En ciertos momentos la mejor manera de tener razón es perdiéndola.
José Bergamín
Dedico esta lectura a la Real Academia Española, a la Asociación de Academias de la Lengua Española, al Instituto Cervantes. Y, en especial, al connotado cervantista Francisco Rico, quien nos ha enseñado a leer el Quijote.
Entre amigos del libro y en especial entre amigos del Quijote, como los aquí presentes, se comprende la gratificación que significa para quien les habla, el haber sido invitado por la Real Academia Española y por las Academias de la Lengua, para comentar la fecha memorable de aparición de la obra máxima y plena de vigencia del lenguaje castellano: Vida del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra; y para festejar la hermosa y densa edición celebratoria de Santillana-Alfaguara, hecha por encargo de la Real Academia y de la Asociación de Academias de la Lengua.
¿Qué motivo mayor de orgullo podría encontrar en su vida un lector, que el pregonar, a los 400 años de su existencia, el imperio intelectual de una novela de tema ya anacrónico en su época, y quizá también ahora, en este mundo caótico y enemigo de la ilusión y de la esperanza? De una novela que, por contraste, muestra la condición humana en sus pliegues mas hermosos pero también los mas horribles, para lo que utiliza un humor cruel, detrás del cual se perfilan la realidad de la historia y el diapasón de la vida misma? Estas últimas facetas se nos aparecen —con una continuidad de milenios, interrumpida, en su expresión literaria en el siglo que feneció y en el que comienza: después de Balzac y de Dickens en el siglo xix, en esas materias hemos sido un erial—, se nos aparecen, repito, en tres grandes hitos de la creatividad: el teatro griego, el teatro de Shakespeare, y el Quijote cervantino.
¿Por qué llego y como llegó Cervantes a su obra genial? «Cómo es posible que Cervantes —se preguntaba Ernesto Sábato en el X Coloquio Cervantino de Guanajuato—, habiéndose propuesto una regocijante parodia, haya finalmente escrito la gran parábola de la condición humana?». Sábato se responde: «Porque cuanto más se ahonda en el propio corazón, más ahondamos en el corazón de todos los seres humanos».
Estas preguntas conducen a otro aspecto de la supervivencia floreciente de ciertos títulos literarios o filosóficos, en los cuales su gran interés hace surgir estudiosos que arraigan una obra en el tiempo, y la llevan al territorio de lo inmemorial. Sea cual fuere su origen, es lo que ha ocurrido con los libros sagrados de las distintos culturas. Sucedió así con los trágicos y cómicos griegos; y, cerrando el gran arco milenario, sucedió con Shakespeare y con Cervantes. Un capcioso preguntaría: ¿acaso no bebieron nuestros genios en aquellas fuentes? Y ¿eso qué?, podemos responder. Aunque en ámbitos bien distintos, ello equivaldría a demeritar, por ejemplo, la traducción, por su musicalidad casi superior al original en francés, que don Pedro Salinas hiciera de En busca del tiempo perdido, la novela-río de Marcel Proust.
El trabajo incansable de aquellos analistas brinda nuevas ventajas al lector de otras épocas, porque le enriquece escenarios y personajes, y porque le hace ver la interacción de la literatura y el mundo de los días y los años. Pienso en la ambientación mental que producen las noticias anteriores de Martín de Riquer sobre el bandolerismo del siglo xvi en Cataluña; y sus comentarios de la presente edición; pienso en el problema de los moriscos en la misma época, a propósito de los nombres de Roque Guinart y Ricote; y pienso en las especulaciones acerca del tiempo en que se escribió el Quijote; todo ello para entender que buscaba Cervantes al soltar por los caminos a un alucinado que, a poco andar, ya no lo era tanto, pues por lo menos sus sentidos no lo engañaban, pretendía describir sin exagerar y moralizar sin regañar. Desaliñado el lenguaje, si porque era el habla popular: pero siempre dialogante, siempre convivente, siempre libertario y combatiendo siempre por ideales impregnados de nobleza, de altruismo, de bondad. Así eran Cervantes y Don Quijote, en más de una ocasión confundidos en un solo ser. Un carácter que sintetiza la condición humana en todas sus contradicciones, según ha escrito el cervantista cubano Lisandro Otero.
