Coordenadas ciudadanasLázaro Moix Puig
Redactor Jefe de Cultura de La Vanguardia (España)

Dicen que hay que pensar globalmente y actuar localmente. De modo que mis palabras sobre «Medios de comunicación y creación de cultura iberoamericana» estarán estrechamente relacionadas con mi observatorio particular, que es Barcelona, y en concreto con el diario de referencia de la ciudad, La Vanguardia, cuya sección de cultura dirijo.

En el ámbito que nos ocupa, Barcelona presenta dos características que la definen y la proyectan al mundo. Me refiero a su condición de capital editorial y a su calidad de ciudad de encuentro, plural.

No me voy a extender sobre la primera característica, la condición de capital editorial. Baste recordar que, ya en 1473, se imprimió en la ciudad una Ética de Aristóteles, y que la industria editorial alcanzó pronto vuelo, tal y cómo recogió Cervantes en el Quijote, al referir una visita del caballero andante a una imprenta barcelonesa, a principios del xvii, en los siguientes términos: «Sucedió, pues, que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes, “Aquí se imprimen libros”, de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra».

Desde aquel entonces, y con los altibajos de rigor, Barcelona, ha mantenido su condición de capital editorial de las letras en castellano y, lógicamente, de las letras en catalán.

Pasemos ahora a la segunda característica de Barcelona: su calidad de ciudad plural, en tanto que urbe portuaria, abierta, de paso, donde hoy conviven la cultura castellana y la catalana, y se vive y  practica el bilingüismo con naturalidad. En La Vanguardia, claro está, atendemos a ambas culturas por igual. También a la vasca y a la gallega. Sentimos además una fuerte vinculación con lo iberoamericano, que se traduce, como en los casos anteriores, en la difusión de noticias de su ámbito. Y, por supuesto, nos atrae e interesa cuanto sucede en el resto del mundo.

Creo que dichas características —capitalidad editorial y tradición plural— se funden en una, que es la de Barcelona como una ciudad rotular, en lo cultural, con tradición de pluralidad, y que atesora por tanto la consideración de las letras en español como un todo poliédrico.

Antecedentes

La gama de manifestaciones históricas de esta realidad barcelonesa es extensa, aún ceñidos al ámbito iberoamericano. Hubo manifestaciones, estrictamente culturales, de vocación monumental, como aquella Enciclopedia Universal Ilustrada Euroamericana, impulsada por José Espasa, en el primer tercio del siglo xx, con la bonita cifra de 82 volúmenes de 1500 páginas cada uno, que reunían nueve millones de artículos y 46 000 biografías.

Ha habido también manifestaciones culturales originadas por  sucesos político-sociales locales que, a la postre, propiciaron extraordinarios episodios de fecundación mutua a ambas orillas del Atlántico. Dos de los más relevantes han sido el  exilio intelectual español en Iberoamérica, al término de la guerra civil de 1936-1939, y, a partir de los años 60, el boom de la literatura iberoamericana, que nació —o cristalizó, si lo prefieren— en Barcelona, ciudad donde se instalaron los principales escritores iberoamericanos del momento y desde la que se difundió al mundo la obra de esta brillante generación literaria. Al decir de Mario Vargas Llosa, el boom sólo hubiera podido nacer allí, «en una ciudad —dice Vargas— donde el libro era el rey, y en una circunstancia en que la literatura era reina». O en una ciudad, añado yo, donde operaba —y opera aún— la todopoderosa agente literaria Carmen Balcells, verdadera alma mater del boom; en una ciudad donde residieron los García Márquez, Vargas Llosa, Donoso o Bryce, y se editaron buena parte de sus obras; en una ciudad, en definitiva, donde la buena recepción de aquella literatura refrescante y aterciopelada fue inmediata, según atestigua el libro La llegada de los bárbaros, un exhaustivo trabajo documental de Joaquim Marco y Jordi Gràcia que acaba de ver la luz.

Las citadas manifestaciones forman, desde su diversidad, un continuum que hunde las raíces de la entente libresca iberoamericana en lo más profundo de la relación transatlántica.  En este sentido, el historiador, paleógrafo y archivero francés Serge Gruzinski nos recuerda en su reciente libro Las cuatro partes del mundo. Historia de una mundialización (La Martinière), que los libreros españoles ya enviaron parte de la primera edición del Quijote a Nueva España y a Cartagena de Indias. Y que aunque en América se imprimía desde la primera mitad del xvi, el tráfico oceánico de libros adquirió dimensiones muy notables. Gruzinski lo cifra en unos 80 000 volúmenes, sólo en la segunda mitad del xvi, la mayoría de contrabando, eso sí, lo que habría convertido los libros en una de las principales razones para la inspección aduanera de las naves. Mirando más allá de los libros, Gruzinski llega a oponer la actual globalización anglosajona, que trata de imponer un modo de pensar y un tipo de lenguaje uniformes, con aquella vieja mundialización ibérica, que propició una difusión planetaria de seres, ideas y creencias que a menudo, y no siempre de modo amable ni placentero, todo sea dicho, se mezclaron con seres, ideas y creencias de otros continentes.

