Que la lengua hablada por cualquier persona forma parte de su identidad es cosa bien sabida y mil veces testimoniada a lo largo de la Historia, desde aquel pueblo gileadita que se distinguía por pronunciar la inicial de la palabra shibboleth con la palatal [ò] y no con la alveolar [s], como hacían los efraimitas (Jueces XII 6), pasando por el ceceo que caracterizó el habla de los gitanos en la España del siglo xvi (Alonso 1952), hasta el uso de la muy respetuosa forma de tratamiento su merced [sumersé] que se identifica con la gente de Colombia, especialmente con los cundiboyacenses o rolos, como ha explicado el profesor Montes Giraldo (2000: 148). Podríamos, pues, mudar el refrán y sentenciar: dime qué hablas —o, mejor— dime cómo hablas y te diré quién eres.
Efectivamente, la relación entre lengua e identidad es tan estrecha que no ha podido pasar inadvertida a los modernos teóricos de la Sociolingüística. Le Page y Tabouret-Keller (1985), por ejemplo, han propuesto un «modelo de proyección» que define la conducta lingüística individual como una serie de acciones por las cuales la gente revela tanto su identidad personal como la búsqueda de una posición dentro de un grupo social. Según este modelo, los actos de habla son actos de proyección de imágenes, como en el cine, de modo que los hablantes proyectan su universo interior a través de su lengua o, cuando se trata de contextos multilingües, de la elección de una lengua. El hablante, mediante los usos lingüísticos, invita a sus interlocutores a compartir su proyección del mundo y sus actitudes hacia él, a la vez que se muestra dispuesto a modificarlas por influencia de las personas con las que habla.
Pero, dejemos el modelo de proyección así perfilado, pues habrá de servirnos al enfilar las conclusiones, y quedémonos con la aceptación de los teóricos y del ciudadano de a pie de que la lengua es una de las más importantes señas de identidad de las personas y de los grupos sociales.
Ese ciudadano de a pie al que acabo de referirme suele aceptar, por otro lado, que cualquier lengua está vinculada de forma absolutamente natural a un dominio geográfico. Y tan es así, que la identificación de una lengua con un territorio llega a aceptarse a modo de axioma, sin necesidad de demostración alguna, y a través de entimemas tan transparentes como simples: habla español, luego es de España. Por eso mismo, los argentinos —en general los suramericanos— se sienten cómodos llamando a la lengua castellano, porque asumen que el español es cosa de españoles y que lo suyo no es lo mismo. Comentaba Cecilia Roth en una entrevista televisiva que, cuando regresaba a Argentina tras hacer una película en España, todos le decían que volvía «hablando gallego», en alusión, naturalmente, al español de España. La identificación «lengua = dominio geográfico» es una constante que puede reducirse a aseveraciones tan lógicas como que Islandia es el territorio del islandés, Japón lo es del japonés, Polonia del polaco y Rumanía del rumano. Y esto es asumido por propios y extraños, de manera que los habitantes de cada uno de esos territorios consideran sus lenguas respectivas como parte esencial de su identidad.
En la interpretación más neutra y general, las naciones o estados ideales son aquellos en los que solamente se habla una lengua, de modo que la Rumanía ideal es la que solo habla rumano y la Francia ideal es la que solo habla francés (López García 2004: 78). Hasta tal punto está arraigada esta asunción, que la excesiva similaridad lingüística llega a combatirse para marcar con claridad las diferencias entre unas naciones y otras, como ha ocurrido con el serbio y el croata, que acabaron expresándose por escrito mediante alfabetos diferentes. Los que no se expresan como yo, son distintos de mí; los que no hablan del modo en que se hace en mi tierra, sencillamente no son de mi tierra.
