Ha llegado a feliz término el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, reunión de ilustres pensadores procedentes de todos los puntos cardinales, acto cuya significación humanística y trascendencia cultural deja imperecederos testimonios.
Vestida de gala, Zacatecas abrió a ustedes sus amorosos brazos. Es la nuestra una ciudad forjada por el genio constructor de la España fundadora de nacionalidades y el arte entrañable de manos autóctonas que dejaron en cada piedra las huellas indelebles de su espíritu creativo. Apenas concluidos los festejos conmemorativos de los 450 años de su fundación, esta joya del barroco mexicano fue el recinto donde se examinó con lucidez el futuro que aguarda a nuestro idioma, raíz primigenia de las identidades culturales de más de la quinta parte de la humanidad y lazo de unión que desvanece fronteras y reduce distancias.
Las reconocidas cualidades de los hombres y mujeres que concurrieron al congreso hicieron evocar a los zacatecanos nuestras profundas raíces ancestrales. Pasaron por nuestra mente los nombres de Nezahualcóyotl, el rey poeta de los texcocanos; de la sublime musa Sor Juana Inés de la Cruz, quien hizo resplandecer a las letras hispanas en el mundo colonial de la patria mestiza; de Juan Ruiz de Alarcón, cuyo fecundo talento lo situó al lado de los genios del siglo de oro español, como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Quevedo y Góngora. Unos y otros hicieron florecer el idioma que nos formó como ramas de una sola estirpe y en el cual se expresa, al decir del glorioso jerezano Ramón López Velarde, la suavidad y la grandeza de la cultura común que nos cobija y nos alienta.
La lengua española fue el factor que propulsó la integración en un ente nacional a la diversidad de las comunidades nativas. Ningún otro componente cultural tuvo, a lo largo de la historia y aun en el presente, los efectos constructivos que derivan de compartir un mismo idioma. Pocos factores aglutinadores, como la fuerza unificadora del lenguaje, tienen a su alcance nuestros pueblos, que han persistido en desgarrarse mientras no terminan de constituirse plenamente.
A la luz de esta premisa, algunas de las más lúcidas inteligencias del planeta buscaron respuesta a interrogantes esenciales:
¿Las terminologías en boga se impondrán sobre el idioma común? ¿Este quedará reducido a vehículo de comunicación popular, mientras que emerge un nuevo lenguaje culto para uso exclusivo de conciliábulos tecnocráticos y de los círculos usufructuarios del poder económico?
¿Qué consecuencias desnacionalizadoras o disgregadoras traerá consigo la creciente tendencia de las elites dominantes a relegar a la lengua española a ser instrumento secundario y casi vergonzante para la comunicación informal? ¿Será desplazada incluso del ámbito educativo, ante el empuje de una globalización que privilegia el uso y la expansión de otra lengua, como elemento imprescindible en un mundo de economías interdependientes?
¿Resistirá nuestra lengua española los impactos del idioma cifrado de los medios tecnológicos, inclinado a sustituir, abreviar y comprimir los signos representativos de conceptos e ideas, con base en significados convencionales y sobrentendidos?
Mi visión es optimista. Coincido con quienes, en las deliberaciones del congreso, describieron a la lengua española como un organismo viviente capaz de sobreponerse tanto a la cíclica invasión de otras de diferente especie como a la tecnificación en ascenso del medio social. A fin de cuentas, es el pueblo el que enriquece su lenguaje, inyecta nueva vitalidad a las palabras y a sus connotaciones, repudia lo que no es asimilable e incorpora lo que satisface sus necesidades de expresión conceptual y emocional.
A lo largo de estos cinco días de disertaciones brillantes y profundas, unas veces coincidentes y otras discrepantes, emergió una inquietud personal: el uso del idioma como herramienta del quehacer político y vínculo imprescindible de comunicación con el pueblo, tema no incluido en la agenda del congreso al que dedico un instante de reflexión.
Evoco a José Muñoz Cota, amado maestro de mi juventud. Nos decía: «El hombre es su palabra. Ella lo concreta y lo define. Es su retrato, su imagen fiel. Cada hombre nace con ella, con la suya precisamente. La palabra revela el color del alma, la naturaleza del pensamiento propio, la identificación de las emociones». A manera de corolario, cabe afirmar: si el hombre es su palabra, debemos ser hombres de palabra.
Pero el idioma se ha ido desgastando y muchas palabras —palabras mayores por su connotación histórica— hoy nos parecen vacías de contenido. Hemos abusado de las invocaciones a la libertad y a la justicia. Su sonido ha dejado de interesar a las masas iletradas y empobrecidas. Nada dicen a quienes viven realidades opuestas al significado de esas palabras que fueron, en su origen, grandes, bellas, conmovedoras.
