Dignísimas autoridades, apreciados colegas, amigos:
Gracias, en primer lugar, a los organizadores de este III Congreso por su amable invitación a participar en este acto.
Desde luego, no hace falta insistir en la trascendencia del tema planteado en este encuentro, pero sí quisiera exponer algunas consideraciones previas que pueden contribuir a valorar su pertinencia en el momento que vivimos, calificado por muchos como especialmente histórico por lleno de oportunidades desde el punto de vista de nuestra lengua.
Es tan archisabido que conviene recordarlo de nuevo, no sea que perdamos la sensibilidad: el español es la razón de ser y el activo estratégico principal de nuestro espacio cultural, comunicativo y geolingüístico. Es también el eje vertebrador de un ámbito económico y social que, hoy por hoy, es el segundo del mundo y el primero en ritmo de crecimiento.
El español se ha erigido como la segunda lengua de ocio y de negocio en el mundo actual y su futuro en ambas dimensiones es más que prometedor si actuamos debidamente.
Por otra parte, la posibilidad de aprovechar los contenidos transversales de todo el dominio hispánico da al español, como elemento común, una proyección internacional muy bien fundamentada y con el valor añadido del reflejo y la manifestación de una identidad compartida. Esta proyección ha de redundar en un mayor desarrollo cultural, cada vez más amplio y profundo, que implicará un beneficio y un progreso evidente para los países de nuestro entorno lingüístico, para sus hablantes y para la lengua en sí misma.
La lengua es nuestro petróleo particular pero de un caudal ilimitado.
La variación —geográfica, histórica, social, contextual— es inherente a cualquier lengua. Cualquier editorial, a su vez, debe ser consciente de esta realidad, ya que su principal herramienta de trabajo es precisamente una lengua natural, una manifestación de nuestra capacidad de lenguaje que se concreta en variedades distribuidas de formas diversas y complejas en la comunidad de habla.
Hoy en día, y en relación con la comunidad de habla que le sirve de marco y escenario, el español ofrece, desde la perspectiva de escritores y creadores en general, una oportunidad única y privilegiada para una difusión excepcional, con un colectivo aproximado de 400 millones de personas.
Cuenta, además, con una tradición y un bagaje cultural envidiables, y en concreto con una gran riqueza creativa, que, aparte de las deudas pendientes con Argentina y Perú, ha brindado ya diez premios Nobel de literatura:
La diversidad dialectal y estilística de estos autores no esconde un fondo de unidad que los hablantes de español reconocen abiertamente y que ni se imaginan que pudiera cuestionarse. Este reconocimiento y esta aceptación crean una base social que debe aprovecharse para mantener el equilibrio entre una lengua unitaria que nos integra y una lengua rica y variada que nos representa, todo ello en tres niveles distintos pero interconectados:
En el mundo actual, complejo y globalizado, con unos lazos comunicativos y de transmisión de todo tipo de información impensables hace sólo unas pocas décadas, el mantenimiento y la difusión de una lengua deben ser objeto de atención, reflexión y consiguiente planificación. Todo ello en cualquier estrato, y desde todos los organismos e instituciones que la tengan como instrumento de trabajo.
La reflexión anterior resulta todavía más pertinente en el caso de una lengua de prestigio, cultura y de proyección internacional como la española. La ausencia de planificación, la ausencia de la propia conciencia de la necesidad de planificar, la improvisación o las medidas puramente ad hoc, inmediatistas, no benefician ni a la lengua ni a sus hablantes, los usuarios de esta lengua, responsables últimos de su utilización y de su vitalidad. En definitiva, la falta de planificación, entendida a veces de manera ingenua como no injerencia o no intromisión, sea en la instancia que sea, desde las más altas hasta las que corresponden a pequeñas empresas, perjudican el desarrollo y la vitalidad de la lengua.
Toda empresa editorial debe ser consciente de esta situación, y por consiguiente asumir sus responsabilidades, tanto de puertas adentro, en su vertiente de coordinación interna, como sobre todo en su actividad social y de representación y creación de cultura y conocimiento.
