Para poder encontrarme tan gratamente hoy con ustedes aquí, acabo de recorrer diez mil kilómetros, que es tanto como decir la cuarta parte de la circunferencia de la Tierra.
He cambiado de ciudad, de comunidad, de país, de continente y de hemisferio. He tenido que retrasar mi reloj varias horas. E incluso he dejado por unos días los cielos encapotados del otoño para vivir en noviembre toda la luminosidad de la primavera.
Y, sin embargo, tras todos esos cambios transnacionales, transoceánicos y transestacionales, me doy cuenta de que no me he movido de casa.
Bajo del avión y todo me parece nuevo y distinto, pero tan hermoso, tan próximo y tan mío como lo que dejé al iniciar el viaje en el aeropuerto de La Coruña. Entro en el hotel y no tengo que recurrir a mis mal aprendidos rudimentos de inglés para identificarme y alojarme. Enciendo la televisión y es innecesario marear el mando a distancia buscando algo inteligible. Veo el periódico y me resisto a aceptar que esté en otro mundo, con otros problemas, otras preocupaciones y otras costumbres.
Veo que los hombres y las mujeres son iguales a los del otro lado del Atlántico; los problemas cotidianos, semejantes; las costumbres, similares, y la forma de expresarse, casi idéntica.
¿Necesita un muchacho de pueblo, nacido en la lejana orilla del Atlántico norte, mayor constatación empírica de la existencia de una completa, rica, sólida y diversa cultura hispanoamericana?
¿Puede alguien, nacido en Rosario o en Cedeira, poner en duda que provenimos del mismo hilo de civilización?
¿Cree alguien, realmente, que la cultura hispanoamericana, que cuenta con más de 250 millones de practicantes en el mundo tiene ante sí algún problema que podamos calificar de irresoluble?
Evidentemente, no.
Por eso quiero iniciar mi intervención corrigiendo el enunciado de esta mesa redonda. No se trata de hablar de la creación de una cultura hispanoamericana, porque ya está formada. Se trata de hablar de su proyección.
Y esa, en mi opinión, es la aportación que cabe demandarnos a los periodistas y a los medios de comunicación.
Nosotros tenemos evidentes responsabilidades en la utilización y fijación de las normas que imponen la cultura y la lengua hispanoamericana, pero no es nuestro papel definirlas, sino cumplirlas.
Tenemos que dar por hecho que se supone nuestra pericia en el uso del idioma y nuestro entendimiento de la realidad cultural a la que pertenecemos. Es cierto que en algunos casos es mucho suponer, pero los errores no traslucen un problema de voluntad, sino de conocimiento. Y es comprensible, porque todavía hoy las universidades españolas y americanas que forman a periodistas soslayan el estudio de las peculiaridades y la diversidad que se dan —como expresiones magníficas— dentro del corpus común de nuestra cultura. Cuánto avanzaríamos en nuestro propio conocimiento, por ejemplo, si los alumnos de periodismo leyesen, simplemente, a los clásicos de las literaturas nacionales de nuestra cultura. Conocerían Argentina y México, Chile y Venezuela, Bolivia y Cuba, Nicaragua y España, Honduras y Paraguay. ¿Cabe más riqueza para un hispano?
Pero ese es el territorio de los educadores, y si se quiere, de los políticos, así que no debo introducirme en él, porque es de mala educación señalar con el dedo.
Como decía, no es en el ámbito de la formación, sino en el de la proyección, donde debemos trabajar los medios de comunicación y en el que tenemos que exigirnos un mayor compromiso.
Se trata de contribuir activamente:
En esta enumeración creo que están resumidas las vacunas que pueden combatir cualquier riesgo de pérdida de proyección de la cultura hispanoamericana. Ni fatiga, ni depresión, ni impotencia, ni parálisis, ni complejo de inferioridad. Con ellas se neutralizan los virus que transmiten esas peligrosas enfermedades sociales y se garantiza el sano crecimiento generación tras generación.