Hay que limpiar el idioma, como lo proclama emblemáticamente la academia; pero limpiarlo no solo de formas espurias, sino principalmente de usos abusivos que destruyen el sentido genuino de las palabras. Tenemos que hacer coincidir a las palabras con los hechos. Exigir congruencia y también autenticidad. Prohibir a los demagogos de todos los extremos de la geometría política emplear irresponsablemente la palabra que, como decía el poeta, «es casa de verdad y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones».
Todos declaramos y reiteramos nuestra voluntad de paz. Pero en este siglo, casi por concluir, nunca ha habido paz en el planeta. Cada día, en algún lugar o en muchos a la vez, la humanidad se desangra en guerras despiadadas y terribles. En los foros internacionales es frecuente hacer la defensa de la paz con palabras de guerra, del mismo modo que otros esconden su propósito de hacer la guerra con falsos discursos en favor de la paz. La corrupción del idioma es mayor por el divorcio entre las palabras que se dicen y las realidades que se pretende ocultar o disfrazar. Pugnar por la autenticidad y la congruencia en el uso del lenguaje es contribuir a depurarlo y preservarlo.
La palabra cumple una función insustituible por su trascendencia histórica. De igual manera conduce a la creación que a la destrucción, sirve a la verdad o a la mentira, al bien o al mal, ayuda a la felicidad o siembra el infortunio. Estas realidades son más inquietantes en el tremendo y patético fin de milenio en que nos hallamos, tan lleno de miserias, injusticias y pesadumbres. No obstante los enormes esfuerzos y luchas de los pueblos por fundar en la tierra lugares de convivencia generosa y sociedades ajenas a la opresión, estas nunca permanecen y aquellos son difíciles de hallar.
Quien emplea la palabra para ser escuchado en el ámbito social adquiere, por ese solo hecho, un compromiso moral ineludible con la gran exigencia de los pueblos a un desarrollo integral, a una liberación plena y a una realización histórica. La palabra hablada o escrita debe ser reflejo y proyección de las causas superiores de la humanidad. Bien se trate del orador, del escritor, del poeta, del cineasta, del periodista o del comunicador en los medios electrónicos, su responsabilidad se acrecienta en un mundo convulsionado como lo es el de nuestros días. La palabra no debe ser estímulo de bajas pasiones, de cóleras infecundas o de odios destructivos. Tiene que ser semilla de concordia, de fraternidad, de genuina solidaridad entre las naciones y los individuos.
En este punto, adviértanse las vicisitudes de la lengua y las responsabilidades de los medios de comunicación. Una y otros tienen un papel decisivo en la encrucijada del nuevo milenio, cuando el futuro de la humanidad depende en gran medida de un verbo comprometido con la verdad y la razón, jamás con la impostura y la violencia.
Me he permitido exponer estas inquietudes para subrayar la importancia que ha tenido para el pueblo y el gobierno de Zacatecas la celebración, en nuestra ciudad capital, de este Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, el cual, objetivamente valorado, significa un esfuerzo de la inteligencia por entregarse al idioma y un esfuerzo del idioma por apoderarse de la inteligencia.
Muchas gracias por hacer de Zacatecas el centro ceremonial de esta fiesta del espíritu. Gracias por el honor de su visita, a quienes presidieron la ceremonia inaugural: Ernesto Zedillo y su distinguida esposa; Juan Carlos I y doña Sofía. Gracias a los funcionarios del Instituto Cervantes y de la Secretaría de Educación Pública. Gracias a los miembros de los comités académico y organizador. Gracias a los coordinadores, ponentes y comunicantes. Gracias a todos los participantes que contribuyeron al logro de los elevados fines que motivaron la convocatoria a este congreso y le dieron, con sus aportaciones, proyección universal. Gracias a los zacatecanos por su comportamiento digno y ejemplar.
Gracias a todos al final de este congreso la lengua española emerge una vez más enriquecida, revitalizada y enaltecida. No morirá, abatida en los engañosos aunque sutiles ropajes del mundo global, porque tiene a cantores e inigualables cronistas, porque su fuerza vital le viene de una larga existencia y de las macizas culturas que ha edificado.
Hermosa y sugestiva, vigorosa y flexible, de antigua raigambre y constantemente renovada, la lengua española sabrá superar los desafíos del presente y asumirá con solvencia los que le depare el porvenir. Su savia inagotable seguirá contribuyendo a la comunicación humana, racional y constructiva, al entendimiento pleno y a la cooperación fructífera de los hombres y los pueblos.
Señoras y señores, amigos todos:
Zacatecas los recibió con regocijo y los despide con reconocimiento, emoción y esperanza.