Mario Onaindia

La utilización artística del idioma en el cine Mario Onaindia, escritor y director del máster de escritura de guiones de la Fundación Viridiana (España)

De los temas sugeridos por el señor Reynaldo González en su día, me pareció que mi aportación más interesante se podría o debía centrar en «las consideraciones hacia otro tipo de ‘lenguaje’ —técnico o artístico—  siempre que se vincule con la lengua española», esto es, analizar la mezcla de la lengua (idioma) y el lenguaje propiamente artístico me parece seductor como tema, algo que puede resultar efectivo además de novedoso en una mesa redonda donde no todos los oyentes serán conocedores, o los demás, en disciplinas que si bien resultan paralelas, como esas líneas, no se tocan.

No sé si puede resultar sugerente para la audiencia, pero al menos lo era para mí por dos motivos. En primer lugar, porque no me atrevería a plantear mis reflexiones sobre la lengua española en el marco de un congreso que cuenta con participantes de tan alto nivel y que tienen una experiencia infinitamente más amplia que la mía, que siempre he tenido que compartir el idioma español en la creación literaria con el vasco. Y en segundo lugar, el tema relacionado con el cine que he estudiado con cierto detenimiento ha sido la tesis escrita sobre el guión del cine clásico de Hollywood. De manera que consideraba que mi aportación debería centrarse en una reflexión teórica que sirviera de base para el estudio concreto del idioma español en su relación con lenguajes artísticos cinematográficos o fílmicos.

Para exponerlo en términos tomados de Christian Metz (Lenguaje y cine) se trataría de estudiar la manera en que un idioma concreto experimenta un proceso por el que se convierte en lenguaje fílmico o cinematográfico. Es decir, como el cine asume lenguajes provenientes de otros campos como la fotografía, el teatro, la novela, etc. sería transformarlos en lenguajes fílmicos, en la medida en que asume tal cual las convenciones y normas de esos lenguajes. El lenguaje cinematográfico, en cambio, consistiría en la transformación que provoca en esos lenguajes artísticos para adaptarlos al cine.

De tal manera que todo lingüista que quisiera estudiar las manifestaciones de un idioma concreto en el cine, tanto en una película como en un género o en una cinematografía, tendría que tener en cuenta esa diferenciación entre lenguaje fílmico y lenguaje cinematográfico.

El primer lenguaje no ofrece ningún problema al lingüista. Tendría que estudiar valiéndose de la lingüistica y de las teorías poéticas, narrativas, etc., cómo se manifiesta en el diálogo el idiolecto de los personajes, su registros sociales, el uso del lenguaje poético (metáfora, metonimias, etc.), que no se diferencian en principio del estudio de una novela o de una obra de teatro, porque el mecanismo que emplea el cine consiste en tomar o robar de esas artes sus normas y convenciones.

Otro problema muy distinto sobre el que quiero llamar la atención y en el que se centra esta intervención es la manera cómo el cine cinematografiza un idioma. Esto es, cómo emplea un idioma en una película concreta de manera que no tiene parangón con ningún otro arte.

Un estudio, por otra parte, que si no se tiene en cuenta puede convertir en absurdo todo el trabajo del lingüista, porque llegaría a ideas profundamente equivocadas sobre el valor de un determinado guión e incluso sobre el uso de tal idioma.

Como una imagen vale más que mil palabras, voy a ofrecerles un caso típico sobre lo que quiere convencerles. Un fragmento de una película clásica de Hollywood, Con la muerte en los talones (North by Northwest):

—Roger Thornhill: «Incluso en el caso de que Usted aceptara la idea que trendex singnifica automáticamente la subida de las curva de ventas…, lo cual, incidentalmente, yo no lo creo. (…) mi recomendación es todavía la misma. Dash (su secretaria) divide las palabras en pequeños segmentos más pequeños de tiempo que puedas grabar. (sigue dictando la carta) y deja que la competencia tenga sus mayores ratios. ¿Por qué no colonizamos en Colonia un día de la próxima semana para comer? da señales de vida, Sam. Etcétera, etcétera».

