Periolibros, crónica de una experiencia editorialAdolfo Castañón
(México)

Hace 25 años, el escritor canadiense Marshall MacLuhan publica La Galaxia de Gutenberg, una obra que intentaba hacer un balance de los grandes cambios que había traído la imprenta al mundo y de los que acarrearía la aparición de los nuevos medios electrónicos. MacLuhan no anunciaba la muerte del libro pero sí sostenía que éste se transformaría radicalmente para sobrevivir en el nuevo orden global —expresión que él puso en boga—. Con él las sociedades y sus mecanismos de transmisión y memoria cambiarían en una escala nunca antes vista.

Sin embargo —según recuerda Hans Magnus Enzenberger— «el libro de bolsillo hizo su entrada triunfal en 1935 cuando en Inglaterra aparecieron los primeros Penguin Books (…) El éxito de los pioneros ingleses, que en 25 años vendieron más de 150 millones de volúmenes y que (a principios de los años sesenta) alcanzaban una producción superior a los 15 millones de volúmenes, pronto suscitó imitadores» en todos los mercados del mundo. Con el libro de bolsillo se inició la transformación de la industria editorial en una industria «pesada», racionalizada y planeada en sus más pequeños detalles.

El libro de bolsillo puso el libro al alcance de las grandes masas como objeto cotidiano de consumo, pero también, y sobre todo, rompió las jerarquías de la cultura al situar en el mismo estante autores y obras clásicas, junto con novelas policiacas, pornográficas o de espionaje, libros de consejos prácticos, diccionarios, poesía y guías turísticas. Pero el libro de bolsillo no hubiese podido darse sin un control estratégico de la distribución que la mecanización del transporte hizo posible: muy pronto quedó claro que el futuro de la edición dependía en buena parte de la fuerza y eficacia de los mecanismos de distribución de la cultura impresa, como demuestra significativamente el hecho de que una cadena de mensajería —Hachette— se haya convertido en uno de los grupos editoriales más poderosos de Europa y, luego, en uno de los consorcios que monopolizan la comunicación en el mundo. No sólo eso: es gracias al control de la distribución como pueden desarrollarse grandes estructuras editoriales, capaces de imponer su producción y sus condiciones de venta.

Hacia mediados de los años setenta, el mercado editorial ya era objeto de una guerra económica cuyas batallas se irían expresando a través de la absorción paulatina pero inexorable de pequeñas y grandes empresas por grandes grupos con vistas a una expansión global y desarrollo de coediciones y coproducciones internacionales. Se expresaría también a través de la expulsión, liquidación o desplazamiento de los editores tradicionales, sustituidos por administradores e ingenieros capaces de imprimir un alto rendimiento a sus empresas.

El libro no sólo se había transformado en un objeto para ver o incluso para manipular —como en el caso de los libros para niños—, sino en el soporte excipiente impreso cuyos derechos son susceptibles de comercializarse en otros medios. Paralelamente, la industria tipográfica propiamente dicha desarrolló mecanismos —de la fotocomposición a la impresión en láser— que permiten la producción barata, autónoma y descentralizada de textos y, así, se ha asistido desde mediados de los años setenta al florecimiento de innumerables pequeñas editoriales en las que se vuelven a unir la calidad artesanal del objeto a la excelencia literaria.

De hecho, ha sido el ejercicio de éstas como radar detector de novedades literarias el que ha permitido que los grandes consorcios se alimenten de productos previamente garantizados por los agentes literarios que, en este renglón, cumplen una función decisiva.

Más allá de los méritos estéticos y literarios intrínsecos de, por ejemplo, muchos de los escritores latinoamericanos del llamado boom es preciso leer también el alcance de sus obras a la luz de coordenadas mercantiles como las mencionadas. Pero, ya para entonces, el escritor ha dejado de ser un sacerdote o un guía —el fiel palinuro que aconsejaba al capitán cómo sortear los escollos para no zozobrar la frágil nave del Estado— y no porque hubiese hecho un ejercicio de contrición y arrepentida humanidad, sino porque muy pronto sería sustituido por los despachos privados de consultores, máquinas de encuestas e investigación instantánea, y porque su fama ya no iba a depender tanto de la eficacia del conocimiento que el público pudiese tener de sus escritos como porque se transformó en un punto luminoso más dentro de la gran pantalla, un zumbido más en el fragor del nuevo espacio acústico para seguir al viejo MacLuhan.