Es palmario que las cosas son así de hecho en numerosos casos, principalmente cuando se trata de naciones o estados de pequeña extensión, pero no suele serlo cuando los estados son grandes, pongamos España e Italia o, en una mayor dimensión, Rusia o Canadá. Conforme la geografía se extiende, va resultando más evidente que las ecuaciones «lengua=dominio geográfico», «lengua=nación» o «lengua=estado» no son categóricas. En el caso de Rumanía, es verdad que esa es la tierra del rumano, pero no puede olvidarse que la independiente y vecina Moldavia también utiliza una variedad de la lengua rumana, como hay pueblos de lengua húngara en Rumanía, concretamente en Transilvania. Turquía se identifica con la lengua turca, asumida la transfiguración que supuso el abandono del alifato, pero no puede olvidarse que Turquía es también la tierra del kurdo, como lo son Irak, Irán y Siria. En la España monolingüe se asume que sólo se habla español y choca conocer casos como el de Olivenza, en la frontera con Portugal, donde se ha producido un histórico duelo de adscripciones político-lingüísticas, como también choca saber que en el Sur de las islas de Gran Canaria o de Tenerife pueda haber localidades en las que solo se habla alemán o danés. Sin embargo, estas situaciones no niegan la validez de la ecuación: en su interpretación popular, se trata de simples imperfecciones, anomalías o salvedades, la mayoría inocuas para el buen entendimiento de la realidad común. Cosa distinta opinan los que viven en esas realidades anómalas.
Visto desde la teoría de prototipos, en la que son fundamentales los conceptos de centro y periferia, la actitud lingüística más generalizada es la de asumir la identificación entre una sola lengua y el territorio de una nación o estado. Del mismo modo, se da por cierto el hecho de que los mejores hablantes de esa lengua se localizan en un territorio determinado, especialmente los que habitan en sus núcleos más prestigiosos. Ellos constituirían el centro de esa realidad geolingüística y todo lo que no se identificara nítidamente con ella sería la periferia. Los hablantes que ocupan el centro de un sistema geo-socio-lingüístico no suelen sentir ni plantearse dudas de identidad; los que ocupan algún lugar de la periferia, sí. Cuando hablamos de sistema geo-socio-lingüístico nos referimos a una lengua o variedad identificada con un territorio bien delimitado y con unos grupos sociales bien perfilados. Pongamos como ejemplo el uso de la lengua española en los territorios tradicionales de Castilla, en España.
Por otra parte, es habitual que cuando en un territorio se utilizan diversas variedades lingüísticas, pongamos lenguas o dialectos diferentes, cada una de ellas reciba una valoración general, de los propios hablantes y de los hablantes de las demás variedades, de acuerdo con cuatro criterios fijados por William Stewart en 1962: su autonomía, su historia, su estandarización y su vitalidad. Las actitudes lingüísticas suelen ser más positivas hacia una variedad cuanto más clara sea la percepción de cada uno de esos atributos, concediéndoseles en su grado más elevado el más alto nivel de prestigio. No hay que olvidar, sin embargo, que, paralelamente al prestigio abierto y reconocido por toda una comunidad, puede existir un prestigio encubierto por el cual determinados usos lingüísticos, objetivamente desprestigiados, son los únicos que resultan adecuados y aceptados en el seno de ciertos grupos de hablantes o en determinadas situaciones comunicativas (Trudgill 1975).
Entrelazando los elementos teóricos que se acaban de mencionar, podría decirse que las lenguas que reciben una mejor valoración y disfrutan de prestigio abierto son las que se encuentran en el centro de un sistema geo-socio-lingüístico, en las cuales además se aprecia un autonomía, una historicidad, una estandarización y una vitalidad en su grado máximo. Las lenguas o variedades que se encuentran en la periferia de un sistema geo-socio-lingüístico manifiestan esos atributos en un menor grado, cuando lo hacen, y no suelen disfrutar de más prestigio que el que se les quiera atribuir de forma encubierta, para ciertos contextos o entre ciertos tipos de hablantes.
En la argumentación que estamos desarrollando para poner en cuarentena la ecuación «lengua = dominio geográfico», hay que añadir algunas afirmaciones importantes. Una de ellas sostiene que ni siquiera las entidades lingüísticas cuya definición depende más claramente del concepto de territorio exigen tal dependencia de un modo absoluto. El concepto de dialecto, por ejemplo, es definido por Manuel Alvar como «sistema de signos […] normalmente con una concreta delimitación geográfica», pero con el uso de ese «normalmente» se está aceptando que hay variedades dialectales, que no se identifican tanto con un territorio específico, como ocurre con el judeo-español, por ser una modalidad de diáspora. Además, lo movimientos migratorios de urbanización, tan intensos durante el siglo xx, han convertido muchas variedades dialectales o geolectales en variedades sociales, características de ciertos barrios en los que se han ido asentando los inmigrantes procedentes de determinadas áreas geolingüísticas.
