¿Sería ocioso traer a los periódicos el encanto de los órdenes clásicos en un mundo de lenguajes listados por la velocidad?
¿Querríamos demorar un instante el fragor de las homéridas ante la urgente irrupción de la noticia? El columnismo, lejos de parecernos la metáfora de lo que se va perdiendo, incorpora al discurso el latido que cruza entre cíclopes para saberse vivo.
Ese latido puede muy bien figurarse en un solo de violín. El columnismo es el solo de violín del periodismo, dice Francisco Umbral; la Academia española, en contenido lirismo, llama al columnista «redactor o colaborador de un periódico, al que contribuye regularmente con comentarios firmados e insertos en una columna especial». En lo que sigue vamos a hacer referencia al columnismo en la prensa de la España democrática porque entendemos que el género (si es que es un género, cosa que intentaremos deslindar más tarde) no podría sostenerse excepto en situaciones que conigan libertad y pluralismo.
A los diarios españoles les ha crecido un bosque de columnas donde afina su pulso un escritor que se mueve entre el detalle y la categoría, entre el momento y la Historia, entre la glosa y la protepsis. Han hecho fortuna de calidad y público unos cuantos que vamos a citar (pero no a todos, el riesgo de la cita corresponde al que cita): Col, Cela, Carlos Luis Álvarez, Umbral, M. Vázquez Montalbán, E. Haro Tecglen, F. Jiménez Losantos, Jaime Capmany, Martín Prieto, Víctor Márquez-Reviriego, Alfonso Ussía, Rosa Montero, Manuel Vicent, Antonio Burgos, Maruja Torres, Javier Pradera, Fermín Bocos, Javier Ortiz, Raúl del Pozo, Manuel Hidalgo…
Se trata de un grupo de hombres y mujeres que escriben en los tres diarios de más impacto en el país (ABC, El País, El Mundo) y que podrían encuadrarse en dos generaciones donde el peso de la deuda con una tradición que viene de Larra, del 98 y Ortega, de Ramón Gómez de la Serna, de D´Ors y César González-Ruano, en unos alcanzaría a los más jóvenes por mediación, magisterio o contigüidad de los otros. Para Cela, esos autores, entre los que, bondad de Nobel, no se incluye, están escribiendo día a día la mejor prosa de España en el artículo pensado y que opina para todos los lectores. Reflexión y opinión día tras día, he aquí el oficio del columnista.
Francisco Umbral, acaso el más fértil de los mencionados, declara hacer para El Mundo veinte columnas irónicas, cinco de crítica dura, cinco de no-política exactamente y un día una columna lírica: todo ello mensualmente, «aplicando a la Democracia un poco de verdad y de crítica para que no se nos muera». Pistas que inciden, como los órdenes clásicos, en temas; temas que encienden el estilo y el género.
Sir Francis Bacon dijo, en lenguaje de época, que el hombre es intérprete de la Naturaleza, pero que la experiencia sensible está sometida a toda suerte de errores (ídola) y propuso, para intentar enmendarlos, una clasificación (Bacon, ahora, tal vez pensara, como cuando fue Bacon, no atenernos a un mero solipsismo).
Los prejuicios, los fantasmas, las doctrinas (includa la doctrina del fin de la Historia), la confusión de términos, pueden aun navegar por el mar instantáneo de los ordenadores o por la prosa «objetiva» de un periódico: forman parte de la cultura global de las tribus terrestres y sus imponderables maquinaciones. El columnista (no sólo el columnista, pero también el columnista) ha asumido en España el papel de filósofo mundano que escribe en los periódicos como Sócrates contaba o rebatía en los mentideros de Atenas.
Y Sócrates no daba noticias, sino que, igual que Bacon, exponía la condición de la noticia, deteniéndose en los posibles yerros de enunciado. No quieren decir los columnistas, naturalmente, que no se den noticias, pues que de ellas medran sus columnas. El columnista no puede (ni debe) suplantar al periódico ni, por supuesto, el editorial del día (aunque a veces parezca superarlos y otras veces lo supere meticulosamente).
El columnista en España trabaja una hermenéutica de la Sociedad Civil (concepto redundante) y del Estado, urgente —pero que acaso obligue al lector a demorarse, como en un laberinto de donde puede salir fortalecido—, personal, con esquinas de habla popular y llana, que ofrece la ocasión de un cuerpo a cuerpo con quien le está llamando desde el orden plural de la columna. Este aspecto casi táctil de la comunicación es, lo digo provisionalmente, un aliciente más del bosque que reitera cada ejemplar de periódico.
Una decepción explica también el auge del columnismo en la prensa española: la lucha de las cifras de audiencia en las televisiones lleva a los espectadores a un callejón del gato en el que se reflejan fantasmas de estampa similar. La gente vuelve a admirar la palabra pensante (ciertos informativos de TV imitan, por cierto, el formato de la columna); ¿estamos entonces ante un género exento ? ¿Adscribiríamos la columna periodística al género ensayo, por ejemplo?
George Steiner dice que toda lectura compromete la historia y los dogmas del lenguaje, que leer es comparar y que es impensable la existencia de singularidades absolutas. No le desdeciremos con un nombre al albur por definir un hecho; creemos que al columnista hay que leerle lo que escribe, lo mismo que leemos la novela de un novelista o el ensayo de un ensayista.
No esperamos, por la brevedad, un cuento ni un soneto, y, sin embargo, la calidad de página de que habla don Julián Marías, indeclinable en la columna, suscita el recuerdo de las convenciones que rigen estos dos géneros clásicos. Con todo, conviene a la columna (y al periódico en que se enmarca) el no ser radicalmente intimista como cierta poesía escasa de lectores, ni faltar a la verdad (¿ni siquiera en el sentido de Popper?) de los hechos del día por fabular una historia desmedida.
La prensa democrática es de color variado, y esta obviedad se repite en quien escribe en ella, añadiendo de paso mundanalidad al español, lengua de matices pero de escasos dialectos. No existe el español estándar, lo mismo que es difícil concebir un columnista estándar (podríamos imaginar retruécanos luctuosos). El columnista resalta los matices del idioma, del suyo o del de los otros (que también es suyo), con el propósito, más o menos enfático, de alojar el discurso en una dimensión menos provisional que la del acontecimiento. Pues el columnista, ya lo hemos dicho, es un creador de opinión, y un estilo.
Alguien dice (tal vez don Octavio Paz) que estilo es lo que permanece, aunque también tenemos una definición canónica que me permito señalar: «Estilo (Diccionario de la RAE de la Lengua) es una manera de escribir o de hablar, no por lo que respecta a las cualidades esenciales y permanentes del lenguaje, sino en cuanto a lo accidental, variable y característico del modo de formar, combinar y enlazar los giros, frases y cláusulas o periodos para expresar los conceptos (…), el estilo puede darse didáctico, epistolar, oratorio, festivo, irónico, patético, amanerado, elegante, florido, etc. (…), asiático, ático, lacónico o rodio». Pues bién, pocos medios de expresión alcanzan en España la riqueza de matices lingüísticos del columnismo. Creo que tan sólo el humor gráfico, tan pegado a este formato, puede aumentar el pelaje tornasolado del animal borgiano.
El solo de violín suena en la calle y deseamos, subjetivamente también, que siga haciéndolo.
(«Su par sería el filósofo académico, experto en sistemas o doctrinas filosóficas ya constituidas», Gustavo Bueno.)