Para Antonio Alatorre
Hay un imperio bienhechor en el que no se pone el sol. Es el imperio del español; un dominio antiquísimo y moderno, cultural y espiritual, una nación virtual, sin fronteras, múltiple, compleja, variada, cambiante y llena de promesas. El español se expande ufano, y ya no es sólo de España, ni principalmente de España: tiene muchos más hablantes fuera de ella.
El castellano, el español, es una de las lenguas más vivas y vivaces del mundo, y una de las que con más energía avanzan, no sólo en el área geográfica que va cubriendo, sino en los variados acentos que adopta —tan distintos como pueden ser el andaluz, el yucateco, el porteño o el cubano—. Y desde tiempos medievales, nuestra lengua no ha dejado de producir una literatura excelente.
Si en este desconcertante principio del siglo xxi asistimos perplejos a tantas sangrientas resurrecciones históricas que parecían imposibles, impensables (nuevas cruzadas del siglo xi en el mundo islámico, odios teológicos y étnicos del siglo xiv en los Balcanes, querellas territoriales entre israelitas y filisteos en tierras bíblicas), ¿cómo no celebrar un proceso histórico no menos antiguo, pero de carácter positivo e integrador, como la milenaria construcción del español?
Recorrer la asombrosa historia de nuestro idioma, en un congreso internacional dedicado a su examen, frente a los mayores académicos de la lengua, puede ser o parecer un despropósito (una predicación a los conversos), pero nunca está de más, porque su desarrollo es una de las glorias indisputadas de la civilización occidental. El español destaca sobre todo por su capacidad para mezclar, incorporar, convivir y aceptar lo diverso, lo variado, en una nueva y dinámica unidad, abierta a su vez al cambio incesante.
El español, desde su prehistoria, es eso: expresión de un continuo mestizaje. Desde el gran tatarabuelo, el protoindoeuropeo original (del que nació el abuelo, el indoeuropeo) hasta el dilatado imperio del latín, el español se fue larvando, labrando, con la influencia de los idiomas autóctonos de la Península, con el influjo del celtíbero, del griego clásico (en su variable jonia), al que se deben numerosas palabras del vocabulario científico; del fenicio (lengua de Cartago, de la que proviene el alfabeto latino y el nombre mismo de España, Hispania); del hebreo (que resuena en tantos nombres propios) y, por supuesto, significativamente, de los sonoros arabismos, que forman una plétora abigarrada y riquísima. Y no sólo las palabras revelan, como una secreta geología, la formación tectónica del idioma: también los acentos, los tonos, las peculiaridades sintácticas.
Si hay un consuelo, repito, en atestiguar, en tiempos de intolerancia y desesperanza, los procesos históricos de creación y convivencia, vale la pena recordar también, con orgullo, que hace poco más de mil años se escribió por primera vez en español. Ocurrió, como sabemos, cuando los novicios de los monasterios de San Millán de la Cogolla y de Santo Domingo de Silos escribieron sus respectivas explicaciones a los sermones de San Agustín y a un texto penitencial no en griego, latín o árabe, sino en otra lengua: su lengua. Pusieron sus breves notas en un castellano medio aragonés y medio navarro. Escribieron en español. Una de aquellas personas, donde decía modicaabluaturlimpha, explicó «sieyatlabado con poca agua». No hay testimonio escrito más antiguo de nuestra lengua.
A partir de ese momento, hace algo más de mil años, terminó la prehistoria y comenzó la historia del español. Historia de constante expansión o, como ahora se diría, globalización. Mimetizándose con otras hablas (como el leonés, el navarro o el aragonés), o colindando con ellas (como con el catalán o el gallegoportugués), absorbiendo el culto latín de los monasterios o enriqueciéndose con el contacto musulmán entre los mozárabes, el castellano avanzó al paso de la Reconquista. Pero el español era el reverso de la guerra, era la otra cara de la guerra: no una disputa a muerte entre credos irreductibles, sino encuentro feliz de culturas, crisol de muchos metales, conversación de civilizaciones plasmada de pronto, milagrosamente, en la adopción por un pueblo de la palabra de otro.
