Quiero empezar con una anécdota casi personal que de algún modo ejemplifica lo que deseo decir y el espíritu que me gustaría que presidiese estos encuentros.
Era el año 1977 o 1978. En Madrid. En las Cortes, en las tribunas públicas, en los periódicos, en la calle, no sin tensión y contradicciones, se discutía la futura Constitución democrática española, que se plebiscitaría pocos meses después. En la galería Sargadelos de la capital de España, la revista catalana Camp de l’Arpa presentaba un número extraordinario dedicado a la lengua y la literatura gallegas, un número en el que colaborábamos distintas personas, representantes de las nuevas y de las ya no tan nuevas generaciones, pensado para dar a conocer en los ámbitos culturales extragallegos la identidad y las circunstancias históricas de nuestra producción literaria, luego de los años difíciles de resistencia durante la dictadura.
Entre los presentes estaba Manuel Andújar, novelista andaluz, de obra suficientemente conocida, forjado en el exilio, que a finales de los años sesenta, como tantos otros exiliados, aprovechando cierta apertura del régimen, hacia decidido regresar del destierro y trabajaba como responsable de comunicación de una importante editorial española (Alianza Editorial).
Luego de oír nuestras exposiciones, Manuel Andújar pidió desde el público la palabra y más o menos hizo la siguiente reflexión, que recuerdo perfectamente y a la que he hecho alusión otras veces, en foros semejantes a este.
«Me he formado en la España republicana de la libertad y el conflicto», dijo más o menos Andújar. «Una España difícil, que intentaba el tránsito hacia una nueva modernidad y que fracasó, pues ese salto cualitativo no fue posible, quizás porque no se daban las circunstancias adecuadas para que se produjese. Como tantos otros, me refugie en el exilio. En mi caso, el exilio mejicano. Y allí tuve ocasión de conocer, además de las penurias y el desarraigo profundo del destierro, acogido por la generosidad de las jóvenes repúblicas hispanas al otro lado del océano, a otros exiliados españoles, muy especialmente a catalanes, vascos y gallegos. Los conocí y descubrí con ellos sus literaturas, sus voces, sus gestos, su manera de ver el mundo y de expresarse, en definitiva: su diversidad».
Sigo con la reflexión de Manuel Andújar, que ya no está entre nosotros:
En México, a través del intercambio intelectual, en foros universitarios, tertulias y revistas, se me ofreció otra manera de entender España, otras miradas, que no por distintas eran hostiles. Descubrí a Aresti, a Salvador Espriu, a Rosalía de Castro y a Castelao, y aprendí a amarlas. Porque no se puede amar lo que no se conoce. Hoy forman parte de mi construcción intelectual y de mi manera de entender lo español, que nada tenía que ver con las limitaciones y los prejuicios de mi primera época.
«El futuro os corresponde a vosotros», decía Andújar en 1977 o 1978. «Sólo cuando un niño de Murcia o de Badajoz, desde la escuela, desde los principios de su sistema educativo, que son también los principios de su socialización, entienda que son también suyas y, por lo tanto, considere también propias, como parte de un patrimonio común, las voces de Castelao y de Rosalía de Castro, de Gabriel Aresti y de Salvador Espriu, de Ramón Llull y el Cancionero Medieval de Pero Meogo, por ejemplo, porque así se lo explican desde la escuela, igual que un muchachito de Orense, de Donostia o de Tarragona considera propias las voces de Antonio Machado, Quevedo o García Lorca, desde la diversidad y el respeto, incluso desde la admiración, no desde el fundamentalismo uniformizador de una patria excluyente y segregadora, solo desde este punto de partida básico», advertía Andújar, «podemos pensar realmente en un futuro nuevo y esperanzador. Los otros también somos nosotros. Vosotros», decía, «también somos nosotros». Y repetía: «No se ama lo que no se conoce. La ignorancia solo produce desconfianza. Y la desconfianza inseguridad, prejuicios, miedo y, al final, violencia».
Hasta aquí la reflexión y la anécdota, que no reproduzco literalmente, pero que en esencia responde a la intervención de novelistas, que debo reconocer que en aquel momento nos pareció extraordinariamente emocionante y alentadora. El proyecto común, con este planteamiento, era posible.
