Orden lingüístico y orden figural, hoy: la lengua y los lenguajes artísticos Rosa María Ravera
Presidenta de la Academia Nacional de Bellas Artes (Argentina)

En nuestro mundo globalizado cuestiones como tradición cultural e identidad lingüística constituyen un problema central. Proponemos pensar que las relaciones del lenguaje verbal y los lenguajes artísticos podrían aportar significaciones válidas para el complejo sentido de esa trascendente temática. Ahora bien, no es de evidencia inmediata el sentido y la utilidad de semejante cotejo —o interacción—. En efecto, la modernidad de las artes se ha afanado en negar, desviar y deconstruir la cultura heredada. A la vez, esas experiencias no parecen distinguirse por notas definitorias comunes o integradoras, fragmentándose en multiplicidad de líneas de tendencia transgresora. Los lenguajes artísticos, de los que se subraya la capacidad «expresiva», suelen directamente contrariar la función comunicativa de la lengua. ¿Por qué entonces avanzar la perspectiva apuntada?

En principio, por lo siguiente: a ambas prácticas, lingüística y artística, le son propias potentes virtualidades generativas que se concretan con cierta condición, la de no basarse ni exigir una unidad homogeneizante falsa, sino una productividad creativa incentivada por la incorporación de continuos aportes diferenciales que las enriquecen y adecuan a contextos siempre nuevos. Se trata de una creatividad que no le impediría a la lengua, creemos, mantener, en la actual situación contemporánea, su identidad y la continuidad de su tradición, y que, esencial para el arte, desprovisto de un idioma común, le posibilitaría, a la larga, habilitar una cultura imprecisa pero detectable en el amplio horizonte latinoamericano.

Hablamos de lenguaje verbal y de lenguajes artísticos en un marco general. En particular, nos referiremos a cierto aspecto de la cultura visual. ¿Qué aprendemos de ésta? No poco. La libertad de la creación, la productividad generativa y la importancia de una emergencia mixta en el nacimiento de la nominación, en el juego de la palabra y de la imagen, de interacción permanentemente activa.

Ha sido posible concebir ese dúo, de polaridad confesa, como espacios intersticiales que compiten, se asocian, pactan. El arte, las artes visuales, específicamente, han denunciado su disposición a las apropiaciones, al saqueo y a una canibalización explícita, sin pudores. No es esto precisamente lo que acontece a nivel de la estructura del lenguaje, pero podemos admitir que la eficacia de una lengua viva no hace sino incrementarse con las variaciones del habla, de otras lenguas y de discursos pertenecientes a otros sistemas semióticos. En cambio, lo preocupante nos parece, ahora, una creciente falsificación de la palabra y cierto desvanecimiento de una imagen no volátil, la de un sustrato figural que acompaña al concepto desde el origen de nuestra experiencia de hablantes.

Seguramente algunas reflexiones avalarían esta propuesta. Por ejemplo, las que actualizan el veto, puntualizado ya hace varias décadas, al imperialismo lingüístico y semiótico que pretendió imponerse en la investigación de la estructura de la lengua y de los lenguajes artísticos. Sin dejar de considerar el análisis de la acción que la lengua efectivamente ejerce sobre el objeto estético, eliminando preconceptos. No por último, tener presente la hipótesis de una raíz común a lo sensible y legible, como imaginación sintético constructiva o «esquema» (en Kant, en Peirce, con puntos de vista semióticos y filosóficos), que garantiza tanto la permanencia de la tradición como la innovación de los lenguajes, asegurando su carácter social y a la vez personal, individual.

Pero colocaremos en primer término, como objetivo prioritario, la posibilidad de reeditar en nuestros días el poder de la palabra y la chispa de la imagen, con fértiles connivencias multiplicables día a día.

Es decir, si en la actualidad resulta fundamental determinar las políticas y las estrategias a seguir, para preservar, mantener y a la vez enriquecer el idioma común, un español «histórico y actual», no lo es menos estar alerta al desgaste de la palabra, al desprestigio que sufre, sin lugar a dudas, en la inmensa circulación de bienes y de mercancías en nuestra sociedad mediática. En cuanto a la imagen, estar atentos a no perder, en el control o descontrol de la comunicación y de la red, la traza que aún sustenta lo visible.

Habrá que focalizar, entonces, dos instancias que fueron interpretadas, en ocasiones, como dos fuerzas, dos potencias que se disputan desde largo tiempo la posibilidad de la enunciación, de la producción de discurso no sólo lingüístico sino visual, musical y arquitectónico, entre otros.

