El conflicto o la querella entre la novela y su adaptación cinematográfica, al parecer no resuelto del todo, se le volvió evidente. Esta evidencia se produjo después de asistir a la proyección de la película Tristana, adaptada de la novela del mismo nombre de Pérez Galdós, y dirigida por Luis Buñuel. Como en el momento de ver la película desconocía la novela, aceptó y disfrutó el filme sin padecer la tentación que ya había empezado a sentir otras veces ante la versión de una novela leída previamente, tentación de superponer sobre el espectáculo presente el recuerdo de la obra escrita, estableciendo una especie de controversia continua, que hubiera contaminado su contemplación de la película como un hecho artístico autónomo, impidiéndole gozar de ella.
Sin embargo, tras la lectura de Tristana,dio inicio dentro de sí mismo esta controversia inquietante. El texto de Galdós parecía hacerle una reclamación. Adquirió ante sus ojos —sin duda provocada por el conocimiento de la película—, una vitalidad y una presencia en algo diferentes a la del filme acabado de ver. A partir de esta experiencia, que no tuvo antes o quizás rehuyó tener, la controversia entre el filme y el texto literario se le duplicó: o bien ocurría al conocer previamente la novela o bien podía ocurrir cuando la misma película lo inducía a su lectura posterior.
Esta pequeña molestia, como diría Fontenelle, para disfrutar de la película, la dificultad en olvidar la presencia imaginaria del texto escrito ante la presencia del texto filmado, se le convirtió, con cada nueva experiencia, en un desasosiego consciente. Consciente de una sustitución. La novela que lo había impresionado durante la lectura y de la que no ocultaba sentirse enamorado, había sido sustituida por algo completamente diferente, y que lo transformaba en una especie singular: en lector-espectador. Es decir, alguien que veía imágenes mientras recordaba líneas, que a su vez y en el pasado, en un momento de conversión muy personal, se había vuelto también imágenes.
¿Era este hecho realmente importante? Este desasosiego, controversia o pequeña molestia, ¿no reflejarían un tonto afán erudito? O se trataría de algo aún peor: ¿la manía de un lector intolerante?
Conoció un tiempo después el estudio de Pío Baldelli El cine y la obra literaria, considerado de referencia obligada. Se trataba de un libro que pese a su extensión y al análisis minucioso y certero de varias adaptaciones cinematográficas, no llegaba a ninguna conclusión. El autor mantenía una actitud irresoluta, y su valoración del nexo entre la novela y el cine fluctuaba de la aceptación al rechazo. Sin embargo, en una de sus páginas encontró una observación y una afirmación impresionantes. La observación se refería a lo que podría llamarse una sicología del espectador de cine. A lo que él designaba con cierta displicencia «desasosiego», «pequeña molestia», Baldelli —o su deficiente traductor, Alejandro Saderman—, se arriesgaba a definir como «terror».
«El terror de quien observa un film dando vueltas en la cabeza al texto literario original». Pero, al contrario del espectador de Baldelli, no se sentía guardián del original, dispuesto a defenderlo, ni le interesaba rebelarse contra el filme porque hubiera traicionado una novela amada. Sospechaba que su pequeña molestia o su controversia tenía otra causa, y esa causa era la que le interesaba explicarse. Estaba lejos de pretender, como un lector fanático, que cada secuencia del film coincidiera con la novela original punto por punto, o mejor, por línea. Trataba de evitar, y hasta juzgaba inútil, esta comparación. Había escuchado a menudo que una novela para un director era un dato, un punto de partida desde el cual trabajar una obra cinematográfica válida, que puede lograrse o fracasar, pero que en cualquier caso carecía de obligaciones con el pre-texto literario.