Todo esto nos lleva a afirmar que el uso de una lengua o de una variedad lingüística, de igual modo que puede adscribirse a un territorio, también puede hacerlo a otro tipo de nociones, como la de grupo social o la de etnia. De hecho, la Sociolingüística urbana de los últimos treinta años ha dedicado sus trabajos y sus días al descubrimiento de rasgos lingüísticos que co-varían con los factores sociales que se dan cita en las grandes comunidades de habla, de la misma forma que la etnolingüística se ha preocupado de caracterizar grupos humanos de origen étnico muy diverso. Pensemos en la fuerte identificación entre lengua y etnia que se produce en los pueblos indígenas de África o de Iberoamérica, o incluso en el caso del territorio vasco, donde los nacionalistas vinculan la lengua vasca a un pueblo (Euskalherria) y a una etnia, cuyas fronteras geográficas y sociales no coinciden con las fronteras lingüísticas. En otras ocasiones, el uso de una lengua se adscribe no a un territorio o a una etnia, sino a la práctica de una religión, como ocurre en Asia, sobre todo con el uso del árabe, en Filipinas o en la India. Generalmente, en estos casos suele existir una lengua de uso más general, a la que podríamos calificar de super-estructural, que articula la dinámica de esos grupos con la vida del estado en que se insertan y que da lugar a situaciones de diglosia. Así ocurre en la relación entre el inglés y el árabe en Filipinas, entre el inglés, el hindi y el árabe en la India, entre el francés y las lenguas indígenas, en Senegal, o entre el español y las lenguas de algunos grupos indígenas en México, por poner algunos ejemplos.
Si aceptamos la conexión íntima entre lengua y territorio, por un lado, entre lengua y grupo social, por otro, y entre lengua y etnia, por otro, apreciaremos que en cada una de estas circunstancias se localiza un centro y una periferia. Cada área, cada grupo, cada etnia tienen un epicentro y unas fronteras exteriores, que marcan sus límites con la periferia de otras áreas, otros grupos y otras etnias. Y es en estos ámbitos periféricos donde surgen unos usos lingüísticos de gran importancia para los sistemas a los que venimos aludiendo, unos usos de frontera, de periferia, que a menudo se entremezclan con los de sus vecinos. Hablamos de los fenómenos incluidos bajo el rótulo genérico de «lenguas en contacto» y específicamente de todo aquello que tiene que ver con la mezcla de lenguas, a lo que daremos el nombre genérico de «medias lenguas». Tal carácter periférico a menudo provoca entre los usuarios de esas variedades de frontera sentimientos de baja autoestima, temores de desintegración social o incluso deseos de automarginación. En estos ámbitos, la identidad se discute como un auténtico problema, como una cuestión esencial, mientras que desde el exterior a menudo se transmite una desconsideración que agudiza la que ya existe en el interior.
El mundo hispánico puede concebirse como un inmenso sistema geo-socio-lingüístico, con su centro y su periferia, si bien, por tratarse de una realidad cultural y lingüística tan rica y compleja, hay que hablar de la existencia de diversos centros, con sus respectivas periferias, así como de una periferia general. Es aquí donde aparecen las lenguas mezcladas, las soluciones de frontera, las medias lenguas, denominación también utilizada en español para hacer referencia al habla limitada de los niños o de los extranjeros aprendices de la lengua.
El origen de estas situaciones limítrofes es muy variado, desde la simple vecindad histórica, hasta las migraciones, antiguas o modernas, por razones de colonización, ideológicas o económicas. Somos conscientes de que las variedades que incluimos aquí han sido estudiadas desde especialidades diferentes dentro de la lingüística, pero creemos que pueden ser interpretadas desde un marco teórico común, entendiéndolas como una manifestación más de los fenómenos derivados de la acomodación comunicativa, proceso psico-sociolingüístico que todo hablante experimenta y que lo lleva a buscar la convergencia con sus interlocutores (Giles y Poweslan 1975).