La televisión ha crecido tanto que se ha convertido ya de hecho en el único espacio público disponible.

El nuevo espacio electrónico de los medios masivos de comunicación es muy distinto del espacio que había determinado la imprenta. La ciudad desaparece de las calles, el espacio público se interioriza. Ya no se reconoce como una polis sino como una «telepolis», para decirlo con el joven filósofo español Javier Echeverría. Este movimiento avasallador de la comunicación tendrá una influencia decisiva en los medios impresos.

Los diarios se hacen menos informativos y más interpretativos, pero sobre todo más visuales, compiten por salir del blanco y negro y alcanzar el color. Al mismo tiempo, ellos también, buscan nuevas estrategias de distribución y penetración en las dos puntas del mercado, a menos de resignarse a perder los recursos de una publicidad que prefiere el efecto horizontal, inmediato, de la imagen.

En este horizonte, el libro, desde luego, no ha desaparecido, pero ya se encuentra en un sitio excéntrico a la sociedad. Sigue siendo el instrumento ideal para la educación y la instrucción, el soporte más noble del conocimiento, pero —fuera del libro de texto gratuito, herencia emblemática del proyecto social del Estado mexicano— es ya un instrumento privilegiado para grupos privilegiados y sobrevive penosamente, como atestigua el cierre de librerías en nuestro país, donde, según diversas fuentes, no hay más de 200 para una población potencialmente lectora de varias decenas de millones. Según la propia SECOFI, México es uno de los países del mundo donde existen menos librerías por habitante. Sin embargo, en compensación, México tiene un número superior de bibliotecas, más de 4000 en el territorio nacional.

Sea como sea, poco a poco, en las ciudades y en los pueblos, están siendo relegados en beneficio de los videocentros, y sólo sobreviven porque la pornografía impresa todavía es más barata que la filmada. El libro, así, se ha transformado en un instrumento eminentemente escolar y cuya suerte depende en muchos casos de la de la prensa, una prensa y una industria editorial a la vez más hegemónica y más fragmentada, ya que, junto a los grandes grupos multinacionales de la comunicación impresa, ha florecido en la nueva aldea global un centro en cada aldea, y políticamente la provincia ha dejado de existir.

Ese movimiento en sentidos contrarios abre desde luego un vacío donde la oferta editorial no tiene demanda por la crisis económica y donde los lectores no tienen ninguna oportunidad de elegir o siquiera obtener lo que les prescribe el programa escolar.

En ese horizonte, una iniciativa como la de Periolibros que conjunta a dos instituciones (la UNESCO y el FCE), una empresa IBERIA, y una red de más de veinte diarios en todo el orbe latinoamericano encabezados en México por la Organización Editorial Mexicana, que suman tirajes de cuatro millones de ejemplares de cada uno de los títulos de esta biblioteca, resulta alentador.

Pues hace ver que los efectos de la fragmentación, la uniformidad y aislamiento cultural que impone esta sociedad de la comunicación global —global muchas veces en un sólo sentido— pueden ser atenuados y que en nuestros países el libro puede seguir incidiendo en la vida de las sociedades si sabe transformarse y unir su destino al de la prensa. Tal vez por esas razones —la revista Time en su edición del 8 de marzo de este año— saludó nuestro proyecto como «un dique vital para retener la marea baja de la cultura pop representada por la escoria flotante de Madonna y Sidney Sheldon».