A partir de esta necesidad, y teniendo en cuenta las consideraciones apuntadas, mis reflexiones y propuestas se originan en varios ámbitos y se encaminan tanto a la prevención de posibles conflictos como a la mejora de ciertas disponibilidades y capacidades.
Estas propuestas, además, intentan alejarse tanto de dogmatismos que no tendrían sentido, ya que a menudo nos encontramos con factores graduales y no categóricos, como de un relativismo absoluto que impida discriminar hábitos o usos lingüísticos. Desde esta perspectiva, y por lo que se refiere a la edición, me permito anotar, como principios que se concretarán en cada caso particular, las siguientes directrices y líneas de actuación:
En las obras de creación, el respeto absoluto a todas y cada una de las variedades del español puede erigirse como el primer principio que vale la pena establecer o recordar. La diversidad dialectal constituye una indudable fuente de riqueza lingüística, nos representa culturalmente y nos caracteriza en cuanto expresión de una identidad personal, regional, social y cultural. El respeto a los dialectos, como a las lenguas en su conjunto, forma parte del respeto al patrimonio cultural de todos nosotros.
En el caso concreto de la creación literaria, este respeto ha sido y es obvio para los que podríamos denominar autores globales, es decir autores de gran prestigio y que son aceptados con el grado de auténtico localismo que ellos mismos escogen, seguramente un localismo tan bien entendido y bien expresado que se convierte en una apuesta universal.
Y este respeto debería ser indiscutible también para la obra de cualquier creador, incluidos los noveles (¡ahora con uve!), a quienes desde las editoriales no podemos sino ayudar a tomar conciencia de su estilo, más o menos marcadamente dialectal, en relación con la difusión internacional de su obra.
Por lo que se refiere a la edición, y en las obras que no son de creación literaria, la segunda directriz que deberíamos considerar es la promoción decidida de variedades más bien neutras o globales, que contribuyan a la unificación de un espacio lingüístico común.
Me refiero, en esta vertiente, a la defensa y difusión de una lengua sin localismos marcados, la que se ha llamado muy a menudo en la tradición español común y la que, en la terminología sociolingüística reciente, se suele denominar español estándar.
La apuesta por una variedad estándar no parece ya discutible en el mundo actual, en relación con cualquier lengua de prestigio e internacional. Lo que sí cabe calibrar, en el futuro y a lo largo de un proceso constante de interacción entre los profesionales de la lengua y los hablantes (o lectores, en este caso particular), es el grado preciso en que los acentos y variedades locales pueden asomar a la variedad estándar, o bien, dicho en otras palabras, el grado de flexibilidad con que se fije la variedad común.
De hecho, ni siquiera el estándar está reñido, en términos absolutos, con la diversidad y la variación, ya que la estandarización consiste precisamente en un proceso gradual y no en un estado definitivo, y no existe ningún estándar o variedad neutra en grado máximo, abstracta y sin marcas. En cualquier variedad estándar real se recogen un acento particular y unas determinadas opciones (pensemos por ejemplo en el caso del inglés americano y del inglés británico).
La planificación del estándar y la decisión sobre el grado de neutralidad y flexibilidad que resulta adecuado compete a toda la comunidad en su conjunto y también a cada una de las subcomunidades que participan en ella, ya que sin la aceptación de la variedad propuesta por parte de estas subcomunidades (o comunidades nacionales, regionales, etcétera), no puede hablarse de la instauración y el uso efectivo de un auténtico estándar. Todo ello repercute de una forma clarísima en los procesos de edición de obras que no son de creación, y en el control de la variedad lingüística (más o menos común, neutral o no marcada) que se utiliza en cada obra.
Resulta complejo en este caso establecer principios generales, ya que la concreción nos lleva, vista la cuestión desde la empresa editorial, a una casuística enorme de publicaciones, estilos y destinatarios; y, vista desde una perspectiva sociológica, a una notable diversidad de convenciones sociales, tradiciones culturales y prácticas comunicativas (los casos de Chile, Colombia y México, por ejemplo, y por citar sólo tres, resultan bien distintos).
