Un singular poeta alemán, Johann Holderlin, expresó que «el hombre es un dios cuando sueña y no es más que un mendigo cuando piensa».
Es un razonamiento con dimensión plurivalente en cuanto a su significación, pero polariza. Pienso que, aún en la digna mendicidad de la meditación, el ser humano es un descubridor —tal vez de sus recurrentes límites— pero siempre puede continuar en el asombro; siempre necesita construir la lucidez de su microcosmos.
Con el sueño y el pensamiento el hombre realiza, proyecta, diseña sus teorías, y se las entrega a todos los hombres. Porque el poder de creación, en tanto genuino, es generoso. Y si trasciende al tiempo, se transforma en cultura. No es el resultado de una acumulación, sino de una intensidad; no es un conjunto de informaciones, sino un saber equilibrado. Abrazar la causa de la cultura es participar de los emblemas puros, que no sólo son ensueño, sino realidad transubstanciada. Es combatir el desarraigo y escuchar la voz de los arquetipos. ¿No fue acaso una sutil revelación o un llamado del destino, lo que dio posibilidad al heroísmo del Quijote, más poderoso que el tiempo y menos disparatado que quienes no lo comprendieron? ¿No fue también la necesidad interior de modelar el propio rostro en el amor a la tierra lo que generó la peregrinatio en el mundo ficcional de tantos autores?
Los creadores señalan el camino para las respuestas. Al reflexionar sobre la cultura, bosquejamos al ser nacional, connotado intrínsecamente por la búsqueda. Somos —en la acepción— referencias de esencia ontológica en tanto proyectamos la intrahistoria en la historia.
Sueño y pensamiento conviven en la posibilidad del ser humano y la transformación del mundo por la cultura es un objeto esencial para la vida de los hombres.
Guillermo Jaim Etcheverry1 ha establecido relaciones conceptuales entre Educación y Cultura, partiendo de un fundamento:
Educar supone elevar la capacidad de pensar y de sentir de las personas (…). Se trata de ayudar a la gente a trascender su identidad y su experiencia individual haciéndole encontrar inspiración en la historia del hombre y en sus creaciones (…).
Hoy, como en el Siglo de las Luces, el ideal sigue siendo la independencia del hombre. Pero si antes se consideraba que el camino para conseguirla pasaba imprescindiblemente por la cultura, ahora se ve en ella un obstáculo.
Parecería que sólo se logrará la autonomía individual cuando el pensamiento deje de ser un valor supremo para convertirse en una opción más. Antes, se combatía el elitismo intentando que todos accedieran al conocimiento de las grandes obras humanas: la igualación a través de la cultura. Ahora, buscan convencernos de que no hay obras humanas grandes y pequeñas porque todas tienen igual valor. Por eso, en la actualidad, no es visto como elitista quien niega a la gente el acceso a la cultura, sino el que se resiste a calificar como cultural cualquier tipo de diversión. Amenazados, temerosos de denunciar el no-pensamiento, ya ni intentamos comparar. Confundidos, no advertimos que cuando todo vale lo mismo, en realidad nada vale.
La obra más plena, como hecho de creación, será aquella que ofrezca múltiples niveles de acceso para los múltiples niveles de cultura.
Roberto Juarroz.2
Vivimos en una sociedad que se deja seducir por lo efímero: la noticia alarmante, el exhibicionismo, el juego de la apariencia, los intereses creados. Facetas de una máscara que consumimos y nos va desalojando la índole humana. Pero en la mano del hombre siempre hay un microcosmos de permanencia, un tender hacia la redención de la necesaria brevedad. Por ello crea, investiga, estudia, trabaja, enseña.
El libro recepta lo que fue el hombre, lo que es y se extiende, visionario. Revela la idiosincrasia de una cultura, la idiostenia (fuerza innata con características propias), y deriva en una idiomorfología. Una sociedad sin libros padece vacío, en un silencio con bultos irreversibles. Pensar en esta posibilidad es ingresar en el horror y en la utopía.
En tanto el libro como emisor de cultura llegue al receptor, cumplirá con su función de existencia. En consecuencia, fomentar el acercamiento es también promover la cultura.
Como símbolo, es uno de los ocho emblemas culturales que significan poder. Se relaciona con tejido (textum). Varios pensadores y escritores lo han asociado al universo: por tanto, el libro se asimilaría a un volumen infinito con letras trascendentales que albergan todo lo creado.
