Decía Emerson: «El hombre no es más que la mitad de sí mismo: la otra mitad es su expresión». Y en el idioma, creía Samuel Johnson, está el árbol genealógico de una nación. Para Wittgenstein, los límites de una lengua son los límites de nuestro mundo. Y esos límites, agrego, pueden ser cortos o amplios.
Toda lengua es un cuerpo en constante movimiento, y su ánimo es más expansivo que reductivo. Toma de otras lenguas lo que puede servirle, en un momento de su historia, para definir tanto su presente como su pasado, o, con el mismo fin, rescata expresiones en desuso que de pronto cobran actualidad, que se ven como recién nacidas porque dan luz tanto a la historia como a lo que está ocurriendo, o al porvenir.
La lengua tiene varios laboratorios. Uno de los más importantes es el del habla popular, siempre inquieto; y otro es el de los poetas y novelistas, a la caza a veces de la palabra justa o del ritmo apropiado; otra es la Academia, atenta a esos movimientos y preocupada porque ese rostro múltiple mantenga su dignidad gramática y ortográfica. Pese a todo, el habla oficial o gubernamental debe ser incluida en este paisaje, pues lo que se dice desde el Estado tiene resonancia inmediata a través de la prensa o por las leyes que desde éste se generan. Hay quien considera que los políticos despojan las palabras de sus valores, y los escritores las rescatan de ese vacío dándoles la vitalidad de las semillas frescas.
La prensa, los medios masivos, están en el centro de ese huracán que tiene al idioma como vórtice, pero no se debe pensar que están con Dios o con el Diablo, o si lo están debe ser de un modo sensible e inteligente. No son filtros mecánicos y pueden fijar posturas. Por desgracia en ocasiones se entromete más en ellos lo que se genera desde los poderes, contaminando su expresión, digamos, cuando debían estar más del lado de la sociedad civil, que los sigue y en la que influyen.
La revolución que viven los medios de comunicación no se expresa solo en la evolución de Internet, sino en la imperiosa necesidad de una prensa concebida como proyecto histórico de información sometida a la verdad, a la libertad y, por tanto, a la decisión de asumir, con todas sus consecuencias, que el lector es el hijo mayor de la revolución del conocimiento o, dicho de otra forma, que la información, sino se convierte en conocimiento tiene el riesgo de transformarse en una «huida hacia delante» sin parada y sin fondo. Nos hace falta desarrollar una cultura de la información.
En cuanto a la lengua, los medios debían ponerse del lado de la expresión más plena, atender no sólo lo que se dice en las calles sino además al cómo se dice, y buscar la mirada refrescante de los artistas. En el caso del español, importa además lo que se escucha y dice aquí, en Rosario, o allá, en Madrid o la ciudad de México, en Bogotá o La Paz, esa vasta y muy diversa comunidad castellana que tiene, por número de países, la lengua más hablada del mundo. Sólo en los Estados Unidos de Norteamérica, en el 2050 se calcula que habrá 100 millones de personas de ese mismo origen hablante.
Llama la atención, un caso que parecería lejano a nosotros pero no lo es: durante estos últimos años se ha discutido intensamente en Alemania en torno de su lengua. Desde el estado se plantea y ejercita una simplificación oficial del habla y la escritura, que rechazan sobre todo los intelectuales pero también otros sectores de la sociedad. Es interesante ver desde acá, desde Latinoamérica, cómo la discusión misma se realiza en el medio cuestionado, pues el campo de batalla es al tiempo el territorio a conquistar por los simplificadores o simplistas, en un bando, y en el otro por los que defienden la complejidad o la exhuberancia de una lengua.
La prensa local ha preferido exponer el asunto no en términos bélicos sino futbolísticos (aunque el balompié contiene una imagen de la guerra), con lo que el idioma alemán es la pelota en el césped. Un problema es que los árbitros (o silbantes o sibilantes, además aquí sibilinos, si se me permite nombrarlos de esa manera, puesto que oscurecen el panorama) están a favor de una de las escuadras, y que se ha llevado ya ese juego, con sus nuevas reglas, a la escuela, es decir a los jóvenes, lo que quizá es un abuso y pone a la lengua alemana prácticamente en «estado de sitio».
