Si por medio de algún prodigioso artilugio tuviéramos la posibilidad de hacernos presentes una noche de junio de 1837 en la trastienda de cierta librería de Buenos Aires, donde se cumplía el modesto acto inaugural del llamado Salón Literario, estaríamos en condiciones de oír, a continuación de una esperable introducción musical, tres discursos de sesgo patriótico: el de Marcos Sastre, propietario del negocio anfitrión, seguido por los de Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez. Este imposible ejercicio ucrónico nos habría permitido conocer no sólo a dos protagonistas de la conformación de una identidad cultural argentina, temprana y trabajosa —nos referimos a los dos nombrados en último término—, sino a quienes en esta ocasión queremos tomar como muy tempranos representantes de una nítida postura en la consideración más específica de nuestra identidad lingüística, la que a su vez habrá de desdoblarse más tarde, con importantes consecuencias que intentaremos exponer en los párrafos que siguen.
El desarrollo del proceso independentista argentino en su dimensión cultural, obvio reclamo revolucionario de los actores de 1810, y específicamente la historia de las reflexiones nacidas de la extensión de la autonomía al plano de la lengua, esto es la posibilidad, necesidad y conveniencia de una lengua nacional, han sido objeto de estudios ejemplares como los de Ángel Rosenblat o Guillermo Guitarte, entre otros,1 que nos eximen de cualquier abundamiento. En ese sentido, no parece haber discrepancias en la visión de una sociedad postcolonial que, cargando sobre sus espaldas tres siglos holgados —dos en el caso del Río de la Plata— de haber admitido el centro lingüístico normativo con sede en Madrid (valga la sinécdoque simplificadora) y de haber aceptado la dicotomía de una variedad americana (en cuanto regionalismo admisible sólo para el habla coloquial) frente a una variedad peninsular (única considerada apta para el habla culta), abrió las compuertas de la insatisfacción de la intelectualidad revolucionaria porteña, y de sus posturas de autonomía idiomática. Y aunque haya sucedido de manera desacompasada y no uniforme —rémora del sistema radial que había asegurado el vínculo entre España y las futuras naciones americanas, pero no el de estas entre sí—, las relaciones de poder y de prestigio en los modernos países del Nuevo Mundo llevaron a modificar la previa valoración negativa de lo propio, típica de la extinguida condición colonial, y a elevar «antiguos vicios de su modo de hablar a la categoría de rasgos nacionales».2 Sucediéndose en esa decimonónica gestación de una nueva valoración de la lengua propia, tienen lugar las tres fases a que aludió Guillermo Guitarte: un intento inicial de mantener la situación anterior, la revaloración de las modalidades a la luz de las nuevas ideas nacionales, y un convergente decantamiento final.3 No debe olvidarse, en atención al título de nuestro panel, que fueron Ángel Rosenblat y Guitarte quienes con sensatez aclararon el verdadero sentido que ha de darse al adjetivo nacional tal como lo aplicaron los intelectuales argentinos de los inicios del siglo xix, esto es no una modalidad opuesta a la lengua española sino «idioma hablado en toda la nación», en armonía con la concepción centralista revolucionaria francesa hostil a la admisión de las variedades dialectales. La necesaria aclaración ilumina el alcance de títulos como la porteña Gramática y ortografía de la lengua nacional de Antonio J. Valdés de 1817 o la alusión al idioma patrio que asentó Juan Cruz Varela en un artículo de1828; ese fue también el sentido que tendría el adjetivo en el nombre de la asignatura «idioma nacional» impuesta en la enseñanza argentina en 1852.4 Claramente restrictivo fue, en cambio, el sentido que al vocablo le daría Luciano Abeille en su revulsivo Idioma nacional de los argentinos,5 publicado el último año de ese siglo, y que a pesar de su debilísima doctrina, ofreció, así fuera nominalmente, una línea de pensamiento para el nacionalismo (en cuanto separatismo) lingüístico, el mismo que puede considerarse paradigmáticamente retomado por Arturo Costa Álvarez en Nuestra lengua (1922).6
Alberdi y Gutiérrez son integrantes prototípicos y centrales de la generación romántica argentina, de ese segundo momento mencionado por Guitarte, que reivindicará como obra patriótica y necesaria el distanciamiento de la tutela lingüística del casticismo peninsular. Su argumentación, de fundamentación herderiana, es definida: el idioma lo hacen los pueblos, y sobre la convicción de que la ciencia y la literatura españolas eran entonces poco menos que despreciables, dijo Juan María Gutiérrez:
Quedamos aun ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma; pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa. Para esto es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extranjeros, y hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquéllos se produzca de bueno, interesante y bello.7
Cuando en 1837 Juan Bautista Alberdi leía su discurso en el Salón Literario, ya estaba en imprenta su Fragmento preliminar al estudio del derecho, en una de cuyas páginas había escrito:
Están equivocados los que piensan que entre nosotros se trata de escribir un español castizo y neto: importación absurda de una legitimidad exótica, que no conduciría más que a la insipidez y debilidad de nuestro estilo: se conseguiría escribir a la española y no se conseguiría más: se quedaría conforme a Cervantes, pero no conforme al genio de nuestra patria. […] La lengua no es otra cosa que una faz del pensamiento americano, más simpático mil veces con el movimiento rápido y directo del pensamiento francés, que no con los eternos contorneos del pensamiento español. […] A los que no escribimos a la española, se nos dice que no sabemos escribir nuestra lengua. Si se nos dijera que no sabemos escribir ninguna lengua, se tendría más razón. Decir que nuestra lengua es la lengua española, es decir también que nuestra legislación, nuestras costumbres no son nuestras, sino de la España; esto es, que nuestra patria no tiene personalidad nacional, que nuestra patria no es una patria, que América no es América, sino que es España […]. La lengua argentina no es, pues, la lengua española: es hija de la lengua española, como la nación Argentina es hija de la nación española, sin ser por eso la nación española. Una lengua es una facultad inherente a la personalidad de cada nación, y no puede haber identidad de lenguas, porque Dios no se plagia en la creación de naciones.