Según Luis Núñez Ladevéze3 el texto no es sólo lo que ofrece o genera, sino busca un fin dentro de sí. Es un producto poético, y los mecanismos para su comprensión son una paráfrasis reconstruida por un artifex (lector). Cada ser es un creador textual y al comprender un texto se producen macroestructuras de coherencia interna global.
El texto hace un decir y tiene intenciones: significativa (dar significado); pragmática (hacer algo con lo escrito); psicológica. Es un proceso de significado del cual se conoce el final, no su psicogénesis.
El funcionamiento textual se va dando a través de un definiendum, marcado por el definens :el texto se expande; progresa, se concretan condensaciones, engarces entre macro y microestructuras. La expansión lineal, la coherencia global y el diverso grado de actualización forman una urdimbre (textum) de dependencias. En ella se compone la «malla» semántica, en la que queda prendida la capacidad interpretativa del lector. Accede así el texto semántico (siguiendo siempre con la paráfrasis de N. Ladevéze) o sea, un proceso de significación lineal «poéticamente» actualizado.
El lector no es sólo un observador, sino que participa en forma efectiva porque es invadido por el texto y habita en él. La experiencia de lectura es una mutación, una interrogación, un proceso de preguntarse. Y el libro existe en tanto interpretado, cuestionado. Contiene extrañeza y habitualidad. Horacio Bauer4 sugiere que las lecturas son: «… encuentros fervientes entre el yo estimador y el yo autor. El último logra que aquél despierte a otra virtualidad, que descubra insólitamente esa playa divagante y concentrada en la que se desenvuelven seres y ocurren situaciones, donde el límite de lo extravagante es difuso y el final, un respiro posterior a la zozobra…».
Desde mi perspectiva que nace a través de la praxis y del replanteo, puedo apreciar que el hombre crea y ha creado en simbiosis indisoluble de su sentir y pensar. Miguel de Unamuno aseguró: «Siente el pensamiento; piensa el sentimiento». Y su expresión no es un vano ludus lingüístico. El creador no se propone objetivamente el abandono de su reflexión para acceder al diseño de su obra: se negaría a sí mismo, a su esencia constitutiva.
En cuanto a la Literatura, definir su génesis posee proxemia utópica; tan sólo es posible comprenderla por la creación misma; y ella es explicable por la vivencia. Tal vez, una manera de referirnos a la creación es crearla de nuevo: «crearse» con ella.
La obra literaria tiene la virtud de ser incompleta, ya que es una donación que se nos destina para que la continuemos en la recepción. Es también una concreción de la philocaptio, que le acontece al ser para ejercitar su tendencia hacia lo sublime: crear. Está compuesta por palabras, pero no exclusivamente por ellas, sino por la alternancia con silencios, como la música.
Lo que no se dice es tan importante como lo expresado: se trata de lo táctico, lo implícito, de la valencia opaca, detrás de la transparencia, del paradigma que se dibuja en la trascendencia del sintagma. El enunciado creativo es el poco probable; y la creatividad se relaciona con la cualidad susceptible de revelarse sin predicciones. Descubrir, crear no significa producir sino encontrar.
Las palabras sugieren; en ellas las cosas están presentes por su elisión, por la analogía, la correspondencia, la ausencia. La tarea del escritor es agónica, en pos de la expresión como necesidad de hallar la mismidad comunicativa. Movimiento centrífugo y centrípeto, entre el absurdo y el antiabsurdo, la paradoja, la simultaneidad temporal y la heterotopía. La literatura busca lo entrañable; bucea el fondo abisal y las cimas sidéreas. Y en ese itinerario de precipitación, deseo, elaboración e impulso ocurre la siempre nueva Odisea, donde lo apariencial denota la pérdida del sentido por la otredad, lo estéticamente alienum, marginal, en las grietas, en los bordes.
Creación es búsqueda entre ensayos de cinésica lingüística. Un discurso artístico actualiza las funciones de interpretación, sincretismo, homología, ambigüedad referencial y semiótica connotativa. Estimula al neo Ulises subyacente, que acomete la travesía de la aventura por el propio rostro, como fatigante de lo imposible. Una obra de arte nace de la urgencia derivada de la sed de «ser-se» y es sólo la naturaleza de su origen quien la ausculta en su necesidad e intensidad.
