Considero que el doblaje no sólo es un atentado cultural; me parece que, además, es una intolerable manipulación estética, y en el fondo me parece una estafa al espectador.
Por lo tanto, reconozco que es un medio de intentar traducir las películas de un idioma a otro absolutamente despreciable y aberrante. Desgraciadamente, en España hay una costumbre muy extendida, desde el año 40, gracias a una ley franquista, en que el doblaje era obligatorio.
Afortunadamente, ahora no es obligatorio, pero, como es lógico, los espectadores están habituados a ver las películas dobladas, y cuando algún político español ha intentado, inteligentemente, empezar a suprimir el doblaje, han aparecido los grandes medios americanos con los tanques, prácticamente, amenazando con grandes represiones comerciales al país, porque para ellos es muy importante que se siga manteniendo el doblaje de las películas americanas al español, y hacen unas enormes y fabulosas recordaciones.
Y una vez dicho esto, voy a intentar ser muy breve, porque sólo tengo que transmitir una idea: me gustaría dejar aquí claro la defensa de la «singularidad». Yo creo que tenemos que defender nuestra propia singularidad, nuestra diferencia. Pienso, y estoy convencido, de que en los próximos años en el cine no se hablará de cine americano, ni de cine inglés, ni de cine francés, ni de cine italiano, sino que se hablará de cine hablado en español, de cine hablado en francés o de cine hablado en japonés, porque realmente va a ser el aspecto más diferenciador de las diversas cinematografías.
Pero yo cuando hablo de cine hablado en español, también quiero decir que no hay que circunscribirse exclusivamente a la palabra, porque la lengua, o el lenguaje, en el cine, no sólo es la palabra, es también el lenguaje visual.
Creo que el lenguaje visual del cine —y hablo más como director que como guionista— tiene su propia gramática, su propia sintaxis, su propia ortografía, y yo creo que sería un error gravísimo que todos empleáramos el lenguaje visual impuesto por el cine norteamericano, que lo imponen sobre todo a través de los telefilmes americanos. Debemos defender que hacemos un cine singular, distinto; pero distinto no sólo en que habla en español, sino que también el lenguaje visual, el ritmo narrativo tiene que ser también singular, tiene que ser distinto al ritmo uniforme que impone el cine norteamericano.
Y en esa singularidad, yo defendería también las propias singularidades de los países que hablamos español, porque todos hablamos español, aunque con muchas particularidades. En mi opinión, también el lenguaje, el lenguaje visual de cada cineasta, tiene que ser distinto; no cuenta del mismo modo una historia un cineasta español que un cineasta argentino o peruano, y que cada uno debe «beber» de sus propias raíces narrativas y culturales para diferenciarse de la cinematografía imperialista y aplastante, que además, como nos gusta a todos mucho, pues evidentemente siempre corremos el riesgo de intentar parecernos.
Yo creo que debemos de defender, a ultranza, esa singularidad, esa diferencia, no sólo en la palabra, sino también en la propia forma de expresar nuestras historias, de contarlas, y estoy convencido de que si queremos realmente hacer un cine desde España o desde México, desde donde sea, que abarque más mercados, que llegue a más mercados, el mayor error que podríamos cometer sería intentar hacer un cine a la norteamericana.
En España, hace unos años —afortunadamente ya no tanto—, ciertos productores que querían conquistar mercados intentaron la aventura de hacer películas habladas en inglés, contadas al estilo americano, y yo me atrevería a decir que ni una sola se vendió fuera de España. En cambio las películas más españolas, las películas más enraizadas en la cultura española, más hechas con un lenguaje autóctono, singular, particular nuestro —está el ejemplo de Pedro Almodóvar, que lo que está haciendo son sainetes madrileños— son realmente las que han conseguido esos mercados.
Curiosamente no hay que hacer las películas en inglés, eso es un error garrafal —en mi opinión—, sino que tenemos que hacer las películas en español, o en mexicano, o en argentino, y además, insisto, contándolas con un estilo narrativo que también sea singular y sea distinto, no el que hace e impone el cine norteamericano.
Para terminar, recordaría una frase de Roberto Rossellini —uno de los grandes maestros del cine por el que yo tengo una especial debilidad— que me dijo a mí personalmente, en los últimos años de su vida. Yo tuve ocasión de conocerlo en Pesaro, y cuando yo era muy joven y él ya era muy mayor, me dijo: «La única forma de hacer un cine absolutamente internacional es que sea profundamente local», y pienso que ésa es la única idea que quiero transmitir.