El famoso filósofo del Derecho Hans Kelsen ideó el positivismo jurídico que contradijo la doctrina del Derecho Natural imperante en su época. Dentro de su concepción, sostenía que la ley era un marco de interpretación dentro del cual los jueces, por un acto de voluntad elegían una de las varias interpretaciones posibles para aplicar al caso concreto que estaban juzgando: es decir que no había una única decisión posible.
Del mismo modo, voy a sostener que los editores, al encargar la traducción al castellano de una obra debemos decidir junto con el traductor cuál de los castellanos posibles queremos que se utilice. O sea, qué se le va a presentar al público lector.
En una de las riquísimas charlas que condensan lo que se llamó el «Borges oral», el maestro dijo que para referirse a una lluvia ligera se podía optar por llamarla garúa, como es usual en la Argentina y el Uruguay, o cellisca, que es el casi sinónimo muy castizo, pero que él personalmente sugería «llovizna», de modo de hacerse entender en todos los lugares donde se hablara el español. Cuestionaré la propuesta de Borges a partir de datos específicos.
Nací en la Argentina en 1942, y mi infancia estuvo marcada por lecturas en las que el «cambio chico» o «dinero sencillo» era calderilla; faltar clandestinamente a la escuela era hacer novillos en lugar de «hacerse la rabona» (en mis tiempos) o «la rata» en épocas más recientes. Las monedas podían ser «perras gordas» o «perras flacas», o «duros». Todo esto producto de las ediciones españolas (muchas de Molino, Juventud y otras) de los libros infantiles que se vendían en América, ya fueren traducciones o libros originalmente escritos en España. No por eso dejé de enterarme de lo que transmitían esos textos. (También daba cuenta de que las «tortas de sartén» que se comían en la versión argentina de Mujercitas, eran, pura y simplemente, panqueques).
En 1977, tras un periodo de prisión sin juicio alguno, a disposición del Poder Ejecutivo durante la última dictadura militar, relacionado al parecer —porque nunca se dieron explicaciones—, con la prohibición de un libro que publicó Ediciones de la Flor, la editorial que comparto con mi compañera, partí al exilio con ella y con nuestro hijo, por entonces un niño de menos de tres años. Venezuela nos acogió generosamente y allí se nos presentó un conflicto de elección entre castellanos posibles.
¿Cómo le hablaríamos a nuestro hijo? ¿En «venezolano» o en «argentino», más precisamente el argentino que se habla en Buenos Aires? La idea era que el exilio duraría lo que impusiera la dictadura. Y como quería preparar a mi hijo para ser idiomáticamente argentino al regresar, le hablaba utilizando sinónimos en la misma frase. Podía decirle «Cerrá —cierra— el grifo, la canilla, la llave» para indicarle que no dejara correr excesivamente el agua del cuarto de baño. Podría haber agregado «el robinete» para usar un galicismo. Alguna deidad protectora de la salud mental de los niños o la inveterada cordura de su madre, salvaron a nuestro hijo de la esquizofrenia.
Por supuesto en nuestra casa se conservaba el voseo, en tanto en sociedad usábamos el trato de «tú» favorecido en mi caso por una maestra de primeras letras que consideraba un barbarismo la forma de trato usual en Buenos Aires, y en el de mi mujer —provinciana de Mendoza— por una larga estadía en Chile, producto de una beca de estudios.
Descubriríamos rápidamente que nuestro hijo —ejerciendo un curioso bilingüismo— hablaba con nosotros usando el voseo, en tanto con los niños utilizaba el «tú» y las formas verbales adecuadas en uno y otro caso.
Esto traería una consecuencia al regresar del exilio: pensando tal vez que ésa era la forma de trato con los otros niños, nuestro hijo conservó el «tú» en la escuela, lo que hizo que uno de sus avispados compañeros le preguntara por qué hablaba como un dibujo animado: obviamente, el castellano del doblaje que los chicos oían en las películas de animación televisadas («comiquitas» en el habla venezolana).
Muy pronto en mi carrera de editor, en 1971, me tocaría decidir cómo leerían los hispanoparlantes las maravillosas Cartas de Dylan Thomas, el poeta galés. Encomendé la traducción a Pirí Lugones, escritora y periodista, con un excelente manejo del inglés y del castellano, que me propuso utilizar el voseo y la jerga del Río de la Plata, que, a su juicio, reflejaban mejor el tono del autor. La prueba que preparó me convenció y el resultado —me parece aún ahora— presenta un Dylan Thomas verosímilmente coloquial.
Muy ulteriormente, muchos de los libros que publica en Barcelona Anagrama, una editorial de mi predilección, están traducidos a una jerga que ni siquiera es generalizada en España, sino peculiar a ciertos barrios de la ciudad donde se editan. ¿Acaso alguien puede pretender haber comprendido Trainspotting, la excelente novela de Irvine Welsh sobre el submundo de la droga, sin recurrir no a uno, sino a varios diccionarios?
Otro caso extremo hasta el ridículo es el que refiere Daniel Samper Pisano, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, quien ganó hace varios años el Premio Rey de España de periodismo con una serie de notas publicadas en la revista Cambio 16 sobre el castellano de España y el castellano de América y debería haber estado presente en este Congreso.
En un divertido texto publicado en Diario 16 de Madrid bajo el título «Los reyes del mambo hablan manchego», Samper escribe: «¡No salgan echando un pie, criaturas pencas y comemierdas, que un tipo chévere y solitario es el que las ataca!». Según el autor, «si así se hubiera publicado el famoso desafío de Don Quijote a los molinos de viento en una hipotética versión cubana de la obra cervantina habría resultado difícil convencer a los lectores de que ese tipo chévere era un hidalgo castellano…Y traslada la previsible indignación de miembros de la Real Academia y el noble gremio de los editores a lo que le produjo leer la versión española publicada por Siruela de la novela de Óscar Hijuelos, cubano-neoyorquino, escrita originalmente en inglés y titulada Los reyes del mambo tocan canciones de amor, más adelante adaptada eficazmente al cine.
