, el uso de la palabra sí es determinante, como lo es también en grandes momentos del cine inglés, aunque ahí por la idea de una musicalidad intentada de manera clásica.
«Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos», aseguró en algún momento Mario Moreno, Cantinflas. La frase, todavía vigente, como era de esperarse, nos lleva a los años treinta, al circuito lingüístico en donde una comunidad pobre, aún dominada por el analfabetismo, vislumbra la modernidad, o como se le llame a la gana de hacer lo que padres y abuelos no soñaron, entre tradiciones que, al no conservarse íntegramente, tienden a desaparecer.
Entonces, el papel de traductor privilegiado de lo contemporáneo le toca al cine mexicano y norteamericano, que resulta el gran traductor de estilos de vida que se imitan o se envidian o se detestan; de viajes imaginarios, de visiones panorámicas de la sociedad, no por falsas menos integradoras; de la catarsis al mayoreo en las butacas, de regocijos y duelos comunitarios y, de manera muy fundamental, de modelos verbales. Y dijo el cine «Así meritito se habla» y así «merito» habló la población.
A lo largo de tres décadas, el cine será importantísimo en la evolución y en el enriquecimiento del idioma y del sonido del habla popular. En el caso de México y durante el tiempo que dura su influencia, con la pedagogía involuntario del caso, el cine nacional produce lo antes no muy perceptible: un habla nacional fundada en el centralismo que a las variantes nacionales les concede únicamente el rango de lo pintoresco. Las más divertidas, de acuerdo a este canon, el énfasis indígena para entenderse con el español, tal como lo exhibe María Candelaria, una película clásica del cine mexicano, que ya desde su estreno era celebrada a carcajadas por el modo de hablar de los personajes, así la tragedia disolviera el sentido del humor. El otro acento regional que divierte es el yucateco, de énfasis en la singularidad, para regocijo de los demás.
En este nuevo sonido de lo mexicano participan el estilo prosopopéyico de los actores forjados en el teatro hispano de costumbres, todo Garniches o todos estos expertos en adulterios con final trágico son muy importantes. Vimos un momento de Gardel que viene directamente de ese teatro español.
El habla campesina cuajada de heterodoxias y resignaciones, que en sí misma ya es implorante, de acuerdo a la versión que se da de ella: «Va usted a creerme un igualado señor amo, porque mis torpes palabras no traen el sombrero puesto, ansina es de bruto este pobre indio». He aquí un diálogo típico del cine mexicano.
El tono bravucón de los revolucionarios —tal y como lo enuncia Pedro Armendáriz— las variantes regionales a que me refería, que divierten el oído centralista y el tono peleonero, enredado, laberíntico, concentrado en el relajo que hay en Cantinflas, su representante mágico.
La industria cinematográfica, por razones de éxito económico y de persuasión social, se dedica a negar las versiones entonces dominantes del español hablado, la de la oratoria política y su prosodia trabajada por los cultismos. Es increíble pensar ahora que hubo una oratoria política llena de cultismos, con la solemnidad escénica de las obras francesas y españolas.
A una sociedad que en su afán por ganar prestigio no le concedía valor alguno a lo popular, el cine le ofrece, como espectáculo y ejemplo clandestino, el nuevo sonido nacional que aprovecha las lecciones del teatro de variedades, no se olvida de la importancia de las esdrújulas en materia de impresionar (se pierde parte de la grabación al terminarse el lado A del cassette) voluntario, exacerbando situaciones donde, con frases que serán consignas, se forja el (se va el sonido) lamento belicoso y aquietado de las familias: «¿Qué sabemos señora de lo que hacen los hombres cuando están lejos de nosotras?», le dice Andrea Palma a la mujer que pregunta por su marido, recién asesinado, en Distinto amanecer, 1945, de Julio Bracho. En rigor, gracias al cine, un estilo de hablar melodramático se despide, porque paulatinamente va resultando a los espectadores cada vez más paródico o hilarante, y el «mía o de nadie» pasa de frase del paroxismo demencial a expresión del choteo.
En este panorama Cantinflas es, casi literalmente, la erupción de la plebe en el idioma. Antes de él los peladitos —los parias urbanos— sólo existían en el espectáculo como motivos pintorescos, los expulsados de la idea de nación por razones obvias, de esas que se captan nada más verlos u oírlos durante un minuto. A Cantinflas lo ayuda la integración novedosísima de un lenguaje, no muy seguro de sus significados, y un movimiento corporal que dice irreverencia, desparpajo, incredulidad ante las jerarquías sociales, asombro porque le piden que entienda asuntos para nada de su incumbencia.