No se nos oculta que habría que replantear las dudas provocadas por la ostensible no equivalencia simétrica entre las libertades del arte, nunca tan arbitrarias, y las constricciones del código de la lengua, instalado firmemente en la tradición. La lengua se expande, pero es contención, basada en una estructura de consenso fundada social e institucionalmente, mediante una competencia de raíces insertas en las condiciones más generales de las facultades humanas. La competencia artística, en cambio, responde a una liberalización que introduce las más extravagantes performances individuales. El artista crea su propia semiótica, declaraba Emile Benveniste, sin léxico ni sintaxis prefijadas, realizando una combinatoria que en cada caso ensambla sus términos en una obra determinada.

Estas y otras diferencias puntuales no son obstáculo para que el devenir de la palabra y de la imagen, en un universo globalizado, en esta extraordinaria circulación de capital y de tecnología, importe, y mucho. Ambas corren el riesgo de ver acotadas, limitadas las chances creativas en el colosal tráfico de comunicación e información. Tal situación deriva, no es un misterio, en la trivialización de mensajes de difusión veloz condicionando el valor, la calidad y la autenticidad de las mutaciones, tanto de lo visible como de lo legible, imbricados en transformaciones que pueden afectar a la estructura misma de la lengua española. Diversamente hablada en veinte países hispanohablantes, según peculiaridades regionales que son objeto, en cada caso, de estudios e investigaciones de especialistas a los que les corresponde evaluar y determinar la amplitud de posibles reformas.

Notemos que las decisiones a tomar se remiten más que nunca a la eficacia y la suerte de la recepción y del uso. Y es aquí donde el modelo artístico sigue proponiendo pautas de funcionamiento que la realidad lingüística se encarga de validar. El arte, testimonio ejemplar de producciones inventivas de creatividad cambiante, cuyo soporte descubre la movilidad de estrategias heterogéneas de reestructuración altamente personalizada, reclama, para su misma existencia, las variables del proceso de la recepción.

No resultan menos definitorias para la lengua, que hoy expande sus estructuras sobre la base de una ampliación excepcional de su territorio lingüístico. La clave, el usuario. El lector.

Lectura e interpretación, procesos de una hermenéutica diferente que adquiere perfiles semióticos en una construcción de hipótesis sujeta a falibilidades. Operaciones no independientes de la imagen, según el cotejo que emprendimos a los fines de evaluar sus transformaciones en el universo contemporáneo.

Palabra e imagen; a través del tiempo protagonizaron una acción, una interacción de renovación continua imprescindible para discernir los avatares de nuestro estar en el mundo. Rivalidades, pactos (¿secretos?), concordancias instituidas no acatadas invariablemente. Controversias, desacato flagrante. Una relación que se sedimenta a través de la historia y de la historia del arte, con hitos memorables.

¿Quién no recuerda, en el texto de Michel Foucault «Esto no es una pipa», aquellas observaciones en torno a una pipa pulcramente pintada con precisión escolar, junto a palabras al pie —justamente las del título— que desatan una desopilante sucesión de ideas. Conceptos que significaban el radical cuestionamiento a un orden lingüístico imperante. La operación Magritte, mortífera para la persistente ilusión naturalista (no es una pipa, es una pintura), golpea la tiranía de la lengua haciéndola sufrir humillación inédita. Desde el siglo xv el discurso se habría adosado a la imagen, pegajoso, intentando someterla al orden referencial, pretensión con la que acaba el arte moderno. Arte de vanguardias, de rebeldías que lograron sacudir los cimientos de la imagen.

¿Y hoy? En la medida en que prevalece, en los más diversos ámbitos, una percepción y visión distraídas libradas a los halagos de la improvisación, cabe preguntar en qué condiciones se producirán las renovaciones del sentido.

Algo es seguro, no sin la emergencia de imagen y de discurso, que replantean en nuestro tiempo el antagonismo y la complementariedad de sus dinámicas. Sobre todo en un horizonte marcado a fuego por una aceleración que difícilmente auspicia el trabajo sostenido y la labor interpretativa, si bien no impide, señalemos, la invención de la palabra cotidiana que brota súbitamente. Que aflora, con evidencias que nos llevan a pensar en la evolución de la lengua, de todo lo que admite o no, cambios, prioritariamente lexicales, aquello que el uso ha aceptado y de alguna manera impuesto, y que quienes rigen los protocolos pertinentes tiene el deber de dimensionar.

