El nombre identidad está convirtiéndose en un pluralia tantum; alude a identidades múltiples, superpuestas, en conflicto, etc. En las identidades, varias y no necesariamente armónicas, hay un innegable ingrediente estipulativo: la construcción de la identidad implica selección entre opciones y una nueva combinación, es decir, identificaciones y rechazos. El peso relativo entre ambos componentes de la construcción, el «real» y el estipulativo es variable. Una modalidad dialectal, por ejemplo, puede ser definida solo como una «realidad lingüística» objetiva por sus rasgos diferenciales, pero también como una «representación intelectual» cuando se convierte en un objeto discursivo que se piensa, se valora, se proyecta; sobre todo, cuando quienes realizan estas operaciones son figuras que aparecen socialmente legitimadas para ejercer su función de líderes culturales y lingüísticos en su comunidad. Piénsese en la representación de Castilla y del castellano de la Generación del 98, y en su proyección lingüística en la obra de Ramón Menéndez Pidal.
También el español hablado en la Argentina ha sido un objeto discursivo alrededor del cual se trenzaron definiciones, polémicas y políticas lingüísticas: primero, en la época de la independencia, cuando de un espacio antes monocéntrico comienza a definirse una distribución pluricéntrica, y luego cuando la masiva presencia de la inmigración convierte al Río de la Plata en un laboratorio multiétnico y multilingüístico. Mientras que en el primer momento se debate el alcance de la pertenencia al mundo hispanohablante, en el segundo se refuerza indirectamente la función simbólica de la lengua española como factor de identidad colectiva. La lengua heredada, compartida por veinte naciones y, en particular por España, era un escollo difícil de sortear para quienes adherían —como la generación del 37— al postulado romántico de una lengua nacional que representase el espíritu de la nación. Aunque en estos debates intervinieron muchos intelectuales de diferentes generaciones y posturas, me centraré en dos: Sarmiento y Borges, el primero fundamentalmente por su condición de artífice en la construcción de la cultura nacional; el segundo, por la contundencia de su respuesta, casi definitiva, a la centenaria «cuestión del idioma». Uno y otro se proponen construir una tradición cultural y definir una identidad lingüística; Sarmiento como político, educador, escritor, etc.; Borges, como poeta.
La Argentina no es un país de gramáticos, como Colombia o Chile, que acogió a Bello o Lenz. Aquí los gramáticos normativos fueron más bien objeto del género discursivo del denuesto, de lo que Borges teorizó como el «arte de la injuria». Tanto Sarmiento —en sus polémicas contra Bello— como Borges —con Américo Castro— han practicado este género. Borges desdeña las bizantinas discusiones —«zonceras» las llama— de los gramáticos normativos interesados en determinar si el régimen de ocuparse exige los «ruiditos del con y el del», a pesar de que sus amigos lo acusaban por sus «gramatiquerías»; pero muestra una actitud de cauto respeto hacia la gramática: «Yo he procurado, en los pormenores verbales, siempre atenerme a la gramática (arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre)». Mientras que la gramática normativa no cosechó muchos adherentes, las polémicas referidas a la lengua como objeto de identidad nacional y social han suscitado el interés de intelectuales y hombres de acción. La pregunta reiteradamente formulada desde la generación del 37 es: ¿Cómo hacer de la lengua heredada de la metrópoli una lengua propia? Es una pregunta sobre la identidad lingüística, quizás la básica en una cultura «derivativa», es decir, que se sabe «no original». Las respuestas fueron tres: la posición rupturista abogaba por la independencia lingüística; la posición casticista de los gramáticos normativos seguían tachando de «vicios» o «errores» las diferencias del español de América. Sarmiento y Borges coinciden en adoptar una posición equidistante entre ambas. La expresión «el idioma de los argentinos», insinuada en la generación del 37, formulada por L. Abeille en 1902 y acotada en 1928 por Borges son diferentes instancias que muestran el intento de representar una diferencia y una reubicación en el mundo hispanohablante.