El idioma castellano fue también la domesticación de la guerra, su encarnación en la literatura. En 1307, un individuo de nombre Per Abbat escribió todo lo que recordaba de un viejo cantar de gesta que había aprendido seguramente de sus abuelos, y éstos de sus abuelos, y ellos de los suyos. Aquel poema, el Cantar de mío Cid, compuesto más o menos entre 1140 y 1200, marca —como se sabe— el inicio de la literatura española. Más tarde, en los siglos xiv y xv, la corriente cobró fuerza. La continuaron el soberano Alfonso X el Sabio, Rey de Castilla y León, gran promotor, compilador y prologador de leyes, historias, narraciones, traducciones, obras científicas y poemas en su corte de Toledo, y miembros de la nobleza alta y baja, y juglares que recorrían burgos y castillos, clérigos encumbrados, oscuros monjes y gente del común que aportaban al acervo literario del castellano obras nuevas, variadas, influidas ahora por la literatura italiana, llena de innovaciones. Es la época de las novelas de caballerías, inmensamente populares. Es también el tiempo de la invención y establecimiento de la imprenta, que multiplicaría la fuerza de la conquista intelectual que lograba el castellano con la calidad, cantidad y renombre de sus obras literarias. El español, cuando estaba por terminar la separación dinástica de los reinos de la Península, la había conquistado toda: ya fuera con su presencia plena, ya con su prestigio.
Tan entrañable se volvió esa lengua, que los descendientes de los judíos expulsados de España en 1492 la seguirían usando y añorando a través de los siglos. Para muestra de fidelidad basta un botón: a mediados del siglo xvii, Spinoza, el filósofo holandés, atesoraba libros de Lope de Vega en su pequeña biblioteca. Aún ahora, aquel español antiguo sobrevive milagrosamente. Y es que la lengua es un territorio ecuménico, por encima de la fe.
Llegó la era de Carlos V y Felipe II. Un alud de capitanes, soldados, aventureros, evangelizadores, artesanos y comerciantes de Castilla, Extremadura, Andalucía llevaron el español —y lo arraigaron con más o menos hondura— a todos los confines del Imperio, hasta las remotas Filipinas. En las cortes de Europa había traductores de la lengua del emperador. En las capitales había lectores de Lope de Vega, Calderón, Quevedo y los otros excelentes escritores en que se prodigaba nuestra lengua en su Siglo de Oro.
En los territorios americanos, entre las ruinas de sus antiguos Estados indígenas, trabajaban ya, oponiéndose a los encomenderos y a otros explotadores, los protectores de los indios y los estudiosos de sus lenguas y su historia. No querían tanto imponer el español como hacerlo convivir con los idiomas indígenas en el terreno de la fe católica. Fueron esos apóstoles quienes rescataron los idiomas indígenas, quienes compilaron sus diversas gramáticas. En esos mismos territorios —los virreinatos, las capitanías generales, pero sobre todo en la Nueva España y sus dependencias, en lo que ahora es México—, la población venida de España se mezcló desde el principio con los aborígenes para dar lugar a un pueblo nuevo, mestizo, que a la larga predominaría sobre los componentes originales, pero que señaladamente hablaría español. Con todo, ese español era otro español, nuevo, renovado. Era un español repleto de giros, matices, palabras, hallazgos locales: mexicanismos, peruanismos, argentinismos.
Junto a esa vocación para el mestizaje, la espléndida producción literaria y gramática del Siglo de Oro en la Península se enriqueció con la aportación de América: de una misma camada se consideraron —y eran— Alarcón, Sor Juana, el Inca Garcilaso, Nebrija, Correas y tantos otros escritores ilustres, a los que se sumaron los barrocos tardíos y los ilustrados. En la vigilia de la invasión napoleónica, cuando el imperio español estaba por venirse abajo, el imperio del español tenía garantizada su permanencia.