Y pienso, en fin, en que el tema de la risa, referido a la literatura, desde el Siglo de oro empezó a desplazarla en importancia. Montaigne prefería libros divertidos en el sentido que él mismo tomaba sus Ensayos: algo denso y serio pero agradable de leer. La risa era un recurso festivo de primera mano, la cultura cómica de la Edad Media pertenecía al pueblo, al que hablaban Don Quijote y Sancho. La misma Iglesia celebraba misas al burro, en las cuales el sacerdote rebuznaba tres veces a modo de bendición, y en la Pascua el cura hacía bromas para hacer reír a los feligreses. Así Cervantes en todas las salidas de Don Quijote.
No hay por qué insistir en el grado de realismo de la ficción cervantina, ni en su enfoque moral, aunque se ha constituido en una especie de manual de la decencia humana. No estamos ante una parábola al viejo estilo: como diría el ruso Nabokov y por asimilación según su estilo, su genero y su época, nos retan Esquilo, Sófocles, Aristófanes, Shakespeare y Cervantes, a mirar de frente algo que se resume bien así: «Hay historietas que trastornan a la gente, sea la división que condujo a la guerra del Peloponeso, la división religiosa en Gran Bretaña, o el manejo económico e inquisitorial de España en los siglos xvi y xvii. Siempre habrá recursos para burlar cualquier forma de intolerancia. Recordemos que ya cien años antes de la aparición del Quijote, en 1508 Erasmo había publicado su Elogio de la locura.
En definitiva ni la historia, ni la filosofía, ni la literatura han influido con profundidad y permanencia, en tiempo y espacio. Fulguran y divierten; y, anticipan o reflejan todo, pero determinan poco. Estas grandeza y miseria, evocan a Montaigne cuando cuenta que un grande e implacable general de su tiempo lloraba inconsolable ante el cadáver de su hijo sacrificado. Otro militar, duro, que estaba a su lado, le reclamó por tal debilidad y sobretodo, porque el problema era insoluble. El afligido respondió: «Lloro precisamente porque se que es inútil».
Para cerrar estas reflexiones sobre el goce o el sufrimiento inanes, abro camino a la leyenda de que hacia el año 1100, el teólogo islámico Muhammad al Ghazali divulgó unas cautelas para leer el Corán. En la sexta regla enseñaba que para abrevar en el libro sagrado del islamismo, se debía antes sollozar, pues ciertas secciones del Corán han de leerse con tristeza en el corazón.
¿Acaso no nos ocurre lo mismo con el Quijote?
Es hora de despedirse en esta primera visita introductoria al Quijote.
Miremos ahora a través de las celosías de su humanidad. Por ellas vislumbramos un espíritu de la más alta nobleza, al cual ni los peores agravios, ni las burlas cruentas, ni su locura misma perturban un hondo sentido de la justicia, como lo demuestran sus consejos a Sancho Panza antes de que asumiera la gobernación de la Ínsula Barataria. Hay allí un himno a aquella moral que todavía espera ser descubierta y aplicada. Una moral sin premios ni castigos: una moral no por utópica menos cierta. El hidalgo se acerca a ella con delicadeza, cuando da consejos que repercuten a los cuatro vientos. Su aplicabilidad en el gobierno del mundo contemporáneo es apodíctica, lo sabemos bien sabido quienes gobernamos prendidos de su sabiduría.
Tales reflexiones del cuerdo loco al gobernador, deberían estar grabadas en letras de oro, hoy más que nunca, en todos los tribunales de este mundo tan adelantado en la técnica como atrasado y ciego en lo que concierne a la dignidad humana y a la moral, y que tanto necesita de aquella sabia cordura.
Veamos algunos de esos consejos: Dice Don Quijote a Sancho, que:
Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada.
Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de lo locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
Es el conócete a ti mismo, que campea en la filosofía desde los presocráticos.
