Déjenme que comience mis palabras, ahora que todo está a punto de terminar, con una confesión: organizar este congreso no ha resultado tarea fácil.
No se trata de que haya habido tropiezos o dificultades de coordinación. A la vista está que el congreso había sido preparado minuciosamente y que las mesas redondas, ponencias, comunicaciones y proyectos que se han presentado constituyen una valiosa aportación al estudio de nuestra lengua. Debemos agradecérselo, en primer lugar, a los participantes, pero también a los Comités Científico y Organizador, cuyos miembros han puesto su sabiduría y eficacia al servicio de esta reunión, y además a aquellas personas que desde la Secretaría de Educación Pública y desde el Instituto Cervantes han trabajado durante meses con ilusión y empeño. Muchas gracias, pues, a todos.
Decía, sin embargo, que organizar esta convención no ha resultado tarea fácil porque hacía falta poner en pie la feliz idea que surgió en Sevilla en 1992 de crear los Congresos Internacionales de la Lengua Española y dedicar el primero a los medios de comunicación. Era necesario, ante todo, delimitar el campo de estudio y abordar los asuntos esenciales, y para ello debíamos contar además con los mejores expertos del mundo hispanohablante. Creo que lo hemos conseguido. Pero también hay que decir que la elección de los participantes ha sido difícil. Nos hemos dejado en casa a cientos de magníficos especialistas que habrían iluminado otros aspectos de los trabajos. Los medios de comunicación se han puesto a la cabeza de nuestras sociedades gracias, en buena medida, a que en ellos están algunos de los mejores profesionales. El desarrollo de la reunión lo demuestra una vez más.
También en Sevilla se decidió que México fuera la sede de este Primer Congreso Internacional. No podía ser de otra manera. Por México pasa uno de los nervios motores del español debido a su situación privilegiada y a su condición de país con mayor número de hispanohablantes, y aquí se había celebrado, hace 46 años, el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española convocado por el presidente Miguel Alemán. Ahora ha sido el presidente Ernesto Zedillo quien ha renovado el compromiso con el idioma común, tras aceptar inmediatamente en 1992, cuando era Secretario de Educación Pública, el encargo que se le había hecho.
Esta circunstancia subraya además algo que a los españoles se nos olvida con frecuencia y que en este congreso se ha reiterado con acierto: que el español es ante todo una lengua americana, un idioma que recorre casi todo el continente sin solución de continuidad, y que esa es una de las razones de su vigor, de su profunda coherencia interna y de su irresistible expansión. Los lingüistas nos enseñan asimismo que es prácticamente la única de las grandes lenguas internacionales de la que apenas se han derivado esas lenguas mixtas que ellos llaman pidgin o sabir. Pues bien, ello se debe en gran medida a su arraigo en un territorio de gran continuidad espacial, lo que favorece la unidad sin poner en peligro la riqueza y la variedad.
Esta cohesión es un tesoro al que no podemos renunciar. Hace más de un siglo, el gramático venezolano Andrés Bello y su comentarista, el colombiano Rufino José Cuervo, recordaban que la palabra idioma significaba en griego «peculiaridad, naturaleza propia, costumbres propias». El español es nuestra naturaleza propia, porque es, como decía el mexicano Alfonso Reyes, «una lengua de síntesis y de integración histórica». Y es justamente aquí, en América, donde esa unidad alcanza más valor. Recurro de nuevo a don Andrés Bello: el español es la garantía de la identidad y de la unidad continental.
Pero la cohesión no hay que darla por hecha ni por definitiva, pues a todas las grandes lenguas les acecha el peligro de la disgregación y el español no es una excepción. De todos es conocido que Dámaso Alonso anotó hace más de 30 años que lo que sus alumnos españoles llamaban «bolígrafo» los procedentes de Colombia lo denominaban «esferográfico»; los bolivianos «esferográfica»; los argentinos, uruguayos y paraguayos «birome»; los peruanos «lapicero de tinta»; los chilenos «lápiz de pasta»; los cubanos «pluma cohete»; y los mexicanos y guatemaltecos «pluma atómica». Hoy podríamos repetir el experimento con muchos otros términos como «agujeros negros» u «hoyos negros», o bien con «ordenador», «computador» y «computadora».
Estamos ante algo más que ese entretenimiento del que tanto gustamos al encontrarnos hispanohablantes de distintas procedencias, y que culmina en las inevitables chanzas sobre vocablos equívocos y de doble sentido. El problema no son las variedades nacionales, que debemos respetar y defender por encima de todo, porque contribuyen a la riqueza del español y porque —como decía el propio Dámaso Alonso— «las palabras no se dividen en palabras de buena y mala familia, ni tienen que vestir traje y arrastrar cola. Las palabras son sencillamente un medio de cambio, de intercambio». El riesgo está en la avalancha de barbarismos y tecnicismos que introducimos en la lengua de manera desigual. Entiéndase: no se trata de mantener una actitud purista y de rechazo absoluto hacia los extranjerismos, sino de adaptarlos a la fonética y la morfología del español, de impedir que penetren dos o tres versiones del mismo término hasta el punto de hacerlas irreconocibles; se trata, en definitiva, de evitar la fragmentación de la lengua común.
