La novela mexicana del xix va al cineSilvia Casillas Ledesma
Universidad Intercontinental, Escuela de Ciencias de la Comunicación

El presente trabajo es una reflexión sobre la importancia del uso de la lengua española en un momento decisivo del cine mexicano, el de los años 30. Esta visión retrospectiva pretende rescatar las obras cinematográficas de esa década que tuvieron su origen en la adaptación de algunas novelas decimonónicas, entre ellas Santa (1931), La Calandria (1933), Clemencia (1934), Martín Garatuza (1935), Monja, casada, virgen y mártir (1935) Los bandidos de Río Frío (1938) y La parcela (1939), entre otras.

Dichas novelas corresponden a autores cuya participación en la literatura mexicana ha sido no sólo destacada sino fundamental para comprender la construcción de una nación desde la perspectiva intelectual, pues Ignacio M. Altamirano, Manuel Payno, Vicente Riva Palacio, Rafael Delgado, Federico Gamboa y José López Portillo y Rojas, fueron personajes que participaron activamente en la política, la educación y la cultura de una nación en formación. Su ejercicio literario, carente quizás de la creatividad estética de las novelas extranjeras, configuró en gran medida el proceso de identidad nacional que dominó en la centuria pasada y se convirtió en un compromiso con la patria.

Revaloramos también aquí la inevitable relación entre el cine y la novela que se conforma en lo que comúnmente conocemos como adaptación, y a la que Vicente Leñero ha llamado acertadamente recreación. La relación entre estas dos artes va más allá de la mera adaptación, pues hay que tener claras las diferencias de su naturaleza, de sus posibilidades, incluso de sus recursos; sin embargo, hay que tomar en cuenta la calidad expresiva de ambas, puesto que comparten hasta cierto punto, la misma materia prima: las dos trabajan con las palabras y las imágenes.

De modos distintos, sí, distintos en sus procedimientos, pero similares en sus posibilidades de crear, de descubrir, de significar, de revelar como en un juego de espejos la realidad en el arte. Lo cierto es que en ambas, la creación se prolonga en el espíritu del que lee y del que ve, del que permite que las imágenes, tanto visuales como poéticas, y las palabras lo inviten a experimentar sensaciones, percepciones, ilusiones y sentimientos que se adentren en él y dejen su huella.

La lengua en su postura de herramienta creativa pertenece por naturaleza a la literatura, pero en la conjunción con el cine se enriquece en la medida en que las imágenes son producto de una narración. Es por ello que la adaptación cinematográfica de las novelas decimonónicas tiene eminentemente una función social, en la que el habla funge como espejo de la sociedad, la cultura y el hombre.

La historia del cine mexicano es, en parte, la historia de la cultura de nuestro país, la búsqueda de la identidad, la construcción y reconstrucción nacional, la difusión interna y externa, el deseo de tener un lugar propio y sobre todo autonomía.

Hacia 1930, el cine mexicano que había vivido la corriente nacionalista posrevolucionaria experimentó la búsqueda de un cine propio que se veía ensombrecido por la vasta producción de Hollywood. La década de los treinta ha sido considerada por los estudiosos como el inicio del cine sonoro en México, y es en este período, en el que se repite la historia que tres cuartos de siglo antes había ensayado la novela de nuestro país: la de hacer coincidir en un mismo esfuerzo la cultura nacional y la cultura contemporánea.

Es en ese tiempo en que se realizaron las adaptaciones fílmicas de las novelas decimonónicas que representan en gran medida el cambio cultural iniciado por Altamirano en su programa nacionalista, cuya coherencia fue un impulso decisivo para la madurez intelectual de México.

Según Alejandro Galindo, los mexicanos de aquel tiempo se vieron «acicateados por el deseo de oír su voz y ver su rostro —quizás en un deseo de encontrarse al mirarse en la pantalla— empezó a decidir una industria cinematográfica en 1930, y nada como el cine para hacer de la población de México un pueblo con características nacionales y culturales unitarias. Esto es: hacer del cine el instrumento de creación y participación de valores en común que es, en último término, lo que integra o constituye una nación. En una palabra: la cultura; que es la que afirma y dignifica al hombre».1

El nacionalismo cinematográfico coincidió con el nacionalismo de los liberales del siglo xix, puesto que ambos creían que el arte debía inspirarse en la historia, las costumbres, los tipos y el paisaje mexicano. El cine ofrecía a nuestro país la posibilidad de proyectar la imagen de los mexicanos en el extranjero, desvirtuada por la revolución y los argumentos de las películas de Estados Unidos. Así, a la corriente nacionalista se sumó la importancia del lenguaje. El uso de la lengua propia empezó a considerarse como un elemento de cohesión cinematográfica y cultural, ya que el primer motivo que causaba conflicto del cine importado, era el idioma.