A pesar de lo dicho antes, y tratándose de un viaje entre la alucinación y el realismo, suscita nuestro interés el ejercicio sistemático de la nacionalización por parte de Cervantes: su culto a la justicia esta por encima de las debilidades humanas. Va mas allá del Sócrates del siglo iv antes de Cristo, y del buen gobierno de Pericles, grandes modelos de una ética a la que algún día llegara la no por lacónica menos estremecedora admonición del señor de la Mancha:
Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico.
Y para que el sentido de la equidad y el buen juicio sobre la naturaleza no sean apabullados por aquella compasión, recuerda:
Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.
Impresiona en un hombre como Cervantes, tan poco bien tratado por la vida, famoso y rodeado de escaseces, que, al estilo de grandes escritores de todos los tiempos, no hubiera convertido su exigua fortuna en arma envenenada contra la sociedad. Y hay algo más, que ya se había insinuado antes: el Quijote transcurre entre los actores que constituían la vida provinciana en España a finales del siglo xvi y comienzos del xvii. Aquí adhiero a una inquietud intelectual de vieja data: si no se nos enseñara en la escuela que Don Quijote de la Mancha se escribió en una época calificada como Siglo de Oro, ¿podríamos deducirlo de su sola lectura? La respuesta es un no rotundo, así la construcción y el vocabulario constituyan buenos indicios. Si pregunta y respuesta no sugieren interés investigativo o reflexivo, si convoca a discusión el hecho complejo y prolongado de que ni la gente del Quijote, ni la demás gente de España y el resto del mundo, sabía que le estaba sucediendo como sociedad, ni como país en términos históricos. Los periodos cronológicos, las denominaciones geográficas o políticas, son meras construcciones sociales; los seres humanos nacen, viven y mueren como individuos. Y desde luego como seres sociales. Pero no como actores históricos. Eso es lo que les da su elevada exclusividad a monumentos de la inteligencia como Don Quijote de la Mancha: los saca del catálogo de las cuentas materiales, y los transporta al silencioso reino de los manuales de vida.
Hemos leído y visto en medios audiovisuales, testimonios sobre la vida diaria de los seres humanos, durante guerras de años de duración y otras conmociones. Es que, pase, lo que pase, la existencia continua mas allá de las dificultades, la tragedia y el dolor. Al fondo de este panorama se proyectan las batallas fundamentales de testigos, interpretes y teorizantes. Lo vemos en Herodoto, en Tucídides: pero, sobre todo, cada uno en su lugar, en un Esquilo, en un Sófocles, en un Aristófanes, y para nuestros efectos, en un Cervantes. Hemos de subrayar aquí que si Don Quijote es el gran compendio, las Novelas ejemplares son obras en las que se presentan la fisiología y la patología de un sistema. ¿Qué es, si no, Rinconete y Cortadillo, el gran escenario de la connivencia entre autoridad y delito?
Pero no se trata de crear arquetipos. Pueden ser peligrosos, y las clasificaciones corren el riesgo de ser maniqueas. La ultima aventura de los ideólogos fue la división entre capitalismo y comunismo. Ahora, bajo el signo falsamente novedoso de la globalización, se nos propone enfrentar al dubitativo Hamlet shakesperano, un casi apocalíptico líder sin dudas, un nuevo Mesías platónico o heideggeriano. Pero los admiradores de Don Quijote no caeremos en tentación. No nos engañan ni el líder sin dudas, ni el líder dubitativo. Solo esperamos en el líder comprensivo y justo. Para esto, todos debemos recitar la despedida inmortal:
Señores —dijo Don Quijote— vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo. Fui Don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano El Bueno. Queda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad a la estimación que de mi se tenía.
Y con ella, lo que agrega el autor inolvidable:
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tener por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Veamos otros consejos más:
Si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y regalar; que en esto satisfarás al cielo, que tanto gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada. Si trajeras a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala, y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto, suele perder y derramar una mujer rústica y tonta.