Varios ejemplos halló en Baldelli. Recordaba dos, de los que disentía. A propósito de ciertos críticos que juzgaban la película de Pabst basada en Don Quijote como degradación de una obra maestra comparando el denso tejido narrativo con las limitaciones específicas de un film, y esgrimían en alto el libro de Cervantes como prueba irrefutable, citaba Baldelli en defensa de la versión cinematográfica dos obras musicales, el Fausto de Gounod y el Mefistófeles de Boito, consideradas manifiestas profanaciones del gran poema dramático de Goethe, y que no obstante gozaban de vida independiente y próspera en los escenarios, y que por extraña ironía se representaban con más frecuencia que el propio drama original.
Estos ejemplos por el contrario le parecieron infelices. No le cabía duda de que se trataba de dos óperas mediocres, y su mediocridad por sí misma anulaba toda posibilidad de superposición con el Fausto de Goethe. Además, encontraba en estos ejemplos fallidos algo que resultaba esclarecedor: la adaptación del drama original a un libreto de ópera había sido realizada dentro de la escritura teatral y de una misma tradición escénica. Entre ellos existía cierta igualdad de códigos.
En otro momento de la obra de Baldelli, páginas más adelante, encontró la afirmación que tanto lo impresionara. Cuando el espectador de un film «vivo y autónomo» —decía más o menos el crítico italiano— continúa recordando el texto literario preexistente, no ha llegado a percibir ni mucho menos a admitir el cine en cuanto cine, es decir, en cuanto arte. No ha recibido o ha cesado de percibir el cine como una estética.
Recordó entonces, tras la lectura de esta afirmación excluyente, que su relación con el cine podía dividirse en dos estados diversos, y tal vez, no lo sabía bien, sucesivos y complementarios. Quizá esta relación fragmentada en varios estados no era exclusiva del cine. ¿No le había ocurrido algo semejante en su apreciación de los libros o de la música?
El primer estado en su relación comenzó siendo él un muchacho. Tenía diez años de edad y corría el año 1945. Sí le resultaba posible recordar la fecha exacta en que descubrió el cine; recordaba que fue su padre quien lo llevó y que su iniciación se produjo en un cine de barrio, del barrio en que vivían. «Vístete, que vamos al cine». Y desde tal instante, acompañando a su padre, acompañado por amigos y condiscípulos o solo, cada domingo entraba en el cine a la una en punto, y no salía hasta las cuatro de la tarde, irritados los ojos y medio sonámbulo. En esa época las matinées de los cines de barrio habaneros, con ventiladores temblequeantes y lunetas de palo, amarillentas luces en las paredes y piso de cemento que olía a creolina, la formaban dos largometrajes, cartones y episodios.
Ir al cine requería de ciertos preparativos. Se iba al cine, es decir, había que salir de la casa, llevar dinero en el bolsillo. El ceremonial se anunciaba desde la noche anterior. Acostarse el sábado implicaba acostarse deseando estar en el día siguiente. Le hubiera gustado empujar la noche con sus manos v hacerla más corta. Bañarse temprano, colocar la ropa planchada sobre la cama, tener limpios los zapatos y almorzar midiendo el tiempo para llegar al cine antes de que empezara la función eran componentes del ceremonial. Solía decirse en la versión de las palabras que dijera su padre: «Vístete, que te vas al cine».
Al entrar, especialmente puesto en mitad del vestíbulo para recibir a los espectadores de la matinée, se hallaba un enorme cartón recortado: sobre su caballo blanco parado en dos patas, negro el sombrero alón, el traje ceñido a un cuerpo esbelto y el antifaz, el látigo justiciero en una mano y las riendas en la otra parecía darles la bien venida El Zorro, saliendo un instante de la pantalla. Lo circundaban grandes rostros pintados, besos, abrazos, fusiles en alto, desiertos, armas mortíferas y espadas anacrónicas. Toda la parafernalia pop de los cines de barrio, cartelones en colores chillones, rápidamente pegados con grumoso engrudo. Encandilados los ojos y con el índice apuntando, iba de una figura a la siguiente, de la cabeza rapada de un sioux a un avión en el aire.
