Un sevillano joven con estudios universitarios, me contó que cuando viajaba fuera de Andalucía hablaba en castellano, porque así le entendían en toda España. También me dijo que si algún fuereño llegaba a su ciudad e intentaba hablar «en andalúh» era más fácilmente aceptado por los demás. Una colombiana viajera me explicaba que, cuando llegaba a otro país hispánico, como se notaba por su acento que no era de allí, corría el riesgo de que le cobraran más de lo normal en algún servicio. En cambio, cuando aprendía a hablar con la norma local, incluso llegaba a conseguir descuentos. Por supuesto, añadía, «cuando voy a reuniones internacionales hablo casi como escribo: en un español que todos entienden». Un sueco jubilado que vive en una isla del Mar del Norte, me decía que le fascinaban los dialectos, pero que también era necesario hablar una lengua que se comprendiera en todo el país: una lengua nacional, pues de otra forma no habría país. Y añadía en inglés —pues yo no entiendo sueco— que también hacía falta otra lengua para cuando uno viajaba al extranjero.
Los comentarios anteriores ejemplifican algo que debería ser obvio para todos: las lenguas de gran difusión geográfica como el español se hablan en diferentes climas de diferentes formas. Nuestras palabras se pronuncian y escuchan en valles, montañas, costas y desiertos. Es natural que tengan sentidos y sonidos diferentes, pero no tanto como para impedir la comunicación a lo largo y a lo ancho de nuestra comunidad lingüística.
Los medios de información masiva, de la imprenta a la Internet, han contribuido, de manera sustancial, a la unidad lingüística. En la actualidad cubren todos los espacios de la lengua: el local, el nacional y el internacional. Los responsables de los medios conocen muy bien la importancia del idioma, pues sin ese instrumento estarían limitados a comunicar sólo imágenes.1 Los medios no necesitan instituciones que les ordenen lo que deben hacer para procurar la buena salud de la lengua. Es su responsabilidad y la asumen de manera natural, aunque muchos de quienes trabajan en esas empresas necesitarían elevar su nivel de conciencia lingüística, por ejemplo, para precisar los espacios de difusión de manera que puedan tomar decisiones en relación con la variante —sobre todo fonética y léxica— que debería utilizarse.
¿Quién va a saber en España que ceporro, arcén, zuro o cacahuete son españolismos, palabras de uso exclusivo en ese país en comparación con otros? Ni la Real Academia Española, puesto que no lo indica así en su diccionario, aunque lo habrían descubierto los académicos si hubieran consultado el Corpus de referencia del español actual que ellos mismos han construido.2 Tampoco los mexicanos saben que menso, acotamiento, olote o cacahuate son las formas mexicanas correspondientes.
Los argentinos quizá no sepan que, fuera de su país, es difícil que entendamos cuando alguien nos dice que «tuvo muchos quilombos (‘problemas’) en el día» por culpa de un fulero (‘tramposo’) al que «le gusta amarrocar plata (‘juntar dinero’)», porque «acá hay curros (‘estafas’) por todos lados». Y los chilenos de Santiago tampoco tienen por qué saber que, fuera de allí, no se comprendería el siguiente discurso, que podría decir un joven en una situación de intimidad, en un registro coloquial:
El carrete de anoche estuvo muy rasca. Lo bueno fue que conocí a una mina bien rica. Yo estaba apestado cuando la vi. Yo dije: me tinca que antes del siguiente copete a esta mina le saco el fono. Pero no me dio bola y ahora sólo tengo una caña tremenda, ¿cachai?
Por su parte, un joven colombiano «traduciría» el texto de la siguiente manera:
La rumba de anoche estuvo una chanda. Lo bueno fue que conocí una pelada muy bacana. Yo estaba mama[d]o cuando la vi. Yo dije: apuesto que antes del siguiente trago esta sardina me suelta el teléfono. Pero no me paró bolas y ahora sólo tengo un guayabo ni el hijueputa, ¿si se la pilla?
La misma narración, en la misma situación comunicativa, sería así en la ciudad de México:
El reventón de anoche estuvo re gacho. Lo bueno fue que conocí a una chava muy chida. Yo estaba hasta el gorro cuando la vi. Yo dije: me late que antes del siguiente chupe esta vieja me da su fon. Pero ni me peló y ahora sólo tengo una cruda jija, ¿cómo ves?
Y tampoco se entendería más allá de unos pocos kilómetros a la redonda. Si se desea que lo anterior sea comprendido por un público más amplio, sería necesario pasar el relato a una versión más internacional —inevitablemente descolorida—, como la que sigue:
La fiesta de anoche estuvo muy mala. Lo bueno fue que conocí a una chica muy atractiva. Yo estaba aburrido cuando la vi. Yo dije: se me hace que antes de que me tome otra copa esta chica me da su número de teléfono. Pero no me hizo caso y ahora sólo tengo una resaca tremenda, ¿te das cuenta?
