El cine nació minusválido, sin uno de sus atributos: la palabra. Debió hacerse de ella y moldearla para ponerla a su disposición, y lo hizo con devastadora contumacia.
Por eso la palabra no ha tenido verdadera gravitación en el cine, salvo en contadas ocasiones o períodos. Desde el ya respetable tránsito de un siglo podemos concluir que en el cine la lengua ha servido de comodín para extender su égida, indicar los derroteros de las historias y amenizar los argumentos; no para alcanzar brillo propio. Frente a esta aseveración cabría preguntar si cuando en la pantalla brilla el idioma, estamos frente a una buena película, pues la excepción no hace regla.
En general, en el séptimo arte nuestra lengua ha resultado un subproducto, a ratos contraído, luego explotado, pocas veces justipreciado. Me temo que es experiencia compartida por otras lenguas, nada excepcional, sino destino irrecusable en predios catalogados como audiovisuales; gramática más visual que auditiva. Otra suerte han tenido los efectos —en ocasiones defectos— sonoros y la música.
Quiero referirme a un episodio breve pero intenso en esa aventura desigual de la palabra en el cine, precisamente cuando el celuloide —entonces nitrato— superaba su mutismo y se apropiaba de nuevas armas, entre ellas del lenguaje. Había pasado poco tiempo desde la definitoria experiencia de los hermanos Lumière; las funciones del cinematógrafo trascendían su inicial bautismo de atracción circense y le aseguraban espacios en los entretenimientos habituales, sin que todavía pretendiera calificación entre las artes.
Pero el cine ya comenzaba a mostrar su habilidad para aprovecharlo todo, en ilimitado afán de conquistar más aficionados —adictos, se diría hoy, pues gracias a la utilización de sus recursos en otros medios, resulta como el opio que con gracias ofrecen la morena y la rubia de la zarzuela— . Manejado como empresa y no como arte, el cine condujo su intuición voraz a la captación de nuevas víctimas. Ya Hollywood era su Meca y luchaba por no dejar de serlo. En ese sentido hizo lo mismo que otras modas y productos impuestos desde Estados Unidos, demasiado cerca de América Latina para desaprovechar un filón traducible en millones de consumidores.
Cuando los estudios Warner y Fox se esforzaban por perfeccionar sistemas de sonidos —Vitaphone y Movietone—, toparon con una disyuntiva ante la cual no se detendrían. Buscaron armas que les permitieron salir más airosos que en las ingratas y aleccionadoras experiencias extranjeras de The jazz singer, pues el fime de Alan Crosland que en 1927 provocó una conmoción en Estados Unidos, pasó con más penas que glorias en otras partes del mundo, especiamente en los países de habla española. Tuvo mejor fortuna luego, con el título El ídolo de Broadway, pero quedó reducido a las partes cantadas, donde más se admiraba el histrionismo de Al Johnson que la eficacia cinematográfica de Crosland, con unos trozos mudos y oportunos intertítulos que servían de enlaces para que los espectadores no perdieran el hilo del asunto.1
Durante un tiempo, que no por corto perdió significación, la expansiva industria cinematográfica se aprovechó de los músicos y ellos de ella, en una retroalimentación de ganancias. Si la pantalla le sumaba consumidores a la música, ésta le cubría espacios donde todavía la palabra no rendía dividendos. En todo el mundo había un obtuso rechazo a los idiomas extranjeros, ya fuera en la muy sofisticada Francia como en la entonces más rural que citadina España.
En París, donde no sólo el idioma ajeno sino cuanquier acento ligeramente torpe en la pronunciación del francés provoca una intolerancia que le granjea incontables tropiezos, hubo tal fobia a la producción Innocents of Paris —luego traducida como La canción de París— que el 19 de septiembre de 1929 la proyectaron poniéndole sonido sólo a las partes cantadas por Maurice Chevalier. Lo demás quedó silenciado «porque estaba hablando en inglés».
Ni qué decir de América Latina, donde además del ajenamiento con los idiomas desconocidos, públicos y cronistas —hablar de «críticos» en la época sería aventurado— desarrollaron pruritos hacia los acentos foráneos, o su mezcla, barrera que puso frenos a las industrias nacionales y dejó el camino expedito al goloso buen vecino del Norte.
