El diccionario, por el lado de la virtud metafórica que cada vocablo tiene, es como una inmensa agencia Cook del turismo mental.
José Ortega y Gasset (Notas de trabajo)
A la hora en que se multiplican los interrogantes sobre la edición tradicional y la edición electrónica, cómo no felicitarse de que el diccionario sea un elemento de innovación, puesto que su principio es el de la base de datos y el índice es su «software» o «plan de navegación».
Michel Prigent
En las paredes del Museo del Oro en Bogotá se leen estas palabras de la literatura de los indios khoguis:
Nuestros antepasados eran unos sabios, pues
solían reunirse a menudo a dialogar con su propio corazón.
Termina ahora esta semana de diálogo y de fiesta, en la cual el mundo de habla hispana se reunió a hablar con su propio corazón. Y empieza la preparación amorosa y febril del Segundo Congreso Internacional de la Lengua Española, ojalá en Cartagena de Indias.
Es grande honor para mí participar en la clausura de este Primer Congreso, en buena hora iniciado por los gobiernos de México y España y organizado por la Secretaría de Educación Pública de México y el Instituto Cervantes de España, con la colaboración del Gobierno del Estado de esta hermosa y evocadora Zacatecas. ¡Gracias les sean dadas a ellos y a sus colaboradores por esta feliz iniciativa! Se acrecienta este honor por el hecho de que la inauguración la hicieran S. E. el presidente de México, Licenciado Ernesto Zedillo, y SS. MM. los Reyes España don Juan Carlos de Borbón y doña Sofía, y los premios Nobel, García Márquez, Cela y Paz, en el trisesquicentenario del nacimiento de Cervantes. Y, sin duda, por la alta categoría de pensamiento del licenciado Miguel Limón Rojas; de S. E. don Santiago de Mora y Figueroa, Marqués de Tamarón; del profesor Agustín Redondo, y de los sabios, eruditos filólogos y brillantes escritores participantes, frente a los cuales se siente el temor reverencial de que hablan el Código Civil de Chile y el de Colombia hechos por don Andrés Bello, de cuya Gramática de la Lengua Española celebramos ahora los 150 años, desde su aparición.
Permítaseme recordar que en 1976, como embajador de Colombia en España, tuve el privilegio de acompañar a SS. MM. los Reyes en su primera visita a América, visita siempre hermosa y siempre honrosa. Por cierto, se cuenta que en aquel entonces don Juan Carlos y doña Sofía eran saludados en Cartagena de Indias con cariño hasta el delirio, así: «Qué milagro es verles. Dichosos los ojos. Los estábamos esperando desde hace quinientos años».
El lingüista danés Louis Hjelmslev, a la par que nuestros brillantes ponentes, manifiesta que el habla es fuente inagotable de múltiples tesoros inseparable del ser humano, lo sigue en todas sus tareas; es el instrumento con el cual da forma a su pensamiento y a sus sentimientos, a su estado de ánimo, a sus aspiraciones, a su querer y a su actuar; el elemento mediante el cual ejerce influencias y las recibe; es el sentimiento más firme y profundo de la sociedad.
Definición certera, ello sí, pero incompleta si se atiende al lado negativo de las cosas, puesto que las contradicciones proporcionan una visión dialéctica del mundo, como sentirse ya en el Apocalipsis de la Informática según Álvaro Mutis, o según José Luis González Quirós sentirse en la excelsitud de sus posibilidades y sus enigmas. A propósito, en alguna de sus fábulas cuenta Esopo que en cierta ocasión un señor de pro que deseaba agasajar a sus huéspedes, envió a su mayordomo a comprar lo mejor a fin de preparar una cena suculenta. El mayordomo va al mercado y engalana la mesa con lengua exquisita. La selección del plato merece los elogios de la concurrencia. Intrigado el señor de casa, pregunta al mayordomo el motivo de la selección. «He escogido la lengua, le responde, porque con ella se venera a las divinidades, con ella se construyen la familia y la patria, con ella se exaltan el honor y la virtud: por tales razones la lengua es el más importante producto del mercado». Se repite la oportunidad de la cena pero en esta ocasión el amo se encuentra enojado con sus huéspedes, por lo cual instruye al mayordomo para que consiga el peor producto del mercado. Con sorpresa el amo encuentra que el plato principal es el mismo. Asombrado, pregunta al mayordomo el motivo del escogimiento: «He seleccionado la lengua, explica con sabiduría al mayordomo, porque con ella se maldice a las divinidades, con ella se destruye a la familia y a la patria, con ella se denigra del honor y de la virtud».
En efecto, el lenguaje sirve para el bien como sirve para el mal; sirve para fomentar la paz o para inducir a la violencia; sirve para informar como para desinformar.
Es inmenso el poder que ejercen los medios de comunicación, en la vida y en la política local, nacional e internacional. Y, venturosamente, en general se inspiran en el imperativo categórico de no favorecer intereses personales, políticos, económicos o religiosos, que vayan contra el beneficio de la comunidad.