Es natural que el hablante común no tenga una idea clara de la variación de su lengua en diferentes ámbitos, sobre todo cuando son geográficos, pues el contacto con personas de otras latitudes no es muy frecuente. Frente a esto, la intimidad del dialecto es tal que permite diferenciar incluso las migraciones dentro de los países. Habría que recordar que la lengua materna, estrictamente, debería llamarse el dialecto materno, el que se adquiere cuando aún no sabe uno escribir su propio nombre.
Una mexicana a la que entrevisté en un pueblo me contestó, cuando le pregunté por el nombre de un pajarito, lo siguiente: «Pos aquí le decimos chuparrosa, pero m’ hijo que va en secundaria dice que se llama colibrí». La respuesta de la campesina ilustra claramente el hecho de que, cuando la gente va a la escuela, no sólo aprende nuevas palabras, sino también palabras nuevas para conceptos antiguos, para referirse a cosas que conoció desde niño. Las palabras y los sonidos de uso más general en el país, inician al estudiante en la toma de conciencia que le permitirá rebasar los límites lingüísticos de su aldea. Al mismo tiempo, lo enfrentan a problemas de adaptación sociolingüística.
Pero la escuela, aunque promueve la sustitución de algunas palabras por sinónimos de uso más general, no necesariamente modifica todo el vocabulario. Tampoco logra cambiar de manera total la pronunciación, que está arraigada en los hábitos fonéticos de la niñez, y que —por su calidad de inconsciente— identifica a las personas como miembros de un país o de un grupo de países, como en el caso de la lengua española. Como nos hace saber Guitarte,3 durante las guerras de independencia de los países hispanoamericanos, en Colombia los soldados españoles descubrían a los americanos porque pronunciaban la z como s. Por su parte, un guerrillero colombiano, para salvar la vida a los americanos que pudiera haber en un grupo de prisioneros realistas, los hizo desfilar ante él, «y cada uno debía pronunciar la palabra Francisco: el que la decía con la z española era inmediatamente arrojado al Magdalena».
El cambio fundamental que ofrece la escuela es, sin duda, el aprendizaje de la lengua escrita. Este nuevo instrumento pone en contacto a los estudiantes con libros, periódicos y revistas, formas de la lengua que, por el hecho de ser escritas, poseen un mayor prestigio que las orales. La importancia de la lengua escrita como modelo se advierte, por ejemplo, en personas que nacieron en alguna región del Caribe o de Andalucía. En su dialecto materno se aspira la s final de sílaba o de palabra. Sin embargo, cuando leen, la frecuencia de las aspiraciones disminuye notablemente, algunos locutores incluso reponen la s en la totalidad de los casos. El modelo escrito es fundamental para la estandarización de la lengua.4 Por eso se ha señalado que la invención de la imprenta ha sido un factor esencial para lograr la estabilización y la difusión de las lenguas europeas. La lengua escrita, a partir de ese momento, intensificó su vocación internacional.5
Más allá de la imprenta, la radio primero y la televisión más adelante han permitido la difusión de las formas orales de la lengua. Este hecho es de gran trascendencia, pues los medios orales no necesitan un público alfabetizado, no requieren que la gente vaya a la escuela. Esa es una de las razones por las cuales han podido alcanzar una audiencia más extensa y más variada desde el punto de vista cultural y económico. Además, se han convertido en modelos de la lengua hablada, y la han estandarizado en alto grado. Estos nuevos medios han extendido su alcance de manera tal que en la actualidad pueden considerarse ejemplos paradigmáticos de la globalización: la televisión directamente, vía satélite, y la radio a través de la ubicación mundial mediante su transmisión por Internet.
Los países no tienen fronteras para los medios ni para las palabras que difunden. Precisamente por ese alcance internacional, los responsables de las emisiones adquieren una mayor conciencia de la variación de la lengua. Los actores, los comentaristas o los escritores saben que, dentro de ese ámbito, tienen que renunciar en buena medida a sus hábitos lingüísticos dialectales. El espacio internacional de difusión los lleva, de una u otra manera, a considerar la variación lingüística de audiencias y lectores, y los problemas de comprensión que podría tener ese público si se le enfrenta a formas de uso regional o local.