La aventura de Periolibros tiene su antecedente en un proyecto concebido por el escritor peruano Manuel Scorza en la ciudad de Lima a principios en los años setenta. El proyecto arrancó a principios de 1991 cuando Federico Mayor Zaragoza, director de la UNESCO, propuso a Miguel de la Madrid, director del FCE que una veintena de diarios de lengua española y portuguesa publicaran una biblioteca de literatura iberoamericana capaz de alcanzar a las grandes poblaciones del orbe.

Se publicarían obras de Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Fernando Pessoa, Octavio Paz, Jorge Icaza, Alfonso Reyes, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Miguel Otero Silva, Camilo José Cela, Carlos Fuentes y Alfredo Pareja Diezcanseco, para sólo mencionar en desorden calculado algunos nombres.

Las obras de los 60 autores se publicarían íntegras y serían ilustradas por otros tantos grandes pintores iberoamericanos como Viera da Silva, Rufino Tamayo, Jacobo Borges, Arnaldo Coen, Rapi Diego, Roser Bru, Antoni Tàpies o Juan Sebastián Barberá. Los números irían encartados en los diarios sin costo alguno para el lector y cada título alcanzaría una difusión millonaria (entre dos y cuatro millones de ejemplares).

Periolibros fue concebido desde un principio como un proyecto experimental o un experimento editorial capaz de aliar la prensa y el libro en un solo destino, en un solo instrumento lector al servicio de la cultura iberoamericana, es decir, escrita en español y en portugués por autores representativos de toda la región. Los encargados de realizar esta iniciativa estarían congregados en un equipo que no estaría compuesto por más de diez personas, dos de ellos sus codirectores, Germán Carnero y el de la voz.

La realización del formato y del diseño estuvo a cargo de los pintores y diseñadores Vicente Rojo y Rafael López Castro, quienes resultaron decisivos en la articulación del proyecto en la medida en que lograron transmutar la página del periódico en la página de un libro de arte. Pero la instrumentación del proyecto no sería sencilla. Exigía dominar sobre un calendario muy preciso una gran cantidad de variables, pero antes exigiría viajar intensamente por todos los confines de América, amén de España y Portugal, para plantear el proyecto a los directivos de los diversos diarios y formalizar su ejecución. En México el proyecto fue acogido por la OEM.

También fue preciso desde luego entrar en contacto con los pintores más relevantes y accesibles. Por otra parte, la Dirección Colegiada sometería la selección de autores a la consideración de un consejo asesor compuesto por Jorge Amado, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Alfredo Bryce Echenique, Augusto Monterroso y Fernando Savater —autores que aparecerían en la Biblioteca de Periolibros. Pero si en Periolibros se publicaría una muestra representativa de autores iberoamericanos del siglo xx, la selección de los pintores también debía auspiciar ese diálogo de naciones y países en el seno de una misma cultura.

Las obras elegidas debían tener algunas características: ser relativamente breves (no más de 150 páginas), accesibles a un gran público, ser susceptibles de una contratación no demasiado accidentada y no estar gravadas ni lastradas por un sinnúmero de localismos. Y descubrimos algo que sabíamos pero que nos agradó constatar en los hechos: la literatura iberoamericana es una literatura universal en el seno de la cultura hispánica y portuguesa y, aunque sea rica la variedad, la distancia en el terreno de la sensibilidad no es abismal por ejemplo entre un Miguel Otero Silva y una Clarice Lispector, por más diversos que sean sus respectivos proyectos literarios.

Si se hiciera un Periolibro en árabe —como muy probablemente se haga en 1998 también con auspicios de la UNESCO pero ya sin FCE—, el consejo asesor correría y corre el riesgo de convertirse en un colegio de teólogos. Los iberoamericanos compartimos afortunadamente un canon, y esas discusiones no nos son comprensibles.