El presente

Los hechos hasta aquí comentados son ya historia. Pero nada tienen que ver con la paleontología. Su espíritu sigue vigente y tiene su correlato en la actualidad, que intentamos reflejar en La Vanguardia. Meses atrás publicamos un reportaje titulado Incubando un nuevo «boom», sobre la vitalidad que mantiene y exhibe la relación entre los escritores iberoamericanos y Barcelona. La colonia de autores residentes en la ciudad es ahora de nuevo nutrida, y se traduce en la publicación de unos treinta títulos anuales. Los últimos datos, en este sentido, son también elocuentes. Espero que sepan disculpar mi deformación periodística si acudo a ellos para documentar mis palabras. Hace menos de quince días, dimos noticia de que el mexicano Juan Villoro, que, por cierto, acaba de regresar a su país tras residir tres años en Barcelona, había obtenido el Premio de Novela Herralde, que concede el editor homónimo, gracias a su obra El testigo. Entre los siete finalistas, y éste es otro detalle muy ilustrativo, había dos españoles, dos mexicanos, un argentino, un colombiano y un peruano.

Obviamente, la atención de las editoriales barcelonesas a la más reciente literatura iberoamericana no depende de que sus autores residan en la ciudad. Los canales transatlánticos están abiertos y gozan de intenso tráfico. Ya que hablábamos de Herralde, digamos que su editorial, Anagrama, edita, además de a nombres consagrados desde hace decenios, a autores que están consolidando su prestigio ya entrado el siglo xxi, como son, por ejemplo, el mexicano Guillero Fadanelli, el cubano Pedro Juan Gutiérrez o el chileno Roberto Bolaño. Y que no lo hace con vocación testimonial, sino con firme política de autor, publicando el grueso de su obra.

Y si hablamos de constante atención a las letras iberoamericanas, hay que citar a otras editoriales españolas, como, entre otras, Seix Barral, que lanzó a Jorge Volpi y a un grupo de jóvenes colegas —cracks, se les llamó— mexicanos; o como Alfaguara, en cuyo catálogo han recalado algunos de los grandes clásicos vivos de las letras iberoamericanas.

Aún quisiera resaltar otro elemento en estas políticas editoriales: el compromiso y la ambición global con el que los mencionados editores apoyan a los autores iberoamericanos. Porque no se trata de publicarlos y abandonarlos a su suerte en un mercado cada día más complejo y reñido, sino de acompañarlos, partiendo de Barcelona, hasta la cumbre internacional. Un ejemplo de lo dicho: el pasado 4 de noviembre, el Times Literary Supplement anunciaba en portada las críticas de dos novelas del prematuramente desaparecido Roberto Bolaño, Los detectives salvajes y Estrella distante. Pues bien, no es descabellado suponer que eso tenga que ver con que Anagrama haya publicado en el último decenio diez títulos de Bolaño, siendo el último el ciclópeo 2666, y lo haya promocionado como merece.  Precisamente a Bolaño, escasamente conocido hace diez años, quien, según recoge el TLS, tenía entre sus temas principales la melancólica conciencia de una cohesión social desvanecida, la dispersión de determinados grupos sociales y el abandono de individuos en un hueco de soledad. Pero que con sus libros, y con el concurso de una industria editorial decidida, está ganando esa batalla por la cohesión de una cultura iberoamericana, después de morir.

El futuro

Ya termino. Y, a la vista de los antecedentes hasta aquí referidos, me parece lógico hacerlo con la siguiente pregunta: ¿Cómo actuar en el futuro al objeto de incrementar la presencia en el mundo de la lengua española y de la cultura iberoamericana? ¿Qué deben hacer los autores, los editores, los medios de comunicación y las instituciones convocados a dicha tarea?

Poco puedo sugerirles a los dos primeros estamentos. Las fatigas de la creación y los equilibrios de la edición no son mi especialidad profesional. Aunque sí me atrevo a animar, tanto a escritores como a editores, a seguir el camino iniciado y a ir ampliando, en la medida de lo posible, las bases de un continuo intercambio trasatlántico. Cuanto mayores sean esas bases, mayor será su capacidad de irradiación de la cultura que a todos los hispanohablantes nos es común.