En los inicios de la vida independiente, la Generación del 37 representa el escaso bagaje colonial, sin el rico caudal de la herencia indígena y virreinal de México o Perú, en la imagen del desierto —físico y cultural— que había que ocupar. Esta idea de construcción de la tradición —y no de mera herencia pasiva— fue formulada dramáticamente por Echeverría, Alberdi, Gutiérrez y, sobre todo, Sarmiento. Como engranaje decisivo del programa, la identidad lingüística argentina se definía a partir de algunos rasgos: una lengua clara, comprensible para todos, cercana a la hablada, abierta a las nuevas ideas que aportaban los extranjerismos, pero también celosa de las voces patrimoniales. Alberdi define su proyecto de modernización de la vida cultural y democratización de la lengua escrita para hacerla comprensible a todos como emancipación de la lengua, pero lo precisa, con más realismo, como un nuevo paradigma retórico: «Escribir claro, profundo, magnético es lo que importa. Ya no hay casi un solo joven de talento que no posea el instinto del nuevo estilo» («Emancipación de la lengua», p. 230).
Sarmiento inicia su actividad como periodista en Chile ocupándose de la cuestión del idioma: su primer artículo se refería a una publicación normativa, «Ejercicios del lenguaje», que considera apropiada en la toilette de las damas afectas a las modas, entre otras la del hablar. Entabla dos polémicas con la máxima autoridad en materia lingüística en el mundo hispánico, el venezolano Andrés Bello, rector de la Universidad de Chile: la polémica literaria, primero y la ortográfica, luego. El carácter programático que en ellas asume al declarar la soberanía del pueblo en materia lingüística las convierte en un discurso político, en el que se presenta como portavoz de una identidad americana, con rasgos propios, que no vacila en proclamar incluso a través de un cisma ortográfico. El tema, sin embargo, se profundiza en sus obras de madurez: la barbarie que reconoce en el uso terrorista en las fórmulas de la propaganda rosista, pero sobre todo en la discordancia entre el lenguaje y el pensamiento que subraya en las proclamas de Facundo; y, a la inversa, el manejo eficaz de la palabra para «formar opinión» que defiende. La rehabilitación de la palabra, en todas sus potencialidades, significa ideas que deben circular y esto demanda libros, traducción, escritores. El español es la «muralla china» para quienes no tienen acceso a las lenguas que brindan el capital de la cultura; hay que sortearla abriéndola: «Eduquemos nuestra lengua, hagámosla buen conductor de ideas, y que el mundo moderno se refleje en ella como un espejo» (XXII, 240). Esta labor de educar la lengua requiere de mercancías culturales y mercancías lingüísticas, que están en otra parte y que hay que hacer circular a través del circuito de la traducción: «Llorad y traducid» es su consigna, pero promete: «Honor y provecho, he aquí la recompensa del conocimiento de la lengua, convertido en trabajo, que es su forma útil» (XXX, 291). De ahí la obsesión por el libro y su circulación: las bibliotecas populares, el apoyo a las editoriales locales y, sobre todo, las campañas de alfabetización que permiten su consumo.
Repetidamente J. L. Borges lamentó que se hubiera elegido el Martín Fierro, y no el Facundo, como obra fundamental de la literatura argentina, operación ejecutada por Lugones en las conferencias del Teatro Odeón en 1913. Esa construcción, sin embargo, no tenía que estar acotada a las tradiciones locales o españolas; en «El escritor argentino y la tradición» Borges amplía el horizonte: «nuestra tradición es toda la cultura occidental» (OC, 272). Desde la periferia, el argentino, y los sudamericanos en general, tienen mayores posibilidades de innovar sin supersticiones y con irreverencia. Cuando el objeto es El idioma de los argentinos (1927) restringe el alcance de la expresión a un matiz de diferenciación: «el ambiente distinto de nuestra voz, la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, su connotación». Ni reivindica los «productos nacionales» de la gauchesca, el lunfardo, el orillero; ni se conforma con el español universal de los gramáticos normativos. Retomando lo que enuncia en el prólogo de Luna de enfrente (1925): «Muchas composiciones de este libro hay habladas en criollo; no en gauchesco ni en arrabalero sino en la heterogénea lengua vernácula de la charla porteña», en «El idioma de los argentinos» construye una genealogía para su intento:
Mejor lo hicieron nuestros mayores. El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. Pienso en Esteban Echeverría, en Domingo Faustino Sarmiento, en Vicente Fidel López, en Lucio V. Mansilla, en Eduardo Wilde. Dijeron bien en argentino: cosa en desuso.
