Y a pesar de la niebla verde en los labios y
del frío gris en los ojos,
su voz corroe la distancia que se abre entre la sed
y la mano que busca el vaso. Ella canta.Alejandra Pizarnik
La escritura, la página escrita, parece ser el último destello, la última de las metamorfosis que asume en Occidente la búsqueda de la verdad. Sin embargo, al romperse la fascinación imaginaria que giraba en torno de la razón de un sujeto pensante, la escritura no puede ya ocupar ese lugar, y pasa a ser sólo la ruinosa huella que muestra algo del silencio en el que la verdad parece habitar.
El lenguaje ya no tiene garantías (Dios ha muerto) y la escritura escribe el silencio que se desliza interminable como imposible hacia lo imposible. La escritura, superficie de alteridad irreductible, desplaza el objeto hacia el infinito, instaurando la disrupción y la pérdida de toda referencia fundante. Una época como la nuestra que pasa a concebir el ser como el habla de la escritura, renuncia a toda pretensión universalista, busca el silencio que haga callar el pensamiento, para poder abordar su condición enigmática y abismal.
La conciencia y su sujeto correspondiente no dicen ya la verdad porque han perdido el atributo de la universalidad y entonces recurrimos al inconsciente y su correspondiente sujeto, es decir, el representante anecdótico y contingente de una verdad que se fragmentó en múltiples sujetos, para apelar ahora a la escritura, texto-textura de una promesa que sabiendo que ya no dice nada en su decir, alienta la esperanza de producir la verdad que resta en el exterior del texto, cuya representación imposible dice lo real para «mí».
Nómadas de la lengua, resto, evocación ausente y desafiante de lo que, no habiendo sido dicho, está ahí como realidad de la ausencia, afuera, Otro (¿América, innominada e innombrable?).
El último intento, ya no de hablar, sino de escribir acerca de la imposibilidad del nombrar es el lugar asignado a la escritura, posibilitadora de una crítica a una historia lineal, transformada en historia textual, que desvía la reflexión hacia la búsqueda del sentido en la (de la) escritura.
¿Qué pasa en Occidente cuando el todo comienza a desmigajarse, cuando el Otro comienza a irrumpir, cuando el afuera comienza a vislumbrarse por los intersticios del logos, de la lengua?
«La escritura, la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida»1.
¿Podemos preguntar qué es el libro? ¿Es tan claro, tan evidente, que se pueda hablar del libro? ¿Cuál es la lengua de la escritura? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de la escritura?
Y también: ¿Qué sería abandonar el libro? ¿Podemos hablar de su fin, tantas veces anunciado?
A partir de Barthes,2 podemos decir que la escritura consiste en utilizar signos de escritura, en tanto que repetición de lo que hay de repetible en el lenguaje. Y que esta repetición no tendría que ver con una comprensión del lenguaje en tanto que temporalidad (ya que en ese caso la escritura sería entendida simplemente como la que recoge lo que no se debe olvidar), sino con el espacio, y especialmente con ese fragmento de espacio que es el libro.
Entendida así, la escritura crea un objeto, no lo expresa, lo hace existir, le da una materialidad que ya no es la del cuerpo sino la materialidad de las palabras. Un objeto tal no puede ser entonces una imitación, una representación de lo real, sino que hace que ese objeto exista, comience a existir y hace que haya siempre en él —como en todas las cosas existentes para el sujeto humano— un excedente del que no se puede dar cuenta. La descripción no es aquí reproducción, sino más bien desciframiento.
Escritura sería, también, una cierta forma de interrogarnos acerca de la lengua, al tomar su aspecto de bifurcación, de desdoblamiento, por el cual, además de contar algo, de decir algo, muestra también algo sobre ella misma, habla de sí misma.
Reduplicación interminable, a partir del vacío que se genera a su alrededor, que es la que nos autoriza estar aquí: las exégesis, los comentarios, los redoblamientos, en tanto lenguaje infinito que le permite hablar de sí mismo.
Resumamos brevemente desde dónde podemos decir estas cosas: por un lado, la relación verdad-representación clásica cae, al ser entendida, la verdad, como sometida a las contingencias históricas; y la representación, como pura seducción de verdades hospedadas en la materialidad significativa que confina las viejas máscaras.
La imposibilidad de la representación como unidad, fractura y fragmenta la verdad histórica y da lugar a ese resto que se traduce como Otro, dando lugar a la pluralidad de las expresiones, a las modulaciones de la verdad en su exigencia (política) de ser representada, quedando reducida a partes o fragmentos del archivo de los objetos teóricos que afronta la conciencia moderna.
Y la lengua, que a partir de Nietzsche, Mallarmé, Hölderlin o Rimbaud deja de ser el lugar privilegiado que une el mundo con la posibilidad de ser nombrado, y pasa a ser, justamente, el lugar donde se muestra esa imposibilidad.
