En el mundo global contemporáneo, ¿qué espacio ocupa el libro, el libro hecho de manera tradicional y que tiene por soporte el papel? ¿Ha sido desplazado por otras formas de soporte, tecnológicamente más avanzadas, como la luz que brota de una pantalla electrónica? Permítanme retroceder un poco para poder avanzar.
La esencia de las máquinas consiste en generar trabajo y por lo tanto en desplazar aquello que en términos económicos se llama la fuerza de trabajo. Las máquinas ahorran esfuerzo y vuelven cada día más baratos bienes y servicios. Hoy existe un reclamo contra las máquinas: parece como si volviéramos a la etapa arqueológica del movimiento obrero desplegado en Inglaterra a mediados del siglo xix (el movimiento luddita que hacía trizas la maquinaria porque en ella veía un enemigo). Lo cierto es que algunos aportes técnicos, al desplazar fuerza de trabajo y lanzar al desempleo a multitud de trabajadores (en el corto plazo), desarrollan otras fuentes de trabajo en escala mayor (en un plazo más largo). Uno de esos inventos que demuestra lo que he dicho es precisamente el de la imprenta: al ser creada, arrebató el empleo a los pendolistas que hacían, a mano, las copias de los libros. Sin embargo la imprenta y sus hijos necesarios, los libros, crearon con el tiempo más empleos, tanto directos como indirectos, que aquellos de que disponían los copistas de libros, por supuesto que escasos. Nacieron imprentas por todo el orbe, en las que se reprodujeron libros, primero; periódicos y revistas, después. ¿Cuántas personas vivimos el día de hoy a la sombra del invento de Gutenberg? Por supuesto, la imprenta ha evolucionado y, con ella, el libro. Pero quienes vivimos para el libro y por el libro sumamos ya millones de personas en el mundo. Cuando aquí hablo de libros y de imprentas incluyo, por supuesto, la revolución tecnológica más reciente, la cibernética, en la medida en que la impresión de textos se ha beneficiado de la electrónica: enviamos copias de libros por la vía satelital, hacemos libros en soporte electrónico: esos textos son escritos y reproducidos en computadora: esta comunicación sería incluso imposible si no contara con el auxilio de la electrónica.
Añado, por lo tanto, que la electricidad es un invento de la misma naturaleza que el de la imprenta. Fue en sus orígenes, acaso, tan sólo, un juego (aunque un juego serio). Galvani indagaba por la fuente de la vida: creyó encontrarla en la electricidad animal y Mary Shelley, née Godwin, supuso que por la electricidad cobrarían vida una serie de órganos humanos dispersos y así nacería un Prometeo nuevo. El desarrollo de la electricidad como fuente de luz y como fuente de energía salvó a las ballenas (Moby Dick es ya impensable en un espacio dominado por la electricidad). Además, hizo posible el desarrollo industrial en todo lugar y no solamente donde hubiera fuentes primarias de energía: antes de ella, las fábricas seguían con humildad a las caídas de agua o se situaban al costado de las minas de carbón: después la energía fue llevada al sitio del mercado. Hoy, la energía eléctrica otorga empleo, directo o indirecto, a millones de personas que la producen (o se benefician de ella).
La imprenta tuvo el efecto benéfico de crear más empleos de los que en un principio desplazó. Además, al reproducir en tiempo menor y sin tantas erratas los libros que antes se copiaban a mano; al hacerlos más baratos y ponerlos en las manos ávidas de millones de personas, la imprenta logró la democratización de la inteligencia y le dio otro espacio, universal, a la palabra: hizo que el libro, hasta ese momento patrimonio de unos pocos frailes, entrara en las casas de todos los hombres. El libro, en las Edades Clásica y Media, era el privilegio de unas pocas personas. Leer, escribir, poseer un libro, ya no digamos una biblioteca, sólo era posible para los hombres de grandes fortunas (o de las instituciones: universidades, monasterios, Iglesia, Estado). Empero, desde la invención de la imprenta, poseer y leer libros fue por el contrario un hecho (me atrevería a decir que un derecho) puesto al alcance de las multitudes: la razón, la lengua, el pensamiento se volvieron instrumentos democráticos y al alcance del vulgo: nacieron por todos lados escuelas de educación primaria; se multiplicaron institutos de enseñanza superior y de investigación, igual que sociedades científicas y literarias; a partir de entonces se empezó a hablar de una república de las letras (porque antes existía sólo una aristocracia letrada). Leer y releer, escribir y pensar, elevar el diálogo racional con los otros a través del silencio creador (en el que se escucha la voz de los muertos) constituyó un deleite que al mismo tiempo amplió el espacio de la inteligencia.