Estoy convencido de que Cantinflas, al principio, más que burlarse de la demagogia, como aseguraron varios críticos, lo que intenta es asir un idioma, apoderarse de un idioma a través de esas fórmulas laberínticas que lo depositen en el centro de su significado. No hay aquí el desafío del pícaro hacia lo instituido, aunque en las tramas el personaje de Cantinflas requiera de la picaresca. Más bien la expresión es un lujo múltiple de pobre que mezcla insolencia, azoro, felicidad ante el desconcierto ajeno, que interpreta justamente como rendición. Todos los diálogos de Cantinflas lo que intentan es rendir al interlocutor que, ante la incomprensión, acaba fatigado, desmayado y dispuesto a aceptar lo que el otro le diga. Es una especie de asedio sexual a través de las palabras, algo así, porque el resultado es el mismo de un juego de albures, simplemente a fuerza de oponer un lenguaje que no va a ninguna parte ni sale de ningún lado, a un intento de racionalidad mínimo.
Gozo al percibir que su fragilidad verbal se convierte en las arenas movedizas de la conversación. Él habla para no decir, los demás lo escuchan para no entender, aunque todo el tiempo sean extraordinarios el ritmo verbal y la dicción. Creo no exagerar si digo que tanto en Cantinflas como en Tin-Tan la dicción es perfecta, lo que no los hace más inteligibles, pero sí más sonoramente persuasivos.
Por lo demás, hoy vemos toda la primera etapa del cine de Cantinflas que es la que vale la pena desde una perspectiva entonces inimaginable. En su momento a Cantinflas se le califica de feliz excentricidad y se le ve muy natural, porque su legitimidad viene del sitio que le consigue al habla popular. En su momento Cantinflas no es declarado una subversión idiomática sino, por el contrario, una incorporación al idioma. Hoy nos divierte la lógica del disparate, una suerte de Lewis Carroll, lo inesperado, con una técnica a la que calificamos de suprema astucia. Entonces regocija la indefensión de los pobres que nada más eso consiguen, cuando se les da la oportunidad de hacer uso de lo que creían era el castellano.
Ahora se declara al cantinflismo una burla deliberada de la demagogia, incluso en su momento se llega a afirmar que Cantinflas surge para parodiar al líder de la CTM, Fidel Velázquez, ignorando que la mejor parodia de Fidel Velázquez es la eternidad. Hoy se declara al cantinflismo una burla deliberada de la demagogia, una burla de aquellos que se extienden en el uso de la palabra para ocultar su carácter insustancial.
En sus inicios, Cantinflas no me parece que se burle de nadie, más bien festeja sus limitaciones con incoherencia, risitas, cabeceos, movimientos dancísticos, la impresión que nos da siempre de que acaba de reventarse un danzón; extravíos en el laberinto de la conversación, forcejeos o duelos de lucha libre con la sintaxis y despliegue animoso de la falta de vocabulario: «Y le dije» y «Entonces, ¿qué dices?» y «Ni me dijo nada, nomás me dijo que ya me lo había dicho» y «Entonces, ¿qué? como no queriendo», «Entonces, pues yo digo, ¿no?». Con cualquier otro cómico estos parlamentos hubiesen sido extraordinariamente penosos, con Cantinflas adquieren brío, convicción, la fuerza de la épica del sin sentido.
Si por algo el cine mexicano es popular es en este contexto carente de pretensiones, porque así lo determina la carencia de pretensiones de la inmensa mayoría de sus espectadores. El público crece desorbitadamente e incluye a buena parte de América Latina y, en el caso de Cantinflas, de España. Algún día me gustaría que Rubén Gubero nos explicara el éxito de Cantinflas en España, porque para mí es absolutamente incomprensible.
Y este desbordamiento le confiere al habla popular un vigor demostrativo y persuasivo, la conclusión, jamás verbalizada, es tajante. No sólo hablamos así, está bien que hablemos así, es gracioso, divertido, significativo, pero si el habla de los pobres de la ciudad de México, por condenada que esté por la élite, es irrebatible dado su poder de contaminación, lo que surge de la vecindad geográfica y del avasallamiento industrial de Norteamérica, sí encuentra resistencia.
Ya desde fines de los años treinta, un vocablo denigratorio: «pocho», se extiende en México para designar a los emigrados y su cultura. El término «pocho» condensa un juicio muy rígido y acervo que enuncia características que se consideran fatales, entre ellas el descastamiento, en el sentido de la renuncia a lo castizo y a la casta, el bien de origen; la torpeza verbal; el mestizaje idiomático regido por una doble ignorancia; la apariencia ridícula de colores estridentes; el exceso en el vestir. En El suavecito de Fernando Méndez, un señor le dice irritado a un amigo, refiriéndose a su hijo, que es pachuco: «Éste no es un hombre, es un muestrario de peluquería». No obstante la carga peyorativa, el vocablo pocho anuncia también el proceso de americanización entonces satanizado, porque se le cree detenible, y sujeto a las extirpaciones de los aduaneros del idioma.