—Maggie (su secretaria): ¿No puedo ponerme una chaqueta?

—Roger: Usa tu sangre, niña. Sigamos. ¡El siguiente!

—Maggie: Gretchen Sabinson.

—Roger: Oh, sí. Envia una caja de caramelos de Blum. Diez dólares. Ya sabes la marca. Cada uno envuelto en papel dorado. Le gustarán. Creerá que está comiendo dinero. Dile simplemente: Querida, cuento los días, las horas, los minutos…

—Maggie: Ya dijo eso la última vez.

—Roger: ¿En serio? Bien. Apunta algo para tus dulces dientes, cariño, y todas las otras dulces partes (Maggie le mira con desaprobación) Bueno…

Como se puede comprobar, un diálogo absolutamente rutinario, cotidiano, carente de importancia. Nadie se atrevería a llamar a esto algo poético y elaborado. Y sin embargo, lo es.

Porque este diálogo se desarrolla cuando Roger Thornhill (Cary Grant) sale de una oficina de la Quinta Avenida de Nueva York y arrastra a su secretaria hasta la calle, sin permitirle siquiera ponerse la chaqueta, mientras le dicta, como habéis podido oír, un par de cartas y le da varias órdenes.

Es decir, se produce un contraste entre las imágenes que muestra la pantalla y el diálogo que mantienen los personajes. Este mismo diálogo mantenido en el despacho del jefe carecería de todas las connotaciones cinematográficas que tiene la escena.

Ésta trata de presentar al protagonista mostrando al espectador su característica principal (etimológicamente, esto es, lo que tiene de «carácter» de acuerdo con la poética clasicista): es un hombre que explota y utiliza a las mujeres de una forma sobresaliente. Idea que se confirmará cuando recurra a su madre tanto cuando le detengan completamente borracho por los sicarios de Vandamm (James Mason) como cuando quiera investigar en la habitación de Kaplan.

Y la última escena de la película, en la que Roger ayuda a Eve a subir a la cama del compartimento del tren en actitud servicial que contrasta radicalmente con la que mantiene Roger con las mujeres al comienzo de la película, nos da pie a que consideremos que el filme describe un viaje en el que el protagonista, por medio del recorrido que realiza por Chicago, Dakota, etc., lleva a cabo un proceso iniciático y experimenta la típica transformación de su personalidad.

Es una escena privilegiada respecto a su contenido, por tanto, que el guionista Lehman subraya mostrando al protagonista de una forma muy carácterística: haciendo algo llamativo para el espectador y que muestre su manera de ser. Ésta es precisamente una de las normas del cine clásico de Hollywood. El contraste entre la imagen y el diálogo es lo que da un contenido estético, cinematográfico especial a la escena.

Esto no es algo excepcional en las películas clásicas de Hollywood, sino un mecanismo habitual y usado frecuentemente por los guionistas y directores. Y la causa de ello es relativamente fácil de comprender.

El cine es sobre todo un arte dramático, como lo definían los preceptistas clásicos, porque la acción se expresan por medio de la participación directa de los personajes en ella y no por medio de un narrador.

Pero dentro del género del drama, el cine pertenece a un tipo muy específico. Hay una larga tradición dramática occidental en la que el diálogo es el centro y columna vertebral de la obra dramática. Incluso no faltan teóricos que consideran que había un tipo de teatro pensado más para su lectura que para su representación. Estoy pensando en las tragedias de Séneca y sus continuadores, los trágicos del Renacimiento, e incluso en alguna medida los escritores clasicistas franceses, incluidos Racine y Corneille.

El cine nada tiene que ver con esta tradición. Muy al contrario, el cine surge y se desarrolla sin diálogo. Cuando la Warner Brothers, en un afán por desarrollar el cine de contenido más realista, incorpora el sonido (el chirrido de los neumáticos y el estallido de los tiros de las películas de gánsteres), el cine es ya el séptimo arte, que cuenta con obras como La señorita de París, de Chaplin, El último, de Murnau, El nacimiento de una nación, de Griffith, además de los clásicos soviéticos (ahora rusos): Eisenstein, Pudovkin, Alexandrov, etc., con obras maestras como La huelga, El acorazado Potemkin, La madre, etc.