Es extraña esta dura admonición del respetuoso enamorado que era Don Quijote; quien, por cierto, murió soltero. Pero es sabia en el sentido de que no son pocas las instancias de una gobernación en las que se requiere la presencia y contribución de la esposa. Se trata, en todo caso, de prevenciones ante algunas conocidas ligerezas de Sancho. Por eso, también, la recomendación que sigue, al gobernante viudo que quiere contraer nuevo matrimonio:
… si con el cargo mejorares de consorte, … no la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla; porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagara con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida.
Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con las ignorantes que presumen de agudas.
Estas son las cautelas de Don Quijote frente a los delitos de cohecho y de prevaricato, castigados por todas las leyes penales en el mundo, en tanto en cuanto se preterminen las instancias del derecho por razón de interés. Es la ley del embudo mediante la cual se aplica benevolencia para el amigo y rigor para el enemigo en el reconocimiento de sus derechos.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.
Este principio es la base de la equidad y de toda recta administración de justicia. De una justicia justa, oportuna y objetiva.
Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria, y ponlos en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio, y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aún de tu hacienda.
Y así, igualmente, los dos últimos consejos del prudente, del moralista y filósofo, que recuerda al tiempo a Kant, a Montaigne y a Tomás Moro:
Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia, que el de la justicia.
Y este consejo sobre la verdadera autoridad:
No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas y, sobre todo, que se guarden y cumplan. Que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen: antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen. Y las leyes que atemorizan y no se ejecutan vienen a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó y, con el tiempo, la menospreciaron y se subieron sobre ella.
Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos, que en esto esta el punto de la discreción…
Terminemos con estas joyas sobre la honestidad:
Dice Sancho Panza:
Vuestras mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi señor que desnudo me hallo; ni pierdo ni gano. Quiero decir, que sin blanca entre en este gobierno, y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas.
Y Sancho cumplió los consejos del mentor, en los diez días escasos que duró su gobierno de la Ínsula Barataria.
Cada quien tiene, a manera de canción u oración o guía filosófica, una escena, una página, un consejo, un refrán, una frase del Quijote. Cada quien posee su Quijote personal. Estamos ante un manual de vida. Y hay quienes han deseado sabérselo de memoria. Para quien les habla, la apoteosis del ingenioso hidalgo se produce con su regreso a la verdad verdadera del abandono de sus imaginaciones. Empieza aquel trance cuando su sobrina, le pregunta:
¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son estas, o que pecados de los hombres?
—Las misericordias, sobrina —respondió Don Quijote—, son las que en este momento ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma…
Vale la pena terminar nuestro itinerario con este lamento, digno del más puro de los músicos y poetas que en el mundo hayan sido:
—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora dona Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mi la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron, cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otras y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
Ni Sancho, ni los amigos, querían que Don Quijote muriera.
En América tampoco hemos querido ver a Don Quijote muerto, desde cuando Juan Sarria, librero de Alcalá, remitió a un socio de Lima sesenta ejemplares de la primera edición del Quijote, algunos de los cuales se perdieron en el camino, según dice Francisco Rico en la presentación. Mucho antes, en 1590, Cervantes había pedido a1 Consejo de Indias un puesto en Bolivia, o en México o en Santa Fe de Bogota y Cartagena de Indias, en la Nueva Granada, cargo que de no haberle sido negado, había permitido que el Quijote hubiera sido escrito en Las Indias. Por cierto que el escritor colombiano Pedro Gómez Valderrama, contra toda evidencia, en un cuento hizo viajar a Cervantes como contador de galeras, el cargo negado, a Cartagena de Indias, donde sucumbió a los encantos del ron y de una mulata que contemplaba, en las noches caribeñas de luna, desnuda ella y el delirante, en el pueblo de pescadores de La Boquilla.