Era natural que, hasta principios del siglo xix, se impusiera en la comunidad hispanohablante una sola norma: la castellana, pues además de ser la lengua de la metrópoli, era prácticamente la única que contaba con descripciones gramaticales. A mediados de ese siglo, con la independencia de los países americanos, se discutió la posibilidad de proponer lenguas nacionales, divergentes de la norma peninsular. Esa idea, sin embargo, fue desechada muy pronto, ante la conveniencia de tener una sola lengua en todo el inmenso territorio hispánico. Se promovió la convergencia, pero con otros planteamientos: se trataba de mantener una sola lengua, pero que se hiciera entre todos, sin predominio de ningún país o región.
La convergencia se mantiene y se refuerza hasta el día de hoy gracias a los nuevos medios. Las empresas editoriales, las de radio y televisión y, más recientemente, las que producen programas de cómputo o las que aparecen en Internet, con frecuencia tienen redactores, guionistas o comentaristas que provienen de diferentes países hispánicos. La búsqueda de la unidad lingüística los conduce a discusiones frecuentes sobre la variante que conviene utilizar para que sea comprendida o aceptada por un mayor número de personas.6 Les interesa y les preocupa en primer lugar su público, y no necesariamente lo que diga una institución, una gramática o un determinado diccionario. Muchos de ellos, sobre todo en América, saben que las variantes léxicas cultas de tipo geográfico no están consignadas de manera suficientemente adecuada en ninguna fuente. Algunos incluso han advertido sobre la ausencia de españolismos, voces exclusivas de España (ver notas 2 y 6).
En todo caso, ahora hay un mayor conocimiento de la variación. Para empezar, los mismos medios nos ponen en contacto diario con diferentes normas del español a nivel internacional. Además, los viajes internacionales, cada vez más frecuentes, hacen que los viajeros hispanohablantes adviertan —o quizá mejor, confirmen— que no se habla igual en todas partes. Las discusiones sobre lo correcto o lo incorrecto abundan, pues se supone que debe haber una sola forma válida. Afortunadamente, muchas personas que trabajan en los medios tienen otra actitud. Los lingüistas, por su parte, con base en las ideas de estandarización y variación, han señalado que lo correcto se relaciona con la aceptación social de una variante, aceptación que puede ser distinta, de acuerdo con los países o las regiones.
También se han desarrollado criterios que permiten decidir, por ejemplo, la importancia de las lenguas en el mundo de acuerdo con su situación actual, no con sus orígenes históricos. Estos criterios, basados en aspectos políticos —número de países—, demográficos —número de hablantes nativos—, económicos —producto interno bruto de los países—, y culturales —número de publicaciones y de producciones en los medios—, pueden aplicarse a las variantes del español.
En lo que respecta a la pronunciación, la televisión y la radio de alcance internacional han estandarizado tres normas fonéticas, que he llamado alfa, beta y gama, y que se pueden ejemplificar, de manera simplificada, de la siguiente forma:7
alfa: /eyos son amigos mui serkános/
beta: /eyoh so‡ amigoh mui serkános
gama: /eyos son amígos mui qerkános/
Las dos primeras, en las cuales no se pronuncia el fonema /q/, abarcan todos los países hispánicos, con la excepción de la región septentrional de España, donde se escucha la tercera norma, la gama, en la cual sí se articula el fonema interdental. La diferencia principal entre la pronunciación alfa y la beta es que en la primera no se aspira el fonema /s/ final de sílaba, y en la segunda sí. Es natural, por eso, que en los programas de radio o de televisión —incluidos los doblajes— que se producen en América se utilicen las primeras dos normas, sin excepción. En países donde se hablan otras lenguas, la televisión también difunde el español y sus diferentes modalidades. Por ejemplo, en Rumanía la televisión proyecta alrededor de cinco telenovelas diariamente, producidas en diferentes países. He sabido de algunos rumanos que han afirmado o mejorado su conocimiento del español hablado por este medio8 .
En cuanto al léxico, si se parte de los criterios antes mencionados, ante los sinónimos geográficos para el tapón de biberón, como chupa, chupete, chupo, chupón, mamadera, mamila, mamón, biberón, pacha, tetera, tetina o teto, la selección sería, porque es la forma que se utiliza en más países y la que cuenta con mayor número de hablantes: 8 y 185 millones respectivamente (tabla 1).
Población (mil.) | Población (%) | Núm. países | Países | |
---|---|---|---|---|
biberón chupa chupete chupo chupón mamadera mamila mamón pacha tetera tetina teto |
18 811
23 596 76 739 39 172 185 470 8579 111 547 15 236 18 660 12 379 76 224 14 875 |
5,1 6,3 20,6 10,5 49,8 2,3 30,0 4,1 5,0 3,3 20,5 4,0 |
2 1 6 1 8 2 2 2 2 2 3 2 |
CU BO VE CR EC CH PA UR AR CO MX GU CR PN VE PE BO PA PR NI RD MX GU PN GU EL RD CR ES GE AR CU CR |
De la misma forma, para el ‘objeto que sirve para sujetar en una cuerda la ropa recién lavada’, la selección sería pinzas, seguida por gancho. Los otros sinónimos —broche, cuchitos, horquilla, palillo, palito, perro, pinche y otros— tienen menor peso demográfico y político (tabla 2)9 .