[…] A los que escribamos mal, dígasenos que escribimos mal, porque escribimos sin juicio, sin ligazón, sin destreza; pero no porque no escribimos español neto; porque semejante imputación es un rasgo de godismo.8
Juan María Gutiérrez permanecerá invariable en su rígida postura inicial, y su actitud independentista alcanzará su manifestación más aguda y ruidosa cuando rechace el nombramiento de académico correspondiente de la Real Academia Española, con que la corporación madrileña lo distingue en 1872 (el rechazo efectivo tuvo lugar en 1875, al día siguiente de recibir el diploma). Alberdi, en cambio, admitirá pareja designación, y en ocasión de justificar la hostil actitud de su amigo de siempre, expuso así, en un escrito de 1876 (a casi cuarenta años del Fragmento preliminar), las razones de su propia aceptación:
No he vacilado en aceptar el honor ofrecido por la Academia, porque no pienso que ella excluya por sistema del círculo de sus asociados a los que no creen en la inmovilidad y fijeza de los idiomas, por más que una Academia, por la naturaleza misma de su institución, esté llamada a respetar y servir la estabilidad y pureza de la lengua nacional.
Pero el idioma es el hombre y, como el hombre de que es expresión, está sujeto a cambios continuos, sin dejar de ser el mismo hombre en su esencia.9
A pesar de su gesto aquiescente, los juicios de Alberdi frente a la autoridad de la Academia Española no fueron menos lapidarios, y se aunaron en una común aversión hacia la creación de una academia argentina correspondiente de la madrileña, proyecto gestado en la Península en 1870 y directamente responsable de los nombramientos honoríficos cursados a nuestros dos escritores:10
Estas Academias de la lengua castellana, según el plan de la Comisión, aunque instaladas en América y compuestas de americanos, no serían Academias Americanas, sinó [sic] meras dependencias de la Academia española, ramas accesorias de la institución de Madrid.11
Las lenguas no son obra de las Academias; nacen y se forman en la boca del pueblo, de donde reciben el nombre de lenguas, que llevan. Las Academias, venidas después que las lenguas existen ya formadas, no hacen más que registrarlas y protocolizarlas, tales como las ha formado el uso, que, según Cervantes mismo, es el soberano legítimo de las lenguas, no el tirano […].
[…] Las lenguas siguen los destinos de las naciones que las hablan; y como cada nación tiene su suelo, su historia, su gobierno, su industria, su género de riqueza, sus vecinos, su comercio, sus relaciones extrangeras [sic] peculiares y propias, en cierto modo, se sigue de ello que dos naciones, aun hablando el mismo idioma, no podrán jamás hablarlo de un mismo modo. El idioma será el mismo, en el fondo, pero las más profundas e inevitables modificaciones naturales harán que, sin dejar de ser el mismo idioma, admitan sus dos modos naturales de ser manejado y practicado, dos perfecciones, dos purismos, dos diccionarios, igualmente autorizados y legítimos.
Si cada nación hace y cultiva su lengua, como hace sus leyes, desde que tiene condiciones para llevar vida independiente, ¿cómo podría la América independiente y republicana, dejar la legislación del idioma, que sirve de expresión a los actos de su vida pública, en manos de una monarquía extrangera [sic] relativamente menos poblada que ella?.12
Esas relaciones deben establecerse en el mismo principio en que descansan sus relaciones políticas y comerciales, a saber: el de la más completa igualdad e independencia recíproca, en punto a autoridad.
[…] Bastaría que la Academia española se arrogase la autoridad o el derecho soberano de legislar en el idioma que habla la América hoy soberana para que esta tomase antipatía a una tradición y manera de practicar el idioma castellano, que le venían trazados despóticamente del país trasatlántico, que había sido su Metrópoli. No puede un país soberano dejar en manos del extrangero [sic] el magisterio de su lengua. Sería, lo repito, entregarle la interpretación y suerte de sus leyes fundamentales, de sus códigos, de sus tratados, escritos en su lengua nacional, tal como él la entiende y maneja, sea bien o mal entendida y manejada.13
Pero en los juicios alberdianos creemos advertir, más allá de una fundada reivindicación filosófica y política, antiespañola y de confesado sesgo francófilo, (y este es un punto que nos interesa retener) el callado reconocimiento de una minusvalía lingüística, una tácita aceptación de la verdad del imaginario de nuestras deficiencias idiomáticas. Alberdi desarrolla una justificación —una orgullosa y desafiante justificación—, pero no una refutación de carácter lingüístico, que deberá esperar, fuera de la Argentina, la admirable inflexión teórica de Rufino José Cuervo.14 Y cuando se refiere a las acciones que España podría desarrollar para reparar los daños de su política colonial, las que «han bastardeado el idioma castellano en América» (bastardeo que adjudica a la promiscuidad con las lenguas indígenas),15 recomienda:
abstenerse de trabar la emigración de los españoles que quieren ir al nuevo mundo. La población es el mejor conductor de los idiomas. Así se introdujo el castellano en América, y así se mantendrá fiel a su tipo original. Los españoles dan allí el ejemplo vivo de la bella pronunciación castellana. Su prensa, escrita con propiedad, ejerce un buen influjo en la prensa americana.
[…] Es posible que Sud-América no llegue a hablar jamás perfectamente el castellano de Cervantes, pero no será incapaz de tomar a Cervantes lo que vale más que su lenguaje de ahora doscientos años, y es, su inmortal buen sentido, que sabe reírse de todos los quijotismos, incluso el de las Academias, que se creen autorizadas para repetir la palabra de Carlos V, de que en sus dominios no se pone el sol, y creen poder autorizar a los antípodas para que hablen el verdadero y genuino castellano, de que solo Madrid es propietario, sin incurrir en el delito de contrefaçon, por abuso de un idioma que no les pertenece.16
Si yo estimo en mucho el honor que me ha hecho la Academia española, en elegirme su correspondiente, es cabalmente porque no lo merezco, y porque no creo que con su elección espere convertirme en hablista perfecto de la bella lengua, que los americanos no hablamos ni podemos hablar como los españoles de las Castillas.17 [El destacado en itálicas es nuestro].
Y en una noble reflexión, cuya severidad no puede ocultar un espíritu maduro y conciliador, señala:
Qué temor puede inspirar una conquista que no cuenta con más ejército que la Academia, ni más arma que el idioma; tanto mejor para los conquistados. Una conquista gramatical es como una conquista amorosa; puramente platónica y abstracta cuando menos. Ojalá en este sentido pudiera España conquistarnos hasta hacer un hablista como Cervantes de cada americano del Sud. La cosa no es muy fácil, y la dificultad no data de ayer, ni viene de los gobiernos Americanos. Nadie, sino España, dio a la América la manera imperfecta con que hablo y hablan su idioma castellano, y sería de temer que nuestra reconquista no le cueste menos ni sea más eficaz que la de Andalucía, de Vizcaya y de Cataluña al ejercicio de la pura lengua castellana, que esas provincias españolas están lejos de hablar mejor que la América del Sud.18 [El destacado en itálicas es nuestro].