En términos generales, puede hablarse de la existencia de tres clases de fronteras: las fronteras geográficas, las fronteras étnicas y las fronteras sociales. Estas fronteras se corresponden con tres de los conceptos que conforman la identidad —territorio, etnia, grupo social— y se localizan en la periferia de las identidades regionales, de las identidades étnicas y de las identidades sociales, respectivamente (Fishman 1999). En cada uno de estos tipos de frontera, surgen lenguas mezcladas —medias lenguas—, cuyo inventario, dentro del mundo hispánico, esbozamos a continuación.
Mezclas en las fronteras geográficas
En los límites del dominio lingüístico del español aparecen variedades fronterizas que se entreveran con las correspondientes lenguas circunvecinas. Esas variedades suelen reunir elementos del español y elementos de las lenguas contiguas, en una mezcla inestable, si bien de cierta extensión y aceptación social, que parece servir de puente o de área de transición entre las dos lenguas colindantes. En el mundo hispánico, tal vez las dos modalidades de frontera más significativas sean el chapurreao de la franja oriental de Aragón, en el límite entre el catalán y el castellano (Martín Zorraquino et al. 1995), y el fronterizo-fronteiriço de la divisoria entre Uruguay y el estado de Rio Grande do Sul, de Brasil (Rona 1965; Elizaincín 1992). En ambos casos podría hablarse de una apreciable difusión social de la variedad mezclada, con efectos incluso políticos, y de una extensión geográfica digna de mención: en Aragón, se encuentra en todo el extremo oriental de Huesca, Zaragoza y Teruel; en Uruguay, afecta a varias localidades, como Artigas, Rivera o Tranqueras. También merece destacarse la existencia de un prestigio interno o encubierto específicamente de la variedad mezclada.
A las dos modalidades mencionadas podríamos añadir otras, halladas esta vez en municipios concretos o extensiones más reducidas, como el aguavivano, el mirandés o el barranqueño. Se llama aguavivano a la mezcla de hablas valencianas y aragonesas que se produce en la localidad de Aguaviva, en Teruel, con elementos fónicos, gramaticales y léxicos de unas y otras entremezclados (Sanchis Guarner 1949); se llama mirandés al habla de Miranda do Douro en la región portuguesa de Trás-os-montes, modalidad que incorpora elementos de las antiguas hablas leonesas (Maia 1996), como ocurre con el barranqueño, mezcla conocida en la localidad portuguesa de Barrancos, en el Bajoalentejo. Junto al mirandés, pueden considerarse otras hablas de frontera, como las de Eljas, Valverde del Fresno y San Martín de Trebejo, en la que también se entreveran rasgos portugueses, aunque estén muy castellanizadas, o las de Ermisende, Riodonor, Guadramil y Lubián, en la confluencia del gallego, el portugués, el leonés tradicional y el castellano (Elizaincín 1992).
En todos estos casos, por lo general, el habla mezclada, sea comarcal sea local, suele estar desprestigiada, tanto desde dentro como desde fuera. Este hecho se refleja parcialmente en el nombre que les dan los propios hablantes, quienes unas veces prefieren usar sencillamente el nombre local, dando una idea precisa de su limitado alcance (por ejemplo, fragatino o tamaritano, de Fraga y Tamarite, en Aragón), otras veces se refieren al nombre genérico del área (fronterizo, en Uruguay) y otras optan por utilizar un nombre tradicional en el que se trasluce el escaso prestigio abierto de la modalidad (chapurreao en Aragón; chápurreu en la sierra de Gata, en la frontera con el portugués).
A pesar de lo comentado, la creación de variedades mixtas no es un resultado obligado en toda situación de frontera geográfica. Dentro de la Península Ibérica, hay territorios en los que las lenguas de cada lado están bien diferenciadas entre sí, como ocurre en numerosos puntos del límite entre España y Francia. Lo mismo pasa en la frontera entre español y portugués en el territorio amazónico de Leticia y de Tabatinga, ciudades perfectamente contiguas donde los colombianos hablan español con los brasileños y estos portugués con los primeros, incluidos los indígenas ticunas de cada país, como tuvimos ocasión de explicar en Valladolid en 2001. Allí no existe un «portuñol» con base social, más allá de las normales transferencias individuales e inevitables en un contexto de coexistencia de lenguas.