Centrémonos en el último concepto, porque en cierta forma, integra y resume todos los demás:
Recuerdo ahora una escena de la reciente campaña electoral norteamericana que posiblemente hayan tenido ocasión de ver en televisión. El candidato Kerry, micrófono en mano, se dirigía a los votantes hispanos en un parco español, urgentemente aprendido, y les decía: «Ne-se-si-to-su-a-yu-da».
Los hispanos no se lo creyeron del todo, porque si hubiese sido así, seguramente habría ganado. Pero es sintomático el llamamiento de Kerry. No dijo «voten por mí, que soy el mejor», o «voten por mí, que les defiendo»; dijo: «Ne-se-si-to-su-a-yu-da».
Realmente, poco se puede hacer en el mundo de hoy, tan globalizado y tan tecnificado, sin la ayuda de los hispanos.
Nuestra cultura es la segunda del mundo occidental, después de la inglesa, y sería la primera si ampliásemos el abanico al ámbito iberoamericano, con Brasil, Portugal y los demás países de habla lusa.
Es tal la riqueza de la cultura que hemos heredado que no tenemos nada que echar de menos o envidiar a otros. Puede que nos ganen en renta per cápita, en capacidad económica o en plataformas de difusión e influencia. Pero no en cultura y civilización.
Nuestra herencia es gigantesca. Desde la lírica medieval que ilustró a Europa o la épica americana del siglo xvi, hasta la maravilla universal del Quijote, de Cien años de soledad o de Jorge Luis Borges.
Desde el arte de Velázquez o de Oswaldo Guayasamín hasta el cine de Buñuel o de Amenábar. Desde la herencia árabe de Córdoba y Granada hasta el poso de los aztecas y los incas. Desde las formas de vida de los Andes o de las alturas de Perú hasta las duras tierras de la Pampa argentina. Desde los fríos de Ushuaia al verano permanente de La Habana.
A lo largo de los siglos hemos ido construyendo una personalidad común, basada en una lengua de una riqueza y una complejidad inigualable, como saben muy bien quienes desde otros idiomas no latinos intentan siquiera captar los matices de nuestros sinónimos, conjugar nuestros verbos o entender nuestro subjuntivo. Y hemos desarrollado también una cultura inmaterial, unas tradiciones, que revelan lo mejor de nuestro carácter como pueblos y como personas abiertas, solidarias, optimistas y esforzadas.
Y sin embargo, no parecemos reaccionar con suficiente vitalidad ante la suplantación de lo que nosotros hemos creado durante generaciones, aprendiendo de árabes y judíos, de vascos y mexicanos, de gallegos y argentinos.
Ahora mismo, hace sólo unos días, volvía a quedarme perplejo al ver cómo en mi tierra, Galicia, los jóvenes y adolescentes se entregaban a la celebración del Halloween, tan prefabricado, mientras olvidaban sus propias tradiciones gallegas. Fueron los irlandeses los que crearon el Halloween auténtico, basado en las seculares costumbres celtas, y lo llevaron consigo a Norteamérica, como una memoria irrenunciable de su pasado. La vieja cultura gallega, tan llena de espiritualidad y magia, también tenía la misma celebración de otoño, con sus propios ritos y sus propios símbolos. Pero hoy ya casi nadie la celebra.
Lo mismo sucede con otros mimetismos de la cultura de masas, que están transformando nuestras propias aportaciones a la cultura universal.
Lo que he dicho puede parecer anecdótico, y en cierta forma lo es, pero constituye también una llamada de atención, porque resulta necesario diferenciar qué son interrelación y préstamo entre culturas —siempre enriquecedores— y qué es suplantación de una por otra —siempre empobrecedora.
Nosotros, los hispanos, dimos en el clavo inventando la cocina mediterránea, basada en los productos frescos y naturales, y hoy la estamos sustituyendo por otra menos equilibrada y menos saludable. Antes recurríamos al griego y al latín para nombrar los nuevos inventos, como fotografía o televisión, pero hoy ya decimos «compact disc» y «home cinema». Cualquier joven de Rosario o de Santiago de Compostela sabe perfectamente cómo se aplican las leyes y cómo se celebran los juicios en Nueva York, pero desconoce cómo se llevan a cabo en las Audiencias de sus ciudades. Antes, cuando uno tenía un tropiezo o llevaba un golpe, se le preguntaba «¿qué te ha pasado?» o «¿te has hecho daño?», y hoy se le hace una pregunta obvia y ridícula que no sé si mueve más a la rabia o a la risa: «¿Estás bien?».