Pero es este es el momento de hacer presente, y debemos nuestra alerta a un lúcido trabajo de Marcelo Sztrum,19 que por sobre la ortodoxia independentista de Gutiérrez y la severa aunque matizada opinión alberdiana, coexistió en ambos la idea de una necesaria academia americana, un congreso virtual de las nuevas repúblicas que se aviniese a los requerimientos de las criaturas lingüísticas engendradas por el nuevo orden político poscolonial e inevitable si se aceptaban las postulaciones filosóficas que les daban sustento. Gutiérrez lo anticipó de esta manera:
Ya que no podemos hablar otra lengua que la castellana, démosle con nuestros propios medios y esfuerzos una fisonomía propia y nuestra, americana, componiendo una «academia» desde Méjico hasta aquí. Esta academia, representando una población más numerosa que la peninsular, haría un diccionario y una gramática que sorprenderían al mundo, mientras que ahora todo nuestro lujo consiste en los trabajos de Bello y de Cuervo que son la obra de individualidades respetuosas de determinadas prácticas, mientras quedan inútiles y sin aprovechar las fuerzas vivas de millones de hombres que han elaborado un lenguaje original y pintoresco que sólo requiere ajustarle a las condiciones normales de nuestra índole gramatical, nacida, no de la Academia, sino de esa lógica admirable que ha presidido al desarrollo de los idiomas que hablamos los racionales, y nos revela la filología.20 [El destacado en itálicas es nuestro].
Y Alberdi ya lo había auspiciado en 1837:
[…] soportar la autoridad de la Academia, es continuar siendo medio colonos españoles. La lengua americana necesita, pues, constituirse, y para ello necesita un cuerpo que represente al pueblo americano, una Academia americana.21
El escenario ideológico argentino que hemos intentado bosquejar a partir del pensamiento y actitudes concretas de Alberdi y Gutiérrez como dos figuras paradigmáticas, sufrirá a partir de la segunda mitad del siglo xix la decisiva catálisis del proceso de reorganización nacional y la sobrecogedora novedad del aluvión inmigratorio que afectó fuertemente la constitución identitaria del país. Consecuencia directa de esa nueva conformación política y económica, pero sobre todo social y étnica en lo que a nuestro tema de hoy concierne, fue, junto a un grupo «cosmopolita» surgido con la generación de 1880 (como heredero de la vertiente liberal del romanticismo, acogido gustosamente a la influencia de Francia),22 un movimiento reactivo nacionalista de doble rostro: por una parte, el que exhibió un importante sector de la élite dirigente, cristalizada entre 1910 y 1920 y apoyada en una actitud frente a la lengua de índole purista y casticista —y por necesidad hispanófila—, deseosa de conjurar lo que se veía como la descomposición idiomática provocada por la aloglosia bárbara de los recién venidos, mayoritariamente iletrados o apenas alfabetizados, y el ascenso de la clase media urbana, y por otra, el de quienes procuraban la consecución de un afianzamiento identitario sobre la base de rasgos propios de la cultura nacional —por necesidad no hispánicos—. La divergencia en la identificación del objeto de hostilidad —los argentinos nuevos «descendientes de los barcos» para unos, la aristocracia criolla vieja, nostálgica de la homogeneidad colonial, para los otros— se dirimió en una pareja concepción antagónica de lo que correspondía hacer con la lengua: la preservación de un castellano puro para aquellos, la libre y deseada innovación de nuestra variedad lingüística para estos.23
Pero el grupo nativista, nucleado en una temprana Academia Argentina, fundada en 1873, que preparaba un diccionario de argentinismos y que, como advirtió Ángel Rosenblat, venía a representar la vertiente conservadora del romanticismo pretérito, conciliaba, según hemos visto, su desconfiada visión de lo extranjero con el purismo. Orientada en un sentido contrario, de manifiesta dependencia, habría de abortar en 1889 una academia argentina correspondiente de la española, auspiciada por el poeta Rafael Obligado, que reclamaba reconocer «la autoridad de España en la lengua castellana» y aducía que «salvar la lengua es obra de patriotismo argentino».24 Vale la pena tener en cuenta que para ese año ya se hallaban constituidas las academias correspondientes de Colombia, Ecuador, México, El Salvador, Venezuela, Chile, Perú y Guatemala. La Argentina —y no es detalle menor— no se sumaría hasta cuarenta y dos años después.
Parece claro que las posturas hispanófilas conllevaban una contradicción. So capa de nacionalismo, su reivindicación tradicionalista y casticista, su nostalgia del pasado colonial y pre-inmigratorio, su temor a la ruptura de la unidad lingüística, reflejo xenófobo del quebrantamiento de una supuesta homogeneidad racial, se apartaba de manera notoria de la prédica de la generación romántica que venimos de considerar —de la hondura de cuyo patriotismo no podría dudarse sin comisión de injusticia— y de su genuina voluntad de independencia de la antigua metrópolis. La corriente del independentismo lingüístico, a su vez, animada por concepciones de raigambre idealista próximas a los que habían fundamentado el pensamiento alberdiano o el de Gutiérrez (ya hemos aludido a los pujos teóricos de Luciano Abeille), reiteradora de su misma argumentación hispanófoba, en cuanto promovía la formación, que consideraban inexorable, y el reconocimiento de una lengua nacional de los argentinos, restringía la vigencia de la modalidad dialectal a las fronteras políticas en la diatopía (al rioplatense más precisamente) y a una heterogénea y asistemática cantidad de rasgos, entre los que terminaba privilegiándose el léxico.