Por lo tanto, la escritura clásica que buscaba poner la imagen y el instante que la soporta al abrigo de las cosas perecederas, es denunciada como poseedora de algo que se ha escurrido fuera de toda significación y de toda verdad: nada, ausencia del mundo, el ser del que nada se puede captar, nada hacer, nada decir, ya que todo nos separa de la obra.
Como dice Blanchot, «una distancia íntima se esboza entre quien mira y el objeto de su mirada»,3 de allí que la mirada y su duración tengan que ver con el espacio y no con el tiempo. El libro es el espacio que se da entre el objeto y la mirada, fruto de un acto anónimo y solitario ya que no existe más la posibilidad de remitirlo a un sujeto racional que lo construya, sino simplemente a la llamada del arte, la llamada del regreso al día que solicita una forma, en una nueva disimulación. El espacio que no queda ya definido por las leyes de la retórica sino por la biblioteca, en un lenguaje que acentúa la reduplicación infinita y que pasa a ser leído como escritura. La obra como desposeimiento, como exigencia impersonal, un inverso de la memoria que muestra la ceguera profunda que habita en el centro mismo del pensamiento, eclipse de la razón, pensamiento que nace siempre de un afuera que no existe todavía, que ha de venir en un regreso nostálgico a la incertidumbre del origen.
Esto puede ser entendido como una clausura, pero, como dice Foucault o Blanchot, esto no es el fin, sino la búsqueda de una individualidad de orden diverso al del sujeto de la razón teórica clásica (la univocidad del ser, asentada sobre el volver de la diferencia): y allí sí, recién allí, el ser que lo dice todo, porque dice su fracaso.
Según Foucault,4 si se ha podido llegar a creer que estamos en el tiempo del fin es porque se ha confundido el lenguaje con la temporalidad, habiendo dejado de lado la particular relación del lenguaje con el espacio.
Hasta el siglo xix, el libro era el soporte accesorio de un habla preocupada por la memoria y el retorno. Pero a partir de que el lenguaje se torna cada vez menos histórico y sucesivo, es en la espacialidad del libro donde aparece su origen, siempre repetible, aunque definitivamente sin memoria.
La literatura, ajena al tiempo, pasa a ocupar el espacio imposible de un libro, el volumen de un libro. El lenguaje cada vez más distinto de sí mismo, se muestra como un lenguaje inmóvil y fracturado que, por eso mismo, produce una sensación de tiempo fragmentado y final.
De ahí que las relaciones de la literatura con la lengua parecen hacer necesario un ejercicio de destrucción, de descomposición, de metamorfosis. Volvernos nómadas, inmigrantes, gitanos de nuestra propia lengua, pasar por un proceso de desterritorialización, por un ejercicio de desconocimiento.
Deleuze y Guattari5cuando plantean el problema de la escritura, van a llamar a este movimiento sobre la lengua «literatura menor», entendiéndola como «la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor». Su consecuencia «es que, en ese caso, el idioma se ve afectado por un fuerte coeficiente de desterritorialización». Aclarando que ésta es la exigencia de cualquier escritura ya que «menor» califica las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada «mayor o establecida».
Siguiendo el planteamiento de Deleuze y Guattari, podemos, quizás, entender un poco el tema de la escritura en Latinoamérica, callejón sin salida que encierra a los pueblos cuando buscan acceder a una escritura, y que hace de su literatura algo que se encuentra en constante lucha con la imposibilidad: imposibilidad de no escribir, imposibilidad de escribir en español, imposibilidad de escribir de cualquier otra manera.
Como dice Arguedas después de escribir su primer relato Agua: «Cuando yo leí ese relato en ese castellano tradicional, me pareció horrible, me pareció que había disfrazado el mundo tanto casi como las personas contra quienes intentaba escribir y a quienes pretendía rectificar. Unos seis o siete meses después, las escribí de una forma completamente distinta, mezclando un poco la sintaxis del quechua dentro del castellano, en una pelea verdaderamente infernal con la lengua».6
O en otro lugar: «Escribí el primer relato en el castellano más correcto y literario del que podía disponer. Pero yo detestaba cada vez más aquellas páginas. No, no eran así ni el hombre, ni el pueblo, ni el paisaje que quería describir, casi podía decir denunciar. Bajo un falso lenguaje se mostraba un mundo como inventado, sin médula y sin sangre, un típico mundo literario, en que la palabra ha consumido a la obra».7
Lenguaje de papel o artificial al que hay que conseguir sacarle la médula de su sentido, para poder nombrar un espacio innominado, el español de América muestra su desterritorialización.
Escribir pasa necesariamente por el desconocimiento de la lengua.