Conviene que seamos conscientes, al menos, de dos circunstancias que tienen una clara repercusión en el proceso de la edición de libros (no de creación):
Ambas consideraciones son aplicables al conjunto de las obras que no son de ficción, al caso de traducciones, a las obras dirigidas al público infantil y juvenil, y a los libros de texto, por ejemplo. En este último apartado, las dos consideraciones son aplicables a las obras destinadas a la enseñanza del español, en especial las dirigidas a los hablantes no nativos, es decir el material didáctico del español como segunda lengua.
Ambas consideraciones son aplicables también, además, tanto a la edición tradicional de libros como a la edición electrónica y a todos los procesos de edición que se benefician de las nuevas tecnologías. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la enseñanza virtual, no presencial, y en todos los materiales didácticos que genera.
En todos estos casos, el intento de evitar localismos de difícil inteligibilidad eliminará obstáculos en el proceso de compra por parte del lector y, por tanto, redundará, en particular, en beneficio de la obra y de su difusión y, en general, en beneficio del espacio compartido, que quedará reforzado. Sin embargo, en el polo opuesto, un exceso de neutralidad, sobre todo si se percibe como artificiosidad, puede ir en detrimento de la aceptación de la obra, y crear obstáculos en ese proceso de compra, al percibir el posible lector un distanciamiento excesivo respecto a su variedad propia, y al no encontrar motivos para una implicación emocional con esa variedad y para su consiguiente aceptación.
En definitiva, la decisión final corresponderá, en cada caso particular, al editor —y a sus circunstancias—, pero una gestión competente debería ser capaz de conjugar y promover dos aspectos que, aunque en apariencia puedan verse contradictorios, la práctica demuestra perfectamente compatibles:
Igual que las lenguas y las variedades lingüísticas no son homogéneas ni monolíticas, no lo son tampoco las identidades, y compartir lo específico o local con lo global o universal va en beneficio de todos y en perjuicio de nadie, y es compatible, además, con el carácter multifuncional y de representación simbólica que desempeña la lengua.
La última revisión del Diccionario de la Real Academia Española apunta claramente en la línea en que estamos insistiendo y que parece, sin duda, la más razonable: la combinación equilibrada entre el respeto a la riqueza dialectal y la promoción decidida de una lengua común, apta para toda la comunidad.
El acervo cultural compartido por todos los hispanohablantes es un bien que debe ser objeto de especial protección y difusión, y la Academia y las «academias hermanas» parece que están en ello en perfecta sintonía.
Desde el mundo editorial, y como entidades culturales que somos, nuestra contribución a esta causa puede y debe ser muy notable. Para ello, y dada nuestra estructura empresarial, uno de nuestros retos fundamentales será el de poder aumentar la capacidad de nuestra industria para resolver sus propios conflictos sectoriales, en especial la capacidad de desplazar la producción entre países en función de la coyuntura monetaria.
Al mismo tiempo, y para poder llevar a cabo con eficacia nuestras funciones, desde la industria editorial debemos reclamar el apoyo institucional por lo que se refiere a la necesidad de poner freno al creciente desarrollo de la piratería y a la necesidad de homogeneizar los tratamientos fiscales (con una gran disparidad en cuanto a la imposición sobre el valor añadido, que encarece y dificulta la circulación de libros en algunos países). En estos menesteres, el papel de las Academias, como referentes lingüísticos ineludibles, puede ser decisivo.
Teniendo en cuenta lo expuesto, y en consonancia con la vitalidad demográfica de nuestros países, no parece en absoluto ninguna exageración afirmar que el futuro de la edición en español es prometedor, incluso en Estados Unidos y su mercado hispanohablante, con toda seguridad una asignatura pendiente que quizá se pueda aprobar muy pronto si se aprovecha el reciente auge del «sentimiento hispano».
En fin, el desarrollo cultural debe ser el cauce más fértil para el desarrollo personal y colectivo, incluso en términos económicos. Hacer compatible la riqueza de variedades del español con su unidad es un reto para cualquier editor y para cualquier escritor, creador o estudioso que crea en el futuro de nuestra lengua. Es también, posiblemente, el gran reto del español del siglo xxi.
Ojalá que entre todos, profesionales directos e indirectos de la lengua, sepamos encontrar los caminos para un desarrollo del español coherente, eficaz y respetuoso de la diversidad que engendra y en la que se ha engendrado.
Muchas gracias.