Antes de entrar en materia, y en vista de que todos parecemos entender lo mismo por cultura, es conveniente definir su significado. Para hacerlo, y para efectos de esta conferencia, hay que poner un acento en lo iberoamericano. Es decir, en un espacio, delimitado y diferenciado de otros por elementos y características que le son propios.
El escritor francés André Malraux decía que cultura es todo lo que el hombre ha hecho sobre la tierra. Diría, sirviéndome del todo de su sabia definición, que cultura es todo lo que un pueblo ha hecho para constituirse como tal.
¿Con qué autoridad entonces se habla de cultura iberoamericana, cuando entre los pueblos que confluyen en ella se alzan, por una parte, enormes barreras geográficas y, por otra, diversidades culturales y étnicas de todo orden? ¿Con qué licencia podemos proclamarnos, en últimas, iberoamericanos?
Aquí, en este noble recinto, está la respuesta. A pesar de que vengo de un país distante y de que visito por primera vez esta bella ciudad de Rosario, no puedo dejar de sentirme como en casa, entre viejos amigos, compartiendo con todos un patrimonio común, que nos otorga el privilegio de pertenecer a la misma familia: el idioma español, en todas sus variedades.
En él, considero, está la clave que nos autoriza a hablar con todo derecho de cultura iberoamericana. Por eso, estoy seguro de que todo lo que hagamos por favorecer el idioma que hablamos redundará en beneficio de nuestra cultura y afianzará su vocación iberoamericana.
En la era de la globalización, de una sociedad cada vez más extranjerizada por los contenidos de sus medios de comunicación, sobretodo los electrónicos, que proclama como indeseable para su programa de homogenización del mundo la afirmación de la diversidad cultural, cobran más importancia que nunca la protección y la preservación de las identidades locales y regionales. En particular la que se expresa a través del idioma.
No en vano, este III Congreso Internacional de la Lengua Española se ha organizado bajo el lema de «Identidad lingüística y globalización», que refleja, a mi modo de ver, una preocupación de fondo por la tensión inocultable entre un arrollador e impune proceso globalizador y el derecho a existir y a perpetuarse que tienen todas las culturas humanas.
Conflicto que expuso con especial brillantez Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española, en el acto de presentación de este Congreso, que se llevó a cabo en Buenos Aires el pasado 13 de julio. «La globalización —dijo— efectivamente responde a ser una aldea global, pero cada pequeña aldea, por efecto contrario a la globalización, está reconociendo sus plurales identidades, está ensanchando sus límites, está reencontrando su cultura, está repensando su identidad y todo esto, naturalmente, repercute sobre la lengua».
Como director de un periódico de larga tradición, amplia circulación y orientado a un público masivo, soy consciente de la grave y delicada responsabilidad que nos cabe como agentes de la formación de opinión y la generación y afianzamiento de nuestra cultura. A nadie se oculta hoy el creciente impacto e influencia que ejercen los medios masivos de comunicación en los gustos, las percepciones y las ideas que las personas tienen acerca de sí mismas, de su país y del mundo en que viven. Ni que decir del español que hablan. Si bien la familia y la escuela siguen siendo referentes iniciales de tales gustos, percepciones e ideas, su influjo en la sociedad parece haber entrado en un franco retroceso ante la arrolladora penetración y la omnipresencia de la televisión, la radio, la prensa y, últimamente, de Internet, con todas sus perversidades y ventajas. Estamos, sin ahorrar palabras, ante el verdadero cuarto poder: los medios audiovisuales con su inmenso poder de penetración mediática, de construcción de cultura. ¿O más bien de destrucción?
Estas nuevas realidades y dinámicas de la comunicación, por aplastantes e incontenibles que parezcan, no pueden llevarnos a perder de vista nuestro pasado y el lugar y el tiempo en que vivimos, es decir, nuestro presente. Somos portadores y continuadores de una rica e irreemplazable herencia cultural, cuyo valor radica, precisamente, en recordarnos permanentemente quiénes somos y qué sentido tiene nuestra existencia por las palabras que consentimos. Sin arraigos, sin afecto por lo que sentimos como nuestro, nos espera fatalmente la extinción cultural.
Antes, una cita de Víctor García de la Concha ponía de relieve una circunstancia que nos da motivos para no ver el futuro en forma tan pesimista. Hablaba él de la pequeña aldea que resiste, que vuelve sobre sí misma, que se valora como ente autónomo. Pero cabría preguntar: ¿quiénes en esa aldea se han hecho cargo de semejante tarea? ¿Todos los que la habitamos empujamos con la misma fuerza y en la misma dirección y participamos con igual entusiasmo?