Así la parte habitual de su existencia comenzaba a quedar fuera de la sala de proyecciones y él entraba en otra dimensión, en la que acontecimientos diversos podían ocurrir. Daba unos pasos y lo recibía la penumbra del cine, en lo que le gustaba llamar «la cueva de Alí Babá». Si llegaba a tiempo, antes de que apagaran las frágiles lámparas y el chorro luminoso atravesara la sala por encima de su cabeza, podía experimentar un hecho singular: la sala iluminada a medias era un espacio de confraternidad, casi popular, sin etiqueta ni divisiones, en el que todos participaban de un rito, del ritual del cine, y se hallaban abiertos a la comunicación, a la promesa de una fiesta inminente. En la luneta sus piernas se movían.
Hablaban unos con otros. Se reconocían. Se saludaban. Estaban como despiertos, a la espera de entrar en la sombra, de que la pantalla perdiera su blancura y apareciera en ella la cumbre nevada de una montaña, rodeada de un anillo de estrellas dando vueltas, o la estatua glacial de una mujer de cuyo brazo erguido brotaban franjas de luz, y diera comienzo una aventura errante, en la que tenían la ilusión de franquear el tiempo y el espacio. Después leería en Sartre que el cine tenía una presencia sospechosa. Ante esa presencia sospechosa, que semejaba nacer de la sombra circundante, todos ocupaban sus asientos y callaban. Lo esperado estaba a punto de ocurrir. En sus asientos parecían recogerse, hasta con cierta reverencia. Los ojos, como preparándose para percibir otra realidad, empezaban a acostumbrarse al arribo de las sombras.
Oyeron una música y aparecieron los créditos —que ninguno a su edad leía ni recordaba—, algo que pasaba como un simple aviso de que la película realmente venía después. Para ellos, no existían directores ni actores, solamente protagonistas de acciones. ¿Quién representaba a Buffalo Bill o hacía de Superman? En aquella época feliz, en la que la proyección de la película bastaba, no sabría responder. Nada estaba detrás de la película, como si ésta saliera de la nada. Ningún personaje vivía fuera de la pantalla, y sus existencias duraban lo que duraba la proyección. Eran tan sólo —y ya para él significaba mucho— Superman o Buffalo Bill.
Eran tan sólo de celuloide, y por eso precisamente le producían tan extraordinaria impresión. Cuando una música ligera o solemne anunciaba el fin, y se disolvía la sombra y volvía la tela a su blanco indiferente, todo había terminado. Como guardaba sus juguetes de niño, los protagonistas y las diligencias también desaparecían hasta la próxima matinée. Eso para él era una manifestación de la felicidad que la función de cine proporcionaba. Mosqueteros, cowboys, policías, gángsters, niños callejeros y ladronzuelos, eran en el fondo felices: carecían de la otra vida, de la que lo esperaba al salir del cine, mientras ellos entraban en sus redondas cajas metálicas, llevándose su mundo fluido.
Por esa época la asistencia de los cubanos al cine crecía constantemente. Los cines de barrio mantenían sus profusas matinées de los domingos, pero él había empezado a asistir a los llamados cines de estreno, que exhibían una sola película, sin tantas corridas. Seguía practicando el ritual, aunque éste variara un poco. Las confraternidades habían cesado y su goce del cine era más solitario. La producción de Hollywood ocupaba el noventa por ciento de las programaciones, en un monopolio celosamente vigilado, y el resto un poco de cine inglés o francés, comedias argentinas y melodramas mexicanos, que mucho gustaban al público. El charro, con sombrero y pistolones al cinto, le recordaba al cowboy de sus tardes juveniles más sentimentales y con una característica: su afición a enamorar cantando. Los actores de la cinematografía latinoamericana no eran estrellas ni sus directores personalidades. Ni Greta Garbo ni Marilyn Monroe.