Pues bien, o porque una trama urdida entre el frustrado viajero a Las Indias, y el bachiller Sansón Carrasco, y la sobrina, el cura y el fiel escudero Sancho, hubieran preparado una cuarta salida de Don Quijote; o porque las ensoñaciones y necesidades de idealismo, desinterés y nobleza de los pueblos recién descubiertos requirieran de la presencia y de las hazañas del gentil caballero, lo cierto es que Don Quijote fue a dar con su humanidad a Las Indias. Al parecer, se embarco en Palos de Moguer. Viajó en la carabela del virrey Blasco Núñez Vela, quien iba al Perú a tomar cuentas a don Francisco Pizarro. En Túmbez se enroló con don Sebastián de Belalcázar, quien viajaba a la Nueva Granada, y quien había de fundar la ciudad de Popayán en donde sentó sus reales Don Quijote. Allí lo encontró una noche el poeta Guillermo Valencia, quien relata así el episodio.
—¡Don Alonso! —le dije—. ¡Vive Dios! Si es extraña vuestra presencia aquí, muerto hace tantos siglos.
—¿Muerto yo? ¡Estoy más vivo que en un solar de España entre duques y dueñas, gigantes y vestigios!
Alenté para el Bien, pero la turba ignara no descifró el enigma de mi falaz locura sublimar lo rüin convirtiéndolo en ara; dar alas al gusano para vencer la altura. Pugné por elevar lo común y mezquino ciñéndome la toga de lo insigne y procero porque oyesen rugir al león en el pollino, y en el gañán mirasen un alto caballero.
Magnifiqué las cosas para darles sentido a la Vida, al Dolor, al Combate, a la Ley, y no ver mustias pajas cuando se mira un nido ni ver divinos lampos cuando se mira un rey. Agiganté los seres de este mundo pequeño para valorizar en el toda incidencia; para borrar las lindes que separan el sueño de la vigilia; el vago pensar, de la conciencia. Y me enterraron presto, sin contar con la extraña fuerza que dio a mi vida Don Miguel (que Dios guarde).
Como soy inmortal, pude fugar de España en Palos de Moguer, sin ruido ni alarde.
—Y siendo así —le dije— ¿para qué el sacrificio estéril?
Y él, airado:
—Para que la existencia tenga un noble valer que nos haga propicio el sino, bajo el claro fanal de la conciencia.
Sancho también viajó al Nuevo Mundo. En efecto, cuenta Andrés Trapiello en su reciente novela Al morir Don Quijote (Destino, Colección El áncora y el delfín, Madrid, 2004), que un año después de muerto el hidalgo caballero, Sancho resolvió viajar a Nueva España, con el bachiller Sansón Carrasco: «Cuando serví a Don Quijote me di cuenta de que no hacen falta muchas cosas para salir adelante…», decía.
Para concluir, vaya el siguiente testimonio personal.
En la semana santa de 1983, un terremoto destruyo a Popayán, ciudad universitaria del sur de Colombia. Difícilmente pudo aterrizar el avión presidencial, por las grietas de la pista. Los viejos muros lloraban postrados en las calles centenarias. Cuando llegué a la catedral, la melancolía del Stabat Mater dolorosa / juxta crucem lacrimosa humedecía los escombros. De inmediato se dispuso que la vieja universidad de la cual ha salido cerca de una veintena de presidentes de Colombia, dirigiera la reconstrucción. Desgonzado de tristeza en la puerta yacente de la catedral, impartí las primeras instrucciones para que la ciudad blanca volviera a levantarse de sus cenizas como un nuevo fénix. Fue entonces cuando ingenieros, arquitectos y artesanos, recibieron en breve homilía, la misión de buscar con cuidado loa restos de Don Quijote, enterrado en el Parque de Caldas, frente a la Catedral. Buscaron la tumba, con devoción y consagración, sin encontrarla. Narraban después que en las noches claras oían dulces quejumbres y suspiros hondos que invadían el aire pleno de recordaciones. ¡Era el alma de Don Quijote!
