En primer lugar quiero dar las gracias a la Real Academia española y al Instituto Cervantes por su invitación y también, por descontado, a la Academia Argentina, nuestra anfitriona, además, claro está, de a don Guillermo Rojo, el coordinador de este panel. Permítanme que, antes de entrar en materia, señale que el hecho de que se haya invitado a participantes de las otras lenguas de España a un congreso sobre la Lengua Española me parece muy positivo. Que los académicos de la Lengua Española sean sensibles a que la variedad de lenguas no empobrece un país sino que, por el contrario, lo hace más rico, que la pluralidad engrandece, no merma, me llena de esperanza. Siempre he creído que los representantes del gobierno y las instituciones de esa nación de naciones que se llama España deberían enorgullecerse por igual del patrimonio cultural que no utiliza para expresarse la poderosa lengua castellana, mayoritaria, prestigiosa en el mundo entero, por descontado bellísima y rica, cuya literatura me honro en enseñar en la Universidad Autónoma de Barcelona, sino las otras lenguas minoritarias habladas en nuestro país, el catalán, el gallego y el vasco.
Cervantes, el gran clásico nacional, bajo cuya sombra protectora está el Instituto al que presta su nombre, no sólo defendió el derecho de cada cual a escribir en la lengua que mamó de su madre, y así lo señala en el Quijote, sino que, como buen renacentista, tuvo una actitud abierta, tolerante con los demás y, por supuesto, piadosa. Cervantes es, pues, a mi juicio, el ejemplo a seguir, en especial ahora, próximos a celebrar en el 2005, los 400 años de la primera edición del Quijote. Que su sombra protectora nos acoja a todos, también a quienes escribimos en lengua no castellana. Y con nuestro reconocimiento a Cervantes tratemos, como pedía Espriu:
que siguin segurs els ponts del diàleg
mirem de comprendre i estimar
les raons i les parles diverses
Así sea.
Y tras ese preámbulo sólo unos breves apuntes, para no sobrepasar los doce minutos que me corresponden.
El 42 % de los habitantes de España vivimos en territorio bilingüe, eso quiere decir que en nuestras comunidades autónomas el catalán, el vasco y el gallego son cooficiales con el castellano y, no obstante, creo que sería imposible encontrar, por lo menos en Cataluña, alguna persona que no supiera expresarse en castellano. En cambio, me parece que pese a ser una lengua cooficial son muchos los catalanes de nacimiento o de adopción que no saben catalán o que, si lo saben, no lo usan. ¿Por qué? Porque no les hace ninguna falta. De eso podemos deducir que en territorio bilingüe los hablantes escogen la lengua según la situación en que se encuentran, según la rentabilidad que el uso de una determinada lengua les proporciona, según el beneficio que esperan sacar de esa utilización. Así, por ejemplo, en Cataluña, el catalán es la lengua escogida por los ciudadanos cuando se dirigen a la Administración autonómica, en cambio, si ustedes se dan una vuelta por las Ramblas barcelonesas apenas encontrarán personas que hablen en catalán, oirán mucho más castellano y, en algunas zonas del barrio llamado del Raval, quizá seguido del árabe… Por eso me parece que sería una lástima que el catalán, cuya salud considero bastante delicada, acabara por desaparecer. La hipótesis de la que parto no es catastrofista sino realista. Según datos perfectamente fidedignos son muchas las lenguas en estado agónico y tal vez en estos instantes alguna ha dejado ya de existir. Los especialistas aseguran que nada hay de natural o de necesario en el uso, la difusión, la vida o la muerte de las lenguas, sino que todo eso depende de las decisiones humanas. La función de las que todavía subsisten es mostrar, precisamente en este mundo globalizado, aceleradamente globalizado, que la visión que cada una de las lenguas nos ofrecen es distinta y en consecuencia enriquecedora. ¡Viva Babel! Por eso, si en Cataluña, donde, como recordaba siempre Carlos Barral, hace mil años que se habla catalán y sólo cuatrocientos castellano, no nos obstinamos en seguir usando la lengua catalana de modo mayoritario, es posible que desaparezca.
Los románticos aseguraban que la lengua, y en consecuencia la literatura escrita en esa lengua, constituía el espejo de la nación además de una especie de almacén nacional. Hoy en día las concepciones románticas son residuales y las lenguas son consideradas instrumentos de comunicación o, si lo prefieren, instrumentos al servicio de la comunicación, del intercambio, del comercio entre personas. Pero, para que eso ocurra, es necesario que los comunicantes compartan una misma lengua porque, de lo contrario, sucederá lo que le pasó en 1965 a una campesina de Formentera, una pequeña isla de las Baleares, a quien unos turistas le preguntaron por una dirección en inglés. La campesina admiradísima exclamó: «Dios mío ¿qué ocurre? Ellos me hablan, yo también les hablo y no nos entendemos».
