Al despuntar este siglo atribulado, un empeñoso investigador estadounidense, Herbert Eugene Bolton, se lanzó tras las huellas de uno de los mayores colonizadores y conquistadores de la frontera norte de la Nueva España, el sacerdote jesuita Eusebio Francisco Kino. En 1907, sus pesquisas se vieron recompensadas con un hallazgo notable: el extenso manuscrito autobiográfico, largamente perdido, que conocemos como Favores celestiales.1 Treinta años después (Macmillan, Nueva York, 1936), apareció Rim of christendom, la monumental obra de Bolton sobre el misionero.
Puedo dar fe de que durante esos treinta años Bolton trabajó con seriedad, precisión y diligencia ejemplares, en los archivos de ambos lados del Atlántico y a campo traviesa, sobre las rutas de Kino, porque conozco su obra con cierto detalle. Durante ocho años trabajé en su traducción, y espero que aparezca pronto la versión en castellano, Confines de la cristiandad.
Parecen muchos ocho años para las menos de 800 páginas del libro, pero debo decir que la mayor parte de ese tiempo se consumió en localizar los escritos de Kino y de sus contemporáneos, aprovechados ampliamente por Bolton y casi siempre compuestos en español. Gracias al auxilio de Gabriel Gómez Padilla, que en aquel tiempo era jesuita —y a quien debo toda esta aventura, pues fue él quien me invitó a ocuparme de la traducción—, finalmente pude reunir todos los documentos, y hubo muchos pasajes donde pude rectificar y ampliar las citas, tan libres como abundantes, que Bolton utilizó para construir su obra. Estoy seguro de que, de haber vivido entonces, Bolton habría aprobado esos retoques. Incluido el que aquí interesa.
Me refiero a una sección titulada en inglés «Quicksilver and blond women», que ocupa las páginas 371 a 375 de la edición de 1960 (Russell & Russell, Nueva York) que utilicé para traducir. Contra lo que parecería obvio, no convertí este título en «Rubias y azogue», sino en «Azogue y hombres blancos». Ya veremos el porqué.
Bolton cuenta allí cómo Kino, en 1697, durante una entrada que hizo en compañía de los capitanes Cristóbal Bernal y Juan Mateo Manje, encontró en una ranchería de los pimas sobaípuris que él llamó San Andrés, en las márgenes del río Gila, a un indio «todo pintado de embije —escribió Manje—, muy encarnado, que parecía bermellón o almagre finísimo». De inmediato Manje, que tenía sus estudios y había leído a Agrícola, vio en esto un indicio de mercurio, metal tan raro2 como necesario para el beneficio de la plata. El temor a los apaches disuadió a los expedicionarios, que eran pocos, de ir adelante en busca de la mina. Pero no les impidió conocer otra historia que traían los naturales: de vez en cuando llegaban al Río Colorado unos hombres blancos a caballo. ¡Atención!
Según Bolton, Bernal anotó en su diario: «También dijo dicho indio que vienen unos hombres blancos a caballo en sillas y con sus güeras —«blond women», escribe Bolton—, y que éstos dan guerras a la gente de más adentro, y preguntándole que qué tan blancos eran los dichos hombres, dijo, señalando a Juan Xermán, que de aquel blanco y pelo eran».
Lo de las güeras naturalmente llamó la atención de Bolton, quien consignó el siguiente comentario: «Este relato dio a la tropa de qué hablar en los días siguientes, pues en México, aun hoy en día, la aparición de una rubia conmociona a todos los miembros del sexo masculino». Lo que, curiosamente, no llamó la atención de Bolton es que en ningún lugar, nunca, ningún otro estudioso hubiera reparado en las güeras; tampoco que Manje, ni Bernal, ni Kino —se conservan los diarios que los tres llevaron de esta expedición— se mostraran interesados en averiguar nada sobre estas mujeres.
La explicación llegó en cuanto tuve a la vista el texto de Bernal. Bolton leyó mal; entendió mal. Don Cristóbal Bernal no escribió güeras, con g, sino qüeras, con q. Así el sentido del texto es perfecto y no tiene por qué sorprender a nadie: «unos hombres blancos a caballo en sillas y con sus qüeras»; esto es, con las armaduras de cuero que protegían a los caballos. Es fácil comprender que el comentario de Bolton sobre la manera en que los mexicanos las prefieren rubias haya quedado fuera de la traducción.