El movere de la escritura indica el devenir ausente, el tiempo de la construcción de la trama del deseo. En ese sendero se «arcilla» la plasmación de la subjetividad a través de lenguajes, idiolectos; se va re-leyendo lo real a través del goce y su potencial transfigurador. Al escribir se es parte del «mí» que, a veces, habla, dicta, deja huecos para ser planificado con la labor del «homo-faber-ludens-fascinatus». Y el escritor no es sólo el que teje la urdimbre con precisión (porque «dialoga» efectivamente con la lengua) sino el que transfiere su dictum (mímesis y diégesis) hacia el lector, para que lo metabolice como rosa viva; para que participe de su momento sinfónico en relación con la instancia de la sensualidad (en tanto que la Literatura propicia el goce, el placer adicional).
Es imposible imaginar la vida sin Arte. Tal vez escribir se asemeje a luchar contra la muerte, un permanente intento de trascender el límite, lo efímero. La salvación por la Belleza de las obras rescata al hombre de su aniquilamiento.
En la lírica japonesa queda el legado de las oraciones rituales, las cuales se basan en la idea de la palabra «maná» o de la mágica energía de la palabra. Borges propone además ese sentido de recompensa típico de la poesía oriental en su prosa titulada De la salvación por las obras,5 una de las partes configuradoras de su libro Atlas.6 Cuando me refiero a «recompensa» aludo a ese movimiento de la voluntad, o deseo propio de la idiosincrasia japonesa de gratificación ofrecida por la Naturaleza y por un orden de vida que puede ser el poético, donde se combina el misticismo y la epicidad.
Borges refiere una anécdota sobre una reunión de las divinidades en Izumo (isla de Nippon, en el territorio de Japón). Indica el número de las deidades («ocho miuones») y con especial sentido del humor, Borges testimonia sentirse perdido entre tanta gente, pero reconoce que son los antepasados inmortales (el humor neutraliza el nivel informativo y manipula la recepción). En este caso, el número «ocho» agrega el valor del número en las islas del Japón, de buen agüero (indicio que condiciona la valoración del mensaje).
Borges se detiene en la tristeza de la divinidad; en sus rostros indescifrables con kanjis o máscaras, por ser ocultos. Seguidamente se concentra la reunión en rueda cíclica. Se accede a un momento de evaluación celestial y en el acto de habla de la divinidad, la tipografía se ornamenta en versalita. Resume los actos de las deidades: crearon el Japón; dieron al hombre el tiempo. Reconoce la imaginación del hombre y sus concreciones, las que enumera, aunque silencia la mención directa de la bomba atómica. Pero, frente a ella, propone la salvación por el haiku. Ya que el hombre perdura por la poesía, una manera de la recompensa, concedida por la divinidad.
Se rescata así el valor de lo ínfimo, donde anida la belleza que redime al hombre de sus transgresiones coléricas.
En el libro Atlas, queda como cierre una instantánea con la mano de Borges, rozando las inscripciones de letras japonesas. Roce que es comunicación con todos los hombres; porque el Haiku expresa los sentimientos de los bordes; porque posee la libertad de lo simple y de la iluminación que acontece en anonimia. La espera de «una cosa entre las cosas».
Como entidad universal, el libro contiene las huellas del hombre; y la lectura es una parte de la Literatura: en esa tarea el lector colabora y es cómplice del autor. Porque el libro contiene un diálogo superior al hombre mismo. Jorge Luis Borges ha escrito un poema (titulado «Un libro»)7 donde expresa conceptos semejantes:
Apenas una cosa entre las cosas
Pero también un arma, fue forjada
En Inglaterra, en 1604.
Y la cargaron con un sueño. Encierra
Sonido y furia y noche y escarlata
Mi palma la sopesa. Quién diría
Que contiene el infierno: las barbadas
Brujas que son las parcas, los puñales
Que ejecutan las leyes de la sombra.
El aire delicado del castillo
Que te verá morir, la delicada
Mano capaz de ensangrentar los mares,
La espada y el clamor de la batalla.
Ese tumulto silencioso duerme
En el ámbito de uno de los libros
Del tranquilo anaquel. Duerme y espera.
En esa espera del libro está el impulso hacia su revelación, hacia el encuentro con un asombro polivalente. Es una presencia que acompaña; una guía para la evolución interior; un vínculo comunicante; un fenómeno de la palabra escrita; un documento del pasado y la tradición; un registro de la fantasía; una estratificación de niveles sedimentados en la unidad. Para comprobarlo veamos en particular al poema citado.
La lírica de Borges es un itinerario hacia el encuentro con la palabra poética, o la palabra-revelación. Es evidente su preocupación por obtener un lenguaje esencial, acorde con el núcleo generador elegido.