La campesina descubrió de pronto que su lengua, el formenterino (eso es el catalán de Formentera, variante dialectal del ibicenco) no era, como había creído hasta entonces, universal, única en el mundo. Si ahora unos turistas ingleses se dirigieran a la nieta de la campesina de Formentera, seguro que ésta les contestaría en inglés o se daría a entender usando los rudimentos de una lengua ajena a la suya. Una lengua, el inglés que, tal y como aseguran las propagandas de tantas academias y escuelas, sirve para que a uno le aumenten el sueldo o para tener una mejor oportunidad de encontrar trabajo. Las campañas de propaganda de las escuelas de inglés coinciden con las teorías de quienes consideran el uso de la lengua como una inversión que permite mejorar las oportunidades económicas y de comunicación de los individuos y, en este sentido, están a favor de las lenguas mayoritarias, las que dominan el mundo y parece ser que a finales de este siglo se impondrán sobre las demás.
¿A que viene, entonces, empecinarse en seguir utilizando el catalán en Cataluña, Valencia, Mallorca y las demás islas Baleares si una, como es mi caso, tiene también competencia lingüística en castellano? ¿Y además emplear la lengua catalana como vehículo de la escritura? Mi agente literaria, que es Carmen Balcells, dice que cometo una gran estupidez, que desperdicio la oportunidad de llegar a 400 millones de hablantes, que me conformo con 7 millones… por supuesto hipotéticos. Yo le contesto que escribo en catalán porque es la lengua en que mi abuela, cuyas historias no he hecho otra cosa que continuar en mis novelas, me hablaba, la lengua que me liga a mi tierra mallorquina, a mi infancia y que mi conocimiento del castellano me permite reescribir mis libros en esa otra lengua que tengo también por propia, tal y como acabo de hacer con mi última novela La mitad del alma que estos días aparece en Argentina en la editorial Alfaguara. Hay también en la elección del catalán, lengua que en mis tiempos no se enseñaba en las escuelas y que la dictadura de Franco había relegado en exclusiva al uso doméstico, un acto de rebeldía y una toma de postura política. Utilizar el catalán humillado y sojuzgado por la dictadura significaba oponerse a esta.
Recordaré sólo de pasada que entre 1939 y 1946 estaba prohibido publicar en lengua catalana y usar el catalán en la vida pública. Quienes desobedecían las imposiciones gubernamentales corrían el peligro de ser multados o destituidos de sus cargos si se trataba de funcionarios (Orden de Wenceslao González Oliveros, gobernador civil de Barcelona, promulgada en 1942) o encarcelados en los casos más graves. Se intentaba con estas medidas conseguir, como decía Luis de Galinsoga, director de La Vanguardia Española, «pensar como Franco, sentir como Franco y hablar como Franco, que, hablando naturalmente en el idioma nacional, ha impuesto su victoria».
A pesar de que las cosas fueron cambiando y que en los años 70, cuando comencé a escribir pensando en publicar, la situación había mejorado, los escritores de mi generación nos sentíamos ingenuamente partícipes de los versos de Espriu, que, inspirándose en Mallarmé (el poeta es el que devuelve las palabras a la tribu), escribió:
Perquè hem viscut per servar-vos els mots,
per retornar-vos el nom de cada cosa
perquè seguíssiu el recte camí d’ accés al ple domini de la terra
Quisiera terminar con una reflexión sobre la importancia de conservar las lenguas minoritarias: Si preservamos los bosques, si intentamos contaminar menos el planeta, si maldecimos a los Estados prepotentes e irresponsables que rechazan el protocolo de Kioto, si tratamos de proteger las especies animales en peligro de extinción, mucho más aún deberíamos conservar el tesoro maravilloso que suponen las lenguas. Respecto a la mía, me gustaría recordar que la primera vez que la filosofía habló en una lengua europea fue en catalán y eso ocurrió en el siglo xiii, gracias a Ramon Llull. Así lo señalaba siempre que podía don Marcelino Menéndez y Pelayo, académico de la RAE, un personaje extraordinario cuyo amor por Cataluña y la literatura catalana fue tan profundo como, quizá, hoy desconocido.