Mezclas en las fronteras interétnicas (geo-étnicas)
En los contactos entre las etnias que coexisten en el territorio hispánico, cuando se manejan códigos lingüísticos diferentes, también pueden aparecer variedades mezcladas. Hablamos de etnias que tienen su propio hábitat geográfico y que no conviven de forma continuada con los hablantes de español como primera lengua, aunque el contacto sea frecuente. Esas variedades suelen reunir elementos del español y elementos de la lengua étnica, en una mezcla estabilizada socialmente y, por lo tanto, capaz de funcionar como seña de identidad y de servir de puente o de instrumento de comunicación entre los dos grupos coexistentes. En el campo de la Sociolingüística, estas modalidades han recibido la consideración de lenguas pidgin y lenguas criollas. Estas últimas son las nacidas de una mezcla que ha dado lugar a una comunidad de habla, al poder ser adquirida como lengua materna. Las primeras son lenguas de compromiso, circunstanciales, generalmente para el comercio, y no se conocen en el actual mundo hispanohablante, como tampoco se encuentran las llamadas hablas bozales, usos de los esclavos africanos que intentaban comunicarse con los hablantes de español..
La relación hispánica de este tipo de mezclas estaría formada por el chabacano (Filipinas), mezcla de español y una lengua indígena, como el tagalo, el papiamento (Antillas Holandesas), mezcla de español, portugués, holandés y elementos africanos, palenquero (Palenque de San Basilio, Colombia), mezcla de español con elementos africanos, el chamorro (isla de Guam, Marianas del Norte), mezcla de lenguas austronésicas con español y elementos del inglés y del japonés y el bendé (San Andrés y Providencia, Colombia), mezcla de español e inglés, llamada también papiamento. Además nos atrevemos a añadir a esta lista la media lengua (Ecuador), mezcla de base quechua con elementos léxicos del español, que parece localizarse en ciertas poblaciones e incluso adquirirse como lengua materna. También en esta relación llama la atención la doble vía para denominar tales variedades: la que prefiere ceñirse al nombre local (palenquero) y la que hace alusión a su forma lingüística, como en el caso de media lengua.
Mezclas en las fronteras sociales
Los contactos entre etnias diferentes también son posibles dentro de un mismo espacio geográfico, generalmente urbano, como consecuencia de los movimientos migratorios (Guibernau y Rex 1997; Martín Alcoff y Mendieta 2003). En estos casos, con todo, las etnias se convierten en grupos sociales, asimilables a otro tipo de agrupaciones de las muchas que pueden surgir en una comunidad. De los contactos entre grupos sociales o socioétnicos distintos pueden surgir variedades de mezcla, cuando migrantes y receptores utilizan instrumentos de comunicación bien diferenciados. Los grupos socio-étnicos coexisten, comparten espacios socio-geográficos, pero pueden funcionar con dinámicas diferentes, de las cuales surge la modalidad mezclada, la media lengua urbana, con la posibilidad de cumplir funciones muy diferentes y de ofrecer perfiles formales variados y complejos. En esa circunstancia es frecuente que aparezcan dudas sobre la identidad propia, dudas que en ocasiones llevan a la transculturación o a la búsqueda de una personalidad, que no se identifica necesariamente ni con la cultura de origen ni con la de la sociedad de acogida.
Como ejemplos de esas medias lenguas sociales, citaremos tres: el cocoliche argentino, el portuñol brasileño y el espanglish estadounidense. Las tres manifestaciones lingüísticas son consecuencia de movimientos migratorios de gran intensidad. No incluimos en este apartado las lenguas percibidas como autónomas, por mucha influencia que hayan recibido del español: pensamos en el guaraní, lengua oficial de Paraguay, a la que se le da el nombre de guaraní paraguayo (también se emplea jopará [jopará] ‘mezcla’ o guarañol), bien diferenciado del guaraní tribal, pero que no por ello deja de ser guaraní (Granda 1994; Lipski 2004).