Lástima. A mí me seducían más las misteriosas güeras. El tropezón de Bolton, sin embargo, me fascina porque nos coloca de lleno en el meollo de la comunicación: en el misterio de lo que significa comprender un texto o, simplemente, comprender. El problema no es la sustitución de una letra o de una palabra por otra. El problema es por qué Bolton dio por buena esa lectura equivocada; por qué Bolton no puso en duda una noticia que la falta de otros comentarios volvía tan extraña.
Resulta que, para bien o para mal, no leemos solamente con el diccionario. No es el significado aislado de las palabras lo que embaraza o propicia nuestras posibilidades de comprensión. Es la sociedad de las palabras lo que tiene sentido y lo que decide el significado de cada una de ellas. Leemos con toda nuestra historia, nuestra experiencia, nuestra información, nuestras lagunas, nuestras manías a cuestas; cargamos de sentido y de significado el texto —eso es comprender— con los prejuicios, los deseos y el humor del día.3 Leemos —comprendemos; sin comprensión no hay lectura—4 fuera del diccionario. Podemos leer —comprender— mal, como lo hizo Bolton. Comprender no significa necesariamente comprender bien. Nadie puede decir que Bolton no entendió el texto de Bernal: lo entendió mal, y eso es diferente a no haberlo entendido.
No entender; verse obligado a simular la lectura sin comprender el texto que se sigue es la razón más importante para que cualquiera rehuya el trato con los libros. Mucho tiene que ver en esto el vicio de suponer que la descodificación de los signos y la comprensión del texto son dos tareas separadas. En general, las escuelas prestan mayor atención a lo primero, porque puede medirse con facilidad: se dedican a vigilar la velocidad de lectura y los defectos de pronunciación, y se olvidan de que lo de veras importante es encontrar un sentido a la lectura.5
Solamente si se aprende a cargar de significado un texto, y si hay un interés genuino en hacerlo, podrá alguien hacerse lector, podrá alguien emprender la carrera de lector —una carrera que nadie puede jactarse de haber completado, y que, por lo mismo, es siempre un tanto heroica.6
A eso es a lo que llamo aquí comprensión: a la capacidad de cargar de sentido un texto. Capacidad que por supuesto es variable de un lector a otro, y es variable también, para un mismo lector, de una lectura a otra. Estoy definiendo, pues, la comprensión de la lectura como la capacidad de atribuir un significado o un sentido al texto —y a cualquier otra cosa: así leemos una pintura, una película, un programa de televisión, nuestras relaciones personales; así leemos el mundo.
Que es el lector quien atribuye el significado al texto puede fácilmente comprobarse. Escribamos IO en el pizarrón, frente al grupo —da lo mismo la edad de los alumnos—; todos leerán «diez». Agreguemos R para formar RÍO, y todos leerán «río». Es virtualmente imposible, mientras estemos con hispanohablantes, que alguien desde un principio lea «ío» en lugar de «diez» porque, a esos signos, que son los mismos, difícilmente se les atribuirá un significado que no tiene sentido.
Leemos, casi al azar, un fragmento de «Pueblerina», el delicioso cuento de Juan José Arreola que narra el final de un abogado con cuernos:
Pero la vida tranquila del pueblo tomó a su alrededor un ritmo agobiante de fiesta brava, llena de broncas y herraderos. Y don Fulgencio embestía a diestro y siniestro, contra todos, por quítame allá esas pajas. A decir verdad, nadie le echaba sus cuernos en cara, nadie se los veía siquiera. Pero todos aprovechaban la menor distracción para ponerle un par de banderillas; cuando menos, los más tímidos se conformaban con hacerle unos burlescos y floridos galleos. Algunos caballeros de estirpe medieval no desdeñaban la ocasión de colocar a don Fulgencio un buen puyazo, desde sus engreídas y honorables alturas. […]
Es posible que para atribuir un significado a ciertos términos —banderillas, galleos, puyazos—, un lector que no conozca nada de la fiesta brava deba acudir al diccionario. Supongamos que consulta la Enciclopedia del idioma, de Martín Alonso. Verá que banderilla es (segunda acepción) un «Palo delgado revestido de papeles rizados y con un arponcillo en el extremo, que usan los toreros para clavarlo en el cerviguillo de los toros». Tras nueva consulta, y una vez averiguado que cerviguillo es la «Parte exterior de la cerviz cuando es gruesa y abultada», ¿cuál podrá ser la representación mental que nuestro hipotético lector se haga de lo que dice el cuento? Este lector no puede atribuir suficiente sentido a «Pueblerina»; no está preparado para leerla; su lectura será disparatada o aburrida, o ambas cosas. Difícilmente podrá disfrutarla.