Es incuestionable que en la era de las comunicaciones la palabra y la imagen proliferan con un ímpetu arrasador que amenaza cubrir la totalidad de los espacios privados-públicos. No frecuentemente con proyecciones felices, o por lo menos adecuadas. A veces decepcionantes. Es ésta la época de la circulación de mensajes de rápida, rapidísima descodificación. Sin tiempo, sin la lentitud que Nietzsche peticionaba para la labor filológica, sin tiempo para percibir, hablar y dialogar. En momentos en que es acuciante la necesidad de madurar competencias productivas y audacias conjeturales con el ineludible correlato de la respuesta activa, participativa, sin la cual la producción de discurso sería inexistente. Sin recepción no hay diálogo. Justamente es una de las tareas, incentivar la posibilidad de responder y corresponder, lo que cabe en ocasiones determinadas, para lo cual no bastan la capacidad y sagacidad lingüísticas. Son condiciones necesarias, no suficientes. Se evalúa y juzga no sólo mediante palabras, lo sabemos, pero no sin palabras, explícitas o implícitas, a veces tácitas, actuantes también en el silencio.

Silencio escaso, admitámoslo, en el torrente lingüístico desencadenado por la invasión comunicativa de la que hoy goza —y también padece— nuestra sociedad. En la vida pública de la Argentina una controvertida expresión, «que se vayan todos», tendría, desde este particular punto de vista, una corrección aceptable: «que se callen todos». Lo cual es imposible, pero esto sí, asigna a determinadas palabras y definiciones un peso y una proyección a la que esta vez no se escapa. La dispersión de las palabras cunde, pero el poder de la palabra subsiste, con grandes responsabilidades que siempre involucran al otro.

¿Y la imagen? ¿Está desprovista de responsabilidades? ¿Acaso no le pertenecen las de la invención? Su notable versatilidad actual nos convence, ciertamente, de la atracción de las apariencias, de su mutabilidad esperada o inesperada, pero suscita incertidumbre sobre un impacto duradero. El que se afianza en el recuerdo, en la reiteración de una mostración que persiste, mental y materialmente. Que resiste. Conocemos la imagen que adviene con fascinación tan fuerte como evanescente. Su aparición y desaparición no provoca añoranza alguna, dado que el reemplazo por una seducción sucesiva ya está en obra, ante los ojos. Ante la mirada que ha renunciado a repetir en la memoria aquellas palabras inauditas, a retener imágenes que quedaron impresas, inscritas. Escrituras verbales y visuales. Visión de superficie y de fondo en la que sensaciones y conceptos se alían, donde lo sensorial particular asume la universalidad de la legislación lingüística, donde, en fin, comienzan a precisarse códigos preparatorios de lectura y escritura. Ámbito que auspicia la formación de hábitos a partir de una mixtura de origen, a partir de aquella «anima mínima» a la que aludía Jean-Francois Lyotard. Allí donde lo conceptual del orden lingüístico y lo sensorial afectivo de la imagen dan inicio a la trama de la escritura, que conjura lo que se ve y lo que, aspirando a la visión, se escribe.

Ludwig Wittgenstein afirmó, en las Investigaciones filosóficas: «Hay oscuridad en el mundo. Pero un día un hombre abre su ojo que ve, y se hace la luz. En primer lugar nuestro lenguaje describe una imagen». Es el lenguaje, no dejemos de observarlo, lo que entra en escena para hacer posible el despertar del acontecimiento. Tenemos conciencia, por otra parte, que el orden figural, icónico, alberga destellos de anuncio inaugural. Cuando en El inmortal de Borges el jinete que llega, herido, del otro lado del Ganges declarando su búsqueda de la Ciudad, transcurridos los años ya no evoco palabras precisas pero sí mentalmente veo el jinete caído y su caballo, en una arena que imagino sombría. Cuando el Aleph, en la oscuridad del sótano, fulgura vertiginoso con mostración universal que involucra, incluso, las cartas indecentes, para mí es la mónada divina descubierta por Leibniz. No recuerdo las palabras de Borges, no recuerdo los conceptos de Leibniz. Imagen y concepto ¿cuál es antes en un mismo tejido vivenciado? Quizás lo que importe ahora, más que nunca, es un rescate, una restitución: revivir el nacimiento de la imagen, reivindicar el honor del nombre. Si alguna vez se dijo que en el principio era el Verbo, lo cualitativo se filtra, ineliminable. Ambos pueden salvarnos de la indiferencia, de la intrascendencia. Lo auguramos.