Por supuesto, la contratación supuso una serie de negociaciones con autores, agencias literarias, titulares y herederos. Nos sorprendió muy favorablemente la sensibilidad y el entusiasmo de Carmen Balcells y de su agencia: gracias a su tacto y solidaridad se superaron intereses creados y fue posible plantear la contratación decorosa (no fue obra de caridad) de los autores más conspicuos del llamado boom. A su vez, esta negociación nos dotó de un sólido y solvente piso para proseguir con los demás autores, pues salvo en casos contadísimos (como Rubén Darío y Horacio Quiroga) recurrimos al dominio público.

Salta a la vista que una empresa editorial experimental como Periolibros precisó una estrategia de financiamiento pues UNESCO y FCE proporcionaron sus valiosos equipos de trabajo e infraestructuras administrativas pero sólo un capital semilla realmente simbólico. El financiamiento de esta compleja empresa lo prestaría Iberia, la Fundación de Investigaciones Sociales (dependiente de Televisa), Bacardí, el Banco de Santander, la Telefónica de España, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Fundación Marinho de Brasil y un repertorio de anunciantes locales en cada uno de los diarios.

El proyecto de la publicación de los 60 títulos se dividió en dos etapas: primero tres años con 36 títulos y luego dos con 24, etapa que concluirá este año y con la que se dará inicio la exposición itinerante Iberoamérica pinta que recapitula las obras de los artistas plásticos que han colaborado en el proyecto.

En su primera etapa Portugal y Brasil colaboraron a través de los diarios O Globo y Diário de Noticias. La presencia portuguesa imprimió al proyecto una de sus variables más ricas e instructivas. Descubrimos —qué ignorantes— que el portugués de Brasil y el de Portugal expresan culturas ligeramente distintas y que era preciso realizar algunas adaptaciones técnicas a las traducciones de los brasileños (para el público portugués) o a las de los portugueses (para el público brasileño).

Antonio Houaiss de Brasil y João Malaca Casteleiro de Portugal velaron por realizar las adaptaciones y retoques necesarios. Descubrimos que, si bien desde el punto de vista de una teoría de la cultura la brasileiro-portuguesa y la hispánica-americana son una y la misma, existen grandes abismos y lagunas. Descubrimos con tristeza que muchos de los más importantes autores hispanoamericanos no estaban traducidos al portugués aunque sus nombres se conocieran (era el caso de Rubén Darío, Alfonso Reyes y Rómulo Gallegos, de los cuales no se había traducido un libro íntegro a esa lengua).

Descubrimos con bochorno que la literatura hispanoamericana es a pesar de todo mejor conocida en Brasil y en Portugal de lo que la portuguesa y brasileña se conoce entre nosotros. Constatamos además que el español, a diferencia del portugués, no precisa adaptaciones para que lo escrito en un país —por ejemplo Rosa Chacel, eximia representante de la literatura catalana e hispánica, o Salarrué, el gran escritor salvadoreño— fuesen entendidos en otro país: el diálogo entre las naciones se da como un diálogo en el interior de la misma cultura, de un ethos, y una de las enseñanzas de Periolibros ha sido precisamente la de la universalidad de la lengua castellana en el seno de su propio ámbito.

Constatamos también que la gente de escasos recursos está más interesada en leer y a veces está más enterada de lo que el cortesano yuppie supondría: en México y en Guadalajara, en Barcelona y en Quito, en Asunción, Paraguay y en Santo Domingo, en Lima y en Cúcuta, tuvimos constancia de que los lectores reclamaban a los editores de los diarios cuando faltaba el periolibro; en otros casos recibimos sugerencias y a veces, ¿por qué no decirlo?, observaciones críticas a las notas de presentación de los autores y pintores.

En otros lugares el Periolibro se transformó en libro de enseñanza para la educación media. El diseño de Vicente Rojo y de Rafael López Castro demostró ahí todo su valor, pues no sólo resultaba aceptable desde un ángulo estético, sino pedagógico, pues el Periolibro no sólo ha enseñado a leer, sino también a ver.