Población (mil.) | Población (%) | Núm. países | Países | |
broche cuchitos gancho gancho de ropa gancho para ropa horquilla palillo palito de tendedera perro perro para la ropa pinche pinzas (de ropa) prensa prensa de ropa |
6202 6252 133 793 30 927 12 408 2828 14 464 11 131 21 248 14 996 11 530 185 042 3744 3744 |
9,7 1,7 35,9 8,3 3,3 0,8 3,9 3,0 5,7 4,0 3,1 49,7 1,0 1,0 |
1 1 8 2 1 1 2 1 2 1 2 7 1 1 |
AR
EL RD GU CR CO VE EC PE BO NI PE GU PN CU UR CU EL CH CH PR BO ES GE MX GU VE PA UR CR CR |
A esto hay que añadir que no sólo se han desarrollado nuevos criterios para las nuevas decisiones. Ahora se pueden hacer consultas sobre variantes léxicas en Internet. Las búsquedas nos llevan, más allá de algunos sitios propios de investigadores, a páginas de empresas, supermercados, restaurantes o museos en las cuales aparecen las voces cuyo uso se desea precisar. Por ejemplo, sabemos por ese medio que playeras son zapatillas de playa en España, y camisetas de manga corta en México, y que sólo en este país hay alebrijes, figuras de cartón de formas imaginarias; que el centollo se come en España, y la centolla en Chile.
Además, en la actualidad se están haciendo programas de cómputo que darán cuenta de la variación léxica y permitirán tomar decisiones con base en criterios objetivos, políticos y demográficos.10 Estos nuevos recursos son posibles gracias a los avances tecnológicos, pero resultarían inútiles si no se contara con fuentes bibliográficas confiables.11
Los espacios de la lengua española, de la aldea local a la aldea global, explican su variación. Frente a este hecho, siempre ha existido una actitud social hacia la unidad lingüística, que se manifiesta en las críticas ante las consideradas incorrecciones, ante los cambios que surgen de manera inevitable. La sanción busca, en el fondo, mantener una norma única, aunque no se sepa claramente cuál es esa norma, más allá de que corresponde, aparentemente, a la forma de hablar o de escribir de quienes la defienden.
Los lingüistas, en cuanto especialistas, advierten sobre la inevitablidad del cambio, y lo estudias para descubrir sus causas y sus consecuencias, pero no pueden ir más allá. Las instituciones que norman el uso de la lengua tampoco pueden legislar sobre todos los hablantes que, en el caso del español, son alrededor de 400 millones. Habría que recordar además que hablamos español a todas horas del día y de la noche, en voz alta y en voz baja, a solas y acompañados. Nuestra lengua nos acompaña cuando soñamos y cuando pensamos, cuando imaginamos y cuando discutimos. ¿Quién podría, en esas situaciones, sancionar el uso de la lengua? La crítica y la aprobación están en todos y en cada uno de los hablantes: en la sanción y el consenso sociales, y en nuestra propia noción de lo que debe ser.
Como hablantes de la lengua, en las mejores circunstancias de la relación cara a cara, tal vez podríamos comunicarnos con unas pocas decenas de personas, por ejemplo en una conferencia. Somos modelos —si lo somos— para unos pocos. En cambio, cuando utilizamos los medios —escritos y orales— nos convertimos en referencia lingüística inevitable para un público que va de cientos a millones, y que está en todas partes. Los medios son lo más cercano a la comunicación con la mayoría del público: se escuchan o se leen en la casa, en la sala o incluso en el baño; en el tren o en el avión; de día o de noche, con o sin luz. Por eso los medios, si utilizan la lengua española, deberían asumir el compromiso —no el deber— de usarla y difundirla de manera ejemplar. Esto no supone que deban utilizar una norma única y rígida. El bien hablar, como hemos visto, se relaciona con diferentes ámbitos y estilos. Esa es la realidad de la lengua.
Las normas locales, nacionales e internacionales deben establecerse por consenso, sin la imposición de una sola modalidad. Esto respondería a la realidad de la lengua y a lo que esperan, consecuentemente, las audiencias y los lectores. Los medios son el instrumento más importante con el que contamos para lograrlo. De esta manera fortalecerían la unidad lingüística de la comunidad hispánica. Contribuirían, al mismo tiempo, a ubicar al español en una mejor posición para enfrentar el reto de otras lenguas que navegan por las ondas y las páginas del espacio internacional.