Un segundo lector, que tenga al menos rudimentos del tema, podrá seguir con mayor gozo los varios niveles de la escritura de Arreola. Aunque bien puede ser que al llegar a «llena de broncas y herraderos» tome estas palabras en sus acepciones comunes y no alcance a percibir el significado preciso que tienen en el ámbito taurino, con lo cual creerá que se refieren a pleitos y a la operación de herrar las reses, y no a las protestas del público y al desorden en la lidia; de alguna manera, no podrá advertir sino parcialmente el mando de Arreola sobre la lengua.
Al leer que «Algunos caballeros de estirpe medieval no desdeñaban la ocasión de colocar a don Fulgencio un buen puyazo, desde sus engreídas y honorables alturas», es probable que este segundo lector no pueda sentir, como lo hará un tercero, más avezado, la evocación de la historia entera del toreo que Arreola hace con estas palabras, ni verá que las «engreídas y honorables alturas» se refieren lo mismo a la posición social de los vecinos de don Fulgencio que a la posición sobre el caballo de aquellos otros caballeros, efectivamente medievales, que solían correr lanzas para cazar toros.
El tercero de estos lectores podrá atribuir a las palabras de Arreola, a un mismo tiempo, un mayor número de significados y sentidos; las comprenderá mejor y las gozará más.7 El segundo tendrá una comprensión más limitada. El primero corre mucho mayor riesgo de entender mal y, en algunos casos, de no entender. Como la mayoría de nosotros frente al párrafo que sigue:
Bij aankomst meldt de kampeerder zich bij de administratie. Na inschrijving plaatst hij sijn tent of caravan op het door de kampbeheerder aangewezen terreingedeelte, zodanig dat anderen geen overlast wordt aangedaan…
Frente a una lengua desconocida —en este caso, holandés— no entendemos mal, sino que no entendemos, porque no tenemos manera de atribuir ningún significado a las palabras que vemos. Esto ya lo dije, pero vale la pena repetirlo: entender mal y no entender son dos cuestiones distintas.
No confundamos la memorización con la comprensión. Aprender un texto de memoria —en holandés o en castellano— no significa comprenderlo. Todos los alumnos de quinto y de sexto de primaria de este país, por ejemplo, se saben de memoria el Himno Nacional, pero muy pocos pueden atribuir un significado a su letra. Incluso pocos adultos pueden hacerlo. (La escuela no fomenta el ejercicio de atribuir significados a los textos, ni a ninguna otra cosa; tampoco es una facultad que se ejercite en las familias.)
Así pues, ¿qué es «el acero aprestad y el bridón»? ¿Por qué las sienes de la patria han de ser ceñidas de oliva? ¿Quién es «mas si osare»? Preguntas sin respuesta. Hasta que un día alguien o algo —más vale que sea alguien, porque eso nos ahorra mucho tiempo— nos deja caer encima el relámpago de la revelación: Esas palabras tienen significado; todas las palabras, cuando entran en sociedad, se cargan de significado y de sentido; si no lo conoces, si no lo sientes, tienes que dárselo, tienes que tomar conciencia de sus valores y sus texturas. Cada vez que repitas «Ave, María» recuerda que saludas a la Virgen con las palabras del arcángel y siente el peso de dos milenios en esa volátil vibración del aire que son tus palabras. Cada vez que digas «ruega por nosotros, los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», convierte esas palabras, desde la certeza de tu fin, en una auténtica imploración.