La Constitución Española, en cierto modo, recogió ese espíritu. España no es un todo monolítico. Es posible otra manera de entender España y de construirla, que no puede ser la España del Siglo de Oro y la conquista americana, ni la España monolítica e intransigente del discurso único y la lengua del Imperio, que pregonaba Antonio de Nebrija, en 1492, sino una España nueva, renovada, reescrita desde la pluralidad y desde la modernidad histórica, porque el tiempo no pasa en balde, las sociedades no son realidades eternas, ni inamovibles, las identidades son procesos en constante evolución, en constante estado de construcción y de revisión (hacia dentro y hacia fuera), entidades dinámicas, contingentes, como los individuos y los grupos humanos (también los intereses humanos) que las conforman.
Pongo sobre la mesa, a consideración de los oyentes, la anécdota de aquella tarde en la galería Sargadelos de Madrid, hace veinticinco años, porque me parece extraordinariamente significativa y, repito, esperanzadora.
Uno de los grandes problemas que no hemos resuelto todavía entre nosotros, voces distintas, lenguas y culturas distintas, en un marco que deseamos compartido, y que se asoma ahora a espacios más amplios y complejos, como la Unión Europea, uno de los grandes problemas que todavía no hemos resuelto, repito, es el del mutuo conocimiento y el de la información.
Para un escritor o escritora gallegos es más fácil conocer las ultimas novedades de la literatura norteamericana o inglesa (sobre todo de la literatura norteamericana e inglesa) que llegan a nosotros a través del sistema promocional y mediático dominante (medios de comunicación, revistas y suplementos culturales, sistema editorial, sistema educativo, etc.) que cualquier producción en catalán o vasco. Y viceversa. Para saber de las ultimas producciones de Carmen Riera o Anjel Lertxundi, mis compañeros de mesa, en sus respectivos idiomas, la mayoría de las veces, salvo canales muy excepcionales, es necesario que estos autores pasen por el castellano y las editoras en castellano de Barcelona o Madrid. La comunicación mutua, directa y fluida (natural), no existe. No digamos cómo se percibe desde el resto de España esa diversidad, o desde la comunidad castellanohablante en el mundo: literaturas marginales, exóticas, menores, en definitiva: extrañas, desconocidas, y, en cuanto que desconocidas, incómodas, cuando no desestabilizadoras y peligrosas.
Seguimos siendo unos extraños. «O papel terma do que lle poñen», decimos en Galicia. La Constitución Española contempla nuestras literaturas como patrimonios a conocer y promocionar (no me gusta la palabra defender, no necesitamos que nos defienda nadie), pero la realidad sigue reproduciendo tercamente los prejuicios dominantes del discurso excluyente. ¿Hay sitio para nosotros o no lo hay? Esa es la pregunta. ¿Existe voluntad real de que esa presencia se desarrolle y se comparta, se reconozca, en definitiva, como algo natural y común, o la soportamos coma un grano, un tumor incómodo, que en el mejor de los casos hay que soportar? ¿Cuando hablamos (cuando se habla normalmente) del problema vasco o del problema catalán, de que hablamos? Porque un problema es un problema, no una riqueza, ni algo que nos complementa, sino algo que hay que resolver y, si es posible, extirpar, o dejar que se agote y se extinga, con buenas palabras y declaraciones retóricas, eso sí, propias de lo llamado políticamente correcto. ¿Queremos o no queremos afrontar la cuestión?
Los últimos ocho años fueron especialmente descorazonadores. El discurso dominante de la derecha española, con muy contadas excepciones, volvió a sus orígenes fundamentalistas, castellanistas y excluyentes con una intensidad que, si no se atrevió a acometer la extirpación o el ahogo, fue porque no le dieron tiempo. En el fondo, eran los mismos prejuicios que en su día hicieron decir nada menos que a Menéndez Pidal que las jarchas, expresión de la literatura mozárabe, eran las primeras manifestaciones de una pretendida lírica castellana, intentando de ese modo la supremacía sobre la poderosa lírica gallego-portuguesa medieval o sobre la lírica catalana, en un esfuerzo dialéctico que hoy nos parece, además de acientífico, bastante infantil, pero que respondía a ese angustia de la inseguridad, el prejuicio y la desconfianza.