El hecho del lenguaje representa, para él, un enigma y un problema. Lo concibe como un modo de interpretar el Universo. Para nuestro autor la palabra es una realidad más potente que la realidad misma: la nombra, la destruye o jerarquiza; porque la realidad es pura materia verbal. En consecuencia, la muerte más definitiva es la que se actualiza cuando desaparece la palabra.
Borges se siente un trabajador de materia dada, un amanuense que transcribe lo que otro le dicta. Por eso ha declarado que su tarea es «nada» y que él es «nadie», está todo su ser.
En el primer verso de «Un libro», el cambio de sustantivo «cosa» en singular, al plural, implica la idea de lo infinito («cosa»= libro) dentro de la multiplicidad. El libro tiene, por tanto, una serie de connotaciones, lo asocian con la divinidad. Borges elige uno. Por las informaciones que presenta en los versos, puede deducirse que se trata de una tragedia de Shakespeare. La referencia espacial (Inglaterra) y el año 1604, bien podrían concordar con la época denominada «sombría», en el afamado autor inglés (corresponde al período de su crisis religiosa y al momento en que crea sus tragedias). Borges alude a «brujas», «puñales», «crímenes», «castillo», como datos configurativos esenciales.
Cierra esta primera parte del poema con un verso binario de aliento épico. Los tres últimos versos son una síntesis, en la que reúne el despliegue enumerativo previo con la idea de «ese tumulto silencioso». Por consiguiente, esa realidad de ficción aguarda el descubrimiento de las manos y los ojos del hombre. Como el libro está por encima del tiempo, puede esperar eternamente, evidencia de su hálito superior, ante el hombre subordinado, arbitrariamente, al cronos.
Algunos escritores y filósofos actuales han augurado la muerte de la Literatura. Sin embargo, si bien el hombre es absurdo en su accidencia, no por ello podrá exterminar su avatar mágico. Por encima del ansia de consumo está la necesidad de soñar.
Dice Borges en otro poema:8
Las vigilias humanas engendraron
Los infinitos libros. Si de todos
No quedara uno solo, volverían
A engendrar cada hoja y cada línea,
Cada trabajo y cada amor de Hércules,
Cada lección de cada manuscrito.En el siglo primero de la Hégira,
Yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
y que impone el Islam sobre la tierra,
Ordeno a mis soldados que destruyan
Por el fuego la larga Biblioteca,
Que no perecerá. Loados sean
Dios que no duerme y Muhammad, su Apóstol.
En las notas sobre este poema, Borges aclara que Omar es una proyección suya y que la verdadera fecha es el año 1976. Por tanto, el mensaje tiene valor para el presente. Relaciona el germen de la Biblioteca con el sueño; tan sólo es necesario que un hombre se abra al mundo ficcional, pues en él están todos los hombres.
De la salvación por las obras
Jorge Luis Borges
En un otoño, en uno de los otoños del tiempo, las divinidades del Shinto se congregaron, no por primera vez, en Izumo. Se dice que eran ocho millones pero soy un hombre muy tímido y me sentiría un poco perdido entre tanta gente. Por lo demás, no conviene manejar cifras inconcebibles. Digamos que eran ocho, ya que el ocho es, en estas islas, de buen agüero.
Estaban tristes, pero no lo mostraban, porque los rostros de las divinidades son kanjis que no se dejan descifrar. En la verde cumbre de un cerro se sentaron en rueda. Desde su firmamento o desde una piedra o un copo de nieve habían vigilado a los hombres. Una de las divinidades dijo:
Hace muchos días, o muchos siglos, nos reunimos aquí para crear el Japón y el mundo. Las aguas, los peces, los siete colores del arco, las generaciones de las plantas y de los animales, nos han salido bien. Para que tantas cosas no los abrumaran, les dimos a los hombres la sucesión, el día plural y la noche una. Les otorgamos asimismo el don de ensayar algunas variaciones. La abeja sigue repitiendo colmenas; el hombre ha imaginado instrumentos: el arado, la llave, el calidoscopio. También ha imaginado la espada y el arte de la guerra. Acaba de imaginar un arma invisible que puede ser el fin de la historia. Antes que ocurra ese hecho insensato, borremos a los hombres.
Se quedaron pensando. Otra divinidad dijo sin apuro:
Es verdad. Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta, que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.
Las entonó. Estaban en un idioma desconocido y no pude entenderlas.
La divinidad mayor sentenció:
Que los hombres perduren.
Así, por obra de un haiku, la especie humana se salvó.