¿Por qué se logró esta profunda revolución en el espacio del cerebro humano? ¿Por qué se amplió el capital más importante del que disponemos, digo, el capital humano, la inteligencia? Porque se amplió el espacio de la palabra, la razón y la sensibilidad. El libro permite una forma profunda de diálogo entre quien escribe y quien lee. No es sólo un vehículo de información y de comunicación (lo que hoy se entiende por este concepto: poner en contacto, así sea superficial, al emisor y al receptor). El libro es, por encima de todo, el espacio donde se despliegan la inteligencia y la sensibilidad, no en balde Hegel consideraba a la poesía como la forma suprema del arte, en la medida en que une sensibilidad y concepto. Los pueblos con escritura guardan una diferencia profunda con los ágrafos y los antropólogos señalan este aspecto como el central para determinar el grado de desarrollo de unos y otros. Claude Lévi-Strauss, cuando se opone a la nomenclatura etnológica del siglo xix, que distinguía entre pueblos «primitivos» y pueblos «civilizados», levanta la nueva distinción: pueblos con escritura y pueblos ágrafos. La escritura y la lectura permiten la reflexión, en concentrado silencio. Nos otorgan el privilegio de releer y, por lo tanto, de meditar.
El hecho de que el libro sea el espacio más apto para que en él se desplieguen la sensibilidad y la inteligencia; el hecho de que el día de hoy se cuenten por miles de millones los que leen y escriben, no significa en modo alguno que se lea bien ni que se escriba bien. Si por leer se entiende la tarea inmediata de obtener información, sin que esto signifique la adecuada discriminación de lo leído; si se considera alfabetizado al que lee periódicos, revistas, libros ligeros o de entretenimiento, sin que su nivel de comprensión supere este estricto nivel elemental; si contamos de este modo los hombres que leen el día de hoy, es de suyo evidente que nos encontramos en una escala superior a la que se tenía en las Edades Clásica y Media, en donde ni los mismos reyes sabían leer y escribir (el de Carlomagno es un caso típico, pues era ágrafo y ni siquiera sabía firmar).
Es también obvio de suyo que el libro es hoy un instrumento barato, que está al alcance de millones de personas. El asunto no se localiza allí, empero, sino en la manera de leer. Jorge Luis Borges dijo que lo decisivo no era leer, sino releer; ese acto extraño, pues, el acto fundamental de comprender y de gozar lo que se lee. En mi país se lee, es cierto, pero se lee mal; incluso diría que se lee muy mal. Las campañas en pro de la lectura no pasan del nivel primario. Cabe dotar a las escuelas de buenas bibliotecas, por supuesto; pero, sobre todo, hay que lograr que los niños amen la lectura, desde su propia casa y desde las aulas de la educación elemental: para esto, nada mejor que volver a los sistemas arcaicos, los de la lectura en voz baja (la lectura a la que se le daba el nombre de «lectura de comprensión») y de la lectura en voz alta (y por la que se capta el ritmo, la eufonía, la belleza de los textos). No se trata de «llenar» de información a los educandos a través de una multitud inútil de materias, sino de proporcionarles instrumentos reales de formación. Algunos pedagogos creen que los niños aprenden ciencia si reciben clases de cosas extrañas llamadas química, geografía, matemáticas o física; que se les enseña historia cuando se les otorga una versión digerida y oficial de hechos y nombres de la patria. No, no es así.
En ese aspecto, quisiera volver sobre mis pasos para plantear otra vez el problema. ¿Basta elevar el número de lectores, sin que importe su calidad? ¿Es suficiente dotar de libros a las bibliotecas, hacer campañas de lectura, ferias del libro, festivales de letras? Con el objeto de mejorar el hábito de la lectura ¿basta con dar a niños y bibliotecas escolares, libros, cualquier tipo de libros? ¿Dónde situar la lectura por placer, el mero placer del texto? Queremos extender el dominio de la lengua, es verdad; pero el dominio de la lengua no es sólo el manejo de un léxico reducido para obtener un cierto nivel de información y comunicación: todos nos comunicamos y todos recibimos y proporcionamos información. No hablo de este primer nivel, el nivel primario de la lengua, subrayado por los lingüistas (y que semeja el dedo índice). Hablo de un segundo nivel, por encima del práctico, el que desarrolla la inteligencia y la sensibilidad.