Esa «nostálgica ficción sobre los inmigrantes cubanos en los Estados Unidos de los años cincuenta» —escrita en inglés— fue traducida como si el encargado de hacerlo se hubiera olvidado «de los distintos modos de ser regionales y continentales que enriquecen el castellano» de modo que lo que obtienen los lectores trata de «un grupo de cubanos que viven en Nueva York y hablan como madrileños».
Samper cita al pintor colombiano Alejandro Obregón que dice que «hay que ser leal siempre e infiel cada vez que se pueda» para imputar al traductor de ese libro una preocupante «deslealtad con el grupo étnico que Hijuelos pretende retratar. Desvirtuar el lenguaje es desvirtuar el espíritu. En la edición española los boleristas cubanos hablan como Agustín Rodríguez Sahagún:
«¡Mirad quién ha venido!», dice la cubana Delores.(…) «Por favor, iros ya», clama su hija. «No he podido daros dinero» se lamenta César. (…) «¡Por vuestro futuro!», brinda el Rey del Mambo.
«En inglés moderno y corriente, como es sabido, no existe el tuteo, esos thou y thy que usaban las Biblias de antes (y Shakespeare, me permito agregar). Pero es más fácil hallar a un vaquero de Oklahoma llamando thou a su novia que a un hispanoamericano empleando la forma vosotros. El tuteo en plural simplemente no existe allende el Atlántico. Mirad, iros, daros, vuestro futuro, sólo se escuchan en los sermones de los misioneros aragoneses y en los actos sociales de la Embajada de España».
Me disculpo por lo extenso de la cita, pero creo que destaca por vía del ridículo los errores de decisión en que un editor puede incurrir al aprobar una traducción.
Otro caso más reciente, relativamente inverso. Al leer Las correcciones, la excelente novela de Jonathan Franzen publicada en castellano por Seix Barral, y de la que esa editorial hizo una tirada especial impresa en la Argentina —manes del peso devaluado— para que pudiera venderse a un precio competitivo, me sorprendió la coexistencia de expresiones y formas de construcción indiscutiblemente hispanas, con otras de raigambre argentina. Según me informó uno de los editores de la empresa, para esta edición «local» se había sometido a la traducción original a un proceso de lo que llamó, muy gráficamente «desgalleguización» (recuérdese que en nuestro país se generaliza, indebidamente, como «gallego» a todo español, sin consideración a regiones y autonomías). El resultado es un híbrido, cuya hibridez no perturba la lectura.
Tampoco debe idealizarse la virtualidad expansiva de las traducciones a variantes del español muy localistas. No hace mucho, en correspondencia con la mujer del ensayista y narrador inglés John Berger, que actúa como su amanuense y representante, ella me transmitió que el autor quería una edición argentina de su novela King. En ésta la historia es narrada por un perro, propiedad de una pareja de ancianos que viven en ¿una chabola, una villa miseria, una población callampa, un cantegril, una barriada, un cerro? porque así podría definirse la locación de su paupérrima vivienda en el español de España y en los diferentes españoles de América.
Y este deseo se fundaba en que pensaba que de ese modo el contenido del libro podría entenderse mejor por las masas desheredadas de los países del Río de La Plata. Tuve la penosa misión de aclararles que ni con esa concesión idiomática, en aras de la cual excluiría la edición para Argentina del contrato con su editor español, existía la menor posibilidad de que esos sectores accedieran a su novela, de la que estarían segregados por otro tipo de barreras.
Por su parte los editores franceses se preocupan por destacar en las páginas de créditos de los libros traducidos del castellano si lo han sido del «español de Argentina», del «de España» o del de Perú, Colombia, México según la nacionalidad del autor de la obra. «Como si fueran lenguas totalmente distintas» dice nuevamente Samper. Porque hay diferencias enriquecedoras, pero éstas empobrecen «cuando un español traduce a su peculiar modalidad lo que habla un cubano en la suya».
En 1976, seducido por el ritmo de su narración no separado de la musicalidad del peculiar idioma utilizado, decidí publicar La guaracha del Macho Camacho, del escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, pero no intenté allanar su comprensión en otros países del continente o en España, borrando las peculiaridades del habla del país. La novela, reeditada constantemente desde entonces, coeditada en España y Cuba, es considerada desde su aparición una obra fundacional de la literatura «escrita en puertorriqueño». Y pudo traducirse, con esfuerzo, pero con éxito, al portugués, al inglés, al italiano y al francés, donde su título fue adaptado con gracia, respetando su música: lo que en inglés se llamó Macho Camacho’s Beat, se transformó en La rengaine qui déchaine Germaine. ¿Alguien podría quejarse?
La decisión del editor, de su director literario o de colección, y las instrucciones que dé al traductor a este respecto dependen de criterios muy diversos, pero no de la imposición de una verdad única, como se pretenden las religiosas.
Tiene mucho que ver con la aceptación o cuestionamiento de alguna normatividad, pero también con el mercado al que se piensa o desea acceder. En ese aspecto, la cada vez mayor aceptación de las formas locales del habla por la Real Academia Española, y la flexibilidad en su elección significan un aporte moderno para la comprensión, en esta especie de lingua franca que son las diferentes vertientes del castellano.
Se dijo irónicamente de los Estados Unidos de Norteamérica y Gran Bretaña, que son dos países separados por un idioma común. Que no nos suceda algo similar a las naciones hispanoparlantes.