Además de los problemas políticos e ideológicos en el uso de los medios masivos, los acompañan manifestaciones idiomáticas peculiares. Lo que día a día leemos, escuchamos o vemos a través de los medios —lo han expresado, entre otros, Labastida, Otero, Adoum, Ansón, Cebrián, Zabludovsky y Sergio Ramírez— , es el sistema lingüístico haciéndose y rehaciéndose, evolución en la cual participan las innovaciones lexicográficas y los cambios sintácticos y gramaticales que dejan en desuso fragmentos cual despojos de la estructura lingüística: es la energía del lenguaje en dinamismo, la fábrica del idioma en vibrante ebullición.
En ese movimiento perpetuo de la lengua, las Academias desempeñan un papel normativo no represivo al regular la adopción de neologismos, el empleo de tecnolectos y el uso de dialectalismos. A este respecto, alguna vez le hablé a don Dámaso Alonso, entonces presidente de la Real Academia Española, sobre la inequidad del Diccionario cuando califica, con arrogancia sutil, de americanismo o colombianismo o mexicanismo o argentinismo, entre otros, las innovaciones o modismos o idiotismos de nuestro lenguaje aquende el mar, pero pasa por alto y hasta canoniza, disonancias allende el mar que, en igual lógica, debería calificar de españolismos. Me pidió algunos ejemplos y se los di: «Suba p'arriba, baje p'abajo, entre p'adentro, salga p'afuera». Subir es siempre para arriba, bajar es para abajo, salir lo es para afuera y entrar siempre es para adentro. Y eso por no hablar ahora de la unión de las preposiciones a y por para denotar direccionabilidad en expresiones como «a por ellos», jamás usadas por nosotros.
La responsabilidad de quienes tienen como profesión la tarea de informar está influida en buena parte por ciertas características, a saber: el comunicador debe tener un acervo de habilidades y capacidades que le permita ejercer su oficio con idoneidad. Sin embargo, por encima de todo ello deben manifestarse su vocación de servicio a la sociedad y su competencia idiomática, la cual está determinada por el conjunto de conocimientos que el comunicador tenga sobre la significación de las unidades lingüísticas, y sobre los sentidos que dichas unidades adquieren en la sociedad en que se producen, para que no le ocurra aquello que dijera la madre del dictador en El otoño del patriarca: «Si hubiera sabido que mi hijo sería presidente, lo habría mandado a la escuela». En cada acción comunicativa es posible identificar la manera como el lenguaje crea significados a partir de contenidos, relaciones y propiedades de veracidad y organización de la lengua, la cual funciona como un sistema que se autorrenueva.
Don Marco Fidel Suárez, presidente que fuera de mi país, recordaba en su discurso del Centenario de la Independencia de Colombia en 1910, que tenía escritos ciento veinte significados de las palabras marrullero o redomado, y cien de la palabra bobo. Igualmente los cambios de sentido que produce la palabra mayor según que se anteponga o posponga a los vocablos días, edad, fuerza; el vocablo santo antepuesto o pospuesto a oficio, padre, días, tierra. Asimismo, las mutaciones de frases hechas y de refranes trasladados de España a América y, al contrario, por ejemplo, nuestro «el Mono de la pila» es, en España, San Juan de los Reyes, y nuestro «ensillar antes de traer las bestias» es en la península «aún no ensilladas e ya cabalgades». Otro tanto ocurre con los acentos americanos de frase, por ejemplo el superlativo en «hallé una flor más linda», equivalente a lindísima. O los adverbios de modo formados en el Caribe colombiano así: graciasadiosmente, sindudamente. Y todo lo anterior, sin caer en la situación delincuencial de los prevalicadores del habla, según decía Cervantes.
Quizá por esos modismos o americanismos de los que nos sentimos orgullosos, máxime al aparecer diccionarios como el de mexicanismos, recuerda el español Juan Cruz que antes del auge o boom los editores peninsulares se negaban a editar a los autores latinoamericanos, porque éstos carecían de traductores. Era la lengua común que nos desune, según expresión del novelista chileno Jorge Edwards. Lo cual explica aquella tierna anécdota tantas veces evocada, cuando los poetas españoles Panero, Rosales, Foxá, Vivanco y el colombiano Carranza iban de Bogotá a Tunja por el lomo gélido del altiplano andino, y se detuvieron en una fonda campesina a atemperar el frío con un aguardiente. El campesino que atendía en la fonda los interrumpió así: «¿Los señores son españoles?». «Sí», contestó Rosales, «¿Y usted cómo lo supo?». El campesino replicó sin vacilar: «Pues, por el dialecto que hablan». Aquel campesino elemental habría podido agregar lo que recordaba Miguel León Portilla, que dijo, por señas, el indiecito maya a la llegada de los conquistadores a Yucatán en el siglo xvi: «¡Ah, y es que ustedes también tienen libros! ¡Como nosotros!».