Varios años después —como se dice en algunas películas reduciendo así el tiempo fílmico a una oración escrita—, tras aprender otras cosas también, empezaba a conocer otros libros y autores y desarrolló su relación con el cine y entró en su segundo estado. O como solía decir, en un segundo valor. Hacia el fin de la década de los cincuenta, cuando ya el cine contaba con una tradición operante, un grupo de jóvenes fundó en La Habana el primer Cine-Club. Carecía de local fijo. Encendían el proyector y colgaban la pantalla en cualquier lugar en que se lo permitieran, el salón del Colegio de Arquitectos o el paraninfo del Palacio de Bellas Artes.
Si los lugares en nada se parecían a las salas comerciales, las programaciones del Cine-Club tampoco guardaban con ellas ninguna semejanza. Antes de que se apagaran las luces reverentemente y entrara en su cueva de Alí Babá, un crítico de cine —ya habitaban La Habana representantes de este oficio del siglo xx— ofrecía al público una presentación del filme. En 1959, después de la Revolución, se fundó la Cinemateca de Cuba. Las oportunidades de ver buen cine o cine de arte se le multiplicaron desde entonces.
A su acostumbrado ritual sumó un nuevo elemento: el estar prevenido, y pronto lo percibió como una duplicación de su goce. Aunque prefería a menudo que el arte, con su sortilegio, operara en él sin advertencia alguna, casi como una sorpresa. En otras ocasiones, el estar prevenido y manejando un conocimiento anterior al hecho, podía permitirle igualmente, con la pérdida de cierta ingenuidad, acrecentar la impresión futura que el arte iba a provocarle. Los créditos de una película dejaron de pasar indiferentes por la pantalla, adquirieron un espesor y se le hicieron imprescindibles: también eran componentes del espectáculo. Conoció el cine como obra personal de un director y se interesó por su filmografía.
Los protagonistas se convirtieron en actores y actrices que poseían una biografía con dramas íntimos, felices o desdichados. Se preocupó por la técnica de la fotografía, por los encuadres, por la calidad de la puesta en escena, por la música que escuchaba. Supo también que el cine era una industria y un negocio. Que un film podía costar millones de dólares y que para que durara noventa minutos en pantalla, debían trabajar en él durante meses decenas de especialistas, creadores y técnicos. Que mucha producción no valía nada y estaba hecha exclusivamente con el fin de ganar dinero.
Vio cine del Japón y de la India. Vio películas neorrealistas y de la nouvelle vague, cine de Bergman y cintas españolas de Bardem y de Berlanga, húngaras de Miklos Jacsó y polacas de Andrezej Walda. Films norteamericanos del oeste, del cine de violencia y de la comedia musical: Vio La Aventura, donde encontró el arte de narrar, con la intensidad poética de las grados novelas que era puro discurso cinemático. Estos años le reservaban un descubrimiento extraordinario: el del cine mudo. Éste había desaparecido hacía tiempo de las salas de proyección, y se refugiaba en las bóvedas de los museos y de las cinematecas. Cuando conoció el cine, los filmes sonoros eran los únicos que se exhibían, y no concebía que pudiera haber un cine en el que no se hablara.
Entonces, cuando la Cinemateca de Cuba presentó sus ciclos de cine mudo, pudo experimentar un viaje singular. A la manera del personaje de la novela inconclusa de Henry James, The sense of the past, que naturalmente también cuenta con su consiguiente versión cinematográfica, viajó del presente al pasado. Como si la causa fuera posterior al efecto presenció los comienzos del cine, su origen. Del hoy, sonorizado y con su técnica perfeccionada, al ayer considerado primitivo y mudo. Su asombro y emoción fueron enormes. Esas cintas conservaban toda su belleza. Estaban dispuestas para la resurrección. Pensó el cine posterior deslumbrado por los efectos de sonido, había descuidado una espléndida posibilidad, la de hacerse comprender por el silencio.