Hoy, tal vez deberíamos aceptar la inminencia de un nacionalismo bilingüe. Aparece el pachuco, criatura de los barrios mexicanos de Los Ángeles, que en Estados Unidos es provocación y ansiedad de fusión cultural y en México se vuelve la excentricidad en el vestir, que es apetito de modernidad y triunfa en el cine, idea para la que ha llegado su momento, un resultado cultural de Ciudad Juárez y, es obvio, también de la ciudad de Los Angeles: Germán Valdez, «Tin-Tan», la mejor síntesis del proceso, éste es el pachuco, un sujeto singular.
Tin-Tan es el primer gran ejemplo del «habla indocumentado», por así decirlo, que se prodiga con determinismo idiomático y enriquece, a fin de cuentas, el español de México. Sobre todo en sus primeras películas: El niño perdido, Calabacitas tiernas, Músico, poeta y loco, Tin-Tan es gloriosamente impúdico y aprovecha todas las voces para construir su caló esencial. Al vocabulario de Tin-Tan ingresa el lenguaje de los presidiarios y, por otra parte, es el que durante medio siglo renueva el lenguaje muy mexicano. De las prisiones se va a la radio, al cine y a la televisión. Los ajustes idiomáticos de la frontera norte, las invenciones de los barrios mexicanos y su estilo «tírili», de la onomatopeya derivada del swing, tírilirí, lirí, lirí, lirí, lirá, y el propio jazzeo idiomático del cómico que convierte cada una de sus intervenciones en un disparadero de ocurrencias y neologismos.
Tin-Tan es notable por su frescura y su fluidez y por pregonar un vocabulario que todavía hoy circula, gracias a su poder de contaminación, al poder de un habla que es, en sí misma, un trámite de adaptación a nuevos ámbitos: el «jale» por «trabajo»; «cantón» por «casa»; «ya chántala», de chant; «No forgetées a tus relativos», por «No olvides a tus parientes», «alivianarse» por «animarse»; «nel» por «no», y así sucesivamente.
Tin-Tan enseña el juego indispensable, el juego que hoy nos domina: «castellanizar la americanización», declarar que nada nos es ajeno si sabemos asimilarlo, añadir vocablos por el método de sustraer y modificar anglicismos. Tin-Tan, exponente notable de las metamorfosis fronterizas, incesantes en todo lo concerniente a la tecnología e, incluso, a la vida popular. Así, caifán, una palabra que en México ha tenido desde hace 30 años mucha circulación, viene «del que cae fine», del que cae bien, o una expresión de arrabal: «Aquí nomás Juan Camaney», que parece extraída de la literatura popular del siglo xix, viene de la convocatoria de barrio angelino: «Juan, come on, ¿hey?».
Tin-Tan es el primer gran depósito del habla indocumentado, ya no exclusivamente campesina, así preserve numerosas voces de ese mundo juzgado anacrónico. Son, por ejemplo, rescates del Siglo de Oro: chafa, que viene de «chafraldón», lo mal hecho, construido fraudulentamente, o tira, de tiranía, la autoridad policiaca. Así, Tin-Tan sintetiza la vehemencia de quien para aprender otro idioma va marcando con señales su lengua nativa : «Adiós mi chaparrita, and don't cry for your Pancho»; «Óyeme bato, ¿cómo se dice window en inglés?».
En los años cuarenta, el habla popular urbana proporciona un prestigio inusitado al cine mexicano; de hecho, el primer prestigio evidente de su historia. Es distinto el caso del habla campesina porque sus reconstrucciones siempre se oyen paródicas. No he encontrado hasta el momento una excepción, por desgracia todas las reproducciones fonéticas del habla campesina se vuelven inmediatamente paródicas, algo pasa con un intento que quiere ser serio, respetuoso, y que le evoca a uno a cómicos disfrazados de «inditos». Nada tan próximo a la caricatura como los personajes de indios que se expresan en Castilla.
Hablando de Cantinflas y Tin-Tan, dos presencias cinematográficas que seducen y vuelven convincente, divertido, e incluso imitable, el tono popular: «órale, órale». Pedro Infante en Nosotros los pobres, ustedes los rícos y Pepe el Toro y David Silva en Campeón sin corona, Esquina, bajan y Hay lugar para dos inventan un sonido del arrabal que el arrabal prontamente incorpora a sus haberes acústicos y ya nunca sabremos si antes no se hablaba así. Yo estoy convencido que el cine modificó el modo en que se hablaba en la ciudad de México, luego en el país; pero que lo que haya habido antes ya no será siempre parte del misterio, como ¿quién mató a Vicente Guerrero?, ¿quién mató a Colosio?