Tampoco voy a abundar sobre el imprescindible papel de las instituciones y, en particular sobre su compromiso con la difusión de la cultura y la lengua. Mencionaré tan sólo que el gobierno español y el ayuntamiento de Barcelona, respectivamente, organizarán en el 2005 los actos de celebración del 400 aniversario del Quijote y el Año del Libro y de la Lectura.

Pero sí quisiera expresarles con algún detalle mi opinión respecto al necesario papel de la prensa en esta coyuntura: debe seguir de cerca este intercambio; debe seguir apoyando a las letras españolas como una realidad extremadamente diversa pero siempre interrelacionada; debe seguir voceándolas y reflejando sus logros. Porque del mismo modo que el creador requiere, a la hora de trabajar, silencio, el libro, una vez editado, exige el concurso de sus heraldos. Y no sólo entre la comunidad hispanohablante, sino ante el mundo entero. El reto actual no pasa tanto por crear una cultura iberoamericana, que en buena medida ya existe, como por asegurar su posición en el mundo. Y, para ello, es imprescindible comunicarla adecuadamente.

Ahora bien, ese apoyo hay que darlo, al menos en el ámbito que me compete, que es el de la prensa, con una actitud, antes que de modo automático. Hay que dar prioridad, en los canales informativos, a las creaciones de mayor interés. Y hay que luchar contra la banalización de los contenidos, en un panorama editorial a menudo desequilibrado, donde la razón económica prima sobre la cultural.

Ante esta situación, y al publicar su canon de la literatura universal, el erudito Harold Bloom dijo que la guerra de las humanidades está ya perdida. Y es cierto que el panorama es un tanto sombrío. Pero es cierto también que algunas batallas recientes de dicha guerra se han saldado con victoria para las huestes humanistas.

En este sentido, yo no me canso de felicitarme por la consolidación de lo que hemos dado en llamar el best seller de calidad, un fruto de los años 90, de un momento de crecimiento cualitativo, al menos en España, de los índices lectores. Autores como Javier Marías o Eduardo Mendoza o Juan Marsé, por citar en este caso plumas españolas, todos ellos con personalidad literaria propia, narradores de fuste, han conseguido vender regularmente, de unos diez o quince años a esta parte, 50, 75 o 100 000 ejemplares de sus títulos en España, y también proyectarse hacia mercados extranjeros. Esto se considera una consecuencia tardía de la escolarización obligatoria, del progreso del hábito lector, de la masiva incorporación de las mujeres a la lectura… Sea cual sea la causa mayor, el resultado de estos procesos es la consolidación de un modelo de libro de calidad, apto para diversos sectores de público, capaz de no aburrir a los que ya son avezados lectores ni de ahuyentar a los que se inician.

Antes hablé de lucha contra la banalización de los contenidos librescos, y quiero precisar ahora que no lo hice desde un aristocraticismo literario excluyente, sino llevado por un simple deseo de supervivencia de la literatura, la lectura y la cultura, que, dada su naturaleza, tan sólo pervivirán si se mantienen alejadas de la banalización. He aquí otra razón para que los medios apoyemos a la literatura con sustancia, antes que a la meramente comercial.

Y aún añadiré otra reflexión acerca del papel de los medios en este combate. La defensa, en la prensa, de la literatura de calidad en español no debe hacerse tanto con criterios de patriotismo lingüístico como por razones de responsabilidad global. Todas las lenguas que hablan los hombres y mujeres del planeta son por igual humanas y merecedoras de respeto. Pero eso no significa que sean iguales ni, mucho menos, que transmitan sensibilidades parejas. Al contrario. Vehiculan sensibilidades heterogéneas, enriquecedoras, indispensables, únicas. Siempre fue así. Y ahora más aún. Frente a la uniformidad cultural de buena parte de los productos procedentes del mundo anglosajón, en especial el norteamericano, donde a menudo el peso de la industria es determinante, las letras en español se nutren de una diversidad muy notable, y no me refiero tanto a los elementos indigenistas que mantienen, como a los derivados de una elaboración y una tradición culturales, vitaminadas con aportaciones individualidades irrepetibles.

Esa apuesta por la diversidad, dentro de los márgenes de la unidad de la lengua española, dotada de un vigor de enorme e irrenunciable potencial, es quizás la gran apuesta de futuro de nuestras letras.

Y más en un momento en que la diversidad característica de lo iberoamericano se ha visto multiplicada en un mundo cada día más comunicado, más rico en estímulos y posibilidades combinatorias. El potencial, insisto, es mucho. Hay riqueza creativa en los distintos países iberoamericanos. Hay potencia editorial a ambos lados del Atlántico. Sólo nos falta ampliar las bases comunes, asumir una mayor conciencia de que vivimos en un mundo interconectado, y, desde cada una de nuestras localidades y responsabilidades, actuar con auténtica ambición global.