En los años cincuenta pude ver en Barcelona, en las salas comerciales, muchas películas de procedencia mexicana y argentina, y familiarizarme con sus directores y sus populares estrellas. Por esa época, cuando Nini Marshall, Rubén Rojo y María Félix venían a rodar películas en España, Lola Flores, Sarita Montiel, Jorge Mistral y Carmen Sevilla, entre otros intérpretes, rodaban también en los estudios iberoamericanos. Este flujo de películas y de coproducciones fue un fruto, fundamentalmente, del Certamen Cinematográfico Hispanoamericano, celebrado en Madrid en junio de 1948 y que dio vida a la Unión Cinematográfica Hispanoamericana, una iniciativa institucional que las autoridades franquistas; la finalidad no era otra que la de romper el aislamiento político y cultural de la dictadura en los años en que el régimen estuvo sometido a las sanciones diplomáticas decretadas por la ONU en diciembre de 1946.
Pero no todo fue política. El productor y distribuidor Cesáreo González vio en el continente hispanoamericano un mercado que había que recuperar, tras el frenazo a las exportaciones que había supuesto el paréntesis de la guerra civil. Por eso creo que los únicos años en que existió verdaderamente una comunidad cinematográfica iberoamericana digna de tal nombre fueron aquellos tan difíciles de la vida española bajo la dictadura. Y, paradójicamente, la modernización posterior de la sociedad española, el desarrollo de la televisión y la instauración de la democracia parecieron alzarse como barreras en nuestras relaciones cinematográficas. ¿Por qué?
La verdad es que el imaginario cinematográfico iberoamericano procedía de un tronco cultural común, y no sólo lingüístico, pues era el poso último de las giras de las compañías teatrales de la península, más que una segregación del acervo novelesco peninsular, en unas sociedades que padecían altas tasas de analfabetismo. Con la llegada del cine sonoro, las culturas musicales respectivas (desde el tango argentino al bolero cubano) y las modalidades idiomáticas fragmentaron de un modo más nítido los respectivos imaginarios, rechazando a la vez la operación de babelización controlada de los estudios de Hollywood para imponer un «cine en español» apátrida, que era, en realidad, un agregado informe de fonéticas y de acentos y que fue rechazado por el público hispanohablante de las dos orillas del océano. Hoy podemos admirar el Drácula de George Melford, con Carlos Villarías y Lupita Tovar, como una divertida obra maestra del camp. Pero apenas nada más.
El idioma común ha sido en el cine un vínculo, pero también un diferenciador. Es bueno recordar que cuando, al final de la guerra civil, la avalancha del exilio llevó a México a muchos intérpretes del teatro español, el problema de la homogeneidad dialectal se planteó crudamente, para que el ceceo español no se entremezclase con los acentos y cadencias locales. La mejor muestra de lo que digo fue el film Jesús de Nazaret, dirigido en 1942 en México por el toledano José Díaz Morales, y con un elenco completo de actores españoles, encabezados por Pepito Cibrián en el papel de Jesucristo, para preservar la homogeneidad dialectal. Se trataba de una Pasión que seguía las huellas de la de otro cómico famoso, de Enrique Rambal, que llevó a los escenarios del México laico los temas centrales de la religión católica que habían llevado unos siglos antes los conquistadores de la península y con el acento y la prosodia con que aquellos los llevaron.
No siempre el rudo castellano peninsular fue bien aceptado en las salas de proyección iberoamericanas, ni los modismos mexicanos bien entendidos por el público español. Creo que, como principio general, el exotismo lingüístico sólo fue admitido por los públicos urbanos con un cierto nivel educativo, aunque a veces este exotismo jugó a favor de la popularidad de ciertas estrellas. Resulta inconcebible el carismático Carlos Gardel con acento de Valladolid, pues su duende sólo puede ser porteño, aunque naciese en Toulouse, Francia.
Y que el idioma puede ser un factor positivamente diferenciador lo corroboraron los monólogos idiosincrásicos de los popularísimos Cantinflas y Luis Sandrini, intraducibles e inadaptables, sobre todo el primero. Hace unos años el canal de televisión pública catalana intentó difundir las películas de Cantinflas dobladas al catalán, con acento mexicano, dobladas por un médico que vivió muchos años en el exilio azteca y que presumía de parodiar bien al cómico mexicano.
Pero las protestas fueron tantas, que el canal televisivo tuvo que abandonar su monstruoso proyecto. El carácter enriquecedoramente diferenciador del idioma lo ha vuelto a demostrar hace muy poco Arturo Ripstein, al hacer que el protagonista de su Profundo carmesí se presente como segoviano y que utilice su distinguido ceceo español para seducir a damas solitarias e incautas. En la excelente película de Ripstein el castellano peninsular aparece connotado como idioma caballeresco, en contraste con el prosaico mexicano hablado por los restantes personajes.
Pero en la cultura audiovisual las imágenes y los temas son tan o más importantes que el idioma. El teatro español llevó en sus giras a América los gérmenes de los que serían sus grandes géneros cinematográficos, como la comedia y el melodrama. Y con ellos acarreó todo un capital mítico, iconográfico y simbólico. Cuando se afirma, por ejemplo, que el machismo es patrimonio de las culturas iberoamericanas, se olvida que la ética patriarcal del machismo fue llevada al continente por los conquistadores, como fruto de la cultura masculinista del islam que ocupó durante ocho siglos la península y que luego fue bendecida por la Contrarreforma católica.