Las industrias locales de América Latina se debatían en una zozobra constante. Sus compañías nacían para la realización de determinado filme y morían la noche del estreno. En la película próxima serían otros los productores, o los directores, o combinaciones de anteriores cadáveres insepultos. Si alguna empresa tenía pretensiones de perdurabilidad, debía acogerse a las reglas del juego impuestas desde Hollywood.
Buen ejemplo es la producción cubana La Virgen de la Caridad, dirigida por Ramón Peón en 1930, justo en el tránsito del cine mudo al hablado: sus intertítulos aparecieron en español e ingles. con la ingenua esperanza de penetrar al penetrador. Ramón Peón, habanero nacido cuando el cinematógrafo llegó a Cuba, en 1897, se formó en Estados Unidos, donde trabajó como camarógrafo de noticieros. Regresó a la Isla y —en compañía de Eduardo Cidre— fundó la De Luxe Film Corporation —el nombre inglés no es soslayable— para filmar anuncios y comedias cortas, a un tiempo que editaba una Guía Social de Cines.
Luego de algunas experiencias y tropiezos filmó La Virgen de la Caridad para la empresa cubana B.P.P. Pictures2. Fue la última película del mundo cubano y es la única muestra de ese período que conserva completa la Cinemateca de Cuba. Las gacetillas de la época hacen presumir que, pese a la excelente acogida del público nativo, poco alcanzó en el exterior el filme que en 1960 George Sadoul consideraría como un antecedente válido del neorrealismo. El crítico francés llegó a más: «He observado toda la produccción de Argentina y Brasil correspondiente a los años de esta película y no hay en aquellos países nada superior».3
No existían el doblaje y el subtitulado, pero el traspatio latinoamericano generaba una riqueza que Hollywood supo explotar hasta establecerla como hábito: su música, sus candentes canciones de amor y sus ritmos. La mayor parte del catálogo de la Warner Brothers fue ocupado por variedades musicales de una bobina, donde se destacaron intérpretes de España y de América Latina.
En agosto de 1926 Vitaphone estrenó el primer corto sonoro de ambiente español —perdón, es un decir—: La fiesta, con la vocalista Anna Case y los bailarines Los Cansinos —¿padres de la Rita Hayworth de nuestros desvelos cuando todavía se dejaba llamar Margarita Cansino?— . Ese mismo año Raquel Meller pasó a ser una de las estrellas de un arte que todos reconocían transitorio: para Fox-Movietone hizo varios números de su repertorio, como La mujer del torero y Flor del mal.
El catalán Xavier Cugat and his Gigolós, con los mexicanos de la Orquesta Típica Lerdo de Tejeda, señorearon breves espacios fílmicos desde 1929. Con una rapidez se les sumaron el cantante y bailarín José Bohr, el Trío Matamoros que desde Cuba llevaba lo que ya era arrebato de multitudes, el son, seguidos por la Orquesta puertorriqueña de Sanabria. La española Carmen Rodríguez, el barítono mexicano Rodolfo Hoyos y otros. Si todavía los espectadores no disfrutaban diálogos que mostraban las virtudes del castellano disperso por el mundo, no le faltaban ritmos que les estremecieran la sensibilidad. Luego les llegarían las cumbres representadas por Tito Guízar y Carlos Gardel.
Aquellos escarceos evidenciaron la preocupación de los estudios californianos por dominar mercados internacionales, lo que redondeó el éxito de Una noche en Hollywood,impulsado por el periodista chileno Lucio Villegas, bajo la supervisión de Paul Khoner. En su estreno (14 de septiembre de 1929) fue anunciada como «la primera película hablada en castellano», con José Bohr ininciando su carrera de idiomas ambidiestros.
La proyección de aquellas bobinas coincidía con los primeros intentos de doblaje: Broadway de la Universal y Río Rita de la Fox, mal recibidos por un público que, en bulto, ya ganó en genérico de «hispano»,4 tanto para manipularlo como para valorarlo en un sistema de compartimentaciones que hoy persiste y ha ganado connotaciones de incómodo e insoslayable racismo en tierras de Norteamérica.
Entró a escena un cubano que años después haría larga carrera como director en México, René Cardona. Había trabajado con Raquel Meller y se propuso el primer largometraje totalmente hablado en español: Sombras habaneras. Cayó en uno de los deslices provocadores del cine, de los pocos —salvo Chaplin— que han salido airosos: hacer el «todólogo». Se autodenominó guionista, realizador y actor principal, y no sabemos en cuál de los oficios cometió mayores errores.