A juzgar por ciertos comportamientos sociales muy marcados en nuestros países, parece que no. Algunas personas han sido arrastradas a adoptar valores y modos de expresión de sociedades como la estadounidense, que nos llegan a través de la transmisión avasalladora de imágenes y sonidos de la publicidad, el cine y la televisión, interesados más en inducir un consumo irracional de bienes materiales que en la formación cultural de sus públicos. Se configura así una especie de despojo que afecta fundamentalmente a nuestra niñez y a nuestra juventud, tan vulnerables a una influencia cuya verdadera significación no pueden comprender, porque no han sido formadas para ello. Y esto se ha logrado usando los poderes del lenguaje.
En este punto, cabrían, entonces, otras preguntas: ¿hasta dónde y porqué hemos permitido que esto pase? ¿Hemos sido lo suficientemente diligentes y atentos para enfrentar las amenazas globalizadoras que se ciernen sobre nuestra cultura? ¿Qué estamos haciendo y qué haremos por reforzar y crear cultura iberoamericana?
En el periódico El Tiempo de Bogotá, conscientes de estas realidades, no nos hemos quedado cruzados de brazos. En 1997 creamos una Defensoría del Lenguaje y elaboramos un Manual de Redacción; desde hace nueve años venimos organizando y realizando anualmente un concurso nacional de ortografía, que este año ha contado con la participación de un millón de estudiantes, y a este concurso le damos cobertura semanal dedicándole exclusivamente una página completa. La desgracia en este escenario es que la batalla contra los medios que no viven de la palabra sino de la imagen y el diálogo extranjerizante y televisivo la estamos perdiendo. Eso no quiere decir que no demos la pelea, pero hay que reconocer que cada día es más difícil, por lo poco estimulante que resulta para esos millones de jóvenes que dicen hablar español.
En la tarea de preservar la lengua, hemos incorporado a jóvenes de todas las regiones del país al proyecto Código de Acceso, que busca iniciarlos en el mundo de la prensa escrita con un programa de prácticas y sesiones académicas con periodistas de nuestra planta de redacción. Con ello, de paso, ampliamos las oportunidades de formación que reclama nuestra juventud. No sobra decir que el estudio de nuestro idioma es el eje de dichas prácticas. También la Dirección de Responsabilidad Social de Casa Editorial EL TIEMPO impulsa el proyecto Prensa-escuela, mediante el cual perseguimos la divulgación y la lectura de periódicos en colegios y escuelas de todo el país, pues si algo le está haciendo falta a nuestra población joven es leer.
Sé que es mucho lo que nos queda por hacer y que los retos son enormes en la tarea de preservar nuestra unidad cultural y nuestra identidad como pueblos, pero justamente son su tamaño y su complejidad lo que los hace tan atrayentes.
Quiero invitar a esta distinguida concurrencia a que pensemos sobre el futuro de la cultura iberoamericana, sobre lo que estamos haciendo por su supervivencia y si estamos usando todos los poderes de nuestro amado idioma español para cumplir con tan grandioso fin.
Permítanme, antes de terminar, una digresión que apunta a quienes somos padres de jóvenes adolescentes que están más conectados con el Internet que con un bello libro. Y es la amenaza que para la preservación del idioma y de lo que éste es como representación de una cultura, las nuevas tecnologías de comunicación en línea que son el Messenger. Alguno de ustedes con hijos entregados más al computador que al teléfono, han puesto un ojo en la calidad del español que viaja por la infinita autopista de la información? No hace mucho, dos días tal vez, hablábamos con nuestros hijos a través de lo que ellos llaman un «chat», o la tertulia ligera de estos tiempos. Cuidándonos de ser claros y pulcros en el mensaje, les preguntamos en el mejor español posible, con puntuación y acentos en su lugar, qué harían si mañana se acabará el mundo y tuviesen que llevarse consigo tres objetos. La pregunta, por lo larga, sobrepasó la telegráfica extensión a la que se han acostumbrado nuestros jóvenes. La respuesta fue un largo y aburrido «¿que queeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeé?»
La lección es clara: cuánta más pureza idiomática se incorpore a los mensajes a través de Internet, más difícil será para nuestros jóvenes entender una pregunta que no esté escrita en la jerigonza típica de las conversaciones por Internet que se reducen a abreviaciones que, por lo general, necesitan de la traducción de quien está al otro lado de la comunicación cibernética. Tiemblo al pensar que a mis manos pueda llegar en un futuro no muy lejano un libro escrito en la corta y perezosa terminología que ha puesto de moda entre nuestros jóvenes el avasallador Internet.
Estas inquietudes pretenden provocar en los investigadores de nuestras academias de la lengua, tan ocupados en las disquisiciones eruditas de la lengua, una preocupación sobre la nueva dimensión que Internet le está dando al español. Que, de no cuidarse, puede llegar a sacudir en sus cimientos nuestra milenaria lengua española.
Muchas gracias.