Los especialistas coinciden en admitir un momento de final convergencia superadora de estos dos vectores ideológicos cuya génesis y desarrollo hemos querido ilustrar en las líneas precedentes. Ángel Rosenblat insistió en la comunidad esencial de cosmopolitas y nativistas como desarrollos complementarios de virtualidades románticas, y entroncó el conjunto de la literatura gauchesca con el mismo espíritu de la generación de 1880; en su perspectiva, el criollismo, heredero del nativismo, devino para el inmigrante un oportuno camino de integración:
El extranjero, y aún más su hijo, se volvió campeón del criollismo. A él hay que atribuirle ciertas formas extremadas, patológicas del nacionalismo o del patrioterismo a las que fue casi siempre inmune el argentino de viejo abolengo. Entre ellas, la más inocente sin duda es la idea de una lengua privativa de la Argentina.25
Mercedes Blanco, a su vez, identificó una posición intermedia de equilibrio, alejada tanto del purismo conservador como de la hispanofobia lingüística, reivindicadora de una búsqueda de originalidad en la expresión que, sin rupturas separatistas, fuese capaz de hacerla netamente argentina. Los nombres y citas de Ricardo Rojas, Pedro Henríquez Ureña y Jorge Luis Borges ilustran su aserto.26
Nuestra exposición necesitó de la historia apretadamente trazada en los párrafos precedentes, no exenta de omisiones y simplificaciones impuestas por la naturaleza de esta contribución, para mejor entender el sentido de lo que pretendemos decir en este panel.
Creemos que las fuerzas contradictorias presentes en las actitudes frente a nuestra modalidad lingüística nunca sucumbieron. A las corrientes de pensamiento que acabamos de resumir vinieron a sumarse a lo largo del siglo xx otros componentes, que opacaron una sensata consideración de nuestra variedad dialectal.
El Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, creado en 1923 por inspiración de Ricardo Rojas, el propiciador de una «filología argentina», inició sus actividades bajo la auspiciosa dirección de Américo Castro. Pero ni el padrinazgo indiscutible de Ramón Menéndez Pidal en ese nombramiento ni la solvencia de filólogo y de dialectólogo del ilustre visitante impidieron que prevalecieran en sus consideraciones de nuestra realidad lingüística, junto a resabios biologicistas e intuiciones de sesgo sociológico, las consecuencias del sentimiento de peligro frente a una probable fractura del idioma común, que se había instalado entre los lingüistas del mundo hispánico desde finales del siglo xix.27 En una obra ya clásica, Castro comete un abuso de diagnóstico y desacredita nuestra modalidad asignándole rasgos de desorden y desquiciamiento que sólo atina a atribuir a un parejo desorden raigal de la historia argentina; en su embestida nada queda en pie (sufrimos arcaísmo, afectación, ruralismo, vulgarismo, pobreza de recursos expresivos, carencia de unidad fonética, gauchismo, lunfardismo, aplebeyados préstamos dialectales italianos, etc.).28 Y a pesar de admitir ya como criterio de corrección el acatado por la gente culta y por la lengua literaria, el mismo que también habrá de fundamentar la norma difundida desde entonces por ese Instituto, y particularmente por el grupo que colaborará con Amado Alonso entre 1927 y 1946, de decisiva y durable influencia en la formación de docentes de lengua, no pudo sustraerse —parecería que tampoco Alonso— a un análisis defectuoso de nuestra realidad lingüística, en la medida en que la negación de la existencia de una norma culta en nuestro país, o su impugnación severa, se basó, como lo advirtió Rona, en el equivocado contraste de distintos niveles de lengua a uno y otro lado del Atlántico —un nivel de un lugar con otro nivel de otro lugar—.29
En contemporaneidad con la dirección del Instituto de Filología en manos de Amado Alonso, el 13 de agosto de 1931 se crea por decreto presidencial la Academia Argentina de Letras. Ampliando el alcance de la función, establecida en el texto del decreto, de «velar por la corrección y pureza del idioma, interviniendo por sí o asesorando a todas las reparticiones nacionales, provinciales o particulares que lo soliciten», es particularmente expresiva de los ideales lingüísticos que inspiraron esa creación el contenido del Acta de Constitución, firmada en el despacho del Ministro de Justicia e Instrucción Pública:
Los presentes expresaron su conformidad con el decreto del Gobierno Provisional, inspirado en el propósito de dar unidad a la vida intelectual del país y llevar al seno de las instituciones la contribución de los estudios relacionados con los problemas del idioma y de la necesidad creciente de su conservación y pureza; su convicción de que el idioma es un tesoro que debe ser cuidado y acrecentado para que las formas vivientes de nuestra cultura sean la expresión de una ponderable disciplina; que ningún pensamiento podrá llegar a fijarse en lo esencial sin el dominio del léxico, de la riqueza de la lengua literaria; que es patrimonio común de las naciones hispano-americanas este admirable instrumento de labor espiritual, cuyo porvenir es inmenso y cuya conservación es de innegable trascendencia; que despertar el amor al idioma y estimular en todas las esferas el anhelo de su perfección es un acto de gobierno que cuenta con la tradición de los más preclaros espíritus; que todo trabajo intelectual requiere un largo esfuerzo y el conocimiento de los recursos del habla; […] que es necesidad impostergable la de velar por las buenas formas del lenguaje desde la escuela y valorar su influencia en la formación del espíritu público […].
La presidencia de la Academia corresponde a Calixto Oyuela. Su identificación con lo hispánico amalgamaba lengua y raza:
Arte de nuestra raza española, modificada y enriquecida, pero no desnaturalizada, en su esencia, por el nuevo ambiente […].
[…] Lo verdaderamente argentino es todavía esencialmente español.30
Su mímesis con lo español —no nos resistimos a ilustrarlo— explica que, deseando poetizar una escena de infancia, en la que corría junto a sus hermanos al encuentro del padre, haya podido expresarse así:
¡Qué gozo al columbrarle! ¡Qué algazara
a su alrededor formábamos! ¡Qué ansioso
cada cual pretendía
ser antes que los otros divisado!31
La invitación a otros nacionalistas hispanófilos de nota para integrarse a la flamante Academia (Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren, Enrique Larreta o Gustavo Martínez Zuviría), no permite abrigar muchas dudas acerca de la concepción de la lengua que la corporación sustentaba ni de su referente normativo, patentizados diáfanamente en este proyecto de comunicación dirigida a Ramón Menéndez Pidal, director de la Real Academia de Madrid, y asentada en la primera acta de la corporación:
El Estatuto de esta Academia establece como uno de sus fines fundamentales, en armonía con los designios generales de nuestra cultura literaria, la conservación de la unidad y pureza de nuestra lengua común, tan vastamente difundida en el mundo. La cooperación y estrechos vínculos de nuestra Academia con la de Madrid, centro tradicional universalmente reconocido y respetado, de la cultura lingüística castellana, reviste, pues, la más alta importancia para la acción fecunda de la nueva institución argentina, y para su unión y hermandad perennes con los propósitos de su ilustre antecesora española.32 [El destacado en itálicas es nuestro].