Cada literatura es un mundo, una patria, un universo, y como tal debe ser considerada. No hay literaturas mayores y literaturas menores. Rosalía de Castro es una poeta universal, igual que Milton, Shakespeare, Petrarca o Racine, cada cual en su contexto y en su momento. Fue Juan Rulfo quien dijo que toda literatura universal es, fundamentalmente, una literatura local que trasciende, que proyecta su universo hacia dentro y hacia fuera, hacia el ancho mundo, dialogando consigo misma y con todas las literaturas presentes. En ese espacio queremos estar. Y no perdemos la esperanza de estar.
Propongo cuatro líneas de acción inmediata para los nuevos tiempos, en el espíritu de este panel y estos encuentros.
Primero. La información y el conocimiento. Los medios de comunicación de masas (muy especialmente los medios públicos) deben comprometerse a acoger en sus páginas o programas las voces de esas literaturas que también somos nosotros, si es que lo queremos sinceramente así, en palabras de Manuel Andújar. Espacios informativos actualizados, crítica exigente, proporcionada, de lo que ocurre y se produce en las otras literaturas del Estado, para que se conozcan entre ellas y para que las conozca con puntualidad y sin prejuicios el conjunto de la sociedad castellanohablante. No se ama lo que no se conoce.
Segundo. La escuela (muy principalmente la escuela media, no universitaria, tan desasistida en muchos aspectos) debe incorporar activamente la información y noticia de esas literaturas, dentro y fuera de sus comunidades, como un patrimonio común, normalizado, sin complejos. Es más, el conocimiento y la posibilidad de estudio de la literatura y la lengua vasca, gallega o catalana debe de estar en todas las principales ciudades, promocionada por una autentica política cultural de Estado, de modo que cualquier ciudadano que lo desee pueda desde su entorno o comunidad acceder al estudio de las mismas: cátedras estables de nuestras lenguas y literaturas en los institutos o en centros adecuados, dentro del sistema educativo (no tiene por qué ser de carácter obligatorio) en toda España.
Tercero. Proyección internacional de las mismas, a través de los foros correspondientes, y en este sentido entendemos que la nueva etapa del Instituto Cervantes así lo considera, lo que no debe ser incompatible con instituciones o institutos específicos de las literaturas de las que hablamos, y que deberíamos ser capaces de concretar en convenios de mutua colaboración. El Estado español debe proyectar también hacia el exterior, como un patrimonio y una riqueza propia (no como un problema), la diversidad de estas identidades, la expresión cultural de las mismas.
Cuarto. Debemos potenciar los foros de encuentro, conocimiento y debate donde podamos conocernos y encontrarnos. En los primeros años de la década de los años ochenta nació en la villa de Verines (Asturias), impulsado por la iniciativa y el talante de Víctor García de la Concha, actual presidente de la Real Academia Española, un encuentro anual de escritores de toda España: vascos, catalanes, gallegos y escritores y escritoras que se expresan en castellano, para reflexionar sobre la literatura y sobre nosotros mismos. Fue el foro de conocimiento más importante que se creó en los últimos veinticinco años. Muchos nos conocimos allí, y conociéndonos, repito, aprendimos a amarnos. Proyectar esta iniciativa incluso hacia espacios más amplios, como el ámbito hispanohablante, e incluso latinohablante, considerando también a Portugal y Brasil, expresiones lingüísticas y culturales hermanas del gallego, potencia esa riqueza sin complejos y nos abre al mundo, nos enriquece, nos desdramatiza, ¿por qué no decirlo también?, y nos aprieta.
El mundo es ancho, pero no necesariamente ajeno. La nueva realidad de la mundialización y las posibilidades de las nuevas tecnologías abre un horizonte esperanzado, siempre que lo sepamos utilizar y exista voluntad política (democrática) de hacerlo. Esta intervención quiere ser una llamada a la inteligencia, una apuesta por el futuro, que todavía es posible.
Muchas gracias.