Pero tuvo el tino de hacerse respaldar por españoles, filipinos, argentinos y una estadounidense, para iniciar una tendencia babélica que las actuales coproducciones internacionales llevan a límites de delirio. La producción fue un espléndido fracaso, con una sucesión de percances donde hubo desde imperfecciones técnicas hasta un incendio. Se le recuerda con generosidad porque cedió espacio a lo que se considera como la primera película filmada en Hollywood por el método de dobles versiones —en ese caso inglés y español—, algo que resultó tan lucrativo como pintoresco y ejemplarizante: Sombras de gloria —Blaze of Glory—, estrenada en Los Ángeles el 25 de enero de 1930.
Por el momento la Meca del cine disponía de la fórmula para penetrar —o no perder— los mercados latinoamericanos con mensajes en los que los hispanohablantes podían sentirse identificados. Con su incipiente sistema de estrellas, tuvo la habilidad de apoyarse en actores de diversos países residentes en Los Ángeles, imán para otros dispuestos a mudarse y probar fortuna.
De aquellos tiempos son las incursiones de los cómicos Laurel y Hardy en el llamado «cine hispano», bajo la dirección de Hal Roach, verdaderas joyas de cinematecas. Filmaron versiones españolas de diez de sus comedias, y algunas en francés y alemán. El Gordo y el Flaco, como se les conoce en América Latina (salvo en Puerto Rico, donde los llaman Los Sangrigordos), se integraron a una competencia rauda: dos rodajes simultáneos, con dos repartos en algunas ocasiones, o con uno si los protagonistas se arriesgaban a actuar en el idioma extranjero.
En los primeros casos solían nacer engendros aceptables. En los segundos lo más frecuente era un churro idiomático. Los protagonistas repetían la fonética que leían en lienzos camuflados en el decorado, fuera del campo visual de las cámaras. Aunque no atinaran con la pronunciación, a ellos no les resultaba tan difícil porque sus comedias todavía eran tributarias del cine mudo, con escasos parlamentos. El trasfondo lo armaban figuras hispanas, agradecidas porque les mejoraba la condición económica, como Enrique Acosta, Linda Loredo, Carmen Guerrero y Alfonso Pedroza. En otras ocasiones sólo filmaban de nuevo los planos que exigía el montaje, por lo que no faltaron momentos en que aparecieron actores diferentes en el mismo rol, pecado que vistos hoy, aporta una gracia adicional a esos filmes.
Entre tales percances historiados deben incluirse los de un actor muy dúctil para los idiomas, Charley Chase, y la versión española de Free and easy —conocida en los recuentos del cine como Estrellados—, incursión memorable de Buster Keaton en el negocio de las versiones dobles. En ellos tuvo sus momentos bilingües Gilber Roland: De Europa llamaron a la cantante Imperio Argentina, y a Florián Rey, Edgar Neville y Enrique Jardiel Poncela, para escribir guiones, dar versiones españolas de los filmes ya existentes o dirigir otros.
Allí se estrenó como actor el cantante José Mojica, quien se tomaba muy a pecho sus papeles, unos de don Juan Calavera a pesar suyo y siempre de prodigio vocal, hasta que le tocó el de un franciscano y conluyó sus días en esa orden religiosa. En marzo de 1930 estrenaron en Los Ángeles una producción ambientada en México, Argentina y España: Charros, gauchos y manolas, revista musical codirigida por Xavier Cugat, con figuras que ganaban renombre para los diferentes cuadros: en el mexicano Delia Magaña, en el argentino Paul Ellis —o, más simple, Manuel Granados, uno de sus seudónimos, más pasable que su verdadero nombre, Benjamín Ingénito Paralupi—, y en el español María Alba y Martín Garralaga. Las crónicas subrayan que los ambientes fueron «recreados» en estudios. No dicen si los espectadores alcanzaron a discernir quiénes eran los charros, los gauchos, o las manolas.
