El hispanismo frente a los problemas de la lengua Agustín Redondo, Presidente de la Asociación Internacional de Hispanistas

Me toca hablar como Presidente de la Asociación Internacional de Hispanistas y lo haré desde una perspectiva a veces diferente de las que he oído expresar a lo largo de estos días. No dejaré de respetar, no obstante, esa brevedad tan exaltada por el insigne Baltasar Gracián.

Hace un par de días, cuando estaba cenando en un restaurante de esta ciudad, el camarero que me servía y se había figurado que era yo argentino, al enterarse de que en realidad venía de París, exclamó de manera espontánea: «Pero ¿es que en Francia también se habla español?».

Esta reacción, muy normal, hubiera sido la de la mayoría de la gente en cualquiera de los países de habla española. ¿Cómo podía imaginar el hombre que en un congreso sobre esta lengua pudiera ser uno de los participantes alguien que no viniera de uno de los países considerados?

En realidad, un simple escarceo histórico permite darse cuenta de que el español no es sólo la lengua que se habla en España y en los países de Hispanoamérica, sino que es el idioma hablado asimismo por parte de la población de otros países, eso sí, en una situación de bilingüismo cuando no de diglosia. El caso más conocido y sobre el cual se ha trabajado en algún momento en este Congreso es el de los Estados Unidos de América. Pero existen otros casos, en otras tierras, en particular en Francia.

No hay que olvidar a esos miles y hasta millones de españoles e hispanoamericanos que, por razones políticas y económicas, tuvieron que emigrar a otros lugares en que se hablaba una lengua diferente. La mayor parte de ellos se esforzaron por aprender el idioma del nuevo país en el que se afincaron (ya que era la lengua dominante) pero siguieron salvaguardando la lengua y la cultura gracias a las cuales habían adquirido una existencia y una identidad. Este español sobrevivió porque lo practicaban en el hogar y con los compañeros, pero también gracias a emisiones de radio y más tarde de televisión, en lengua castellana, que tuvieron la posibilidad de captar. También gracias a la lectura de algún que otro periódico y de libros para los más cultos.

La mayoría de ellos no regresó definitivamente al país del que se había marchado, aun cuando las condiciones políticas y económicas, modificadas ya, lo hubieran permitido. Por lo menos, no dejaron de volver allá en varias ocasiones, reanudando el contacto directo con su idioma y su cultura originales.

Esa herencia la han transmitido a sus hijos quienes, en más de una ocasión, al emprender estudios superiores de español y al apropiarse verdaderamente de la lengua de sus antepasados, después de frecuentes viajes y permanencias en su tierra, se han transformado en auténticos hispanistas. A estos casos han venido a unirse los de aquellos que, sin ningún antecedente favorable, se habían encariñado con la lengua y la cultura del pueblo español o de los pueblos hispanoamericanos hasta seguir una formación paralela a la precedente y venir a ser perfectos hispanistas, como lo son también tantos expatriados venidos de tierras ibéricas o latinoamericanas.

Acabo de emplear el término hispanista y es necesario definirlo. Bien se sabe, en efecto, que si la palabra es de origen divino, si es creadora del mundo y si sólo gracias a ella el hombre adquiere su verdadera grandeza y su identidad, también su utilización errada puede provocar irremediables incomprensiones y atroces tragedias, pues la palabra puede también matar.

Ya decía Antonio de Guevara, en 1528, que habían de darse «medidas las palabras» y añadía Fray Luis de León, en sus De los nombres de Cristo, «el nombre es como imagen de la cosa de la cual se dice», siguiendo tanto la tradición bíblica como platónico.

El hispanista es el que habla español, viva dentro o fuera de España o de uno de los países de Hispanoamérica —siendo nativo o no—, que enseña esta lengua a nivel universitario e investiga sobre ella y sus características, sobre las literaturas, las civilizaciones, las culturas correspondientes. El hispanista puede, pues, tener la nacionalidad española o la de uno de los países hispanoamericanos, o la de otro país cualquiera. Desde este punto de vista, la Asociación Internacional de Hispanistas tiene la capacidad de agrupar a todos los especialistas que respondan a esta definición.