A lo largo de los años que se fueron creando estas obras de arte, hay un proceso de autonomía artística del cine. Es decir, el cine cada vez se parece menos al teatro y a la novela corta, su padre y su madre, de la misma manera (y a la vez) que el coche se parece menos al carro de caballos con motor incorporado que era al principio. Y este proceso de autonomización e independencia, se plasma en un abandono del diálogo. El cine desarrolla un lenguaje visual capaz por sí mismo de narrar una historia comprensible para espectadores de cualquier parte del mundo, una especie de esperanto, sin necesidad de recurrir a los idiomas, ni siquiera por medio de los cartelones donde se escribían los diálogos.

Este hecho provoca no pocas reflexiones sobre la estética del cine, que ponen el acento sobre todo en sus limitaciones para reflejar la realidad de una manera realista. La más importantes de ellas es El cine como arte, de R. Arnheim, donde se muestra que el cine es un lenguaje específico, porque haciendo de la necesidad virtud, como diríamos en castellano, utiliza de un modo artístico y expresivo los límites de la cámara para reflejar la realidad: como que los objetos más cercanos aparezcan como mayores que los lejanos, la ausencia del color y del sonido.

Cuando, como decíamos más arriba, la Warner Brothers —la productora más progresista de Hollywood y la más comprometida con el New Deal de Roosvelt, para dar más realismo a las tragedias modernas de denuncia social que estaba desarrollando por medio de las películas de gánsteres— logra por fin incorporar el sonido al cine, este hecho es recibido con enormes recelos por parte de los grandes cineastas, y no sólo por los actores de dicción menos perfecta que su fotogenia.

Los tres principales directores de cine soviéticos, los mencionados Eisenstein, Alensandrov y Pudovkin, publican un manifiesto que alarma a los cineastas sobre los enormes riesgos de que el cine deje de ser arte. Pero no se limitan a expresar sus inquietudes, sino que muestran un camino para que el cine resulte beneficiado de la incorporación del sonido. Proponen que se utilice de manera «dialéctica». Nada más lógico por otra parte. No me refiero a su adscripción al materialismo dialéctico, sino a que su teorización del cine había sido formulada como un arte basado en el contraste entre distintas imágenes que al juntarse en la mente del expectador provocaban una nueva imagen por medio de la dialéctica.

Por tal motivo aconsejaban a los directores de cine que incorporaran el sonido no de una manera mecánica y redundante, de forma que fuera una mera reiteración de lo que mostraban las imágenes sino de un modo dialéctico, como contraste con las mismas, para que al unirse en la mente del espectador el resultado fuera algo nuevo respecto a las imágenes y el sonido.

Lo curioso, al menos desde la perspectiva histórica actual, es que sus consejos no cayeron en saco roto entre los directores de Hollywood. No sé si por influencia del citado manifiesto o porque llegaron a conclusiones similares por su propia experiencia, algunos directores de Hollywood empezaron a utilizar el sonido de esa manera dialéctica. El más importante de todos ellos, a mi modo de entender, desde la perspectiva del diálogo y no sólo desde ésta, fue Lubitsch.

Según Psicología y estética del cine, de Jean Mitry, Lubitsch evita por todos los medios que el diálogo sea redundante o mecánico. Al contrario, trata de que forme con las imágenes un todo armónico basado en el contraste. Considera que Un ladrón en la alcoba (Trouble in the paradise) es la primera película que tiene diálogos artísticos en el sentido mencionado.

Posteriormente, el cine clásico siguió esta línea. Se produce una división del trabajo entre la vista y el oído, muy de acuerdo con la tradición clasicista occidental, según la cual el ojo, como órgano más importante desde Platón, no miente nunca, mientras que la lengua es incapaz de superar el nivel de subjetividad. Sólo en Pánico en la escena, de Alfred Hitchcock, se produce una excepción: la cámara (el ojo) nos miente describiendo un asesinato de una manera falsa. Y la mayoría de los espectadores y de los críticos se sintieron engañados y traicionados.