No deja de causar asombro lo que revela la reciente encuesta hecha en Estados Unidos por la Modern Language Association. Su director, Robert Scholes, examina en su columna trimestral («Some Interesting Developments», MLA Newsletter, Nueva York, otoño de 2004, p. 3), el estado económico que guardan las bibliotecas y las editoriales académicas de ese país; no vacila en señalar la crisis por la que atraviesan las publicaciones académicas. Scholes advierte un hecho grave: se ha producido un paulatino descenso del papel de la lectura en Estados Unidos. El Informe se apoya en tres sucesivos estudios realizados en los años 1982, 1992 y 2002: muestra que el porcentaje de adultos que leen obras de poesía, ficción o ensayo ha declinado en forma significativa… si se deja de lado la lectura que se exige para el trabajo escolar. La declinación de la lectura, en ese país que consume anualmente más libros per capita que cualquier otro de los de América Latina, afecta a todos los grupos sociales: a ricos y a pobres, a mujeres y a hombres; más asombroso todavía: a todos, con independencia completa de sus niveles de ingreso.
Sin embargo, estos análisis también demuestran que ingresos mayores y educación superior se dan la mano con índices más altos de los hábitos de lectura. Scholes señala cómo, a pesar de que estos dos grupos no son idénticos (los de «altos ingresos» y los de «alta o buena educación»), lo cierto es que las personas que leen todo tipo de literatura (de poesía a ficción y ensayo literario) son también las que participan en una mayor medida en actividades sociales y de filantropía; las que con mayor frecuencia asisten a los conciertos, los teatros y los museos. En suma, las personas que se cultivan; las que leen por el placer de la lectura; las que se han vuelto adictas a leer, son también aquellas que tienen la participación más activa en los asuntos culturales y cívicos, tanto locales como nacionales.
¿Qué hacer, ante una situación tan grave y delicada, pregunta Scholes? ¿Qué debe ser cambiado? Por asombroso que parezca, la respuesta de Scholes va contra lo habitual. En primer término, dice que es necesario dejar de cuantificar y de establecer estadísticas, en la medida en que, al poner el énfasis en los métodos de evaluación, medibles y cuantificables, los profesores gastan cada día más y más tiempo en preparar a sus estudiantes en exámenes y los fuerzan a abandonar aquello que es fundamental: el mero placer de la lectura. Scholes se pregunta: «¿puede cuantificarse el placer», en este caso, el placer de la lectura? Luego, responde en el mismo sentido en el que aquí he adelantado mi posición (y que he sostenido en diversos foros, antes de ahora): es necesario elevar el «hábito de la lectura»; por sobre todo, la lectura por placer, por el intenso goce que ella misma otorga. Scholes coloca en el centro del problema la lectura de poesía, ya que la poesía es el corazón mismo de la literatura.
No se podrá ampliar el espacio del libro en nuestra América si al mismo tiempo no ampliamos el espacio de la lectura. El libro académico y el libro de poesía y de ficción retroceden en la medida en que también retroceden la buena lectura y la educación seria. La educación, hecha para ser cuantificada y evaluada; esos exámenes por objetivos que ofrecen respuestas sabidas; la absurda enseñanza de hechos conocidos sobre la base de preguntas fáciles; la edición de libros intelectualmente pornográficos, de libros obscenos por el nivel de estupidez que destilan, lejos de crear lectores, lo que hacen es crear repúblicas de ilotas, naciones de ausentes acostumbrados a obedecer pero incapaces de adoptar actitudes críticas y apoyarse en la duda. Así, el libro se restringe en el espacio, porque, a su vez, el espacio del libro se restringe y abarca sólo aspectos superficiales y cada vez más estrechos. La lectura fácil; la lectura de información no genera buenos lectores ni, mucho menos, lectores adictos, que se dediquen toda su vida a leer, preguntar, debatir, dudar.
Se ha olvidado aquello que postula Sócrates: que la virtud, la ciencia, la filosofía, la ciencia, la poesía, en fin, no se enseñan; que se puede enseñar una historia, una técnica; empero, jamás se puede enseñar ni la ciencia ni la poesía en sentido estricto, en tanto que son actividades que implican la creación y la innovación. Creo que es necesario un poco de modestia. Habría que volver a otorgar a nuestros los niños el beneficio del silencio, darles la oportunidad de que dispongan de horas vacas en las que logren un diálogo íntimo, personal, profundo con autores decisivos. No creo que haya muerto el autor, como pretendían Michel Foucault y Roland Barthes; por el contrario, el autor revive cada día en el interior de nuestro cráneo.