Después de recordar estos estados que integraban su relación con el cine, el primero como aventura espontánea y el segundo como conocimiento, estados que se habían propuesto conservar conjugados, comprendió que era errónea la afirmación excluyente de Baldelli. El percibir y admitir el cine en cuanto cine, es decir, en cuanto arte con un discurso específico, no implicaba que el espectador de la adaptación cinematográfica de una novela dejara de continuar recordando, o mejor, superponiendo el texto literario preexistente al film. Por el contrario, cuanto más se percibía y aceptaba el cine en cuanto arte, mayor era la controversia entre la escritura narrativa y su imagen fílmica.
Pues esa controversia no estaba solamente «dando vueltas en su cabeza», sino que a su vez se hallaba en el interior de la propia película. Tras ver la proyección de Tristana, de Buñuel, y leer a continuación la Tristana de Galdós, había ocurrido una suspensión entre su aceptación del filme como hecho artístico «vivo y autónomo» y el texto de Galdós «vivo y autónomo». Existía desde ese momento entre ellos un curioso hiato, como en las dos partes de un verso. ¿Acaso, y sencillamente, podía ignorar la existencia de dos Tristanas?. La solución de este «hiato» no resultaba tan simple, como proponía Baldelli. No se trataba de que el film de Buñuel, poderoso y creador sin duda, le hiciera olvidar la novela de Galdós. El diálogo entre ellos, por el contrario, no estaba roto persistía. Y esta persistencia inducía a formularse una pregunta: ¿entonces, no existía el cine como un lenguaje artístico propio?
Tristana de Buñuel no era del todo libre. Forcejeaba dentro de una estructura previa, la del texto de Galdós. ¿Por qué esta obligación o esta sumisión ante un texto literario, que aunque desapareciera a golpes de talento de un director, había existido y continuaría existiendo, aunque fuera bajo la condición de fantasma? ¿Por qué un director grande como Buñuel, corría el riesgo de castrar el lenguaje en el que él mismo se expresaba? Y, finalmente, ¿por qué el cine sentía tanto interés (o se sentía tan atraído) por la novela?.
Varias razones podrían responder su pregunta. Tanto la novela como el cine tuvieron un origen espurio. La novela nació a partir de extrañas (y no determinadas del todo) mezclas del drama con la épica, y según leyera en algunas historias, el cine también había nacido de ciertas mezclas (tampoco determinadas) del melodrama en forma de pantomima, representaciones de volatineros y funciones de linterna mágica, con la elipsis entre cuadro y cuadro y las transiciones bruscas de los cómics de la época. Tal vez estos antecedentes, que podría llamar «escrituras visuales», contribuyeron a la creación del espectáculo cinematográfico.
La preocupación continua del cine de mostrar, de hacer ver la realidad del mundo como acontecimiento visual, debió sin duda aproximar el cine naciente a ciertas características de la novela naturalista. Ambos además, querían contar una historia. Como arte nuevo, necesitaba el cine aprender a contarla, y buscaba en la novela una enseñanza con que suplir su novedad. Tras cientos de años de adiestramiento, la novela había perfeccionado y hecho más sutil la técnica de narrar.
Junto a esta consecuencia de su novedad, encontraba el cine además otra, tal vez apremiante para sus realizadores: la apreciación en que se le tuvo durante los veinte o treinta primeros años de su existencia. En su casa había oído a su abuelo calificarlo despectivamente de «populachero», asombrado de que su hijo y su nieto fueran a una exhibición a la que nunca durante su vida consistió en asistir. «Considerado como una diversión de feria —cuenta el propio Luis Buñuel en sus Memorias—, algo bastante vulgar, propio de la plebe sin porvenir artístico, ningún crítico serio se interesaba por cine». ¿No adquiría un poco de dignidad al aproximarse a la novela, apreciada y reverenciada en extremo? Todo se desarrolla en el interior del personaje principal; ¿cómo traducir entonces en imágenes los conflictos de este mundo interior? «Leí ocho adaptaciones diferentes. Ninguna me convenció». Y luego, cerrando esta confesión, diría Buñuel: «Varios directores se han sentido, como yo, tentados por la belleza del libro».
