Hugo Hiriart

Sobre la decadencia de la palabra en el espectáculo Hugo Hiriart, Escritor de teatro y de cine (México)

¿Por qué no hay cine en verso? El camino para contestar no es muy largo, ni picudo, pero hay que seguirlo si se quiere una respuesta. Vamos a comenzar con una descripción del lugar que ocupa la palabra en el arte del cine.

El prehistórico cine mudo no era mudo, se hablaba todo el tiempo, sólo que no oíamos lo que se decía. Para comprender la acción bastaba la muy expresiva retórica gesticulante de los actores. Si la trama era complicada, unos cuantos letreritos completaban la información. Pero había claudicación al usarlos. La última risa de Murnau fue elogiada, entre otras cosas, porque aunque era muy larga, no se valía de ningún letrero explicativo.

Este ha sido desde el principio el juego del cine: construir una historia con el menor número posible de parlamentos. Pocos diálogos, y esos cortos e indirectos. Todo guionista padece el rigor de esta ley.

—Entre las reprobaciones que se hacen a las películas está juzgarlas «muy dialogada». El guión muy dialogado es torpe, grosero, mal hecho. En cine, dicen los productores, no hay que hablar de las cosas, hay que verlas. Claro que hay buenas películas, y aun obras maestras muy dialogadas, como las de Ingmar Bergman; pero ese es cine para intelectuales, y la industria tiende, con cierto buen sentido, a evitar toda limitación.

—Ahora, los diálogos deben ser cortos, no discursivos, sino meramente operativos. Es decir, lo importante del parlamento es que esté muscularmente integrado en la trama y, por lo tanto, que no llame la atención por él mismo, sino que se limite a hacerla funcionar.

Por eso el diálogo imita muy de cerca el habla común de la gente. El gran John Ford tachaba parlamentos exclamando: «nadie habla así» (argumento que no valdría para Sófocles o Shakespeare, ni siquiera para Beckett). Quien quiera escribir guiones debe dominar el arte del diálogo opaco, intencionalmente trivializado.

Lo expuesto no se aplica a la comedia, pues sus diálogos deben ser chistosos, brillantes, llamativos. Pero no forzados: mientras más fina es la comedia, menos buscada es su comicidad. A menos que sea farsa, que en la farsa, dichosamente, no hay restricciones.

Hagamos una distinción gruesa y general tomada de la carátula de los relojes: vamos a llamar «lenguaje analógico» a los gestos, tono, muecas, emociones expresadas y actitudes físicas que acompañan lo que decimos. Y vamos a llamar «lenguaje digital» a lo que dicen las palabras. Un padre pregunta a su hijo: «¿Por qué andas disfrazado?». La pregunta está en lenguaje digital, pero a ella corresponden distintas versiones analógicas: puede formularla pálido, a gritos, es decir, furioso, o puede decirlo riéndose, alegre, o decirlo preocupado, de muchas maneras, todas con significado diferente para el niño.

Digamos ahora, el intento del cine es usar con tal habilidad el lenguaje analógico que reduzca al mínimo, o de plano, haga desaparecer el lenguaje digital, es decir, la palabra articulada oralmente.

Bien, el problema es que el cine ha ido silenciosamente educando al público, formando su gusto estético. Dado que el cine relega y elude el lenguaje digital, ¿podemos hablar de una gradual atrofia de la palabra en la capacidad apreciativa del espectador?

¿Puede el público actual disfrutar una obra de Calderón de la Barca? No digamos disfrutar, ¿puede entenderla, saber qué está sucediendo? Supongamos que el montaje es austero y estático, con parco lenguaje analógico, ¿qué experimentaría el espectador común oyendo más que viendo durante tres horas ese espectáculo?

Un empresario que busca el éxito no invertiría en esa obra su dinerito: en estos días pocos, una minoría de aficionados, que por fortuna nunca faltan, pueden acercarse a esa puesta con emoción.

La prueba de esta conjetura no es estadística o sociológica, sino teatral. Desde hace algunos años el teatro ha ido buscando el lenguaje analógico del cine para llenar sus salas. Observen esto: ahora, más importante que el autor o el libreto, es un señor que hace cien años no existía, me refiero al director de teatro.