Hispanistas los hay por todo el mundo: desde China y Japón, pasando por India, por Rusia y los antiguos países del Este, hasta África y la vieja Europa, sin olvidar, claro está, a España, Latinoamérica y Estados Unidos.

El español está en plena expansión y es por todas partes objeto de estudio en la enseñanza media (y hasta en algunos países de habla no hispana, como Francia, en varias clases de enseñanza primaria), objeto de estudio y de investigación en la enseñanza superior.

El español, hablado ya por unos 400 millones de personas, aparece como la lengua unificadora por excelencia, la que, más allá del ámbito hispano e hispanoamericano y de sus legítimas diferencias, trasciende los nacionalismos y particularismos para permitir que hombres muy diversos se sientan unidos por los mismos vínculos culturales. Es la lengua que permite a todos los hispanistas sentirse hermanos frente a un proyecto común: la defensa y extensión del idioma practicado y estudiado y de las diversas culturas de las cuales no puede separarse, tema asimismo de investigación. El español viene a ser una auténtica lengua universal, a modo del latín renacentista, del cual decía Erasmo que permitía que se hermanaran todos los humanistas en el seno de la república de las letras.

En cierto modo, nuestra época, en este final del siglo xx, es muy parecida —salvando la distancia cronológica— a lo que fue el final del siglo xv: ampliación del campo del espacio y del tiempo, nuevos descubrimientos fundamentales, nuevas concepciones del hombre, nuevas técnicas, nuevos horizontes culturales. Pero el gran problema, antes como ahora, es el de la comunicación y de la información, lo que supone que todas las lenguas ganen terreno, porque comunicar no es únicamente lograr intercambios de tipo económico o tecnológico, sino compenetrarse de todo lo que es el otro, con todo lo que implica su alteridad o su «otredad», si se prefiere, aceptando y tomando en consideración el peso de su palabra. De ahí la necesidad de desarrollar el campo de las lenguas, de todas las lenguas, pero también la de intentar comunicar de una manera mucho más amplia.

Ya se sabe que, por razones políticas y económicas, el inglés ha venido a ser la lengua universal. Pero ésta se ha transformado con frecuencia en una lengua vehicular, una lingua franca que no permite esa profunda comunicación a la que aludía anteriormente. El español, por su riqueza lingüística y cultural, por su extensión geográfica, acorde con la multiplicidad de pueblos hispanos e hispanoamericanos que lo hablan, parece situarse en mejor posición frente a un porvenir mundial muy incierto.

Sin embargo, como otras lenguas, está pasando por una fase difícil. En efecto, se halla contaminado en la prensa, en la radio, en la televisión por una serie de extravagancias y de barbarismos, siendo los más graves tal vez los que corresponden a la inserción de construcciones y de términos ingleses que ni siquiera se traducen. No se trata de impedir la necesaria evolución y el enriquecimiento del idioma, que además ha de integrar las imprescindibles palabras técnicas, sino de canalizar el fenómeno para no adulterar la lengua. Lo mismo ocurre con las nuevas tecnologías. Las autopistas de la información representan una ampliación enorme del campo del conocimiento y de la comunicación, al anular las distancias, pero también, al hallarse dominadas por los tecnicismos americanos, pueden provocar, si no se los domestica, una serie de graves problemas con relación a la lengua española.

Frente a tales retos, evocados en este Congreso y a los cuales se han intentado encontrar remedios, ¿qué podemos y debemos hacer? Seguir obrando por el mejor y mayor conocimiento de la lengua española y de las culturas hispánicas e hispanoamericanas.