En el caso del cocoliche, se trataba de un español o castellano de la región de Buenos Aires que incorporó numerosos elementos de origen italiano, muchos de los cuales han pasado a la lengua común, aunque la mezcla más abigarrada se haya ido disipando. Por otro lado, aquí estamos llamando portuñol al español cargado de elementos del portugués que se viene utilizando por parte de los hispanohablantes llegados a Brasil desde fines del xix, tanto de España como de Hispanoamérica, dándose la circunstancia de que cuando los españoles emigrados son de origen gallego, la mezcla a veces no permite identificar dónde acaba el gallego o el castellano y dónde empieza el portugués. En un caso como en otro, la cercanía de las lenguas es un elemento clave para entender la facilidad del proceso de mezcla.
El caso del espanglish es sociolingüísticamente más complejo, por estar las lenguas protagonistas más alejadas en su forma y por coexistir en una sociedad tan compleja como la estadounidense, en la que, para empezar, lo hispano o hispánico porta valores diferentes según el territorio de los Estados Unidos de que se trate: no es lo mismo la frontera con México, que Florida, Nueva York o Chicago. Por eso son varios los nombres que se le ha dado a la mezcla de inglés y español durante el último siglo: chicano, pocho, tex-mex, caló, espanglish, entre otros (Villanueva 1980). Las cuestiones de identidad que se derivan de todo ello afectan a muchos aspectos de la presencia hispana en los EE. UU., incluido el nombre preferido para autodenominarse como grupo social: latino/hispano (Gracia 2000).
Sin ánimo, de prestar al espanglish una atención desproporcionada, sí resulta importante tener en cuenta algunos aspectos no siempre bien entendidos. En primer lugar, el espanglish es lo que técnicamente se denomina una «mezcla de lenguas bilingüe»; desde un punto de vista socio-histórico, surge en el seno de un grupo étnico que se resiste de algún modo a la completa asimilación al grupo dominante; desde un punto de vista lingüístico, el espanglish está tan diversificado, al menos, como el origen de los hispanos que lo utilizan (mexicano, cubano, puertorriqueño), y a esta diversidad hay que añadir la del modo, variadísimo, en que se producen los calcos, los préstamos, las transferencias gramaticales o las alternancias de lenguas.
En segundo lugar, aunque el espanglish ha sido valorado en términos muy peyorativos desde fuera del grupo de los hispanos estadounidenses (se ha dicho, entre otras cosas, que es una «invasión del inglés», una «prostitución del idioma», una «aberración», una «degradación del español», un «producto de la pereza», una «capitulación», una «desviación idiomática», un «disparate» o un «producto de marketing»), su apreciación desde dentro del grupo no es tan negativa, al menos desde la perspectiva del prestigio encubierto. En una investigación preliminar realizada para conocer la actitud de los jóvenes hispanos universitarios de la ciudad de Chicago, comprobamos que una de las manifestaciones más típicas del espanglish, la alternancia de lenguas, si bien no es valorada tan positivamente como el uso homogéneo del español o el inglés, tampoco es despreciada de modo absoluto y suele asociarse a lo coloquial, a lo joven y a lo familiar.
Por otro lado, por muy extrañas que puedan parecer ciertas expresiones, no puede soslayarse la enorme importancia del componente netamente hispánico en los usos lingüísticos de los hispanos en los EE. UU. También hemos tenido la oportunidad de realizar una investigación del léxico disponible de hispanos de segunda generación, con edades comprendidas entre los 16 y los 18 años, y comprobamos que el nivel de anglicismos léxicos es realmente elevado en los campos relacionados con la ropa y con los juegos, como ocurre en otros lugares del mundo hispánico, pero el índice de anglicismos es proporcionalmente bajo en los campos de la comida —con mucho léxico mexicano— de los muebles y utensilios de la casa o de los animales. El léxico disponible de esos jóvenes hispanos de Chicago es mayoritariamente hispano, cuando hablan español.