Él efectuaba sus lecturas en un lugar y a una hora escogidos. Se instalaba en un sillón —de niño leía tirado a lo largo en el suelo— cerca de la luz de una ventana. Todavía alentaba algo de sagrado en tal rito apartado del resto, silencioso. Aunque el de Buñuel fuera diverso al suyo, con exactitud lo ignoraba —en sus Memorias no había indicación alguna al respecto—, igualmente era un rito. ¿Acaso no resultaban idénticos sus efectos? Creía que no. Sumergirse en la novela implicaba la desaparición gradual del sillón en el que leía y de la luz de la ventana, o de cualquiera de los instrumentos rituales, porque entonces el propio ritual arribaba a su mayor significación: propiciar la anulación de su mundo y del mundo. Propiciar la sumersión. Y con ella, el pasarse a otro lado.
Entonces, subía al coche en el que Emma Bovary hacía el amor con su amante, y se convertía en algo inverosímil: en el testigo invisible, testigo que ningún personaje veía. Buñuel, en cuanto dejaba de ser este lector, volviéndose un director de cine, en busca de argumento para hacer una película, no se sumergía. Tentado por la belleza del libro, según reconocía él mismo, invertía él. No se pasaba al mundo de la Bovary, sino que cumpliendo con la llamada de la tentación, intentaba traerlo hacía sí. Ese «sí» estaba constituido por su condición de director. Traerlo hacía sí implicaba objetivizarlo. O mejor, convertirlo en objeto visual.
Al parecer Buñuel confiaba en la posibilidad de «traducir en imágenes» una narración realista como Tristana, y al mismo tiempo, darle a esta «traducción» un sesgo personal, en el que aparecieran las preocupaciones y obsesiones del director. La adaptación cinematográfica era como un espejo doble: en él se podía ver lo que quedaba visualizado del texto literario original y parte de la originalidad de la persona del director. En compañía de uno de sus colaboradores habituales, Julio Alejandro, trabajó fuertemente en el guión, del que hicieron cuatro versiones. En la cuarta se basó el film.
La adaptación realizada cumplía con las reglas: trasladaba, modernizaba, resumía... Desde el primer momento, al leer Tristana, encontró un ejemplo de traslado: el escenario de Galdós era el barrio popular madrileño de Chamberí y el del film la solemne y pétrea ciudad provinciana de Toledo. Si hubo traslado en el espacio, lo hubo en el tiempo. La acción en el original tenía lugar aproximadamente hacia 1887, comenzando en la película «en cualquier mes frío de 1929» y terminando en el invierno de 1935.
Se dio cuenta que este hecho permitía al director modernizar el vestuario, usar teléfono y filmar una carga a caballo contra una manifestación obrera. A medida que avanzaba en la lectura del texto de Galdós, descubrió que en la película la relación amorosa entre Tristana y Horacio, relación que implicaba en la novela la transformación de la protagonista, había sido reducida por Buñuel al mínimo, mientras la pierna ortopédica adquiría presencia de fetiche o de esa estrella del film, según leyera en un artículo de Max Aub.
Estos cambios, que en parte independizaban el film, se hallaban en relación con Buñuel más que con el texto de Galdós. Toledo había sido una ciudad muy visitada en la juventud de Buñuel, visitada y admirada. Con el cambio de fecha colocaba los acontecimientos en una época que vivió de joven y que conocía. Fetichar un objeto, y sobre todo si poseía connotaciones eróticas, formaba parte de sus inclinaciones y de sus recursos expresivos.
No obstante pensaba que Buñuel no podía ignorar que el personaje de Don Lope —por el cual se sentía atraído desde hacía tiempo, según confesaba en sus Memorias—, hidalgo empobrecido y don Juan en decadencia, había sido colocado —precisamente — por Galdós en un barrio de medio pelo, ruidoso y colorido, en los cuartos alquilados de un solar madrileño «estrecho patio interior y habitaciones numeradas», con la intención de establecer un contraste, de gusto muy realista, entre el presente ruinoso y el pasado esplendor del caballero. Toledo anulaba este contraste: era la ciudad en la que un hidalgo arruinado como Don Lope debía vivir.