Véase a Alemania (y a Austria y Suiza, que se agregan al paisaje) como posible espejo futuro, o como eco de una lucha que se ha librado desde siempre entre los poderes y la sociedad. El hecho parece preocupante y me lleva a hacer la pregunta, ¿pueden los gobiernos imponer una forma de ser estática de la expresión, pueden los funcionarios definir las pautas de un idioma? Tienen no sólo el poder sino también la educación de los jóvenes en sus manos.
Recuerdo aquel poema del viejo Borges «A la lengua alemana», incluido en El oro de los tigres (El 1972), del que cito ahora un fragmento:
Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
lguna me fue dada por la sangre
—Oh voz de Shakespeare y de la Escritura—,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario
Acaso podría haber en el futuro, como ocurrió con la comunidad de habla germánica, el aguijón por hallar un español de todos, un español simple que funcione como lengua franca. Desde las alturas se cree que lo simple es lo mejor, pues hay de base un desprecio por el que no está arriba. Pero cuando un funcionario quiere enseñarnos a simplificar las cosas generalmente nos mete en problemas. Las simplificaciones administrativas o fiscales suelen causar dolores de cabeza en los ciudadanos, porque sólo las entienden quienes las diseñan. También se creyó que la comida rápida iba a ayudar a la gente a distraerse menos de sus ocupaciones diarias, y ya se ve que causa miles de trastornos físicos. Daña porque hace que se olviden, las generosas y más sanas costumbres culinarias.
Integrar no es simplificar u homogeneizar sino compartir lo que es de unos y que puede ser de muchos. Es apreciar al otro en su hablar distinto, y ayudarlo acaso a que incluya lo mío en su forma de expresarse, como yo incluiré a mi vez lo suyo. Hablar un mismo idioma amplio, ancho mas no ajeno, no para llegar a un español «fácil», como ese inglés que circula a través de la cinematografía y la televisión satelital o de cable como expresión total del Imperio, sino a una lengua compleja y dinámica que pueda hacerle frente a los embates globalizadores. Integrar es ponernos de acuerdo en lo que somos y hacia dónde vamos.
«Para ser yo», escribió Octavio Paz, «he de ser otro, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia» Y un autor como el español Juan Goytisolo, por ejemplo, que ha recordado a los españoles sus raíces árabes, cree que el compromiso del escritor está en devolver a la comunidad lingüística a la que pertenece una lengua distinta a la que ha recibido. Distinta por más rica, se entiende. De horizontes abiertos.
En este sentido, y en el contexto de la presentación de este ambicioso Diccionario Panhispánico de Dudas, realizado por las 22 Academias de la Lengua Española después de cinco años de arduos trabajos; en este contexto, decía, me permito retomar una propuesta hecha a finales de octubre en las páginas del periódico El Universal, de México, por el escritor y analista político Juan María Alponte.
Propone Alponte, y propongo yo con él ahora, a las 22 academias algo que parece indispensable y que nos devolvería un poco de Miguel Cervantes Saavedra y de su pasado, ahora que nos acercamos al cuarto centenario de la aparición de la primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha; propone, digo, o se propone aquí ante ustedes, la creación de un diccionario de arabismos asombrosos de la lengua española. Podría ser no sólo un valioso proyecto literario y filosófico, sino una revelación social y cultural por la aportación de la cultura árabe al idioma español. Es una deuda moral que, en estos días de alucinaciones, intolerancia y degüellos (con las mentiras de Bush y su corte de la Christian Right) podría servir de puente y encuentro de civilizaciones. Entre nosotros no hay guerra de religiones ni guerra de civilizaciones. Al reves, el español recrea, como invención, la convivencia con el otro y, añado, no hay convivencia mas resplandeciente que la que sueña con la universalidad.
Puesto que la duda es el principio de la sabiduría, como planteó Aristóteles, o la escuela de la verdad, como quería Francis Bacon, pongo a estas palabras dudosas o dubitativas, castizas o castellanas, a la vez panhispánicas y mestizas, un arabesco en el paño que cubre esta mesa de reflexión. ¡OLE!, transposición directa de Alá. La propuesta ha sido enunciada… ¡Ojalá!…
Y cierro con ese Dante que tantas señas de identidad dio a los italianos en el reconocimiento de su lengua: «No menos que el placer me agrada el dudar». Otorguémonos aquí todos, para mejor discutir y para acaso entendernos mejor, el beneficio de una duda hoy vuelta o revuelta diccionario. Sólo por esa vía de apariencia incierta llegaremos a establecer algunas buenas certezas.