Para el imperio español el siglo xix fue, en su principio y final, una centuria de desvertebración (como diría Ortega). En la Península, la querella interna entre hermanos, entre Carlos Garrote y Salvador Monsalud presentida por Goya, descrita por Pérez Galdós, recorrería aquel siglo y reaparecería trágicamente en la guerra civil. Pero a lo largo de esos 120 años, el imperio del español se consolidó en la geografía de la América española. Las ramas americanas se habían separado del tronco hispano, y a menudo volteaban la espalda a su legado político y religioso, pero, en un ámbito al menos, liberales y conservadores en México y Perú, en Argentina y Colombia, estaban de tácito acuerdo, hablaban, leían, escribían, trabajaban, combatían, amaban, soñaban en español.
De hecho, los países hispanoamericanos volvieron a acercarse (entre sí y con España) a raíz del 98, y de esa convergencia nació un nuevo milagro: la reconciliación del tronco y sus ramas en el ámbito del pensamiento y la literatura. En la América hispana circularon con inmensa influencia las obras de la generación del 98, del 27, y llegado el momento nuestros países fueron puerto de abrigo para los refugiados intelectuales de la guerra civil, cuya aportación cultural fue invaluable: todos somos hijos o nietos espirituales de esa generación. Pero esa hospitalidad era natural. Desde principios de siglo, las letras en español nos habían reunido. Cuando en 1900, en su Ariel, el uruguayo José Enrique Rodó instaba a los países hispanoamericanos a profundizar su legado espiritual desdeñando el rudo materialismo de los angloamericanos, estaba formulando una inquietante profecía. Por una lado, en efecto, la América hispana perdería un siglo en su desarrollo político y económico. Pero por otro lado Nuestra América, como la había llamado José Martí, renovaba desde entonces la literatura con el modernismo, y fundaría un siglo de desarrollo cultural sin precedente, un capítulo de creatividad artística y literaria que no palidece frente al Siglo de Oro español, en su calidad intrínseca y en la influencia y prestigio que ha alcanzado en todo el mundo.
Así llegamos al siglo xxi. El idioma español convive con lenguas indígenas que sobrevivieron no sólo por la admirable resistencia cultural y social de los indios americanos, sino por un hecho que, en el contexto de odios que desgarra nuestro tiempo, debemos valorar: el español, al menos en América, se abrió paso, avanzó y se consolidó como había hecho en los siglos anteriores: como un proceso de integración, de inclusión, de mestizaje. Y con poemas, cuentos, novelas, ensayos, crónicas, diccionarios y obras de toda índole, construyó el vasto edificio histórico de nuestra literatura.
Por inclinación personal, por deformación profesional, los historiadores solemos estar obsesionados con el pasado. Somos profetas fáciles: profetas del pasado. Pero la vida, como decía Ortega y Gasset, «se vive para adelante, es proyecto». Y en este incierto comienzo del siglo xxI, el español es protagonista de un nuevo, apasionante pero también peligroso episodio, del que no se sabe si saldrá conquistado o será conquistador. Me refiero, por supuesto, a la presencia de 35 millones de hispanohablantes de primera, segunda o tercera generación en «las entrañas del monstruo», como lo definió Martí, en los Estados Unidos de América.
¿Tiene razón Samuel Huntington? El célebre —y ahora tristemente célebre— profesor de Harvard sostiene en un libro reciente que la inmigración hispana, y en particular la mexicana, a Estados Unidos constituye un peligro, «presente y claro» (como ellos dicen) para la supervivencia cultural y moral de ese país. Para probar su extraño aserto, el profesor aduce precisamente que los hispanos no se asimilan al universo lingüístico del inglés. Por desgracia, es probable que esté equivocado. Los mexicanos (que no van a Estados Unidos —como él piensa— para «reconquistar aquel país» sino para alcanzar una vida digna para sus familiares) aprenden inglés muy rápido y en la segunda o tercera generación poco a poco van perdiendo el español. Pero aun en los casos en que el castellano sobrevive, ¿quién le habrá dicho al profesor Huntington que el dominio de idiomas es una «suma cero»? Lo que ocurre es que Huntington, obsesionado por la idea de pureza, desconoce la virtud cardinal del mexicano, del hispano y del idioma español: la virtud de la convivencia y el mestizaje. El mejor desenlace que puede ocurrir en Estados Unidos es la convivencia de ambos idiomas y su mutua inseminación (que, de hecho, ocurrirá de un modo inesperado: piénsese en los millones de nanas hispanas que cantan en español canciones de cuna y rondas infantiles a los hijos de las norteamericanas que trabajan fuera de casa; serán niños que tendrán al español por su segunda lengua materna).