No había entre él y el lugar en que habitaba, ninguna contradicción. Pero si el director gustaba de Toledo, no le cabía duda de que el protagonista de la película salía perdiendo con el cambio. Aunque una novela realista tuviera en apariencia una exterioridad filmable, lo que juzgaba como un espejismo, era un sistema inflexible de partes diversas que dialogaban entre sí, donde algo que ocurría en un momento dado alcanzaría después su sentido, donde cosas cercanas resonaban en cosas distantes, o al revés.
Galdós, además, como escritor realista compartía con sus maestros una ilusión: la de dar con la escritura testimonio de la realidad. Los personajes de sus libros habían sido formados por el mundo y en el mundo en que habitaban. Don Lope no sería el mismo en el Chamberí que en Toledo. Cada lugar y cada fecha constituían antecedentes o consecuentes. Las locaciones y las fechas escogidas por Buñuel, hermosas y apropiadas en sí mismas, podrían ser muy efectivas en una película que no se basara en una novela realista decimonónica.
A continuación creyó llegado el momento en que podía explicarse, con cierta claridad, lo que provocaba su pequeña molestia, el desasosiego que daba inicio, como lector de novelas que va al cine, a su controversia interior. No se sentía inclinado a pensar que si determinaba entre la Tristana de Galdós y la de Buñuel cuál era la mejor, resolvería la controversia aboliéndola. Aunque una fuera mejor que otra no se anulaban en cuanto existentes. Y en diversas ocasiones la Tristana filmada, pese al ingente trabajo para traducir imágenes verbales en visuales, necesitaba de la Tristana escrita para hacerse comprender ¿Por qué Tristana fue recogida en su casa por Don Lope? Si ella lo odiaba realmente, ¿por qué aceptaba casarse al final con él?
Estas y otras interrogantes tenían respuesta solamente en el libro, y los realizadores parecían darlo por supuesto. A pesar de los múltiples cambios introducidos, quisieron mantener explícitos los vínculos y pusieron en los créditos: «inspirada en la novela homónima de Galdós». Es decir, que la controversia, respetuosa sin duda, subsistiera.
Por otra parte, si acababa de considerar la razón de su desasosiego desde el punto de vista del cineasta, debía hacerlo ahora —exclusivamente— desde su condición de lector. La versión fílmica violentaba, o con mayor exactitud, casi violaba, su lectura de Tristana. Sin duda no se trataba de una violación dramática, tan sólo inquietante. La versión fílmica había hecho su elección, y se proponía mediante la deslumbrante interpretación fotográfica, imponérsela.
Le decía, por ejemplo: ésta es Tristana, y éste de frente despejada y falsa perilla blanca es Don Lope. No es necesario que te sumerjas y las cosas que te rodean desaparezcan, lo hemos hecho por ti. Es cierto que son bidimensionales, pero son un tanto más corpóreos que los que tendió Galdós a construir con palabras.
Como lector, él seguía el relato de una forma más libre. Las palabras semejaban hacerle señales, indicaciones, sugerencias. Eran y no eran consistentes. Tristana con su «blancura inverosímil», tal como la describía Galdós, aunque la palabra tendía a crear un objeto, esa «blancura inverosímil», su joven esbeltez sus ojos negros notables, no componían del todo su cuerpo. Ella estaba y no estaba en esa descripción. Lo mismo le ocurría con Don Lope, con Horacio, con Saturna, con cada uno de los personajes de la novela. Ese estar era no solamente en la descripción, sino a lo largo de las páginas. Se iban haciendo.