Para nuestra sorpresa, un buen día al inicio del proyecto nos llamó el director del semanario israelí Aurora, Ari Avidor. Espontáneamente se reclutó para el proyecto y a partir del segundo año Periolibros se ha editado en Israel donde existe una comunidad hispanoparlante mayor de lo que se supondría (alrededor de 300.000 ciudadanos hispanoparlantes). El éxito del proyecto o experimento ha sido moderado pero incontestable: el ABC de España o El Espectador de Colombia aumentan sus tirajes con algunos periolibros.

Pero acaso la sorpresa mayor para nosotros fue el entusiasmo inteligente con que las comunidades de diversos países han acogido a los autores que no conocían bien. El Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana eligió a Periolibros para ser el instrumento propagador de la obra del autor premiado, y así la serie ha publicado a los autores que han recibido esa distinción: Nicanor Parra, Juan José Arreola, Julio Ramón Ribeyro, Nélida Piñón y Augusto Monterroso. Pero nos dimos cuenta de que el proyecto había tenido realmente éxito en sus propios términos editoriales —técnicos y pedagógicos— cuando un grupo de diarios árabes, encabezados por un diario egipcio, se mostraron vivamente interesados en realizar una serie de Periolibros para la lengua árabe, misma que fue aprobada en Granada en 1995 y que será lanzada en 1998 si las dificultades conceptuales ya mencionadas se superan oportunamente.

Por los detalles de la experiencia árabe que nos son conocidos hasta ahora, confirmamos que las comunidades iberoamericanas son dueñas de una unidad cultural compacta y diversa que resulta muy difícil de hallar en otros países como por ejemplo los árabes.

Desde un punto de vista estrictamente técnico, Periolibros ha sido una aventura aleccionadora y apasionante pues, como ya dije, precisaba la solución de un número muy amplio de variables en cada entrega —financiación, contratación de autores y traductores, invitación a artistas plásticos o contacto con los museos que albergan sus obras (casos de Tamayo y de Silva), notas de presentación de autores y pintores, diagramación, corrección, envío puntual a las cadenas de diarios, organización de actos de presentación en las diversas capitales iberoamericanas y administración oportuna y transparente de los fondos y financiamientos en custodia—.

Todo esto sólo se ha logrado gracias al profesionalismo del equipo de la UNESCO y del FCE y a la existencia de un sistema de planificación que ha permitido tener siempre números de repuesto o números colchón. Además de los ejemplares periolibros ha realizado algunas reuniones de directores de diarios en Guadalajara, Cartagena, Jerusalén y Granada. Pero acaso la enseñanza más profunda —llamémosla conceptual del proyecto— estriba en que el futuro de la industria editorial (los libros) y el de las artes gráficas (periódicos y revistas) se encuentran indisociablemente ligados —como lo saben los grandes grupos de comunicación—.

Se hermana el futuro del libro y del diario pues ahí donde los aparatos de distribución librera no llegan, sí alcanzan los diarios y la visión escrita de uno y otro se retroalimenta y sostiene. El vasto mercado español de los Estados Unidos quedó al margen pues a pesar de que el periódico USA Today se sumó inicialmente al proyecto, sólo realizó un par de números en virtud de las peculiares características comerciales y editoriales de los diarios hispanos en Estados Unidos. Al promediar la segunda etapa, el encarecimiento de los costos del papel en todo el mundo nos obligó a substituir las obras completas por antologías. En la actualidad, el Periolibro se publica en 15 diarios.

El proyecto concluirá esta primera fase experimental en octubre de 1997 con una gran exposición itinerante, Iberoamérica pinta, que congregará en la Casa de América en Madrid a pintores e ilustradores que han participado en el proyecto. Si tomamos una media de 3 millones de ejemplares por entrega, los 60 periolibros que habremos publicado en octubre arrojarán alrededor de 180 millones de ejemplares. La aventura de Periolibros ha sido una ventana abierta al tiempo iberoamericano y la única iniciativa cultural efectivamente realizada entre las sugerencias emitidas por las cumbres iberoamericanas de jefes de Estado. Unida por una trama de letras, Iberoamérica demuestra con Periolibros que la gran patria es la Lengua.