Distinguidos miembros de la Real Academia Española, del Instituto Cervantes y de la Asociación de Academias de la Lengua Española; señoras y señores invitados:
Como es sabido, la primera parte del Quijote, fue publicada en Madrid con fecha de 1605 por Juan de la Cuesta, por cuenta del librero y editor Francisco Robles. Y se hizo en dos meses, aunque los pliegos se imprimieron en las ultimas semanas de 1604. Francisco Rico cuenta en sus notas de la ultima edición de Santillana, que las prisas dejaron en aquella edición el rastro de una formidable cantidad de erratas, que él reseña con erudita minuciosidad. Y en la presentación de esta última se dice que de la edición principal salieron 262 ejemplares para México; y que Juan Sarriá, librero de Alcalá, remitió 60 bultos a Lima, que viajaron en el barco Nuestra Señora del Rosario a Cartagena de Indias, y de allí a Portobelo, Panamá y El Callao. Agrega Rico que «así comenzó el Quijote su andadura americana. Lo que no había conseguido Cervantes, lo lograba su criatura asentándose en el Nuevo Mundo».
La edición del IV Centenario que ahora presentamos, sigue en la Argentina y en Rosario la línea de la andadura americana de la edición príncipe, hogaño sin los yerros de antaño.
La Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, encomendaron a Santillana-Alfaguara, la edición, impresión y distribución de la obra conmemorativa de 1250 páginas, con un tiraje de un millón de ejemplares hechos en Madrid, en México y en Brasil, y que serán vendidos a precios populares por debajo de 10 euros, con participación de los beneficios de las ventas a las Academias de cada país.
La escritura del texto, las notas y una nota al texto, las hizo el cervantista Francisco Rico, con la cooperación y apoyo de Ignacio Echeverría, Susana Pellicer, y un equipo de seis colaboradores para las presentaciones, quince colaboradores para la documentación, un director de lecturas y sesenta lectores y anotadores más.
El prólogo «Una novela para el siglo xxi», es de Mario Vargas Llosa; «La invención del Quijote», de Francisco Ayala; «Cervantes y el Quijote», de Martín de Riquer; y «La lengua de Cervantes y el Quijote», de José Manuel Blecua, Guillermo Rojo, José Antonio Pascual, Miguel Frank y Claudio Guillén.
Un glosario de ochenta páginas y viñetas y grabados procedentes de la edición impresa en Madrid en 1780 por Joaquín Ibarra, dispuestas, corregidas y publicadas a expensas de la Real Academia Española.
Es una hermosa y completa edición, digna de la obra cervantina.
Distinguidos académicos, personalidades invitadas, señoras y señores:
Con los avatares de la innata tendencia humana a la hegemonía, y con un pie en la historia que demuestra que «el lenguaje sigue al poder», se nos advierte sobre el peligro que a la larga correría nuestra lengua castellana, por ejemplo, frente al inglés. Hay ataques inquietantes, como el contenido en un libro supuestamente científico, relativo a las exploraciones geográficas de la época del Renacimiento, y cuyo autor precisa que escribe en inglés porque de hacerlo en español, su pensamiento quedaría fuera del alcance de los académicos cuyo criterio le interesa conocer. La amenaza está ahí. En todo caso, a la lengua española le queda un muy largo trecho por andar, y tiene la guía de un maravilloso protector: el Quijote. A la sombra de ese Bach prodigioso del idioma que fue, es y será Borges, es bueno recordar que en la Grecia antigua, durante el imperio de la polis, en la escuela se enseñaba a cantar a los niños canciones cuyas estrofas eran las reglas que debían cumplir para ser buenos ciudadanos. En la Argentina tienen un pariente lejano del Quijote, que es Martín Fierro. Se dice que no hay sureño, por ignaro que sea, que no lleve en su memoria por lo menos dos versos de la leyenda del desertor glorioso. Todos los hispanohablantes habremos salvado nuestro idioma cuando hagamos eso mismo, con la fuente inagotable de dignidad y belleza humanas que nos legó el Caballero de la Triste Figura.
Para terminar, en homenaje suyo, repitamos con Rubén Darío:
¡Ora por nosotros, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de sueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía ,y la lanza en ristre, toda corazón!
¡Loor y gloria a Don Quijote, honor inextinguible de la humanidad!