Esa «blancura inverosímil» se iba haciendo más y más inverosímil. Los personajes, y las cosas, y hasta los sucesos presentaban su condición fantasmal. Reclamaban de él un esfuerzo creador. Lo que terminaba por expresar con una palabra, también con una palabra: imaginación. Si todo en la novela, hasta el secreter donde guardaba Don Lope sus cartas de amor —que los realizadores de la película habían decidido incluir en una sala, entre muchas cosas sin significado, que más que incluir, era excluir— también como en el cine, tendía a convertirse en objeto, en objetivación, la novela les daba una materialidad que ya no era la de los cuerpos en el espacio, sino la materialidad de las palabras.
Todo en la Tristana de Galdós, cosas y personajes, eran líneas, una masa inmensa de líneas. ¿Qué significaba esto? Significaba una petición de complicidad. Como ya lo había dicho, requerían de su imaginación. Todo en una novela se hallaba dispuesto para que el lector imaginara. De la descripción de un personaje, de una calle, de una sala, de un estado de ánimo. de un amor, cada lector realizaba su propia deducción. Es decir, su propia invención. Tristana había entrado en su cabeza como imagen particular. Su inverosímil blancura era un efecto de sí mismo. Esta era la suprema inmersión. Cada palabra, cada línea de una novela lo convocaba, anulando el objeto ausente, a oler un perfume sin respirarlo, a ver una cara sin verla, a oír sin escuchar, a dejarse impregnar por un color y a seguir un rastro inexistente.
El cine era otro tipo de materialidad. Le presentaba un resultado: lo que llamaba «la elección del director». Volvía a decirse: ésta es Tristana. Es así como camina, ése es el metal de su voz, así es como arrastra la pierna ortopédica. El film había llevado a cabo su propia síntesis imaginativa. La novela, pensó finalmente, siempre ocurre en el pasado. Cuando empieza, ya ha ocurrido, se relata. Esto implica una obligación en el lector: indefectiblemente debía (o tenía) que ser revivida. Es decir, imaginaba constante e individualmente. Para cada lector habría una Tristana y un Don Lope, y un miedo al paso del tiempo y a la vejez, y un tiempo y una vejez. Sin embargo, lo que sucedería en el filme estaba sucediendo en el preciso momento en que sucedía.
Lo que él no había visto realmente, el cine le obligaba a verlo realmente. Lo que era una línea en Galdós en el film era una escena. La novela era reticente. Decía y no decía. Decía callando muchas cosas. Tenía un discurso evidente y otro secreto. Entre las palabras parecía haber silencios. La lectura lo estimulaba a descubrirlos, es decir, a imaginarlos. ¿Cuántas preguntas sin respuesta, o con respuestas diversas no encontraba en Tristana? El filme pacientemente iba dando sus respuestas, ilustrando los silencios, diciendo lo no dicho. Del discurso sumergido a la imagen fílmica. En eso estaba la originalidad y la fuerza del cine; pero en eso también, al insistir en la adaptación de un texto literario preexistente, su debilidad.
Admiraba al Buñuel independiente, el de Viridian y El ángel exterminador: Buñuel autor de una joya sin par, El perro andaluz. El que no forcejeaba con traducir una estructura imaginaria ajena, sino que forcejeaba con su propia estructura imaginaria. De esa manera, desasosiego y pequeña molestia quedarían abolidos. Le complacía darse a una ensoñación: la existencia de un cine liberado de la superstición por la literatura y el peso venerable de la palabra escrita. Un cine que al fin se aceptara como lo que es: un conjunto de limitaciones igual que los de cualquier arte, que implican una libertad igual que la de cualquier arte. ¿No era eso bastante?
Recordó entonces una anécdota. Amante Debussy de La siesta de un fauno, invitó una tarde a su autor. Stéphane Mallarmé, a escuchar la música que había compuesto sobre el poema. Se sentó al piano y la tocó. El poeta oyó en silencio. Cuando terminó, Debussy se volvió para preguntarle qué pensaba. Mallarmé respondió: «El poema tiene su propia música». Le gustaría simplemente cambiar en esta frase una palabra, y decirla así: El cine tiene su propia música.