(IA, p. 29).
Como en Alberdi, el programa estilístico destaca la sobriedad y la cercanía a la voz. Esa respuesta personal se matiza en «Las alarmas del Dr. Castro», que responde a La peculiaridad lingüística rioplatense de Castro (1941) e indirectamente también a El problema de la lengua en América de Amado Alonso (1935), cuyo primer capítulo, «El problema argentino de la lengua», está dedicado a Borges, «compañero en estas preocupaciones». Las dos obras parten del diagnóstico de que en Argentina se habla y se escribe defectuosamente y tratan de explicarlo. En ambas, la explicación se basa en las actitudes: «actitud recelosa de la masa ante los elementos cultos del habla» (p. 69), «aflojamiento de toda norma» (p. 92), «extensión e impunidad sociales de esas faltas… [que conduce a] un indulto mutuo» (p.98), en términos de Alonso; «plebeyismo universal» (p. 24), «instinto bajero» (p. 60) en los más duros de Américo Castro. En última instancia, los dos atribuyen el desquicio a la inmigración, que, no frenada por los nativos, ocupa posiciones sociales —e incluso políticas— que en otros países estaban reservadas a los cultos. Se diferencian, sin embargo, porque, mientras Alonso mantiene su propósito de explicar un problema lingüístico —con objetividad y ánimo templado—, Castro pasa de lo lingüístico a la historia y de allí a la sociología, para concluir en el terreno de las «esencias nacionales». Por eso, su obra desató una reacción adversa desde diferentes sectores: la más conocida de estas críticas es la de Borges, «Las alarmas del doctor Américo Castro» (recogida en Otras inquisiciones), que aniquila la obra y a su autor, al descalificarlo no sólo por sus erróneas valoraciones del alcance del orillero o de la lengua gauchesca sino por su torpeza estilística. Borges invierte entre líneas la valoración: en Argentina no se habla peor que en España; donde se habla «más fuerte, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda» (OC. 654).
Sarmiento y Borges definen su particular versión de la identidad lingüística argentina. No fueron las únicas definiciones, aunque quizás sí las más influyentes. Hubo otras identidades que se superpusieron a estas identidades consagradas. Fueron las voces de de los criollos, cuya modalidad lingüística aparece representada en la literatura gauchesca, los sectores marginales de la ciudad, con el lunfardo en las poesías del tango, el inmigrante italiano, con su cocoliche en sainetes y cuadros de costumbres, que dan a nuestra modalidad también un tono particular, sobre todo en la lengua de la expresividad: interjecciones (chau, minga, ma que, guarda), términos connotados (naso, gamba, facha, grosso), en el léxico del trabajo (laburo, fiacca) y tantísimos otros que reaparecen en el lunfardo de nuestro jóvenes. La literatura argentina se ha caracterizado por una particular sensibilidad para reproducir esas voces y esos estilos. Uno de sus maestros, Roberto Arlt, en otra versión de «El idioma de los argentinos» (recogido en Aguafuertes porteñas), protesta contra el gramático Monner Sans, a quien Borges llamaba «el virrey clandestino», por ignorar, y pretender encauzar, el lenguaje de la calle. Como el boxeo, la lengua no se aprende por reglas: «los muchachos antigramaticalmente boxeadores» pueden ser más eficaces que sus pares instruidos.
Identidades lingüísticas, o el idioma de los argentinos o las maneras argentinas de hablar y pensar el español, configuran un aspecto fundamental de nuestra tradición cultural; de la que también forma parte la gramática, si se construye con respeto y devoción para conocer mejor y ayudar a que la comunidad reconozca también su voz.