En esa misma ocasión, el flamante académico Leopoldo Herrera propuso añadir que nuestra Academia aceptaba la autoridad de la real institución «pues innegablemente esa Academia es el supremo tribunal del idioma», atribución que hasta Calixto Oyuela juzgó excesiva y rechazó señalando que creía necesario mantener la autonomía de la Academia Argentina, y que la carta original ya hacía resaltar «la prioridad y la tradición de la cultura de la Academia de Madrid».33 Y vale la pena traer a colación que serán tempranos y distinguidos académicos, duros prescriptivistas y puristas como Enrique García Velloso, Arturo Capdevila o el padre Rodolfo Ragucci. Este último resulta paradigmático. Autor de un manual de lengua oficialmente autorizado para los tres años de castellano del siglo básico, que en 1958 había alcanzado veinte ediciones,34 hacía constar en él estas definiciones:
Nuestra lengua nacional y oficial es la española o castellana. Llámase española por venirnos de España, donde la hablan la mayor parte de sus habitantes, y castellana porque en Castilla, uno de los antiguos reinos de España, se habló primero con mayor perfección.35 [El destacado en itálicas es nuestro].
Gramática es el conjunto de reglas para hablar y escribir correctamente un idioma.36
No es suficiente el solo estudio de la Gramática para hablar bien una lengua, porque ésta es un arte y el arte sólo se llega a poseer a fuerza de práctica o ejercitación constante. Por esto, el alumno que alimente la noble ambición de poder manejar un día con pureza, propiedad, soltura y elegancia el rico y armonioso idioma de Cervantes, […] debe dedicarse a la lectura y audición atenta y perseverante de los autores […], consagrados como verdaderos maestros y legisladores del bien decir castellano […].37
Los párrafos precedentes nos permiten ejemplificar, por un lado, la larga subsistencia de una concepción cerradamente purista y de referente hispánico, y por otro, la noción de gramática como un conjunto de reglas para alcanzar la corrección en el manejo de la lengua, considerada como arte.
Desde esa perspectiva teórica, Ragucci es coherente cuado sostiene:
el empleo de vos en lugar de tú, en la conversación familiar que se estila entre nosotros, es grave incorrección, máxime empleándolo con el singular del verbo o con las formas plurales corruptas o mutiladas (sabés, tenés, dejás, marchés, etc. en lugar de sabéis, tenéis, dejáis, marchéis, etc.). A este vicio se lo llama voseo.38
¿Cómo sorprenderse en realidad de que Ragucci condene este, nuestro definitivo arcaísmo, cuando fue llamado «mancha del lenguaje», «viruela» e «ignominiosa fealdad» por Capdevila39 o «lacra crónica de nuestro organismo social» por José León Pagano, ambos académicos?40
Y aunque en la sección dedicada a la pronunciación, Ragucci advierte, con más cautela: «querer adoptar pronunciaciones de otras partes, siquiera sean de las en uso en regiones de la Madre Patria, tendrá siempre visos de afectación y novelería, a menudo ridículas»,41 convicción que le permite aceptar el seseo (rasgo americano unánime que careció de legitimidad académica hasta el Segundo Congreso de Academias de la Lengua Española en 1956),42 su condena se mantiene inapelable con respecto al yeísmo, la aspiración de s preconsonántica o su deleción en posición final, la asibilación del grupo tr o la asimilación de grupos consonánticos, todo ello sin discriminación dialectal o de registro.43
Desde esa creencia en una procurada elevación cualitativa, que iría desde el habla de la calle a la excelsitud del idioma cervantino, no cabe la noción o la admisión de una sobrepuesta coexistencia de normas para los distintos niveles. No creemos equivocarnos al pensar que esos supuestos no encontraban en el cuerpo académico voces discrepantes.
Y de hecho, y si volvemos por un instante al equipo de trabajo de Amado Alonso en el Instituto de Filología, cuya labor de investigación dialectológica argentina fue tan señera como su impronta en la formación de los docentes que adscribieron al estructuralismo e hicieron sentir su decisiva influencia a partir de la segunda mitad del siglo xx, fue precisamente su mentor quien tempranamente manifestó también alarmas propias sobre nuestra modalidad.44 Para Alonso, el escritor inhábil o «escritor-masa», que en Buenos Aires «abunda alarmantemente más que en otros países de lengua castellana» —se refiere genéricamente a poetas y cuentistas mediocres, y a la producción menor de periodistas, médicos, abogados y políticos— maneja una lengua débil e imprecisa, lo que determina en él inseguridad lingüística,
y un recelo suspicaz ante multitud de literarismos que los escritores de los demás países emplean, pero que aquí se esquivan, no se vaya a pensar que se las echa uno de escribir castizo.45 [El destacado es nuestro]
Para el filólogo español, la razón del desquicio idiomático de Buenos Aires es —reaparece el tópico—, el desborde inmigratorio:
[…] en esta ciudad de aluvión, la lengua que más se oye, no en los bajos fondos ni en personas de cultura excepcional, sino entre la mayoría de los profesionales, de los empleados, de los comerciantes y de sus familias, es de una calidad demasiado baja y de una cantidad de elementos demasiado pobre. En el obligado injerto de la lengua escrita en la oral, la hablada por la masa de los porteños no está en condiciones de colaborar con dignidad en la literaria. El escritor que quiera serlo de verdad, no tiene otro remedio que hacer suya la lengua de los cultos de este y de los otros países hispánicos.
Esta es una de las dos razones raigales de por qué el escritor —digamos el redactor— que escribe mal abunda en Buenos Aires de modo excepcional: su lengua oral no tiene suficiente calidad.46
Lo que el hablante encuentra en esa lengua oral es «un instrumento estropeado, inadecuado para la expresión de la actitud literaria». El porteño, en opinión de Alonso (y lo aventurado de su diagnóstico sociológico no difiere de los de Castro, su maestro), posee «un recelo casi morboso» contra las formas cultas de expresión, lo que determina que el rasgo más peculiar del castellano de Buenos Aires sea el aflojamiento de toda norma; y esta situación se agrava cuando se considera que:
al revés de lo que ocurre en París, Berlín, Roma o Madrid, las gentes de educación idiomática deficiente están en todos los puestos, en la política, en las profesiones liberales, en el alto comercio, y hasta en la prensa y en la cátedra.47
Para Alonso el buen hablar queda relegado a zonas tradicionales:
Buenos Aires habla bastante mal la lengua del país. A la vista salta el mayor señorío y decoro del hablar provinciano argentino. Hasta las hablas rurales superan al porteño en calidad y en fijeza. No hay siquiera necesidad de preguntar si la gente habla aquí mejor castellano que los limeños o los mejicanos o los madrileños; Buenos Aires ha estropeado y desnacionalizado la lengua culta de su propio país, la lengua digna que se transparenta en la prosa de Sarmiento, de Avellaneda, de Echeverría. ¿De qué sirve que unas cuantas familias tradicionales hayan heredado aquel hablar, mejorado hoy parcialmente, si eso no es más que una exigua minoría perdida en el mare mágnum —grande y confuso— de Buenos Aires?.48
El modo de hablar de estas gentes sí que se diferencia del de España, pero es imposible tomarlo como un conato de «independización idiomática», porque de lo que se ha hecho independiente no es del castellano de España, sino del buen castellano de aquí. No es una nacionalización, sino una desnacionalización de la lengua.49 [El destacado en itálicas es nuestro].