Del análisis de la situación lingüística de los Estados Unidos de América, concluimos que el español no es una lengua más: su implantación social va creciendo, su prestigio continúa elevándose y su uso diversificándose. En tal circunstancia, los intercambios y transferencias con la lengua inglesa son sencillamente inevitables: el espanglish durará tanto como dure la coexistencia del español y el inglés.
A la vista de las situaciones periféricas que hemos tenido ocasión de comentar —geográficas, étnicas y sociales— y teniendo en cuenta las actitudes negativas de muchos de sus propios hablantes, las actitudes negativas por parte de hispanohablantes ubicados en otros espacios del sistema y el prestigio encubierto que suele encontrarse en estos ámbitos limítrofes, podría llegar a ponerse en duda la adscripción de todas esas medias lenguas o lenguas mezcladas a la lengua española y, por tanto, la consideración de sus hablantes como parte integrante del universo hispánico. Ahora bien, ante la duda, nuestra respuesta es clara: no sólo es posible adscribirlas al ámbito del español, sino que lo más adecuado es tratar esas modalidades de frontera y a sus hablantes como una parte más del mundo hispanohablante, por muchas peculiaridades que puedan acumular. Es un hecho que en toda la hispanofonía se aprecia un aire de familia, que también se reconoce en las lenguas de mezcla.
El modelo de Le Page, al que aludíamos al principio, incluye una hipótesis general que se formula del siguiente modo: el individuo es capaz de crear sus propias pautas de conducta lingüística con el fin de acomodarse a los miembros del grupo o de los grupos con los que desea ser identificado en cada momento. Así es como las variedades de frontera van adquiriendo su personalidad: acomodándose a las modalidades que las rodean. Ahora bien, el cumplimiento de esa hipótesis general viene determinado por cuatro condiciones:
Trasladadas estas condiciones a la situación del hablante de una «media lengua» en relación con la lengua del gran grupo de los hablantes de español, observamos que las dos primeras condiciones pueden ya existir sin mayores dificultades, puesto que los hispanohablantes se identifican fácilmente como comunidad y damos por supuesto que buena parte de los hablantes de «medias lenguas» tienen capacidad individual para modificar su conducta o, al menos, su actitud. Las condiciones c y d, sin embargo, no dependen tanto de los hablantes como de la comunidad hispánica. El mundo hablante de español, en su conjunto y en cada una de las comunidades que lo integran, tendría que mostrarse accesible a los componentes de los demás grupos y de todos los individuos, especialmente de los considerados periféricos, facilitando la identificación con sus elementos comunes y favoreciendo los contactos entre áreas diferentes. Solo así podrá nacer, desarrollarse o fortalecerse un sentimiento de comunidad que redunde en el enriquecimiento de la identidad propia.
A nuestro juicio, es importante que los hablantes de «medias lenguas» se sientan miembros de la gran comunidad hispanohablante, por muy particulares, especiales o periféricos que se vean; pero a la vez es vital que los que ocupan las áreas centrales del sistema sean conscientes de que el concepto de centro exige el de periferia y que prescindiendo de ella o ignorándola se le está dando la espalda a una de las principales fuentes de innovación, originalidad y, en definitiva, de desarrollo sociolingüístico. Pensemos que la evolución de cualquier lengua viene determinada por su propia dinámica interna y por la influencia de agentes externos, entre los que destacan los usos lingüísticos circunvecinos y los usos de las poblaciones migrantes. Sencillamente, la vida social de una lengua no puede entenderse sin estos factores externos.
En 1998, elaboré con Jaime Otero un análisis demolingüístico del español en el que surgió, de inmediato, una pregunta crucial (Moreno y Otero 1998): los hablantes de chabacano, de papiamento de medias lenguas ¿cuentan como hispanohablantes? La respuesta nos pareció entonces tan clara como ahora: naturalmente que cuentan y no solo en la acepción matemática del verbo. Siguiendo los juegos de palabras, terminamos afirmando que las medias lenguas no solo cuentan mucho en el mundo hispánico, sino que pintan tanto que el cuadro nunca estaría completo sin su singular existencia y colorido. Sin duda, la identidad de las medias lenguas también es hispánica.