El siglo que comienza con un anuncio, la muerte de Dios, ha dado como corolario el nacimiento del libro, y entre ellos el libro latinoamericano.
El último texto de Arguedas dice así:
«He vuelto de un viaje no tan inútil que hice a Lima. Habrán de dispensarme lo que hay de petitorio y de pavoroso en este último diario, si el balazo se da y acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender. Y, por fuerza, tengo que esperar no sé cuántos días para hacerlo».8
El balazo se da y acierta, lo que queda es un libro.
¿La historia de Arguedas es nuestra historia?, dividido entre dos lenguas, entre dos razones, siendo ineludiblemente dos sujetos: el de la tierra madre americana y el del padre europeo, entre los dos mundos que le dividían la piel.
Y una posibilidad de salvación: la literatura, «me han dicho que si consigo escribir…». ¿Por qué la escritura puede salvarnos? ¿Cómo justificar una afirmación que no puede alegarse desde la razón dominadora? ¿Cómo una obra puede crear un pueblo, un lugar?
La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta, inventar un pueblo, pueblo venidero todavía sepultado por las traiciones y las renuncias, pueblos, tribus, escribir por ese pueblo que falta, en un devenir otro de la lengua, en un disminuir esa lengua mayor, en una línea mágica que escapa del sistema dominante.
El zorro de arriba y el zorro de abajo de Arguedas, sin embargo, es todavía una interrogación sobre la obra y la locura. Inaugura laboriosamente, dolorosa y trágicamente, un nuevo pensamiento de las fronteras, una nueva experiencia de la casa, del hogar y de la economía.
Encuentro con la locura de la lengua, la lengua asentada sobre una locura fundamental, la forma vacía de la que viene la obra, es decir, el lugar donde no deja de estar ausente, donde jamás se la hallará, porque nunca se ha encontrado allí. El lenguaje de la literatura que no se define por lo que dice sino por el afuera que deja nombrado. Es el propio lenguaje el que delira, el vacío hacia el que es atraída el habla poética.
Construir el espacio del libro en Latinoamérica, crear el espacio latinoamericano, pasa por la construcción de este libro del mundo. La lengua latinoamericana ha creado un espacio, a la vez particular y universal como todos los espacios, por fin tiene una lengua que consigue crearlo, juego desplegado en un lugar que le es propio. La repetición de lo mismo del lenguaje que lo hace coincidir con lo que no es.
Se trata del desconocimiento de lo que queda por venir, ni substancia, ni esencia, ni existencia. Fantasmas, herencias, generaciones, generaciones de fantasmas aunque esta mirada inaugural no alcanza a ver sino una noche más oscura que entrega por lo tanto una esencia velada.
Se trata del por-venir, el por-venir que depende de la procedencia.
Se trata de una axiomática, sobre lo que tiene precio, valor, calidad, dignidad. La única manera de defender la lengua es atacarla, cada escritor obligado a hacerse su propia lengua. Heterogeneidad radical de una herencia, hemos heredado la lengua, pero la herencia no es nunca algo dado, es, como dice Derrida,9 siempre una tarea. Habría una lógica que nos remite a la herencia y las generaciones, pero vuelta también, en un tiempo heterogéneo y disyunto, hacia el porvenir no menos que hacia el pasado.
Libros sin final, porque la mano que los escribía moría en el intento, Arguedas, o Pizarnik, con su muerte dan vida a la posibilidad de la escritura, morir de escritura, silenciarse, enmudecer a un cierto discurso, para abrirse a una lengua nueva, trabajosa.
Como dice Deleuze,10 escribir implica romper con la propia lengua, transformar la lengua propia en extranjera, trabajar la materia de la lengua hasta que de ella logre salir una lengua nueva.
Arguedas, exponente del desgarro que implica hablar «la lengua latinoamericana», dice «he sido feliz con mis insuficiencias porque sentía el Perú en quechua y en castellano».11
«Imitar desde aquí a alguien resulta escandaloso. Soy provinciano de este mundo.»12
Deleuze13 plantea que el escritor, la escritura, inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida y en la medida que la inventa, crea nuevas lenguas, extrae nuevas estructuras gramaticales y sintácticas, la hace estallar, la hace delirar, la lengua tiende hacia el límite que rompe las fronteras, que comunica con lo exterior. Pero el límite no está fuera del lenguaje, sino que es su afuera, personajes de una historia y una geografía que se va reinventando. La escritura altera aspectos concretos de modos de ser, experiencias del lenguaje, no es una experiencia más, es la experiencia de un pueblo, singularizada en una letra.