Si la cámara tiene capacidad de mostrarnos las cosas tal como son en realidad de una manera completa, el diálogo sólo tiene sentido en el cine si es capaz de aportar una información complementaria, que por contraste con lo que vemos en la pantalla, enriquezca la percepción de la historia narrada en el filme.

El cine huye del uso de lenguajes poéticos y artísticos. No hay nada más prosaico y ramplón que los diálogos cinematográficos, en principio. Pero eso no significa que no se dé un uso artístico de la lengua, sino todo lo contrario. El uso artístico no es el de la literatura, esto es de la poesía, sino el uso artístico cinematográfico.

Si el lenguaje poético es aquel que se aparta de la norma, y en contraste y tensión con la misma genera metáforas, por ejemplo, en el socorrido ejemplo del «cabello de oro» lo que le convierte en metáfora no es sólo la semejanza entre el color del oro y el del cabello, sino también las diferencias, todas las connotaciones que tiene el oro y que no tienen que ver con el color del cabello, en el lenguaje cinematográfico ocurre lo mismo: no es el que se aparta de la norma lingüística y en tensión con ésta, sino el que se aparta de la imagen cinematográfica coincidente con el diálogo cinematográfico.

Así, por ejemplo, si uno lee guiones clásicos (y permítaseme que haga referencia a guiones clásicos de Hollywood, porque son los que más he estudiado; pero estoy seguro que sin mucho esfuerzo podríamos encontrar ejemplos similares en películas españolas o latinoamericanas), por ejemplo: en El apartamento de Billy Wilder, o Con la muerte en los talones de A. Hitchcock, resulta que no hay nada excepcional, y pocos críticos llamarían poético al diálogo que mantienen Buddy y los jefes de su oficina, o los diálogos de James Mason con Cary Grant, si se leen haciendo abstracción de lo que los espectadores estamos presenciando en ese momento en la pantalla.

Me habría gustado que pudiéramos ver algunas escenas, pero según se me comunicó hay muchos problemas de incompatibilidad entre los sistemas comunes en España y en México, por lo que tendrán que conformarse con mi testimonio.

El valor del diálogo de El apartamento consiste en mostrar cómo vive el protagonista la situación de dependencia respecto a sus jefes, que le tiene cogido por su afán de ascender en la oficina, hasta el punto que les deja no sólo su propio apartamento, sino incluso su cama para lo que en España se llama «picadero». No sé si en México y en otros países se utiliza la misma expresión y en el mismo sentido.

Pues bien, B. Wilder hace que Buddy (Jack Lemon) cada vez que se dirija a sus superiores para hablar de su apartamento o de su cama lo haga de manera que parece el empleado de un hotel; por ejemplo: cuando un jefe le despierta y le hace abandonar la cama porque él ha ligado con una joven que se parece a Marilyn Monroe, mantienen un diálogo que corresponde al del registro de un empleado de hotel con un cliente:

«No hay ningún problema. En Buddy-boys no cerramos nunca».

Un poeta o un crítico literario puede considerar que no hay nada de poético o artístico en el uso de un registro propio de un empleo tan corriente como el del empleado de un hotel. Y no le falta razón. Pero en esta película, ese lenguaje, en contraste con lo que vemos en la pantalla, genera una tensión similar a la que existe en la metáfora entre los términos desplazados y sus sustitutos, basado en la semejanza y la diferencia que existe entre lo que oímos y lo que vemos.

Hay una escena de El apartamento en la que se nos muestra a Jack Lemon como un empleado de hotel extraordinariamente eficiente :

Bud: Mire, señor Vanderhorf, le había reservado para esta noche, pero tengo que usar yo mismo la plaza. Por lo tanto le voy a cancelar.

Vanderhof: ¿Cancelar? ¡Pero si es el cumpleaños de ella y tengo ordenada ya la tarta!

Bud: Odio decepcionarle. Será Ud. bienvenido, pero no esta noche.

Vanderhoff: Okay. Tendremos que dejarlo para el miércoles. Es la única noche de la semana en que puedo salir.