El donjuanismo nace, en efecto, de la creencia en un superávit de sexualidad atesorada por el macho latino, en virtud de la represión católica. Pero si el hombre latino es admirado por su prestigioso superávit sexual, la mujer latina tiene que defender en cambio su virtud de la agresividad sexual del macho, configurando esta autodefensa el núcleo de la «honra», tan cara a Calderón de la Barca, y según la cual la relación sexual sin matrimonio constituye una especie de robo o estafa contra la mujer.
De modo que el prestigio erótico de un hombre le lleva a ser un Don Juan y el de una mujer a ser una fulana, pero en el primero hay efectivamente prestigio y en el segundo descalificación social, como han denunciado las feministas. Ningún texto ha ilustrado tan meridianamente estos postulados morales en América como la novela Santa, de Federico Gamboa, llevada en repetidas ocasiones a la pantalla, y en la que la heroína deshonrada es expulsada por ello de su casa por sus hermanos y va a parar al burdel.
Algunos géneros españoles sufrieron retoques adaptativos en su trasplante americano y así, por ejemplo, nuestra «comedia cortijera» se convirtió en México en «comedia ranchera». Su esencia era la misma, pero su presentación o escenificación diversa; ahora bien, los melodramas españoles, nacidos de un proceso intertextual entre novela de folletín y teatro postromántico, encontraron perfecto acomodo, con ligeros retoques y cambios de decorado, para ser melodramas porteños, habaneros o veracruzanos.
No es raro que el aragonés Luis Buñuel haya sido uno de los grandes genios del melodrama mexicano, aunque haya reutilizado sus códigos genuinos con fines perversos, para subvertirlo desde su interior, como lo ha hecho también en nuestros días su mejor discípulo, Arturo Ripstein, poniendo en escena excelentes guiones de Paz Alicia Garciadiego. Y hasta los dramas sociales de las plumas obreristas y libertarias españolas encontraron su eco americano en la literatura (en textos como Los de abajo, de Mariano Azuela, de 1916) y en filmes como Redes, de Emilio Gómez Muriel, que es tributario también de la plástica del Eisenstein de ¡Que viva México!, copiada en esta ocasión por la cámara del norteamericano Paul Strand.
Pero, en algunos casos, la aportación local fue muy relevante. A diferencia de lo ocurrido con la cultura bonaerense (es más justo llamarla así que designarla como cultura argentina), la mística del indigenismo prendió principalmente en México y en el área mesoandina. Y de ahí derivaron el indigenismo romántico de Emilio Fernández y el indigenismo político de Jorge Sanginés, cuyas implicaciones lingüísticas son extraordinariamente importantes, como es notorio. El indigenismo del Indio Fernández ha soportado airosamente el paso del tiempo y María Candelaria sigue siendo hoy una película conmovedora. No sé si podremos decir lo mismo del de Sanginés dentro de unos años.
Lo que acabamos de señalar constata, de hecho, que en la cultura audiovisual iberoamericana persiste un imaginario ruralista y premoderno junto a un imaginario urbano-industrial, que tiende a reemplazarle. Es cierto que en Iberoamérica subsiste un importante sector social agropecuario, pero su capital simbólico ha ido perdiendo peso en las culturas mediáticas nacionales, a causa de la capilaridad televisiva presente en todos los hogares y al acelerado desarrollo de las culturas urbanas, que hegemonizan cada vez más su imaginación. En cualquier caso, el melodrama tiene mucho de transacción y de transición entre las dos culturas, la vieja y la nueva, la rural y la urbana.
El melodrama cinematográfico ha tenido su cabal continuación en las telenovelas que hoy se contemplan en la pequeña pantalla doméstica. Sus series, lideradas por Venezuela, México y Brasil, han llegado en tromba al mercado español, como a tantos otros mercados del primer mundo desarrollado. Se trata, en cierto modo, del desquite tardío del continente sobre la península, demostrando su original capacidad de iniciativa cultural en la era postgutembergiana, en la era electrónica. Y nadie negará que en algunos aspectos de la obra de Pedro Almodóvar, nuestro cineasta más internacional y el continuador del esperpento en la cultura urbana postmoderna, se detectan muchas veces efluvios con aroma de culebrón.
Dicho todo esto: ¿qué tienen hoy en común las industrias de la imagen de España y de Iberoamérica? Creo que lo más relevante que tienen en común es que todas soportan la hegemonía audiovisual angloamericana impuesta a sus mercados, como fruto de prácticas oligopolistas coactivas, que se ejercen a través de sus aparatos de distribución y exhibición. Frente a esta hegemonía avasalladora sólo podemos defendernos hoy en dos frentes.
Por un lado, en el de la exhibición, gracias a la diversificación programadora de las multisalas, que por su rápida proliferación brindan un reducto para la presencia estable de nuestras cinematografías, ocupando los intersticios que no cubre la oferta de Goliat. Y, de hecho, la crisis de frecuentación a las salas públicas, a causa de que las capas culturalmente más conservadoras se enclaustran ante la oferta televisiva doméstica, ha operado una selección natural en las audiencias que favorece las propuestas cinematográficas más exigentes. Sería difícil que la obra de Víctor Erice fuese apreciada por el campesinado analfabeto o semianalfabeto, pero resulta plausible su aceptación por un público universitario que frecuenta las multisalas urbanas.
Y en el otro extremo de la cadena industrial, nuestra defensa se halla en la política de coproducciones, en la que las cadenas televisivas españolas, públicas y privadas, están teniendo cada vez un papel más beligerante, tanto en la industria peninsular como en la de este continente. El éxito reciente en España de películas como Fresa y chocolate, Guantanamera, La estrategia del caracol o de los filmes de Arturo Ripstein, por no mencionar el ya antiguo de las telenovelas latinoamericanas, me hacen concebir esperanzas ante nuestro futuro audiovisual.