La cultura en español está claro que no se crea solamente en España, a diferencia de algunas otras culturas, por ejemplo, la cultura francesa que surge principalmente en Francia. Este hecho está muy presente en los medios de comunicación de toda Iberoamérica, y cabe decir más, los hispanos de EE. UU. están generando literatura, cine, pintura y escultura de una gran calidad, por esto sería un suicidio que España aplicase políticas de extensión cultural de ámbito europeo que nos harían perder la otra mitad de nuestra esencia cultural que es la esencia latinoamericana. Imponer políticas culturales proteccionistas contra los no europeos dañaría a los propios consumidores españoles y también a los consumidores iberoamericanos; por ejemplo, de los diez escritores más comprados en librerías españolas en 2003, siete son de las américas.
La política de extensión cultural, de la que se habla tanto en Europa, en Francia, y en España, por ejemplo, recompensa la mitad de la cultura española, su mitad europea, a costa de su mitad americana. ¿Qué sentido tiene por ejemplo, para un español proteger a un director francés en perjuicio, por ejemplo, de un chileno, de un argentino? ¿Realmente los españoles quieren poner trabas a la entrada de los libros de Mario Benedetti o de Julio Cortázar y a películas como Lugares comunes de Adolfo Aristarain o Como agua para chocolate de Alfonso Arau en beneficio de un director danés?
Y es que cualquier excepción cultural, se llevaría a cabo no solamente a nivel español sino también a nivel europeo en su conjunto; favorecería a los creadores del viejo continente y perjudicaría a los artistas peruanos, mexicanos, argentinos, canadienses, estadounidenses residentes, etc. Cuando tan mal recuerdo dejó en España la autarquía franquista, cuesta entender por qué algunos de sus intelectuales, artistas y políticos quieren crear una especie de autarquía cultural europea.
La grandeza de una cultura viene de su capacidad de contagio, viene de su capacidad de préstamo, viene de su capacidad de mestizaje, donde es difícil definir —y no sé si tiene sentido alguno— lo propio de lo ajeno. Nada más español que las mantillas y los abanicos que tienen sus orígenes en las islas Filipinas. Cualquier novela publicada hoy debe algo a Cervantes, sin dejar de ser una contribución importante a la diversidad cultural y esto ocurre porque es el intercambio el que fomenta la diversidad y no la protección de un tipo de cultura frente a los demás. Toda endogamia y protección debe cerrarse a otras influencias; es asfixiante y a su vez es incestuosa.
Se aprende a amar a Sevilla en Blanco White, que se trasladó a Inglaterra y lo describió con dureza, mucho más que en todos esos cuadros costumbristas, rebosantes de bandoleros y cigarreras; del mismo modo se ama la Irlanda de Joyce que la abandonó y la criticó ferozmente mucho más que en todas esas novelas irlandesas llenas de muchachas pelirrojas y pecosas y de prados verdes.
La política de la extensión cultural es ante todo pesimista, cualquier excepción se hace por miedo al otro, por miedo al foráneo. Desconfío de quien se construye así mismo en contra del otro como decía mi paisano Unamuno a comienzos del siglo xx: «La exclusión aparece, paradójicamente, como una forma de socialización en el mundo moderno». Tal vez, la forma más eficaz de socialización en nuestro tiempo haya sido precisamente la que procede de la dinámica de la exclusión. Ciertamente el elemento de exclusión ha estado presente en toda la historia y no pertenece sólo a nuestra sociedad moderna, pero sí corresponde a ésta.
El rigor de una contradicción íntima sobre la que se sustenta el mundo en que vivimos, la frontera —dice Claudio Magris—, es doble, es ambigua: en unas ocasiones es puente para encontrar al otro, y en otras, es una barrera para rechazarlo. Solamente los que no tienen confianza en el dinamismo y en las posibilidades de los españoles europeos para destacar el mundo de la creación abogan por la exención cultural. Hay que acabar ciertamente (y eso dicho desde aquí también tiene sentido) con el viejo pesimismo español, o con el viejo pesimismo hispano.
La gran comunidad lingüística que se expresa en español debe fomentar su imagen de grupo prestigioso capaz de generar grandes ideas y reflexiones, avanzadas útiles en un mundo cambiante, no debe aparecer nunca más como la pariente pobre que necesita continuamente de hacerse perdonar con la aparición de anglicismos inútiles considerados patentes de distinción y de estar al día. La mirada de Voltaire, de Blanco White, de la novela de Hemingway, por ejemplo, han llegado al siglo xxi; muchas veces son «párpados rotos de un país», de España y de muchos países hispanoamericanos que ya no existen y que sólo existieron en el sueño de los viajeros y de los narradores y la imagen que proyectamos al exterior —pese a que la realidad la rectifique de continuo— parece la misma de ayer, como si el país se hubiera detenido y el tiempo no hubiera pasado por él. Los viejos mitos del Quijote, de Don Juan o de Carmen continúan respirando, ocultando con su latido colorista el presente de un país moderno.
Hablar de decadencia, que a los españoles muchas veces nos gusta hacerlo, es repetir el viejo monólogo de las penas del 98, es seguir caminando por un lienzo de Goya. Hoy, sin embargo, el llanto ha cesado para la comunidad hispana. Las palabras no son ascuas y no podemos decir que «atardece a todas las horas». Los medios de comunicación deben hacer un esfuerzo por cumplir lo que es el lema de una revista que dirijo que se llama El noticiero de las ideas: deben ser testigos de la actualidad, pero no deben de alejarse del mundo de las ideas. Las ideas y las noticias no deben de estar nunca enfrentadas, como yo creo que no están, porque, además, la formación de los periodistas nacionalistas es cada día más amplia.
Termino diciendo que los acontecimientos que se están acelerando en este comienzo de siglo y las causas que los producen merecen, desde las redacciones de los periódicos una meditación relajada; la cual creo que también la prensa diaria debe ofrecer si quiere efectivamente ofrecer cultura iberoamericana. Merecen sobre todo ser tratados con otros lenguajes, más ricos en matices, más ricos en registros, más personales y genuinos, menos mediatizados por la improvisación del día a día y encontrar lugar común.
En definitiva, nuestro idioma es un vínculo de pluralidad y libertad que se nos ofrece, pero cuando se le deja fluir suelto, no solo desde el bullicio de las redacciones, los platós de televisión y las emisoras de radio sino desde el más leve rumor en las aulas, del silencio de las bibliotecas, o de los distintos ámbitos del pensamiento y la creación con los que tienen que estar en diálogo, los profesionales, estos saben mejor que nadie que lejos de quedarse impresas en el papel, las palabras alzan el vuelo una vez escritas y que el peligro está en aquellas gentes cuyos discursos van más allá de sus actos y cómo efectivamente «Apriesa cantan los gallos que quieren quebrar albores», como dice el Poema del Mío Cid, y como dice García Lorca: «Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora».