«Una cultura», escribía María Zambrano, «muestra su vigencia cuando dentro de su recinto, criaturas sin distinción, anónimas, llevan impresa una forma que poseen sin esfuerzo en vez de ser poseídas por ella».
Quiero agradecer a los organizadores de este tercer Congreso de la Lengua Española la oportunidad de hablar en este panel de «La lengua española y otras lenguas de España». Vivimos las incertidumbres de un mundo en mutación y esas incertidumbres afectan también a nuestras lenguas, al contacto entre ellas. Mi breve exposición pretende abordar algunas de las cuestiones que tanto el presente como el futuro más próximo plantea a un escritor en lengua vasca.
Valerse de la lengua de los padres no es, como decía el escritor Arthur Schnitzler, una virtud. En el caso de las personas monolingües, es un hecho irremediable. En el de las personas bilingües, una opción. Gran parte del mundo es bilingüe y vive en convivencia entre dos o más lenguas, llevadera a veces, conflictiva a ratos. Esa difícil convivencia se produce, muchas veces, entre una lengua hegemónica y una lengua de exigua proyección fuera del ámbito territorial en el que se habla. En lo que a mí atañe, no quiero abundar en las difíciles circunstancias que ha de vivir un niño a quien la escuela le expulsó de su jardín primero hasta el punto de casi borrar de su diario hablar no sólo su lengua, sino hasta las más mínimas señales que le hicieran percibir lo que su yo cultural estaba viviendo. Ya joven, hubo razones de índole cultural y estética, además de las estrictamente políticas o psicológicas, en mi determinación de escribir en lengua vasca: como pasó con muchos escritores de mi generación, creí que la renovación estética y buscar la autenticidad de mi yo poético en mi propia lengua eran las dos caras de una misma moneda. Eran los años difíciles de la unificación literaria de la lengua vasca (1968). Nos costó diversas fracturas sociales entender que la defensa de los dialectos, portadores de una auténtica vitalidad popular, no estaba en contradicción con la unificación literaria, siempre que ésta sea entendida como lugar de encuentro entre los diversos cuerpos sociales que componen una lengua.
Los antiguos poetas, que, al parecer, entendían más que nosotros de estas cuestiones, decían que, desde el venturoso suceso de Babel, siempre ha habido en el mundo caminos que, como el de Santiago, han poseído el don de lenguas, porque tienen también el don del encuentro. Ciertamente, la cuestión lingüística tiene muchas aristas, y muchas de ellas tienen una relación directa con la convivencia: los derechos y responsabilidades de los hablantes; el equilibrio/desequilibrio del bilingüismo; el uso fetichista de la lengua; la imagen totalmente monolingüe que transmite un estado que se proclama plurilingüe; la sensación aislamiento e incomunicación que vivimos al ser nuestra lengua tan distinta a las que nos rodean; la convivencia de hablantes de diversas lenguas en un mismo territorio; la desinformación casi absoluta que la comunidad castellano-parlante tiene sobre la vida diaria y cultural de la comunidad vascófona; la imposibilidad de debatir la cuestión lingüística de forma reposada y libre; el uso frentista de la cuestión lingüística; el maridaje estrecho y muchas veces perverso entre la cuestiones políticas y las lenguas; el rigor lingüístico o su falta, la vulgaridad, la falta de calidad, la insensibilidad en lo que respecta a los usos lingüísticos.
Hablo de encuentro y de don de lenguas. Pero no puedo olvidar que cada lengua es, a su vez, un lugar de encuentro. La historia de una lengua es, por esencia, un hecho plural, una larga trayectoria en cuya elaboración han intervenido muchas voces y son todas ellas las que convierten una lengua en un hecho social, un documento histórico. Un fenómeno plural que, como vehículo de expresión y de conocimiento, nos ayuda a reconocer con facilidad lo más próximo, y a entender lo ajeno.
Nuestra particular tradición literaria es exigua, pero no hasta el punto de afirmar que la lengua vasca carece de literatura. La literatura popular vasca, esencialmente oral, es probablemente, y cito al lingüista Luis Michelena, «tan rica y tan variada como la de cualquier otro pueblo. La literatura culta es por el contrario tardía, escasa y en conjunto de no muy alta calidad. Se salva, con todo, en ella un puñado de obras que no desmerecen junto a producciones análogas en las literaturas vecinas». El primer libro vasco es un libro de poemas del siglo xvi; como consecuencia de la Contrarreforma, en la que personajes vascos como Ignacio de Loyola habían tenido gran protagonismo, arraigó entre nosotros la literatura religiosa, fundamentalmente ascética. El romanticismo trajo consigo la entronización de una literatura costumbrista que entronizó una visión edulcorada y acrítica del país. En esos tres siglos la poesía es el único género que se cultiva desinteresadamente, sin que medien razones extra-literarias como el adoctrinamiento religiosa o la apología de la lengua, y fue la poesía el género señero en el renacimiento literario vasco que se produjo en los años anteriores a la guerra civil.
Esta era, en síntesis, la tradición literaria de mi lengua cuando empecé a escribir. Yo podía investigar en ella aspectos como la imaginería poética e incluso, a veces, hasta el tono, pero carecía de modelos estrictamente literarios. Pronto me di cuenta de que el acto de escribir me obligaba a la tensión de inventar, de idear una y otra vez expresiones, descripciones, sistemas de acotación, cuestiones que no constituyen ningún problema en las lenguas de gran tradición literaria. A veces uno tiene la sensación de que la lengua, por falta de práctica literaria, no avanza con facilidad, no piensa en lugar del escritor. Carece de frases arraigadas, esos pequeños componentes del estilo a los que un escritor español o francés recurre constantemente. Sin embargo, la necesidad agudiza el ingenio, y abre las puertas a nuevas posibilidades. Lo expresó Yorgos Séferis cuando, refiriéndose a la lengua griega moderna, escribía: «Arreglar esta bendita lengua. Alguna ventaja teníamos que tener frente a las otras, las requeteelaboradas literaturas». El lenguaje literario obra plenamente cuando abre espacios inéditos que cobran vida en un mundo distinto a éste, y son esos espacios inéditos los que amplían los horizontes de una lengua.
Pero los modelos literarios que yo necesitaba, estaban en otra parte. Debía estar atento al discurrir narrativo universal, más universal y homogéneo, por otra parte, de día en día. Hablo de la organización de un lenguaje y un discurso narrativos propios. Pero este trabajo resulta más fácil de sobrellevar que el paternalismo de quienes, tras alertarnos con altruista paciencia sobre el precario presente e incierto futuro de las lenguas minoritarias, nos aleccionan con fervor misionero para que cejemos en el estéril empeño de su cultivo. Es un discurso que apela a la modernidad, a la universalidad, al futuro o la difusión, pero es muy posible que en su fuero interno consideren Babel una molestia, cuando no una maldición, y quieran volver a instaurar el idílico reino de pre-Babel. Doy por sentado que en ese reino no existirían la calle ni el viaje, metáforas de la comunicación y del intercambio. La frase «lo universal es lo local sin paredes» tendría igual vigencia si Miguel Torga, en lugar de portugués, hubiera sido español o inglés, porque también el español o el inglés son lenguas locales en la armonía universal y también han de procurar que su particularidad no les atrinchere entre paredes que les hagan creer que lo universal c’est moi.
El escritor, escriba en la lengua que escriba, busca e indaga en la condición humana, y ésta, por definición, es universal: es el lugar en el que todos, de algún modo y más allá de las diferencias, nos encontramos y reconocemos. Para acceder a ese lugar, mi generación ha vivido y vive los imponderables de una tradición ligada a la evolución de la lengua, su normalización, sus avatares sociopolíticos, el miedo al futuro.
Aun a riesgo de ser tachado de hacer metafísica de la cuestión literaria, se trata, a mi modo de ver, de saber si realmente nos hace la voz, si somos la voz que tenemos; de investigar cómo podremos dotarla de personalidad, potencia y calado. Pero la búsqueda de la propia voz no debe ocultar dónde está la meta: la verdadera homologación viene dada en la medida en que uno ahonda en ese territorio sin perfiles conocidos y en el que sus propios dilemas coinciden con los dilemas del otro. Lo que difiere es el bagaje con el que uno accede a ese territorio.
Si mestizaje es una palabra clave para entender la época que nos ha tocado vivir, a mí me interesa sobremanera esa línea fronteriza en la que el mestizaje tiene lugar, ese momento y ese lugar en los que mi tradición vasca confluye con la occidental, en los que lo particular se convierte en universal: no hace falta ir hasta Transilvania para encontrarnos con el conde Drákula en nuestras propias tradiciones.
Uno de los efectos más claros de la globalización es la pérdida de las estructuras identitarias tradicionales. Preocupación que puedo trasladar también a la literatura en castellano: si no elaboramos ideas y formas nuevas, estaremos haciendo una cultura provinciana.
¿Qué me diferencia de cualquier otro escritor de cualquier otra lengua, de otra cultura, de cualquier otro lugar del planeta, que viva la necesidad de querer no sólo narrar el mundo, sino también crearlo?
Heinrich Böll decía que su objetivo como escritor era «la búsqueda de un lenguaje vivible en un país vivible». A ello aspiro, porque lo más saludable que el futuro puede deparar a la lengua vasca y la lengua vasca, a su vez, puede ofrecer al futuro es poder seguir transitando por esos caminos de encuentro con nosotros mismos y de encuentro con los otros.