Verdad es que los hispanistas podemos aportar nuestra contribución a la obra común. Tenemos que defender las normas lingüísticas en nuestra enseñanza (lo que no quiere decir desechar las legítimas diferencias unidas a los diversos países en que se habla castellano) y transmitir ese amor por una lengua no adulterada a nuestros estudiantes, que son los profesores y maestros de mañana. La educación a todos los niveles ha de ser el factor fundamental del armónico desarrollo de la lengua.

Pero el mejor conocimiento del idioma implica también la elaboración de instrumentos de trabajo en la cual están enfrascados los hispanistas (gramáticas, estudios lingüísticos, programas radiofónicos y televisivos, preparación de CD ROM, etc.). Desde este punto de vista, el hecho de que los hispanistas que viven en los países de habla no hispana vengan a ser bilingües puede ser un factor muy interesante para el conocimiento de la lengua española al promover estudios lingüísticos contrastivos que permiten comprender mejor los rasgos específicos del castellano.

No estará tampoco tan fuera de lugar el volver a meditar sobre lo que representa la «aventura de la palabra» en obras tan célebres como el Quijote o en textos tan difundidos y populares hasta hoy en día como los romances o sus formas particulares en los diversos países de Latinoamérica. Tal vez, entre burlas y veras, estuviera Sancho Panza abriendo algún camino a la reflexión lingüística actual sobre el porvenir del español, al forjar su tan conocido «baciyelmo».

Además nuestra acción nos conduce a la difusión de todas las formas culturales y a la investigación sobre ellas. En esta óptica, nuestro primer soporte es el libro y ha de seguir siendo el libro. En él está lo mejor del patrimonio del español. Comentar, explicar, penetrarse de las sutilidades de la lengua y de las culturas, captar sus nuevas orientaciones a través de los textos tanto de un Cela, como de un Octavio Paz o de un García Márquez —para citar a los tres premios Nobel que intervinieron aquí—, pero asimismo de un Borges o de un Neruda, es lo que hacen a diario los hispanistas. Y tendríamos que decir lo mismo de los textos de los grandes clásicos. Es así cómo se ha protegido el idioma en muchas ocasiones y se han ganado nuevos adeptos al hispanismo.

Esto no quiere decir que los hispanistas no trabajen a partir de otros soportes como periódicos y revistas, y asimismo a partir de emisiones radiofónicas o televisivas y de películas. Todo soporte es útil para permitir una reflexión sobre lo que es una civilización en un momento histórico y sólo puede analizarse como sistema, de una manera global, tomando en cuenta sus diversas coordenadas.

Paralelamente pues, estudiar y difundir la historia de la lengua, pero también la de las diversas culturas correspondientes es también lo que nos incumbe. Una palabra inserta sólo en su cotidianeidad, una palabra que no tiene profundidad histórica es una palabra moribunda para no decir que ha muerto ya. Esta profundidad histórica es absolutamente necesaria para tener clara conciencia del sentido de las transformaciones lingüísticas y de las que están relacionadas con los nuevos campos del saber y de la información, y cobrar así la posibilidad de separar lo aceptable de lo que no lo es.

Las identidades —las lingüísticas en particular— se forjan a lo largo de la Historia y el que no tiene una nítida visión de ello no puede dar cuenta de manera acertada de lo que está pasando. La crisis del lenguaje, ¿no será, en última instancia, una crisis de identidad?

Al hispanismo le incumbe, pues, una misión importante para proteger y difundir el español y las culturas correspondientes. Confrontar estos resultados, a nivel de la investigación, es lo que hacen los hispanistas cada tres años en sus congresos internacionales. Al contemplar el magnífico semillero de hispanistas y la extensión cada vez mayor del hispanismo, bien se puede decir que, a pesar de todas las dolencias señaladas y de todos los problemas que se le plantean a la lengua hoy en día, el español tiene una vitalidad, una salud, que le envidian muchos idiomas. ¡Ojalá siga con el mismo vigor esa lengua tan querida por todos nosotros, esa lengua que es el vínculo entre todos nosotros, por muy diferentes que seamos y por muy lejos que vivamos unos de otros!