El director es el encargado de llenar el vacío que deja el texto en el espectador: en una obra de Lope o Tirso, los actores corren sobre patines; en otra, con animales vivos o vestidos de frac y entre decorados expresionistas con Nosferatu al fondo. Lo que sea, con tal de hacer digerible el texto. Nada tengo contra estos divertimentos, pero es obvio que su presencia señala la decadencia de la palabra como resorte de la emoción teatral.

Antes el teatro no se avergonzaba, sino se enorgullecía de sus palabras. Durante siglos fue en verso. La poesía de sus parlamentos está entre la mejor que se ha escrito. Lorca y Valle Inclán confiaron en ella. Pero las cosas han cambiado en los escenarios. Cuando el teatro se fundaba en la palabra, no importaba mucho el montaje. Se ensayaba poco, se abusaba de la concha de apuntador y el espectáculo tenía una artificialidad llena de vida. El teatro analógico es cosa de relojería: se ensaya hasta el agotamiento, ya no hay concha ni artificialidad, sólo un delicado ballet con actores. Pero ese teatro aseado, preciso, nunca podrá alcanzar la vitalidad del teatro de la palabra de Strindberg o Pinter.

Al espectador de cine le importa mucho más saber qué se dice, que saber cómo se dice. Este hecho estético permite que el doblaje o la subtitulación de películas pasen inadvertidos como fenómeno lingüístico. Sin embargo, el fenómeno es interesante.

—Primero, muestra muy bien esa decadencia de la palabra de la que venimos hablando. No es lo mismo que Cleopatra, en la hora de su muerte, diga: «Ven a mi pecho, vivo puñal», o que diga, simplemente, «me mato». Pero esta diferencia no es importante para el espectador de cine. Ese espectador sólo necesita la mínima información necesaria para seguir la acción.

—Por lo tanto hay que admitir que el lenguaje analógico del cine es una especie de lenguaje universal. La especificidad de las lenguas pierde importancia. Y también la relación del lenguaje digital con su entorno. Un samurai puede hablar con acento andaluz y a nadie le molesta o le llama la atención.

Pero en la especificidad idiomática reside, en buena medida, la fuerza del arte digital. Los países de habla española no filman directamente en inglés más por la dificultad que eso entraña que por necesidad estética de conservar el propio idioma. Al fin de cuentas el director sabe que su película será doblada o subtitulada donde más le interesa que la vean.

Los signos son ominosos para el arte digital. El ataque viene de todas partes. No sólo en cine, también «doña ciencia» desconfía de la palabra y quiere medidas precisas, no el vago «blablablá» del alud periodístico y de otras cosas dignas de Jeremías y otros quejosos.

¿Qué va a suceder? Tomemos la bola de cristal. ¿Qué vemos? Hay esperanzas: el cine de Hollywood da muestras de agotamiento. Eso adivinan Susan Sontag y otros intelectuales. Se repite, saquea su vieja inventiva, perpetra remakes, vuelve a lo mismo sin avanzar. No sólo eso, Sid Field y otros han desentrañado el mecanismo del guión clásico reduciéndolo a reglas. Y ya disponemos de una perceptiva cinematográfica, de un canon de éxito.

Sabemos cómo se hacían las películas y podemos intentar repetir sus fórmulas. Es decir, que se ha clausurado la inventiva de nuevos caminos, de nuevas posibilidades.

¿Pero hay nuevas posibilidades para el cine? Claro que sí. Aunque, en mi opinión, tendrían que contar con el lenguaje digital, con la palabra. El teatro tiene más de dos mil años de vida, el cine apenas cien. La crisis del cine abre así una coyuntura para superar gradualmente la decadencia de la palabra en el espectáculo.

Entonces veríamos cine en verso. No teatro barroco adaptado al cine, sino guiones de hoy, con problemas de hoy, escritos en verso. Pero para eso habría que ir deseducando lentamente al espectador de estos días, ávido sólo de seguir gruesas peripecias.