Berta Elena Vidal de Battini, eximia dialectóloga formada en el grupo de Alonso, autora de la primera y más completa descripción de la lengua en nuestro país realizada sobre materiales propios, que llegaría a la Academia Argentina de Letras en 1983, a tono con el pensamiento de Castro y de Alonso, observó:
O se habla y se escribe chabacana o descuidadamente, o la vacilación impone un esfuerzo desmedido en busca de lo correcto, que generalmente lleva al purismo y a la afectación.50
Tras volver sobre el tópico de las consecuencias negativas sobre la lengua originadas en una inmigración masiva y de escasa cultura, Vidal de Battini distribuye también estratificadamente el mal hablar resultante:
Mucho de esto hay en las clases populares, poco en las clases cultas y menos en los porteños de familias tradicionales.51
y fija un criterio normativo escolar acorde:
Por medio de la escuela aspiramos a generalizar, en el español de la Argentina, los rasgos propios del habla de los más cultos y de los mejores escritores y a destacar los tradicionales de lengua general, vivos en sus regiones más conservadoras.52
No parece aventurado sospechar que esos rasgos tradicionales («los rasgos castellanos de mayor dignidad»),53 los mismos a que aludía Alonso, propios de una alegada lengua general, custodiados en las regiones más conservadoras y en la boca de los porteños de familias preinmigrantes incontaminados, se corresponden con un ideal lingüístico cuyo referente mediato no puede ser otro que el hispánico, descontados de él algunos cuya retracción se consideraba inviable y cuya legitimación había que aceptar. Ya había destacado la autora la saludable influencia sobre la lengua escrita y la lengua culta porteña de un nutrido grupo de hombres de letras españoles radicados en Buenos Aires tras haberse expatriado antes de la revolución española de 1868 y después de la caída de la primera república en 1874 (entre ellos, Ricardo Monner Sans, con quien la mordacidad de Borges habría de ensañarse).54
Vidal de Battini advierte después:
Las diferencias que naturalmente existen en todas partes entre la lengua hablada y la lengua escrita —nadie habla como escribe—, en el español de la Argentina son todavía grandes y sobrepasan el límite que conviene para que ambas formas puedan apoyarse como corresponde, en la dirección y mantenimiento, en el avance y ajuste de la lengua […]. Cuando logremos establecer el equilibrio indispensable entre la lengua hablada y la lengua escrita, depuradas y enriquecidas en su propia fuente, hablaremos y escribiremos con la naturalidad y la espontaneidad que tanto admiramos en los españoles cultos.55 [El destacado en itálicas es nuestro].
Si nos hemos referido privilegiadamente a la Academia Argentina de Letras y al Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires es porque, en razón de las circunstancias históricas en que surgieron y desarrollaron su acción de mayor alcance, de la relevancia cultural de quienes lo integraron, de su importancia institucional o su incumbencia profesional y de su incidencia en la conformación de un imaginario social a través del periodismo, la escuela o la cátedra, la valoración de nuestra modalidad lingüística por ellas sostenida y difundida —y más precisamente de la variedad rioplatense, que por su dimensión habría fatalmente de convertirse en difusora normativa—, vino a dar pábulo a una visión descalificadora que, habiendo nacido al calor del conflicto de la independencia política, sobrevivió tensionada entre la reivindicación identitaria, que hacía de ella estandarte, y la secular tradición del purismo casticista.
Alleguemos las líneas de nuestro recorrido. La postura abiertamente hispanizante no necesitó fundamentación para dar por sentado un principio de corrección lingüística de obvio referente peninsular, que por lo demás sobrevivía desde la Independencia, aun solapado en el ideario extremista de los patriotas románticos. Las transformaciones sociales que tuvieron lugar a partir de la organización nacional, y sobre todo las dramáticas alteraciones producidas por la inmigración masiva, promovieron desde una vertiente nacionalista una identificación del pensamiento reaccionario con un ideal sostenido en componentes de hostilidad racial y de paralela reivindicación de un pasado previo al arribo de aquellos contingentes extranjeros y a la supuesta bastardía lingüística que habían provocado. A su vez, el proyecto de una lengua nacional diferenciada, que había estado virtualmente instalado en las concepciones herderianas de los actores de la independencia, no logró sobrepasar el nivel de la declamación polémica, pero vino a coincidir con los requerimientos identitarios de los sectores de incorporación reciente. Por otra parte, la consideración científica de nuestra realidad lingüística, reclamada desde la universidad misma, estuvo inicialmente a cargo de dos prestigiosos filólogos españoles que no pudieron sustraerse al impacto de su encuentro con el habla de una urbe populosa de población heterogénea, muy distante de Madrid y en acelerado proceso de crecimiento. La certeza absoluta de la preeminencia de la lengua literaria como ideal normativo para el mantenimiento de una lengua general (noción que parece corresponderse con lo que hoy denominaríamos lengua estándar) y el lógico déficit teórico que no les permitió advertir la existencia de otras normas coexistentes —como las que son propias de la lengua oral y coloquial—, los procesos de estandarización policéntricos56 o la distancia conceptual que separa norma y codificación prescriptiva, y que hoy, aunque con complejidad de tratamiento y doctrina, admite la lingüística,57 instalaron la idea de una variedad de habla rioplatense pobre y caótica, poco menos que irrecuperable, e inepta para conformar una lengua de cultura.