La magnitud del problema se entiende más fácilmente si recordamos que cada año se acuñan unas tres mil palabras técnicas, y que gran parte de ellas tiene origen foráneo. El léxico es sin duda el nivel más superficial de la lengua, frente a las modificaciones que se pueden producir en la morfología y en la sintaxis. Sin embargo, tampoco es pequeño peligro y deberíamos actuar en consecuencia.
Para ello son necesarios dos requisitos: que se reaccione con rapidez ante cualquier neologismo y que la solución que se adopte sea aceptada por todos los hispanohablantes. Si la fragmentación del español se frenó en el siglo xix gracias a la voluntad de los hablantes y al incipiente desarrollo de los medios de comunicación, la nueva sociedad digital nos abre mecanismos mucho más eficaces que debemos aprovechar.
Las autopistas de la información ponen a nuestro alcance recursos de una utilidad insospechada hace sólo unos años. Debemos emplearlos. Periodistas, lingüistas, traductores, intérpretes y todas aquellas personas que hacen frente a los tecnicismos pueden ponerse de acuerdo con prontitud acerca de cuál es la mejor adaptación de un término a nuestra lengua, una voz que sea aceptada por todos. El royalty ha sido traducido en algunos lugares como «patente» o «canon», mientras que en otros han preferido el término «regalía». Los tres son igualmente válidos, pero no necesariamente comprensibles por todos los hablantes. Por eso, sería conveniente ponernos de acuerdo en cuál es el más adecuado a nuestra lengua y utilizarlo con preferencia.
El Instituto Cervantes, sin propósitos de arbitraje que no le corresponden, está dispuesto a dar el primer paso. Dentro de poco encontrarán ustedes en Internet su Centro Virtual, del que ayer tuvieron cumplida noticia. Una de las secciones será un foro de discusión acerca de innovaciones terminológicas y en el que desde ahora mismo les invito a participar. Espero que a continuación surjan otras iniciativas que perfeccionen nuestro trabajo y que el mundo hispánico entreteja una red de consultas e intercambios que permita un alto grado de consenso entre todos. El Instituto Cervantes se limitará a poner el medio y los recursos. Las decisiones corresponderán a los hablantes.
Se ha repetido a menudo que las nuevas redes informáticas hacen desaparecer las distancias y las fronteras, que el llamado mundo de los «bits» prevalecerá en el futuro sobre el de los átomos o manufacturas. Es posible, pero con una reserva: permanecerán las fronteras lingüísticas, que si bien acercan a los hablantes de la misma lengua alejan sin embargo a aquellos que no la dominan. Hemos de conseguir que esas nuevas fronteras sean cada vez más porosas, porque el español lo tiene todo para resultar beneficiado. Necesitamos no obstante una fuerte presencia en las redes informáticas; necesitamos que despierte interés lo que ofrezcamos en ellas; que sea provechoso y aun imprescindible comprender el español para avanzar en el conocimiento humano; necesitamos, en definitiva, crear las condiciones idóneas para que aumente el interés por nuestra lengua y la demanda de aprendizaje.
Se preguntarán ustedes por qué le preocupa tanto al Instituto Cervantes —una institución dedicada a promover el español fuera del mundo hispánico— la retaguardia del idioma. Pues bien, lo hacemos en primer lugar como hablantes, pero también como miembros de un organismo que está en primera línea del frente de batalla. En los centros del Instituto Cervantes de todo el mundo se enseña la norma culta común del español, además de las principales variedades regionales, sean españolas o americanas. Pero la unidad de la lengua, el aprender a manejar un instrumento de comunicación fértil y unitario al tiempo es lo más precioso que podemos ofrecer a nuestros estudiantes. Es, pues, un interés eminentemente práctico el que nos mueve, porque los alumnos nos confiesan que aprenden español por ser una lengua práctica y útil, y este es el mejor apoyo para que nuestro idioma continúe con su extraordinaria difusión como lengua extranjera.
Una de las mayores sorpresas que se llevan quienes comienzan a estudiar español es que se trata de una lengua en extremo racional y lógica, con abundancia de reglas generales y coherentes que les facilitan el rápido aprendizaje. Sin embargo, el mundo hispánico se ha visto encasillado desde hace demasiado tiempo en una imagen de apasionamiento y desgarro, y ajena al rigor y la razón. Las cosas creo que no son así. No se trata de amputar nada de nuestra historia, que como toda gran cultura tiene luces y sombras, pero va siendo hora de mitigar el lado patético —en el sentido griego de la palabra— que nos han asignado como etiqueta y con el que resulta difícil exportar tecnología. Hay otra cara de nuestra cultura que no habría que olvidar y que es la que representan esos grandes monumentos a la proporción y la inteligencia que son las obras de Ortega y Gasset, de Borges o de Octavio Paz. Es también la que encarna la lengua española, a cuyo sentido armónico y lógico tanto han contribuido nuestras Academias de la Lengua y nuestros grandes gramáticos, pero, sobre todo, los millones de hablantes anónimos que día a día le dan vida.