Todo esto sucede, en buena parte, porque todavía no hemos ganado la batalla de la proyección. Tenemos una potente cultura, amalgamada a base de siglos y de integración de diversidades, pero hemos dejado de hacerla protagonista. Tenemos un idioma común rico y fuerte, pero permanecemos impertérritos cuando observamos que en otras latitudes se le identifica con la subcultura y el atraso.
Una parte de este problema se debe —quién lo duda— a nuestra todavía limitada capacidad de desarrollo económico y tecnológico. Pero otra —y es en la que yo debo centrarme— es responsabilidad de nuestros medios de comunicación.
Todavía hoy, en las redacciones de nuestros periódicos, de nuestras televisiones, de nuestras radios y de nuestros servicios de Internet, recibimos como oro en paño toda cuanta innovación llega de la gran metrópoli, como si esa procedencia fuese inequívoca garantía de calidad. Y dejamos a un lado de la mesa —más bien cerca de la papelera— cuanto surge del talento de Buenos Aires o de Barcelona. Gastamos ríos de tinta y extensos minutados en fenómenos positivos de la cultura dominante —un músico, un cineasta, una investigación— y sólo prestamos atención a lo que sucede en nuestro mundo hispano si es negativo o habla de revueltas, crisis, desgracias personales y sociales.
No quiero decir con esto que debamos ignorar una cosa u otra. Reclamo, simplemente, que seamos equilibrados y que no contribuyamos a que nuestra audiencia termine aplicando el simplista y equivocado silogismo que relaciona una procedencia con lo bueno y otra con lo malo. La estrella Polar es hermosa, pero la Cruz del Sur y las Nubes de Magallanes también lo son. Las cataratas del Niágara son imponentes, pero las de Iguazú extasían. Afortunadamente, la naturaleza ha repartido belleza para todos; los medios de comunicación, no.
Por eso voy a concluir mi intervención en esta mesa redonda con una propuesta, dirigida, sobre todo, a mí mismo y a mis colegas de los medios de comunicación. Es hora de que pongamos en valor nuestra cultura ante nosotros y ante nuestras sociedades. Y es hora de que nos interrelacionemos y acabemos con los compartimentos estancos.
Ciertamente, algunos pasos ya se han dado. Hace apenas un mes se aprobaba en San Millán de la Cogolla —en la cuna del idioma español— el Diccionario panhispánico de dudas, en el que participaron todas las academias de la lengua del mundo hispano.
Aparte de aplicar sus enseñanzas en nuestros periódicos y emisiones, bien podemos aprender del ejemplo que nos han dado las academias. Hablan entre sí, debaten y se entienden.
Del mismo modo, los medios de comunicación hispanoamericanos deberíamos contar con un cauce de relación estable en el que conocernos, poner en común nuestras ideas y alentar proyectos que den más relevancia a nuestra cultura. Estoy seguro de que ese foro, si llegase a crearse, sería un vivero de creatividad y de él podrían surgir grandes iniciativas, como, por ejemplo, dar cohesión y desarrollar el sector estratégico del audiovisual en español.
Queda, desde luego, mucho camino por andar. Pero ya contamos con un primer instrumento importantísimo. Es el propio Instituto Cervantes, que hoy nos acoge. En este momento vive un tiempo de desarrollo e impulso hasta ahora desconocidos y es extremadamente sensible a todo lo que tiene que ver con el afianzamiento y la proyección de la cultura hispanoamericana.
Por tanto, tenemos motivos para trabajar y tenemos razones para ser optimistas.
Gracias a esta entregada institución por abanderar la promoción de la cultura hispanoamericana.
Y a todos ustedes por haber compartido conmigo estas preocupaciones.
Muchas gracias.