Bud: Miércoles, miércoles (mirando un calendario); tengo algo reservado por aquí. Déjame ver qué puedo hacer. Volveré a llamarle. (Al teléfono): ¿Mr. Eichelberger? ¿Amortizaciones y créditos?… Quisiera hablar con el señor Eichelberger; sí, es muy urgente.

Eichelberger (como si fuera una reunión de negocios): ¿Cuál es su problema? Que no puede ser el miércoles. Es un pequeño problema en mi agenda. Estoy comprometido para el miércoles. Permíteme reservarlo para el viernes.

Bud: El viernes. Imposible. Volveré a llamarle. (A Kirkeby): Señor Kirkeby, en vez del viernes, ¿sería posible dejarle reservado para el miércoles? Me haría un gran favor.

Kirkeby: De acuerdo, pero déjame consultarlo.

Bud: Gracias, señor Kirkeby (cuelga y consulta la agenda).

¿Señor Eichelberger? De acuerdo, para el viernes.

Señor Venderhof: de acuerdo, para el jueves.

Si Buddy fuera un eficiente empleado de hotel (mejor, quizá de motel) y hubiera mantenido este diálogo con estos señores, un lingüista habría registrado el argot de empleado de hotel que usa Buddy. Pero no es empleado de hotel, y de esta manera se nos muestra, no la realidad objetiva, sino la relación subjetiva que mantiene Buddy con sus jefes, para quienes no es más que alguien que les «alquila» el apartamento.

Lo mismo ocurre en Con la muerte en los talones (North by Northwest), de Alfred Hitchcock. James Mason utiliza varias veces a lo largo de la película un lenguaje propio de un director de escena. Este registro en sí mismo no constituye nada poético, pero en contraste con lo que ve el espectador en la pantalla constituye un fenómeno artístico muy similar a la metáfora. Este registro se emplea sobre todo en los encuentros que mantiene Thornhill con Vandamm. El primero, en la biblioteca, cuando lo secuestra. El segundo, en la escena de la subasta; y la tercera vez, cuando Thornhill pretende haber sido disparado por Eve.

Este registro teatral nos remite a uno de los motivos principales de la película y que la atraviesa y estructura. El genérico del filme, como recordarán, consiste en unas rayas que cortan la pantalla en sentido horizontal y vertical, bajo las cuales aparece un edificio de cristal en el que se refleja la gente, la inmensa multitud que anda por Nueva York al mediodía. Este genérico anuncia los dos motivos de la película.

Por una parte, la masificación que justifica o hace comprensible que puedan tomar a Thornhill por Kaplan, y en segundo lugar las falsedades y mentiras que se traen los dirigentes en la guerra fría, bajo los cuales los ciudadanos son meros insectos como cuando luchan en las narices de los presidentes americanos en las Montañas de Rushmore. Y se recurre al lenguaje del teatro por la connotación popular que tiene de montaje y de mentira para mostrarnos esa realidad.

Otro ejemplo tenemos cuando los matones de J. Mason se acercan a emborrachar a Roger Thornhill (C. Grant). La conversación que mantienen es de lo más educado y formal: «¿Quiere una copa?». «No gracias». «Me temo que tendré que insistir». «Si insiste. En ese caso». Pero esta conversación nada tiene que ver con las imágenes amenazadoras de los matones, que terminan poniéndole contra el sofá y llenando un vaso de bourbon hasta rebosar.

Pero el contraste y la tensión por sí mismas no son arte. Es el medio que se emplea, y para que llegue a ser arte tiene que tener una coherencia y una finalidad. En este diálogo, esta forma de hablar sirve para transmitir al espectador que R. Thornhill no acaba de creerse que ha sido secuestrado y que todo no es más que una broma.

Bibliografía

  • Christian Metz, Lenguaje y Cine.
  • Jean Mitry, Estética y psicología del cine, Siglo XXI, Madrid, 1978.
  • Joaquim Romaguera y Ramo Homero Alsina, Textos y manifiestos del cine, Cátedra, Madrid, 1989.
  • R. Arnheim, El cine como arte, Paidós, Barcelona, 1971.