En su mayor parte son hoy lectores, oyentes, espectadores y usuarios de los medios de comunicación. Se ha repetido de forma desmedida y frecuente que la prensa —en sentido genérico— es el cuarto poder, y por ello mismo ha estado sometida a toda clase de profecías agoreras que se quedaban vetustas a los pocos años de haberse enunciado. Lo único que siempre permanece es que los medios de comunicación constituyen un componente imprescindible de las sociedades contemporáneas, y que su fundamento no es la coerción —sólo así se justificaría el pretendido carácter de poder— sino la influencia a través de la información.
Esa capacidad de influencia llega también a la lengua. Sería difícil encontrar a algún gran escritor de los dos últimos siglos que no haya velado armas en los medios de comunicación, y muchos de ellos han confesado que ese había sido el mejor adiestramiento.
Pero no nos extraviemos. La definición clásica quiere que el periodista sea el administrador, el intermediario de la información, porque la función primordial del periodismo no es forjar escritores sino difundir noticias. La lengua no es para el periodista un fin en sí mismo, como podría ser en el caso del poeta, sino —al igual que sucede para el resto de los hablantes— un instrumento de comunicación. Las obligaciones del periodista para con la lengua empiezan y terminan con el buen conocimiento y el manejo eficaz, pues, como ha dicho el profesor Manuel Alvar, «sin una lengua correcta la comunicación es deficiente».
Sin embargo, quizá hayamos cometido demasiado a menudo el error de insistir exclusivamente en las responsabilidades del periodista para con la lengua, sin poner de relieve las ventajas que ella le ofrece. El congreso ha demostrado que las relaciones entre la lengua y los medios de comunicación no se circunscriben a las habituales admoniciones sobre corrección lingüística.
El español es sobre todo el elemento imprescindible para el desarrollo de nuestros medios. Las nuevas técnicas permiten editar simultáneamente la cabecera de un periódico o imprimir el mismo libro en lugares que distan entre sí cientos o miles de kilómetros, lo que facilita multiplicar las tiradas y reducir los tiempos y costes de producción y transporte. La televisión y la radio por satélite o cable, así como las redes informáticas, pueden alcanzar audiencias diseminadas por cualquier lugar del mundo y cuya única condición para acceder a las emisiones es el conocimiento de la lengua. Es pues precisamente la extraordinaria difusión del español lo que permite crear una fuerte industria editorial y audiovisual, así como la base de su posible expansión.
Para algunos, las lenguas han acompañado con frecuencia a lo largo de la historia a los ejércitos y a las administraciones coloniales; habrían sido después elementos básicos de la confrontación entre Estados, y de ahí que a veces hayan sido consideradas símbolos de opresión. Se podría argüir que las lenguas no son más que instrumentos de comunicación al servicio de sus propietarios —los hablantes—, y que, en cualquier caso, aquellas situaciones, fueran verdad o no, no pueden ya aceptarse. Las grandes lenguas internacionales son hoy más que nunca herramientas en provecho de los intercambios y el conocimiento: acompañan a los científicos, los escritores, los empresarios y los medios de comunicación. Las lenguas llegarán hasta donde ellos sean capaces de llegar. El español tiene todo a su favor para convertirse en una de las beneficiadas y, en consecuencia, situarnos a sus hablantes en un lugar de privilegio en la comunidad internacional. No desaprovechemos la ocasión. Y no quiero dejar de saludar al pueblo de Puerto Rico, tan diligente en la conservación de nuestra lengua común.
No quisiera terminar sin hacer mención al honor que ha supuesto para este congreso la presencia de SS. MM. los Reyes y del presidente de los Estados Unidos de México, quienes así han mostrado una vez más su apoyo constante a la lengua. También han estado nuestros tres premios Nobel, que siguen enriqueciendo la literatura. El agradecimiento, en este caso, es el de un fervoroso lector.
Los medios de comunicación han dedicado tiempo y espacio para dar cuenta de lo que aquí se discutía. Es, sin duda, uno de los grandes frutos del congreso. Durante esta semana la lengua ha salido a la calle, y gracias a los medios el español se ha convertido en noticia. Hoy todos sabemos un poco más acerca de las posibilidades y los retos que nos esperan. Los beneficios serán también para todos.
No se equivocaron quienes eligieron la sede del congreso. Zacatecas nos ha acogido con entusiasmo y calor. Su belleza y hospitalidad han sido el mejor estímulo para los trabajos. Quisiera felicitar al Gobierno del Estado de Zacatecas, al Gobernador y a todo el pueblo de esta maravillosa ciudad. Muchas gracias, otra vez, a todos