¿Dónde y cómo se aprende a comprender; es decir, a atribuir un sentido o un significado a la lengua articulado en un texto? Lo más importante, me parece, es esto que acabo de llamar la revelación: descubrir que las palabras de un texto tienen un sentido, un significado en principio preciso, y que es una torpeza seguir adelante cuando no se entiende lo que se está diciendo o leyendo.8 Hay que ayudar al lector incipiente a poner en las palabras los significados adecuados, para que tome confianza y aprenda a hacerlo por su propio esfuerzo. Si obligamos a un niño a repetir algo que no entiende, lo estamos criminalmente acostumbrando a pasar por alto la importancia del significado, del sentido.9
Después viene la práctica, la frecuentación, el ejercicio; todo esto con la conciencia de que leer significa no repetir palabras, sino encontrar sentidos y significados. También es muy importante compartir la lectura —con vivos y muertos—; el diálogo, el comentario, la experiencia de quienes van por delante de nosotros. Y que alguien, o algo, nos ayude a obtener conclusiones, a poner en tela de juicio lo que dice el autor, a disentir con él o a respaldarlo con nuevas razones. Porque éstas son las estrategias de la comprensión.
Todos sabemos que hace falta repetir la rutina cada vez que nos hallamos ante un código nuevo. Me confieso analfabeto en una infinidad de materias. Si alguien me diese ahora un texto de mercadotecnia, de astronomía o de derecho internacional; una reseña del hipódromo o un diagrama de la instalación eléctrica de este edificio, no podría leerlos, pues no podría cargarlos de significado o de sentido. Para hacerlo, tendría que comenzar a frecuentar, comenzar a apropiarme, esos códigos, por lo pronto tan ajenos a los míos que no exagero al calificarlos de lenguas extranjeras. Todos somos analfabetos especializados.
Nadie debería serlo en literatura, porque la literatura explora la vida y esa es una materia que todos cursamos. Aunque aún allí estamos expuestos a tropezar con códigos desconocidos. Quien jamás se ha acercado a la poesía barroca tropezará con Garcilaso y, con mayor seguridad, con Góngora y sor Juana. Viajar a otro país, a nuestro alcance en el librero, dentro de la unidad que orgullosamente tenemos a la sombra de nuestras veintidós banderas, nos da la oportunidad de sentirnos, no tanto como extranjeros pero sí como fuereños, en nuestra propia lengua.
Y una obra, un autor, un género, una época, una literatura que no hemos leído son una calle, un barrio, un pueblo, una ciudad, un país donde nunca hemos estado. Si queremos conocerlos no hay más remedio que visitarlos, recorrerles, estudiarlos, volver a ellos hasta que nos sean familiares, hasta que podamos darles sentido y significado; es decir, hasta que podamos leerlos.
¿De veras hace falta que todo el mundo lea y escriba? Yo creo que sí. Yo creo que para ser dueños de nuestra lengua, ahora que se nos va acabando el siglo xx, tenemos que ser capaces de leer y de escribir. Es cierto que la lengua, y también la literatura, nacieron puramente habladas. Es cierto que sobreviven pueblos ágrafos y que en los alfabetizados la oralidad convive con la escritura.
Es cierto que eso que escribimos se vivifica, se anima cuando se le presta la voz. Todo eso es cierto, sí, pero también lo es que nuestra civilización se ha construido con la palabra escrita, que hace varios milenios reventó los límites físicos de la oralidad. En nuestros días, la lengua no está completa si no incluye la escritura y la lectura. En nuestros días, dejar fuera de la lectura y la escritura a una parte de nuestra población es una injusticia, un crimen social.
Por la prosperidad de nuestros pueblos, por la democracia y la justicia, por el esplendor de los deportes, las ciencias y las artes, porque nos urge superar rezagos que hemos arrastrado por generaciones; también porque son el sostén de todos los medios de comunicación, necesitamos la lectura y la escritura. El día en que se inauguró el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española,10 Octavio Paz llegó al extemplo de San Agustín, en Zacatecas, por televisión, porque estaba enfermo, y allí lo vimos leer su ponencia; otro día,11 Jacobo Zabludowski alzó a las academias una petición en favor de la palabra hablada, y lo hizo leyendo su ponencia. Por otra parte, la mayoría de los participantes escribimos lo que diríamos, pero nadie se conformó con simplemente reproducirlo y hacerlo llegar a manos de los demás. Todos preferimos darle el cuerpo de nuestra voz.
Hoy en día, el lenguaje escrito se nos ha vuelto tan propio, tan entrañable, tan necesario como el lenguaje hablado.12 Por eso hay un clamor general para acabar con el analfabetismo; por eso tanta gente se esfuerza para que las lenguas indias se escriban y tengan un desarrollo cabal. Para terminar, debo repetirlo: hoy en día, nadie es dueño de su voz si no puede ponerla por escrito.