Ángel Rosenblat, en el prólogo a la obra de Vidal de Battini, alcanzó a plantear claramente:
Los correctistas del lenguaje padecen por lo común un error que nace de una falta de perspectiva de lo que es la lengua, diferenciada por naturaleza según las regiones y según los estratos sociales. No se puede aplicar al habla hispanoamericana general las mismas normas que al español peninsular. […] El corrector debe, sobre todo, tener en cuenta la estratificación del habla. Una comunidad aislada del campo tiene, dentro de ella misma, un habla irreprochable […]. Pero el hablante que sale de su comunidad, que va a la escuela o aspira a un ámbito expresivo más amplio, debe aprender —como parte de su educación civil— los usos de la comunidad regional, nacional o supranacional.58
No obstante, y aun entendiendo que el seseo y el yeísmo ya se habían instalado en forma definitiva, la pertinaz sensatez de Rosenblat no le impidió recomendar la corrección de la aspiración y pérdida de /s/, en la que entendía que la escuela podía alcanzar notable eficacia.59 Sospechamos que hoy no insistiría en ello.
No deja de ser llamativo que hayan sido voces ajenas a la disciplina lingüística las que debieron salir en defensa de la legitimidad de nuestra modalidad. Bástenos citar dos nombres ilustres, cuya producción parece haberse salvado misteriosamente de aquellos diagnósticos descalificadores. Jorge Luis Borges lo hizo al menos en dos ocasiones; en una de ellas, la admirable contestación a las desazones de Américo Castro ya citadas líneas arriba, escribió:
No menos falsos son «los graves problemas que el habla presenta en Buenos Aires». He viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía, por Castilla; he vivido un par de años en Valldemosa y uno en Madrid; tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros.60
Y en los mismos años, casi invirtiendo los términos de dependencia cualitativa planteados en la formulación de Amado Alonso, señalaría Julio Cortázar:
es necesario encontrar un lenguaje literario que llegue por fin a tener la misma espontaneidad, el mismo derecho, que nuestro hermoso, inteligente, rico y hasta deslumbrante estilo oral.61
Como consecuencia palpable de estas directrices actitudinales opuestas, surgidas con la nación y desarrolladas a instancias de impulsos independentistas mitigados por una desvalorización lingüística de variada etiología (la persistencia histórica de la norma hispánica peninsular, explícita o tácita, en alianza con el tenaz prescriptivismo de base purista y la tardía asistencia de la teoría lingüística en una más adecuada evaluación y corrección de los diagnósticos apocalípticos sobre el habla de Buenos Aires) surgió esa suerte de contradicción performativa identificada por Marcelo Sztrum e ilustrada por enunciados que al realizarse, contradicen lo que afirman («esta debe ser otra lengua», «es otra lengua» o «deseo que sea otra lengua» fueron, en síntesis, formulaciones hechas en el mismo idioma que debía ser, era o se deseaba otro).62 «Buenos Aires habla bastante mal la lengua del país», como decía Alonso, es afirmación que, bien vista, se muerde la cola, y no menos contradictoria en sus términos que esta opinión «argentinista» de Leopoldo Marechal:
Yo creo que con lo peculiar del idioma argentino —porque evidentemente ya tiende a ser un idioma argentino— se pueden dar absolutamente todos los matices y darle a todas las ideas la universalidad que necesitan. Porque si ustedes bien lo miran, las diferencias están en muy pocos elementos —en el voseo, en los verbos— pero en todo lo demás se lo puede utilizar perfectamente bien. En ese sentido yo soy partidario de utilizar toda la riqueza de nuestro idioma, siempre que no se lesionen estas modificaciones que, de no ser respetadas, causarían bastante asombro a nuestros lectores, si empleáramos un lenguaje demasiado hispánico, por ejemplo.63 [El destacado en itálicas es nuestro].
En qué medida esta tensión identitaria ha incidido y sigue haciéndolo en las creencias y actitudes de los hablantes de Buenos Aires, puede estimarse a partir de los resultados de una encuesta que realizamos sobre un universo de 400 habitantes de distinto nivel social correspondientes a la Capital Federal y a cinco municipios del conurbano bonaerense.64 A la pregunta sobre si se habla mejor en otro lugar, las respuestas afirmativas resultaron cuantitativamente próximas a las negativas (56 % y 50,7 %, respectivamente), y de quienes respondieron por sí, un 23 % identificó a España frente a un 33 % que mencionó distintas provincias del interior, con preferencia por las correspondientes al noroeste. Así como los porcentajes permiten advertir que la mitad de los encuestados mantiene una idea desvalorizada de la modalidad local, una cuarta parte de ellos abriga la idea de que la variedad peninsular es mejor. El resultado es más significativo si se atiende a lo que se induce de la pregunta acerca de si la forma de hablar de los españoles es, comparada con la nuestra, diferente o igual; así, los rasgos de mal hablar atribuidos a los hablantes españoles son proporcionalmente insignificantes si se los coteja con los asignados a los locales, a los otros lugares donde se habla peor y a los sancionados como objeto de corrección por parte de los padres, lo que parece ser indicio de la persistencia del prejuicio modélico peninsular. Y dentro de las relativamente escasas particularizaciones que los hablantes son capaces de identificar en la instancia fonológica, la condena apunta a la realización asibilada de la vibrante múltiple y a la deleción de /s/, así como eventualmente se hace un reconocimiento elogioso de la realización de la palatal lateral («elle») y del mantenimiento de la oposición /s/ - /q/ como propios de aquellas zonas donde se habla «bien» o «mejor».65 La identificación de las instituciones fijadoras o difusoras de norma se procuró mediante la pregunta ¿Conoce usted algún lugar o institución donde se establece cuál es la forma correcta de hablar?; la respuesta fue negativa en el 37 % de los casos, pero un 24 %, que incluye hablantes de tres de los cuatro niveles socioculturales en que se dividió el universo encuestado, mencionó espontáneamente la Real Academia Española y un 9 %, la escuela.
Creemos que el panorama trazado denuncia con elocuencia la génesis e historia de la inseguridad en cuanto a la norma seguida o «seguible» por los hablantes porteños. En todo caso, el decantamiento final como fase última de la periodización propuesta por Guitarte, nos parece inconcluso. El tema admite un tratamiento ciertamente más amplio en extensión y en profundidad que el que le hemos podido dar para la ocasión que hoy nos convoca. Pero a la luz de cuanto hemos expuesto a lo largo de nuestra contribución, no es aventurado advertir las consecuencias actuales de tan largo combate contra la difícil consecución y aceptación por los hablantes de Buenos Aires de una identidad lingüística propia.