Federico Gamboa y Alfonso Junco habían manifestado en 1929 su descontento ante el hecho de escuchar lenguas extranjeras en una sala cinematográfica en México. Asimismo, el cine empezó a verse no sólo como una industria, sino como una posibilidad de entretenimiento para un pueblo que deseaba identificarse con él. Respecto a la importancia del idioma, nos encontramos en que por aquel tiempo la crítica cinematográfica se sentía indignada por esta falta de identificación, pues señalaba que «los señores comerciantes de Hollywood (…) olvidan que nosotros hablamos en la América Latina no menos de cincuenta idiomas todos derivados del español. Nada más grotesco que ver y presenciar una disputa entro dos norteamericanos, el uno hablando mexicano y el otro argentino».2

En México, el cine mudo no había logrado consolidarse internacionalmente. Fue en 1930 con el cine sonoro cuando empezó a gestarse la noción de un cine propio que tuviera la posibilidad de extenderse al extranjero. Si no a los Estados Unidos donde el llamado cine hispano había impresionado en sus primeros años y se encontraba en crisis por el deseo ambicioso de conquistar a todos los públicos de habla española; sí, a España y América Latina, en donde la producción cinematográfica no satisfacía la demanda de millones de espectadores en potencia.

Por lo tanto, el uso de la lengua española se presentaba como el vehículo idóneo para la conquista de un público más numeroso. México deseaba y necesitaba hacer cintas en español, y aunque ya durante el gobierno de Portes Gil se había decretado «la pureza castellana del lenguaje en los títulos de las películas extranjeras», no se conformaba con un cine extranjero únicamente traducido al español.

Es éste un momento decisivo para el cine mexicano, pues Baltazar Fernández Cue, enviado de Hollywood para hacer un estudio sobre el caso de nuestro cine, consideró que era el momento oportuno para iniciar una producción cinematográfica en México. No hay un país más adecuado para ello. Su proximidad a Hollywood le hace privilegiado. Además, una importante mayoría de extranjeros en Hollywood son mexicanos; y éstos podrían aportar sus conocimientos y su experiencia a la producción mexicana.3

Es entonces cuando se continúa con el impulso nacionalista y se retoman las novelas decimonónicas citadas anteriormente. Fue un periodo de experimentación y aprendizaje. Hubo gente que había trabajado en cine y se aventuró a dirigir películas, tal es el caso de Leonard Westphal, quien desarticuló la bien estructurada novela folletinesca de Payno Los bandidos de Río Frío en 1938, que sólo duró una semana en el cine Regis.

A este sueño de hacer cine mexicano hablado en español se sumó la llegada a fines de 1930 de Serguéi Eisenstein, quien tenía planeado filmar su película ¡Que viva México! Su mera presencia alertó a los optimistas que vieron más posibilidades para nuestro cine, el cual podía explotar la belleza plástica de sus paisajes y la lengua popular tan característica de los mexicanos.

El intento consistió en hacer un cine mexicano cuya bandera fuera el castellano que representara la imagen del mexicano y de lo mexicano dentro y fuera del país. El uso de un castellano representativo de nuestras costumbres, regiones, alimentos, tipos y personalidades. Un español que reconstruyera junto con las imágenes un México, rico, propio, autónomo, no sólo exótico como hasta entonces se había considerado, sino con su propia historia, capaz de lograr lo que hasta entonces nunca se había alcanzado: integrarse a la cultura universal.

Este intento cinematográfico pretendió rescatar algunas novelas decimonónicas, y ambos, cine y novela del siglo xix, coincidieron en el esfuerzo por consolidarse como arte propio y profundo, carente quizás de la originalidad, la innovación y la experiencia, pero inevitablemente empeñado en su autoconstrucción y desarrollo, provisto si no de todos los recursos, sí del ánimo emprendedor necesario.

La novela decimonónica ofrecía al cine de los años treinta no sólo los argumentos y los ejes temáticos, sino la posibilidad de hacer un cine mexicano hablado en español que no sólo traducía las ideas de los escritores, sino que pretendía convertirse en estandarte de identidad nacional. Las novelas decimonónicas no contaban todas ellas con un español culto y pulido, pero sí representativo de México, lleno de su grandeza y su llaneza, de su humildad y de su orgullo, de su historia y sus mestizajes. La novela del siglo pasado y el cine de los treinta se integraron en el uso de la lengua que configuraría la expresión de una cultura nacional.

Si más tarde este intento se vio desvirtuado por el uso y abuso de tipos y costumbres mexicanos, por ejemplo, charros, borrachos y cantarines, es importante señalar que nuestro cine se consolidó en una industria y tuvo proyección al extranjero. Profundizar en las causas de esta «traición», por llamarla de algún modo, corresponde a un estudio más profundo. Aquí sólo pretendemos establecer el inicio del cine sonoro en México, su vínculo con las novelas mexicanas decimonónicas que reside en gran medida en el uso de una lengua propia por la que estos autores se preocuparon, en sus afanes costumbristas, realistas y nacionalistas, de resaltar y dar testimonio.