El sonido del cine de esa época es un sonido respondón, más cordial que agresivo, desbordante en transformaciones de palabras, feliz por su carácter semisecreto, afianzado en la eufonía, sólo accesible a los de dentro, escénico de manera muy distinta a la muy rígida de abogados y locutores. Con vigor, durante una etapa del cine mexicano, como ocurre también con el cine argentino y el brasileño. Se proclama la legitimidad del habla popular, del mejor modo, ejerciéndola con orgullo y jactancia, y se rechaza la idea penitencial que a la letra dice: «Lo generado en las colectividades pobres es pecado lingüístico y son irredimibles quienes no se expresan con propiedad».
Esta idea que el cine da, de Cantinflas a Pedro Infante y David Silva, esta idea del habla libérrima, como fortaleza asediada, conquista de la marginalidad social y derecho de los pobres, alcanza en Nosotros los pobres y Campeón sin corona niveles paradigmáticos. Ahí no entran, ni podrían hacerlo, las intimidaciones de los académicos, lo «chicho» y lo «gacho» no hacen caso de lo excelso y lo mefítico. Si la educación me dio hasta aquí, lo que tengo no me apena, más bien me regocija, sería la conclusión de estos hablantes. De hecho, el cine legitima el habla pública de los que jamás hablarían en público.
Por supuesto, en el orden lingüístico que este cine propone, funciona muy positivamente la trampa o la mentira de la recreación. Expulsadas por razones de censura, las así llamadas «groserías», apoyaturas que obstaculizan los esfuerzos por un habla creativa, hacen que el cine tenga que arreglárselas, en su reconstrucción del vocabulario popular, sin las voces más frecuentes, lo que conduce a guionistas y a actores a una falsa tipicidad que se va haciendo verdadera en el camino. Al principio resultaba totalmente falsa la recreación de un habla en donde las «groserías» no tenían participación; después, y como se verá en estas revisiones del cine, esta habla, tan podada de lo que era esencial, que era el uso de las malas palabras como las apoyaturas, los encauces del ritmo verbal, le da una característica muy especial.
Algo semejante sucede con un proceso clarísimo de invención de un habla regional —la norteña—, cuyo primer profeta, o primer modelo verbal, es el actor cómico y compositor Eulalio González, el Piporro. Esta idea de lo norteño no existía antes de el Piporro. Éste, por su cuenta, transforma la idea que los norteños —y muy especialmente los de Monterrey— tienen de sí mismos, y un cómico, de ese modo, le aporta a la vida cotidiana de la frontera norte en materia de gestos, atavíos y habla, en repertorio, botas y camisas y paliacates al cuello y sombreros tejanos y estilo de caminar como entre breñas y matorrales, y vocabulario que denota franqueza, inmediatez, sarcasmo constante, sinceridad defendida con refranes, ánimo de fiesta, solemnidad ejercida desde la ironía. Esta fantasía de lo norteño se concreta con rapidez y le es indispensable a los inmigrantes en los Estados Unidos. La parodia de John Wayne termina siendo el estilo de Monterrey.
Desde los años setenta, la desaparición o el arrinconamiento de la censura idiomática y la caída de la industria cinematográfica mexicana conducen a la explosión de un habla popular cuya función básica, según creo, es asimilar o neutralizar la violencia física, la violencia de las ciudades, mucho más que expresarla. Juegos pirotécnicos, de un sonido antes detenido en la tipicidad que sí puede entrar en su hogar, estallan las chingar, los pendejos, los carajos, los ¡Me cae de madres!, los pinche cabrón, los culeros. Al principio se festejan como conquistas de la libertad de expresión, hoy, ante su abundancia impresa y hablada, empiezan a dar igual o a aburrir. Nunca creí, llegado el momento, que el tedio me dominase cada vez que escucho a alguien hablar sustentado en este vocabulario que antes se creyó la flor de la libertad de expresión. ¿Cuántas chingar se necesitan para construir una frase memorable? Aquí el cine ya no se anticipa a la sociedad, la sigue en sus usos y costumbres más rutinarios exhibiendo la banalidad de creer en el poderío de las malas palabras, sea para prohibirlas o para prodigarlas.
De cualquier manera, en 1997, como en 1947, el habla popular se transparenta y alcanza sus niveles de mayor lucidez en el relajo. Esto me parece inevitable, nunca una colectividad se reconoce tan claramente a sí misma como cuando está en las alturas de la fiesta verbal y el choteo y si se acude a la solemnidad tiene un temor: disolverse en el melodrama. Pero ¿de qué modo se comunican hoy el 99 por ciento de los mexicanos —clase dirigente incluida— si no es con el habla popular?
México se ha vuelto, por el analfabetismo funcional y por la escasez de las lecturas, un país de habla popular, y cuántos no comparten la frase alguna vez dicha por el epónimo jefe de policía Negro Durazo: «Bendito país México, que es capaz de sustentar a hijos de la chingada como yo».