Los más recientes criterios de enseñanza en nuestro país establecidos en los contenidos curriculares para la educación media, si bien contemplan el tratamiento de la oposición entre variedad regional y lengua general, suelen adolecer en la práctica, o bien de un escaso o errado tratamiento, o bien de un doble discurso que hace convivir la exposición del concepto teórico de la variedad, al tiempo que se procura evitar la aparición de marcas de variedad en los enunciados de las consignas de trabajo (en los manuales empleados en Buenos Aires, por ejemplo, que reivindican estrategias comunicativas, se recurre a los infinitivos o a un «ustedes» que escamotea el voseo), lo que determina la construcción de un destinatario, de quien la instancia pedagógica espera que se reconozca en la lengua que lo interpela, aunque ésta no se corresponda, por deliberada omisión, con la norma culta de la región geográfica a la que pertenece. Es decir que en el pasaje del acto privado (oral) de la clase al público (escrito), debe responder a los cánones de una norma que no coincide plenamente con la propia. Se induce de ello que, a pesar de que el español rioplatense es el dialecto privilegiado por los medios de comunicación de mayor alcance, no es considerado una variedad prestigiosa, cuyos rasgos merezcan integrar sin restricciones la lengua en que se enseña.66 Los intentos legislativos, de índole económica antes que lingüística, de promover un español neutro para los productos televisados exportables, no hace sino reconocer (o alentar) calladamente un sentimiento de minusvalía lingüística que, como hemos visto, viene de muy lejos.
Con justeza pudo advertir Guitarte que la caducidad del insostenible concepto de pureza de la lengua crea el problema de dar con otro criterio que guíe la política lingüística, puesto que la falta de un criterio de valor, «reemplazado por nociones puramente lingüísticas o sociológicas, puede ser más perjudicial a la conservación de la lengua que la vieja idea de la pureza».67 Creemos que en la Argentina —y nos preguntamos qué ocurre en el resto de los países americanos— todavía no se ha logrado imponer un criterio de reemplazo de ese tipo, lo que lleva en los hechos a una convivencia silenciosa e irreflexiva con la diversidad y a una más o menos tácita pero latente admisión de minusvalía, que las instancias educativas no terminan de iluminar ni de resolver.
La solución, si alguna existe, dista de ser sencilla. La necesaria conformación de normas nacionales, es decir la realidad y sana ejecución del policentrismo (o de autonomías compartidas), plantea un común requisito de base y desafíos plurales. La exigencia primera es el desmantelamiento minucioso de la subvaloración. El sostenido temor frente a la disgregación dialectal sólo puede combatirse a partir de autoafirmaciones identitarias plenas y equipolentes, que se hayan sobrepuesto de manera definitiva a la presencia fantasmática del modelo peninsular.
En cuanto a los desafíos (o cuestiones por resolver, para expresarnos con una retórica que deseamos distante de los atriles políticos y de las convenciones de estrategas de marketing), son los que presenta la lingüísticamente compleja delimitación conceptual, la aceptación y la fidelidad a una norma panhispánica, ese constructo prefigurado en aquel tipo original de la lengua que ya había mencionado nuestro Alberdi, al que dio entidad Rufino José Cuervo,68 a esa renovada coiné de intercambio entre impuros, como la llamó López García.69 Y cuestiones inmediatas de tratamiento adeudado son las que deben derivarse del trazado de una correlativa política lingüística panhispánica, bien expuestas por Francisco Moreno Fernández:
cómo tratar los préstamos aportados por otras hablas o lenguas, qué variedad del español enseñar y en qué variedad enseñarla, qué variedades deben usarse en los medios de comunicación social, cómo solucionar las dificultades que surgen en la relación entre lengua escrita y lengua hablada.70
Y como trasfondo insoslayable de todo ello, la evidencia de que las comunidades necesitan y exigen una norma correcta que seguir,71 demanda que, en Buenos Aires al menos, forma parte de una expectativa que los hablantes de todos los niveles todavía mantienen depositada en las instituciones docentes —escuela y universidad—, a las que hacen responsables de la preservación de la calidad del idioma, aunque tal misión, al tenor de la opinión general, se estaría cumpliendo en forma muy imperfecta.72
Permítasenos dos advertencias finales. Despejada la histórica (pero, a nuestro juicio, no extinta) desvalorización de nuestra variedad, resta todavía apuntalar, hoy más que nunca, la convicción —nuestra convicción— de que la lengua de los buenos escritores es el nutriente de la buena conformación del habla culta, y ésta a su vez continúa siendo la única garantía de un dinámico control cualitativo sobre la dispersión, hacia adentro y hacia afuera de las fronteras nacionales, de las variedades orales, imparables, bullentes y proteicas. La realidad indisimulable de los nuevos agentes normativos instalados por los medios de comunicación, en un amplio arco que va desde el cine, la televisión, las redes cibernéticas (pero también los héroes y heroínas mediáticos, los y las periodistas y presentadores triunfantes y los deportistas omnipresentes y pseudo-omnisapientes) hasta los doblajes y redacciones en una variedad atópica —todo eso que ha dado en llamarse la «tercera norma»—,73 es posible que constituya un factor decisivo de interrelación que facilite alguna forma de cohesión lingüística de los hablantes de español, pero nos tememos que no pase de ser una fuerza niveladora inducida, desprovista de la espontaneidad, necesidad y legitimidad de los procesos de nivelación históricamente conocidos. Las variedades del español deben responder a la voluntad expresiva de los hablantes, para sostener y perfeccionar sus identidades nacionales y para seguir siendo savia que otorgue dignidad a las ulteriores creaciones de la literatura. Contrariamente, se corre el riesgo de asumir (cito a un casi premonitorio Borges de 1927) «un español gaseoso, abstraído, internacional, sin posibilidad de patria alguna».74 Y la patria es algo más que una efusión nacionalista, siempre lábil al ridículo; es el lugar irreemplazable de las primeras palabras.
Cuando hace tres años se clausuraba el Segundo Congreso Internacional de la Lengua, Juan Lope Blanch tuvo la generosidad de acercársenos y celebrar un párrafo nuestro. No podíamos saber que lo estábamos despidiendo. En su homenaje, deseamos cerrar nuestra exposición con las palabras que merecieron aquel día la aprobación del ilustre filólogo de los dos mundos: «Nuestra convicción —dijimos— es que la unidad de la lengua sigue vinculada a una razón extralingüística —la voluntad de admitir una pertenencia lingüística—, y ésta depende exclusivamente de una voluntad colectiva de adscribirse a un dominio cultural común que se considera deseable».