«… nunca es eso lo que uno quiere decir / la lengua natal castra / la lengua es un órgano de conocimiento del fracaso de todo poema / castrado por su propia lengua… entre lo decible / que equivale a mentir (todo lo que se puede decir es mentira) el resto es silencio / sólo que el silencio no existe».14
Cuando Arguedas tiene que romperse al no encontrarse con ninguna de las lenguas (la materna que es la de la tierra y la paterna que es la de la ley), se destruye en ese desgarramiento que lo sume en lo real absoluto, deviene cerdo, perro, muerte, en el territorio insoportable de la soledad.
En mi país, en mi lengua, Alejandra Pizarnik, escribe sobre el dolor que significa el lenguaje, el vacío que nombra, el espacio que inventa y construye.
Y ahí está el ser del libro, objeto y lugar de la literatura: «el emplazamiento blanco donde todos después de la descripción pueden volver a encontrar un espacio universal de inscripción, empresa meticulosa para desencajar el barullo del mundo».15
Transgresión, risa, locura, amor, odio, como experiencias del pensamiento.16
Arguedas busca construir una lengua que nombre lo innombrable en una lengua extranjera (en este caso el español), para un paisaje, un pueblo que ya ha perdido la posibilidad de ser nombrado exclusivamente en quechua.
Digamos que inaugurar esta intencionalidad le cuesta la vida, es necesario un hombre nuevo que pueda escribir en esa lengua, y con su muerte lo crea. Pero no es una experiencia personal, sino que se deriva de una práctica colectiva, al arrancarnos de la experiencia que creíamos poseer, de la certeza que supuestamente creíamos abrigar.
Por eso es que el libro no tiene fin, porque si tuviese fin, lo que se acaba es el sujeto, la posibilidad de crearse infinitamente, en cada época, en cada momento, en cada sufrimiento, en cada injusticia, en cada alegría, en lo innombrable, que de repente adquiere posibilidad de nombre, giro lingüístico que nombra lo que hasta ayer era imposible, en la brecha insalvable y por eso mismo infinita. El hombre, ser de escritura, necesita crearla y reinventarla cada día para ser.
En la distancia insalvable entre la pregunta y la respuesta responde la palabra del único sujeto que habla: el libro. El lenguaje que vuelve a sí mismo, para disolverse en el silencio ya que no puede reducirse a lo que alguien quiso decir.
Nosotros, ubicados en otro espacio, que es el mismo, pero que habita la distancia de la diferencia, cuando repetimos, cuando repetimos lo que hemos heredado de Occidente (sus lenguas, sus mitos), hacemos surgir en la repetición de lo mismo, la diferencia reduplicada.
Nuestros tiempos no son los mismos, aunque vivamos la misma fragmentación.
Lo que para la tradición europea implica una ruptura con la idea del todo, para nosotros, para la escritura, debemos construirlo, inventar un todo. Lo que aparentemente puede parecer lo mismo, deviene experiencia de la diferencia. Cuando Pizarnik busca la palabra perfecta, cuando Arguedas busca la lengua que nombre este espacio, cuando Borges quiere construir su biblioteca, es otra cosa que se está inventando en la insistencia de lo mismo.17
Pero para liberar la diferencia precisamos de un pensamiento sin contradicción, sin negación, un pensamiento que diga que sí a la divergencia; un pensamiento afirmativo cuyo instrumento sea la disyunción; un pensamiento de lo múltiple, de la desarticulación dispersa y nómada, que disemina las coacciones de lo mismo, que insiste y subsiste en un juego de repeticiones.
En lugar de la imagen todavía incompleta y confusa de una Idea que desde siempre poseería respuesta, el problema es la idea misma, o más bien, la idea no tiene más modo que el problemático: pluralidad distinta cuya obscuridad siempre insiste más y en la cual la pregunta no cesa de moverse.
El infinito de la obra como infinito del espíritu. Continuo combate que atraviesa nuestra biblioteca como alegato del superviviente a la crueldad del siglo. La obra se ha producido cuando la violencia del ser consigue manifestar al excluido, denunciando la apariencia sobre la que se sustenta el discurso del poderoso, apariencia y sombra de una palabra que no puede ser dominada ni aprehendida, palabra inasible, momento indeciso de la fascinación.
Cuando más se piensa el mundo como hecho a la medida del hombre (¿cuál?), más es necesario que el arte deba tender hacia ese punto donde nada tiene aún sentido. Recordarnos tenazmente la equivocación, orientarnos hacia ese espacio donde todo lo que nos proponemos, todo lo que hemos obtenido, todo lo que somos, todo lo que se abre sobre el cielo y la tierra, retorna al sin sentido, donde lo que se aproxima es lo no serio y lo no verdadero, como si a lo mejor surgiese de allí la fuente de toda legitimidad.
Escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar de hablar. Repitamos a Pizarnik: «en la noche ella eleva sus brazos suplicantes y crea a voluntad una pequeña noche de luna…».