De alguna manera aquellos filmes calmaban la ansiedad de los hispanohablantes de verse reflejados en las pantallas, satisfacción que aplazó la formación de industrias locales. Hollywood conseguía su propósito de mantener el monopolio de la producción, así como establecía amarras que le facilitaban el control de la distribución. En cuanto al arte, que tanto ha obsesionado a los críticos de cine y tan poco ha interesado a los productores, no podemos asegurar su salud. Tampoco en lo referente al lucimiento y la eficacia del idioma. Pero recomiendo no pasar por alto ese período, mucho menos lo que significó para esta Torre de Babel idiomática que nos ocupa, o para sus acentos variados y yuxtapuestos.
Es placentero, por ejemplo, retomar la cadencia sensual de la mexicana Lupita Tovar, más dispuesta a vampirizar que a ser vampirizada por un conde Drácula dudoso de ser tan maligno, encarnado por el español Carlos Villarías, quien, para intimidar se auxilió de uñas postizas —¿arañaba o succionaba el conde?—, tímidos y asépticos colmillos, más un acento drástico y oratorio.
Se trata de la versión española de Drácula que en 1931 George Melford dirigió para la Universal, en sesiones nocturnas y sin saber español, mientras Tod Browning lo hacía en horas diurnas, con el reparto estadounidense que dio celebridad a un enigmático Bela Lugosi capaz de desangrar a Helen Chadler para regalarle la inmortalidad de los sepulcros. A propósito, la única copia completa de ese filme la salvó la Cinemateca de Cuba, como reza en las copias en vídeo que hoy comercializa la Universal por todo el mundo. También dan placer las interpretaciones del que, según sus conteráneos, «cada día canta mejor», un joven y enfático Carlos Gardel que parecía gorjear hasta en los gravitantes silencios de dramas arrabaleros, o rodeado de Rubias de New York.
Cualquiera de esas películas ejemplifica la coexistencia de los acentos diversos de España y América Latina, atropellados por la obligada síntesis de la acción cinematográfica. En California se apiñaban actores de México, Cuba, Argentina, Chile, Puerto Rico, Filipinas y de todas las regiones de España. Las compañías los utilizaban y mezclaban en sus producciones, «poniendo en una misma película al menos un representante de cada una de las variantes idiomáticas. ¡El resultado fue que ni los mismos actores se entendían entre ellos!».5
Algunos gags resultaban incomprensibles, pues eran traducciones literales del inglés, o estaban dichos con tanta indefinición que más esfuerzo daba entenderlos que disfrutarlos. Son filmes ingenuos que, independientemente de sus virtudes o defectos, ofrecieron a intérpretes y realizadores la oportunidad de ganar un oficio que daría mejores frutos cuando iniciaron la producción de cine en sus países respectivos.
En lo que respecta al uso de la lengua, aquellos filmes constituyeron una verdadera escalada de atropello idiomático. En ellos la lengua española y su expresión más exigente padecieron las presiones del tempo cinematográfico, su obligada síntesis, más la incomprensión de un medio al que más interesó ganar dinero que reflejar la creadora idiosincrasia de los países hispanohablantes. Y como entramos en terrenos audiovisuales, algo que hoy victima o ilustra a multitudes del mundo entero, no huelga transgredir las lindes del cine conectar la televisión, cualquier día, para topar con la herencia del descalabro.
Son shows de gran éxito, quizás no frecuentados por las desdeñosas minorías apocalípticas que son las personas cultas, pero seguidos con pasión suicida por el animal sin rostro que llaman «la masa», el «integrado» de que nos hablara Umberto Eco. Podremos martirizarnos a placer con las contracciones —que algunos llamarán enriquecimientos— de la lengua española, entrar sin salvavidas en la jerga de nuestras ciudades hipertrofiadas, su expresión a trompicones, metalenguaje de desmandada creatividad que expresa la alegría o la problemática de la vida diaria. Si dudamos de que eso es lenguaje, estaremos poniendo en solfa una evidencia irrecusable: la expansión de un instrumento verbal sometido a los tirones del tiempo y de la experiencia vital.
Lo queramos o no, habremos entrado en la Torre de Babel de los acentos, en el desborde de una diversidad que no pide permiso para imponerse a las curules santificadoras, y estaremos enredados, ay, en las lindes del insoslayable spanglish que unos consideran aporte y otros desgracia. No culpemos a los protagonistas de una praxis insondable. Aceptemos que ellos, con los tartamudeos, mugidos o musicalizaciones que les sirven en la rala cotidianidad, evidencian los problemas de la lengua española. Accediendo a esos ripios comenzó el cine hispano. Aquellos vientos trajeron las actuales tempestades.