Hablo de lo anterior teniendo presente el ámbito cultural nuevo al cual nos dirigimos y que nos obliga a utilizar, si queremos que nos pongan atención y nos entiendan, vocablos que definen dicho ámbito. Por ejemplo, si las brillantes intervenciones que hemos escuchado durante tres días en este Congreso no se registran en el denominado ciberespacio —aquel instrumento de inteligencia colectiva— como aporte a la cibercultura, habremos arado en el mar y escrito en el viento. Aún más, hemos de cumplir las obligaciones con el Espíritu Santo que es nuestra lengua, según Mutis, pensando en ser una, eso sí, importante, de las miles de páginas virtuales de Internet. No somos el ombligo del mundo porque nos han obligado a algo que nos gusta, a ser universales y, por lo tanto, a ser indeterminados, a crear nuevos centros abstractos de poder. Con esto en mente, vuelvo a los medios de comunicación.
El desarrollo tecnológico los tiene en vilo y abrumados por una paradoja: su aspiración a la influencia masiva y universalista se ve obstaculizada casi irremediablemente por la segmentación, por la nueva exigencia del consumidor de bienes culturales y de bienes materiales también, de que les den lo que ellos quieren y esperan. Si no, cambian de receptor, desconectan su mente. A nosotros como lexicógrafos nos pueden, igualmente, desconectar; mejor dicho, siempre lo han hecho: ¿qué otra cosa es el imperio de las que llamamos habla vulgar y jerga? Y esto obra para todos los idiomas, llevándose de calle lastimosas arrogancias, como la que se lee en una Historia del inglés: en 1978, durante un debate en la Cámara Británica de los Lores sobre la corrupción del lenguaje más influyente del mundo, por obra, quién lo duda, del poderío de los Estados Unidos, Lord Soames, yerno de Sir Winston Churchill, si mal no recuerdo, exclamó: «Si hay un lenguaje más horroroso sobre la faz de la tierra que la forma americana del inglés, me gustaría saber cuál es». Claro que a Lord Soames tendrían algo que responderle caballeros como Noah, Webster, Poe, Whitman, Mencken, Faulkner y otros.
Esto me lleva, porque no todo ha de ser oscuro y pesimista, a hacer eco a una noticia muy grata: los diccionarios, las gigantescas agencias de viajes mentales de que hablaba Ortega y Gasset, han asumido su posición de poder en la nueva época. Condenados hace mucho tiempo como perros guardianes del poder tradicional, de la sabiduría convencional, de las ideas recibidas, hoy son vistos con respeto como «teatro de saberes». En un bello ensayo sobre el tema, Michel Prigent, presidente de Prensas Universitarias de Francia, decía el año pasado que puesto que hay pluridisciplinaridad hay que inventar el plurilingüismo. Y agregaba que el diccionario es el espacio privilegiado para la escenificación de nuevas controversias. «Si el investigador debe estar a la espera y al acecho, ¿qué mejor puesto de observación y de acción que un diccionario?».
Hay diccionarios de todo y para todo. Con respecto a los idiomas, especialmente al inglés que no le gusta a Lord Soames, lo que está a nuestra disposición es sorprendente. Me atrevo a decir que, gracias a la informática, los diccionarios son la principal materia prima de los nuevos medios de comunicación, ya que pueden llegar simultáneamente a millones de personas. Pensemos con optimismo en lo que significa para nosotros que el Diccionario de la Real Academia Española y el de María Moliner estén en CD-ROM.
En fin, vivimos en la época de lo impredecible pero estamos preparados para actuar en ella con la fuerza, el dinamismo y la flexibilidad del español, la lengua de la paz. Acallemos de una vez a quienes tratan de hacernos a un lado diciendo que no hay ciencia en español. Sí, señores, hay poesía, hay filosofía, hay ciencia y ¡hay vida!
¡Y hay patria, una sola y misma patria como la quisieron los hacedores de nuestras nacionalidades, varias en su hermosa y suave diversidad que cantara Ramón López Velarde y que nuestra lengua expresa, con ternura! Con razón el filólogo Marco Fidel Suárez pensaba que si lo más esencial del alma es el pensar; si la diferencia exterior del hombre no es la risa ni las lágrimas, sino la palabra; si los pueblos no acaban sino cuando su lengua acaba, podemos decir que el pensamiento es el alma, la palabra es el hombre y la lengua es la patria.
Estos testimonios son significativos para la conservación de la unidad y vitalidad de nuestra lengua, la cual se constituirá en el siglo xxi, en el instrumento político por excelencia de la integración dentro del sueño de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, que alentamos desde el Congreso Anfictiónico de 1826 en Panamá, convocado por aquel soñador que fue Bolívar.
Se aprecia, así, cómo fue de acertada la decisión de los Reyes Católicos de no oír al Cardenal Ciosneros cuando les aconsejaba que divirtiesen sus miradas de América para fijarlas en las posesiones africanas y europeas, según Suárez. Y se aprecia cómo ha sido de acertada la convocación de este Primer Congreso Internacional de la Lengua Española que entra ahora en receso, pues su permanencia es canonizada por la inmanencia de nuestra Lengua. ¡Aplaudamos a quienes hicieron esta hermosa convocatoria a dialogar con nuestro propio corazón! ¡Se oyen ya las cadencias del Aleluya de Haëndel!