¿Podemos hacer algo para alentar ese desenlace? ¿Podemos evitar la pérdida a largo plazo de ese contingente de hispanohablantes? Por supuesto que sí, pero tendríamos que abandonar nuestra proverbial pasividad y actuar como conquistadores culturales de su mercado.
España e Iberoamérica critican mucho a Estados Unidos pero lo conocen poco. Y sin conocimiento no hay conquista posible. Necesitaríamos conocerlos y actuar pronto, de manera coordinada, en un proyecto que incluya al mundo académico, artístico, intelectual y literario, la iniciativa privada y los gobiernos. El objetivo sería introducir una oferta de productos culturales para la población hispana: libros, revistas, exposiciones, diarios, conferencias, programas de radio, programas de televisión. Se diría que ya existen y que en algunos casos (como las cadenas de televisión abierta) son enormemente exitosos. Pero se trata de ofertas con un contenido que se conecta con la cultura de los países caribeños, y que salvo las telenovelas, noticieros, programas deportivos, tiene poco que decir al inmigrante mexicano, peruano, salvadoreño o ecuatoriano. Se necesita, en suma, planear y llevar a cabo empresas culturales ambiciosas y sagaces, para atraer hacia el español, para retener en el español, a una población que de cualquier forma aprenderá el inglés en el trabajo, en la escuela y en la calle. De tener éxito, los hijos de esos inmigrantes tendrán un arma adicional para abrirse paso en esa sociedad: el arma del bilingüismo. Dados los flujos demográficos previsibles, podría ser un arma poderosa, un arma que además (en el futuro no lejano) podría influir de manera decisiva en la vida política de Estados Unidos y, por derivación natural, del mundo entero.
Hay otros territorios en los que el español puede crecer. Brasil, sin duda, es uno de ellos. La magna labor del Instituto Cervantes en los países más remotos y variados es otro esfuerzo encomiable para ampliar el ámbito vivo de nuestro idioma (y esa labor podría redoblar su eficacia si se coordinara con los otros institutos, como el Instituto México, que actúan en el mismo sentido). Pero el esfuerzo mayor, me parece, debe hacerse con esa población nuestra que ha emigrado a Estados Unidos. Esa es nuestra frontera natural. No podemos «defraudarla» con inútiles proclamas nacionalistas ni alentando odios étnicos e históricos. Podemos defenderla si pasamos a una posición activa.
Ahora la conquistas culturales no se llevan a cabo mediante gestas de caballería, invasiones territoriales o prédicas misioneras. Se llevan a cabo con la participación parcial pero activa del Estado, atendiendo a las leyes del mercado y con imaginación empresarial. Debemos, por ejemplo, aprovechar el gran talento de los cineastas y los actores latinos que actualmente están trabajando —y fascinando a Hollywood y al mundo— para formar una compañía que realice películas y series de televisión que puedan distribuirse globalmente. Se trata de crear una gran oferta cultural audiovisual en español. Talento sobra, lo que ha faltado son iniciativas concretas, que suplan a los estériles lamentos y a las malhadadas defensas quijotescas del idioma.
Ser fieles a nuestra historia y a nuestra milenaria tradición de mestizaje. Estar a la altura de los siglos de creatividad literaria y artística. Pero serlo y estarlo con audacia e imaginación empresarial. Ese es, creo yo, el secreto para la expansión definitiva de nuestro bienhechor imperio, imperio no de armas sino de letras: el imperio del español.