Fue en 1931 con el esfuerzo que representó la producción de Santa, cuando dichas novelas aseguraban de algún modo el éxito cinematográfico, pues seguían leyéndose con entusiasmo por los aficionados a la literatura, así como también al decir de Xavier Villaurrutia, ofrecían al espectador la oportunidad de sentirse identificado con el nuevo arte:

Cansado de oír un idioma que no comprende y de seguir tipos y costumbres que le son ajenos, el público de México ha encontrado en los filmes mexicanos un alivio. Mientras no adquiera conciencia bastante para preguntarse si la realidad que se le ofrece en las películas es de veras la realidad mexicana que busca y no una nueva y superficial ficción de la realidad, aplaude y aplaudirá las películas hechas en México.4

México pretendía en aquel tiempo convertirse en la sede de la cinematografía en español, y después de Santa empezaron a planear las adaptaciones de Clemencia y La calandria, y así cada vez más películas habladas en un «español mexicano», que se convirtieron en un esfuerzo continuado en la producción del país.

Es importante reconsiderar que en las adaptaciones cinematográficas de las novelas decimonónicas los realizadores no siempre se apegaron al lenguaje literario, pero intentaron dar al publico, si no  una expresión académica, sí al menos realista y reveladora. En ellas encontramos una variedad lingüística que funciona como un mosaico social, en el cual predomina la clase media. Tal es el caso de Santa, por ejemplo, en el que aun cuando se conservan elementos del cine mudo como la inserción de letreros o la introducción de las canciones de Agustín Lara que más tarde fueron recogidas por la poesía mexicana, revelan ya la importancia de la expresión verbal.

Asimismo, el uso y abuso de los diminutivos en la primera parte de dicha película es testimonio de una característica peculiar del español del mexicano. También podríamos anotar respecto algunos personajes, sobretodo los femeninos, el no uso de la lengua, pues el silencio se convierte también en la expresión de sumisión de la mujer mexicana ante la autoridad moral principalmente, lo cual sucede con Santa frente a sus hermanos, pero no dentro del prostíbulo. Este mismo elemento lo encontramos en la película de Juan Bustillo Oro Monja, casada, virgen y mártir, en donde la mujer es incapaz de hablar ante la superioridad masculina, y esto sólo será vencido cuando la injusticia de la Inquisición amenaza su vida. De igual modo, en La Calandria, el personaje de Fernando de Fuenteses no encuentra en la expresión verbal la posibilidad de la explicación y la justificación, y opta por el suicidio como manifestación de desesperación.

En las adaptaciones literarias de aquella época los realizadores integraron palabras propias, y así complementaron el lenguaje coloquial, adaptándolo a la época; como ejemplo podríamos citar a los personajes como Martín Gararatuza, que por pertenecer a otra clase social se permiten expresiones tales como «achicharrar» por la Inquisición o «retorcer el pescuezo». Si bien la película no siempre guarda la proporción lingüística de la época, y los tonos y los «vos» a veces se olvidan, sí nos encontramos con el uso de la lengua común y comprensible para un público medianamente culto. Esto nos lleva a pensar que el estudio del habla coloquial es indispensable para comprender las diferentes etapas del cine nacional, por ejemplo el uso de albures y palabras altisonantes que han caracterizado a nuestro cine en los últimos tiempos.

Otra película basada en una novela del siglo xix es La parcela, la cual retoma el habla de los peones de las haciendas y revaloriza términos como «ansina», «mesmamente», «jondo», que en sus inicios caracterizaron a la novela ranchera. Esta película permite la reconstrucción de una época que explica en gran medida los acontecimientos del primer cuarto del siglo xx.

El cine de los años 30 heredó de la literatura parte de su lenguaje y tuvo la posibilidad de fijarlo, de conservarlo en una voz, en las modulaciones y los tonos, de innovar, y principalmente tuvo la oprtunidad de llegar a más espectadores. Es por ello que está obligado a escoger las palabras justas, precisas, significativas e irremplazables que reflejen la realidad circundante. Tiene el derecho y el deber de aportar innovaciones, de integrar sus propias palabras para poder ser comprendido por su público, por un público que se ha sentido identificado con el lenguaje de las canciones, con los dichos y refranes, con las expresiones que distinguen a diferentes clases sociales, con la poesía misma.

El cine sonoro en México se inició estrechamente comprometido con nuestra novela, y dicho compromiso consistió en que tomó la palabra literaria para anclar sus mensajes audiovisuales , y se dio a la tarea de conjugarlos, de retomar el lenguaje literario para construir el suyo propio de forma creativa y expresiva. Ejercicio intenso en el que la literatura y el cine nacional dieron a México, por medio de un castellano propio y nutrido, la oportunidad de integrarse en la cultural universal.

Notas

  • 1. Galindo, Alejandro: Una radiografía histórica del cine mexicano, México, FCE, 1968. p. 15.Volver
  • 2. «De lo ridículo a lo grotesco», El Universal, 10 de diciembre de 1929, en «Luis Reyes de la Maza, El cine sonoro en México, UNAM, 1973.Volver
  • 3. «Hollywood y las películas en español», El Universal Ilustrado, agosto 6 de 1931. Tomado de Aurelio de los Reyes, Medio siglo de cine mexicano, Trillas, 1987, p. 117.Volver
  • 4. Villaurrutia, Xavier: Crítica cinematográfica, UNAM, 1970, p. 243. Volver